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Amenaza de tormenta

La sonrisa de Revjak se ensanchó hasta casi llegarle de oreja a oreja cuando vio que los rumores eran ciertos, que Bruenor Battlehammer había regresado al valle del Viento Helado. Los dos habían vivido cerca durante los primeros cuarenta años de vida del jefe bárbaro, aunque durante ese tiempo Revjak apenas había tenido relación con el enano, aparte de la de ser enemigos. Pero entonces Wulfgar había unido a las tribus nómadas y las había llevado a la guerra como aliadas de las gentes de Diez Ciudades y de los enanos del clan Battlehammer contra el malvado Akar Kessel y sus hordas de goblins.

En aquella ocasión, hacía menos de una década, Revjak había llegado a apreciar la fortaleza y el valor de Bruenor y de todos los enanos. En las pocas semanas que siguieron, antes de que Bruenor y Wulfgar partieran en busca de Mithril Hall, Revjak había pasado muchos días con el cabecilla enano y entre ambos se había forjado una gran amistad. Bruenor iba a marcharse, pero el resto del clan Battlehammer se quedaría en el valle del Viento Helado hasta que Mithril Hall se hubiera encontrado, y Revjak había aceptado la responsabilidad de estrechar los lazos de amistad entre los gigantescos bárbaros y los pequeños enanos. Había hecho tan buen trabajo que muchos de los suyos, incluido Berkthgar, optaron por viajar al sur con el clan Battlehammer para unirse a la lucha y reclamar Mithril Hall, y allí habían permanecido durante varios años.

El juicioso Revjak tenía la impresión de que a Berkthgar se le había olvidado todo aquello, pues, cuando el gigantesco guerrero entró en la tienda para asistir a la reunión con Bruenor y Cepa, su semblante exhibía un gesto ceñudo e implacable.

—Siéntate, Berkthgar —le pidió Revjak al guerrero, señalando un sitio a su lado.

Berkthgar hizo un ademán con el que indicaba que prefería quedarse de pie. Revjak sabía que intentaba dar una apariencia imponente, descollando con su gran estatura sobre los sentados enanos. Sin embargo, si al robusto Bruenor le molestó su actitud, no dio señales de ello, y se reclinó cómodamente en la gruesa capa de pieles apiladas a fin de no tener que doblar el cuello para mirar al guerrero.

—Por tu gesto avinagrado parece que la última comida no te ha sentado muy bien —le comentó el enano a Berkthgar.

—¿Por qué se encuentra tan lejos un rey de su reino? —replicó el guerrero.

—Ya no soy rey —lo rectificó Bruenor—. Devolví el título a mi tataratataraabuelo.

Revjak miró al enano con curiosidad.

—¿Te refieres a Gandalug? —preguntó, recordando la increíble historia que Berkthgar le había contado sobre el antepasado de Bruenor, el fundador del clan Battlehammer y del reino de Mithril Hall, que había regresado a la vida tras pasar siglos en otro plano, prisionero de los elfos oscuros.

—El mismo —respondió Cepa.

—Pero me puedes llamar príncipe —dijo Bruenor a Berkthgar, que resopló y apartó la vista.

—Así que has regresado al valle del Viento Helado —intervino Revjak antes de que la discusión alcanzara tonos desagradables. Al cabecilla bárbaro le daba la impresión de que Bruenor no comprendía el nivel de antipatía por los enanos que Berkthgar había alentado en muchos de los suyos; o era eso, o es que a Bruenor le importaba un ardite—. ¿Has venido de visita?

—Para quedarme —aclaró Bruenor—. Las minas están en proceso de reabrirse en este mismo momento, mientras charlamos. Se están limpiando de animales que se han metido en ellas y fijando los soportes. Estaremos extrayendo mineral dentro de una semana, y forjando nuestros productos un día después.

—Entonces, esta visita es de negocios —razonó Revjak.

—Y amistosa —aclaró rápidamente Bruenor—. Como yo digo, es mejor cuando las dos cosas van juntas.

—Estoy de acuerdo —asintió Revjak. Alzó la vista hacia Berkthgar y se encontró con que el guerrero se mordía con fuerza el labio inferior—. Y confío en que tu clan será justo con los precios de las mercancías que necesitamos.

—Nosotros tenemos el metal, y vosotros, las pieles y la carne —respondió Bruenor.

—No tenéis nada que precisemos —intervino repentina y vehementemente Berkthgar. Bruenor, sonriendo con sorna, alzó los ojos hacia él. Tras sostener su mirada un momento, Berkthgar volvió la vista hacia Revjak—. No necesitamos nada de los enanos —manifestó—. Todo lo que nos hace falta nos lo proporciona la tundra.

—Bah —resopló Bruenor—. Las puntas de piedra de vuestras lanzas salen rebotadas contra una buena cota de malla.

—Los renos no llevan cotas de malla —replicó secamente el guerrero—. Y, si entramos en guerra con Diez Ciudades y sus aliados, nuestra fuerza hará que esas puntas de piedra atraviesen cualquier cosa que un enano pueda forjar.

Bruenor se sentó derecho y tanto Revjak como Cepa se pusieron tensos temiendo que el fiero enano barbirrojo se abalanzara sobre Berkthgar ante una amenaza tan abierta.

No obstante, el cabecilla enano era lo bastante viejo y sabio como para caer en algo así, y en lugar de responder al guerrero se dirigió a Revjak.

—¿Quién habla en nombre de la tribu? —preguntó.

—Yo —manifestó Revjak con firmeza mientras miraba fijamente a Berkthgar.

—¿Dónde está Aegis-fang? —inquirió el guerrero, sin pestañear siquiera.

Ya habían llegado a eso, pensó Bruenor, al quid de todo, al origen de la disputa desde el principio: Aegis-fang, el poderoso martillo de guerra forjado por el propio Bruenor como regalo para Wulfgar, el bárbaro al que había adoptado como hijo.

—¿Lo dejaste en Mithril Hall? —insistió Berkthgar, y a Bruenor le pareció que el guerrero esperaba que la respuesta fuera «sí»—. ¿Está colgado de una pared, como un inútil objeto decorativo?

Cepa se dio cuenta de lo que se estaba cociendo. Bruenor y ella habían hablado del asunto antes de partir de vuelta al valle del Viento Helado. Berkthgar habría preferido que hubieran dejado a Aegis-fang en Mithril Hall, a centenares de kilómetros de distancia. Encontrándose tan lejos, el arma no arrojaría ninguna sombra sobre él ni sobre su soberbia espada, Bankenfuere, la Furia del Norte. Pero Bruenor no quería renunciar a Aegis-fang, era su mayor logro, el pináculo de su respetable carrera como maestro forjador, y, lo más importante, Aegis-fang era el único vínculo que lo unía a su hijo adoptivo muerto. Donde fuera él, iría Aegis-fang, ¡y al diablo con los sentimientos de Berkthgar!

El enano evadió momentáneamente la pregunta mientras decidía la táctica que convenía seguir, pero Cepa no era tan diplomática.

—El martillo está en las minas —dijo con decisión—, traído hasta aquí por Bruenor, que fue quien lo forjó. —El ceño de Berkthgar se intensificó, y Cepa no anduvo remisa en atacar.

»Acabas de decir que la tundra te da todo cuanto necesitas —lo mortificó—. Entonces ¿por qué te interesas por un martillo fabricado por un enano?

El bárbaro gigante no respondió, y a Bruenor y a Revjak les pareció que Cepa había ganado esta partida.

—Claro que esa espada que llevas sujeta a la espalda no fue forjada en el valle —comentó la enana—. La conseguiste comerciando, y también ella, probablemente, fue hecha por algún enano.

Berkthgar se echó a reír, pero no había ninguna alegría en su risa, sino más bien una amenaza.

—¿Y son éstos los enanos que se dicen amigos nuestros? —preguntó el guerrero—. Entonces, ¿por qué no nos entregan un arma que se hizo legendaria en manos de uno de la tribu?

—Te estás repitiendo, y tus palabras huelen a rancio —advirtió Bruenor.

—Y tú te estás haciendo viejo, enano —replicó Berkthgar—. No tendrías que haber regresado.

Dicho esto, el guerrero salió de la tienda como una tromba.

—Deberías vigilar a ése —le dijo Bruenor a Revjak.

El cabecilla bárbaro asintió con la cabeza.

—Berkthgar está atrapado en la red tejida por sus propias palabras —contestó—. Y lo mismo les ocurre a muchos otros, sobre todo jóvenes guerreros.

—Siempre con ganas de pelear —comentó Bruenor.

Revjak sonrió y no lo contradijo. Berkthgar era, desde luego, un hombre con el que había que tener cuidado, pero la verdad es que Revjak poco podía hacer al respecto. Si el guerrero quería dividir la tribu, había unos cuantos que estarían de acuerdo y lo seguirían, de manera que Revjak no podría impedírselo. Y, lo que era peor, si Berkthgar reclamaba el Derecho al Desafío por el liderazgo de la tribu unificada, contaría con el respaldo suficiente para que a Revjak le resultara difícil rehusar.

Revjak era demasiado viejo para combatir contra Berkthgar. Creía que las antiguas costumbres de los bárbaros del valle del Viento Helado habían cambiado cuando Wulfgar unió a las tribus, y por eso había aceptado el puesto de cabecilla cuando el guerrero se marchó. En el pasado el título de jefe se alcanzaba sólo por linaje o mediante combate, por derecho de sangre o por méritos propios.

Las viejas costumbres no desaparecían fácilmente, comprendió Revjak, todavía con la mirada prendida en la solapa de la tienda por donde Berkthgar se había marchado. Muchos de la tribu, sobre todo entre los que habían estado en Mithril Hall, e incluso un número creciente de los que se habían quedado en la tundra, sentían nostalgia por el estilo de vida más libre y salvaje de días pasados. A menudo, Revjak sorprendía conversaciones en las que los ancianos relataban historias de grandes batallas, del ataque en conjunto a Diez Ciudades, en el que Wulfgar había sido capturado por Bruenor.

El jefe bárbaro sabía que esa nostalgia estaba mal orientada. En el ataque unificado a Diez Ciudades, los guerreros habían sufrido tal matanza que las tribus apenas pudieron sobrevivir durante el invierno siguiente. Con todo, los relatos de guerra estaban siempre adornados con palabras de gloria y exaltación, nunca de tragedia. Tras la conmoción creada por el regreso de Berkthgar y de Bruenor y los enanos, muchos evocaban con fervor los tiempos previos a la alianza.

Desde luego que Revjak vigilaría a Berkthgar, pero el jefe bárbaro temía que eso sería todo lo que podría hacer.

Fuera de la tienda, otro oyente, el joven Kierstaad, asintió con la cabeza en un gesto de conformidad con la advertencia de Bruenor. El corazón de Kierstaad estaba dividido entre la admiración por Berkthgar y la que sentía por el cabecilla enano. Pero en aquellos momentos esa gran lucha apenas ocupaba los pensamientos del joven.

¡Bruenor había confirmado que Aegis-fang estaba en el valle!

—Puede ser la misma tormenta que nos azotó cerca de los islotes de la Gaviota —comentó Robillard, que observaba la negra cortina que se alzaba sobre el horizonte oriental, al frente del Duende del mar.

—Pero más fuerte —añadió Deudermont—, robusteciéndose durante su desplazamiento sobre el océano.

Todavía estaban al sol, a seis días de Caerwich y con otros ocho por delante para llegar a las Moonshaes, según los cálculos del capitán.

Los primeros indicios del viento contrario rozaron el rostro de Deudermont, los primeros soplos de brisa que eran la avanzadilla de la galerna que pronto se les echaría encima.

—¡Todo a estribor! —gritó el capitán al marinero que estaba al timón—. Nos desviaremos para eludirlo, rodeando las Moonshaes por el norte —dijo en voz baja para que sólo Robillard pudiera oírlo—. Un curso más directo a nuestro puerto de destino.

El hechicero asintió con la cabeza. Sabía que Deudermont no quería virar al norte, donde los vientos eran menos previsibles y el agua estaba más picada y fría, pero era consciente de que no tenían mucha opción al respecto. Si intentaban evitar la tormenta hacia el sur, acabarían en las proximidades de Las Nelanthers, las islas piratas, un lugar al que el Duende del mar, una espina clavada en el costado de los corsarios, no le convenía acercarse.

Así que tendrían que dirigirse al norte, rodeando la tormenta y las islas Moonshaes. O, al menos, así lo esperaban. Al contemplar el imponente muro de oscuridad, que a menudo se iluminaba con un relámpago, Robillard no estuvo seguro de que pudieran alejarse con la suficiente rapidez.

—Ve y llena de aire mágico las velas —le pidió el capitán, y su tono quedo puso de manifiesto que compartía la inquietud del mago.

Robillard se dirigió a la barandilla de la cubierta de popa y se sentó, pasando las piernas entre los barrotes para situarse de cara al palo mayor. Extendió la mano izquierda hacia el mástil e invocó los poderes de su anillo para crear rachas de viento. Este encantamiento menor no agotaba las facultades mágicas del poderoso anillo del hechicero, así que Robillard lo repetía una y otra vez, hinchando las velas, impulsando al Duende del mar a gran velocidad.

Pero no fue suficiente. El oscuro muro se les echó encima, y el oleaje zarandeó a la goleta de manera que su avance era una serie continua de sacudidas y cabeceos. Deudermont tenía ante sí una lúgubre elección. Podía arriar las velas y cerrar a cal y canto todas las escotillas con la esperanza de capear la tormenta, o podía mantener el rumbo, bordeando la tormenta en un intento desesperado de escabullirse de ella navegando hacia el norte.

—Que la suerte nos acompañe —dijo el capitán, decidiendo intentar la segunda opción y mantener izadas las velas hasta que, finalmente, la tormenta los alcanzara.

La goleta era uno de los mejores veleros que se habían construido nunca, y contaba con una tripulación formada por un grupo escogido de expertos marineros, dos magos poderosos, Drizzt, Cattibrie y Guenhwyvar, y estaba capitaneada por uno de los marinos más expertos y respetados a lo largo de la Costa de la Espada. Grandes eran los poderes del Duende del mar cuando se los calibraba con el rasero del hombre, pero ahora la goleta parecía minúscula ante las fuerzas desatadas de la naturaleza. Intentaron huir, pero la tormenta, como un cazador experimentado, se les acercó.

Varios cabos guías se partieron, y hasta el mástil se dobló por la tensión. Robillard intentó desesperadamente contrarrestarlo, y también lo hizo Harkle Harpell, pero ni siquiera la magia combinada de ambos podía salvar el palo mayor. Una grieta apareció a lo largo del mástil, y lo único que lo salvó fue la rotura de la verga guía.

La vela ondeó al viento y derribó a un hombre encaramado al aparejo, que cayó al encrespado oleaje. Drizzt actuó de inmediato, llamando a Guenhwyvar a su lado y mandándole que saltara al agua en busca del marinero. La pantera no vaciló; ya habían hecho esto mismo anteriormente. Con un poderoso rugido, el felino se zambulló en las oscuras aguas y desapareció al punto.

La lluvia y el granizo caían inclementes sobre ellos, al igual que cortinas de agua que saltaban sobre la proa. Los truenos retumbaban por todas partes, y más de un rayo se descargó en los altos mástiles.

—¡Tendría que haber detenido la navegación antes! —dijo Deudermont y, aunque gritó con todas sus fuerzas, Drizzt, de pie a su lado, apenas pudo oírlo con el rugido del viento y el retumbar de los truenos.

El drow sacudió la cabeza. Casi todas las escotillas de la goleta estaban cerradas y aseguradas, la mayor parte de la tripulación se encontraba bajo cubierta, y aun así el Duende del mar se sacudía salvajemente.

—¡Estamos al borde de la tormenta gracias a haber seguido navegando! —dijo el drow con firmeza—. ¡Si hubieras parado antes, nos encontraríamos en el centro y sin duda estaríamos condenados!

Deudermont oyó sólo algunas palabras, pero entendió lo esencial de lo que su amigo intentaba comunicarle. Agradecido, puso una mano sobre el hombro del elfo oscuro, pero de pronto salió despedido, chocó violentamente contra la batayola, y estuvo a punto de salir lanzado por la borda cuando una ola inmensa casi tumbó de costado al Duende del mar.

Drizzt reaccionó con rapidez y agarró al capitán gracias a los brazales encantados y a su gran agilidad, que le permitió desplazarse sobre la bamboleante cubierta. Ayudó a Deudermont a levantarse y los dos se dirigieron a trompicones hacia la escotilla.

Primero bajó el capitán, en tanto que Drizzt hacía un alto para echar una rápida ojeada por la cubierta a fin de asegurarse de que todos los demás estaban abajo. Sólo quedaba Robillard, aferrado a la barandilla de popa, con los muslos apretados contra los barrotes, maldiciendo a la tormenta y lanzando ráfagas de viento mágico a las fauces del rugiente vendaval. El hechicero notó que Drizzt lo estaba mirando, y le hizo señas para que bajara; luego señaló su anillo, recordándole al drow que poseía poder mágico suficiente para salvarse.

Tan pronto como se encontró en la abarrotada cubierta inferior, Drizzt sacó la figurilla de la pantera. Tenía que confiar en que Guenhwyvar hubiera cogido al marinero; pero, si esperaba más, el hombre se ahogaría igualmente.

—Vuelve a casa, Guenhwyvar —le dijo a la estatuilla.

Hubiera querido invocar a la pantera casi inmediatamente para saber si el hombre se había salvado, pero una ola se estrelló contra la goleta y la figurilla salió disparada por el aire y se perdió en la oscuridad. Drizzt gateó tratando de seguir su dirección, pero el lugar estaba demasiado abarrotado y oscuro.

En la negrura de la cubierta inferior, la aterrada tripulación no sabía si ésta era la misma galerna que los había azotado en el viaje de ida. Si lo era, entonces se había intensificado, pues esta vez el Duende del mar se zarandeaba como si fuera de juguete. El agua les caía por las grietas del suelo de cubierta, y sólo su afanoso achique, coordinado y disciplinado a pesar de la oscuridad y el terror, mantuvo el barco a flote. La situación se prolongó durante más de dos horas, dos horribles y angustiosas horas, pero la opinión de Drizzt sobre la decisión de Deudermont era acertada. El Duende del mar se encontraba al borde de la tormenta, no en su centro; ningún barco de los Reinos podría haber sobrevivido a esta galerna en su apogeo.

Entonces reinó el silencio, a excepción de alguno que otro trueno, cada vez más lejano. El Duende del mar escoraba bastante a babor, pero se mantenía a flote.

Drizzt fue el primero en subir a cubierta, con Deudermont pisándole los talones. Los daños eran grandes, sobre todo en el palo mayor.

—¿Podremos reparar el barco? —preguntó el drow.

El capitán creía que no.

—Sin atracar, lo dudo —contestó, sin molestarse en mencionar que el puerto más próximo podía estar a ochocientos kilómetros de distancia.

Cattibrie subió poco después, llevando la figurilla de ónice. Drizzt llamó de inmediato a la pantera, y, cuando el animal apareció en cubierta, venía acompañado por un marinero cuyo aspecto era lamentable.

—Ahora tendrás una buena historia para contársela a tus nietos —dijo Deudermont en tono jovial al hombre mientras le palmeaba el hombro e intentaba levantar la moral de los que estaban cerca. El desmadejado marinero asintió sin fuerza en tanto que otros dos tripulantes lo ayudaban a bajar a la cubierta inferior.

»Qué compañera tan fantástica —comentó Deudermont a Drizzt, señalando a Guenhwyvar—. Ese hombre estaba condenado, no te quepa duda.

El drow asintió con un gesto y acarició el flanco del animal. Sabía el valor de la amistad de la pantera.

Cattibrie observaba las reacciones del drow con gran atención, consciente de que el salvamento del marinero era importante para él por razones que iban más allá del mero altruismo. Si el hombre se hubiera ahogado, aquello habría sido otra carga más en su sentido de culpabilidad, la muerte de otro inocente por culpa del oscuro pasado del vigilante.

Pero no había ocurrido, y, al menos de momento, el Duende del mar y toda su tripulación habían sobrevivido. Sin embargo, aquella idea alentadora cayó en el olvido un instante después cuando Harkle se acercó a ellos e hizo una simple pero perturbadora pregunta:

—¿Dónde está Robillard?

Todos los ojos se volvieron hacia la barandilla de la cubierta de popa y se encontraron con que había sido arrancada de cuajo precisamente en el punto donde Drizzt había visto al hechicero por última vez.

Al drow le dio un vuelco el corazón, y Cattibrie corrió hacia la batayola y empezó a escudriñar la vacía superficie del océano. Deudermont no parecía demasiado preocupado.

—El hechicero tiene sus propios medios para escapar de la tormenta —les aseguró el capitán a los otros—. Esto ya ha ocurrido antes.

Era cierto, reconocieron Drizzt y Cattibrie. En varias ocasiones, Robillard había abandonado el Duende del mar merced a su magia para asistir a una reunión de su gremio en Aguas Profundas, incluso cuando el barco navegaba a cientos de kilómetros de la ciudad.

—No puede ahogarse —afirmó Deudermont—. No mientras lleve ese anillo suyo.

Los dos amigos se tranquilizaron con la explicación del capitán. El anillo de Robillard era del plano elemental del agua, un objeto de gran poder mágico que proporcionaba muchas ventajas al hechicero cuando estaba en alta mar por muy fuerte que fuera una tormenta. Quizá lo había alcanzado algún rayo o tal vez había perdido el sentido, pero lo más probable es que hubiera sido barrido por alguna ola y se hubiera visto obligado a utilizar su magia para ponerse a salvo de la tormenta mucho antes de que lo hubiera hecho el propio Duende del mar.

Cattibrie continuó escudriñando el agua, y Drizzt se unió a ella.

Deudermont tenía otros asuntos que atender: resolver cómo llevar el Duende del mar hasta la seguridad de un puerto. Habían capeado el temporal y habían sobrevivido, pero sabía que eso podía resultar un mero aplazamiento.

Harkle, que había inspeccionado los extensos daños sufridos por la goleta y estaba pendiente de los movimientos del capitán, también lo sabía. Se dirigió en silencio hacia el camarote de Deudermont, disimulando su ansiedad hasta encontrarse tras la puerta cerrada. Entonces se frotó las manos vigorosamente, sonrió de oreja a oreja, y sacó un libro encuadernado en piel.

Tras echar una ojeada a su alrededor para asegurarse de que no había nadie observándolo, Harkle abrió el tomo mágico, uno de los componentes necesarios para su más reciente y quizá poderoso conjuro. En su mayor parte, las páginas estaban en blanco, como lo habían estado todas ellas hasta que Harkle ejecutó el hechizo de la niebla del destino por primera vez. Ahora, en las primeras páginas se reflejaba, como un diario, el viaje mágico del hechicero hasta el Duende del mar y —se alegró mucho al verlo— sus consiguientes experiencias a bordo de la goleta. Para su completo asombro, ya que hasta este momento no se había atrevido a examinar el diario con detalle, también estaba allí el poema de la bruja ciega, transcrito palabra por palabra.

Harkle supo que la niebla del destino seguía funcionando porque ni él ni ninguna otra persona habían escrito una sola palabra en el diario. La ininterrumpida actividad del conjuro estaba registrando los acontecimientos.

Aquello excedía las mayores expectativas de Harkle respecto a la niebla del destino. Ignoraba cuánto tiempo más seguiría funcionando, pero comprendió que había topado con algo muy importante. Y, además, algo que no necesitaría mucho estímulo. El Duende del mar estaba a la deriva en el océano, y también lo estaba la misión que les aguardaba a Drizzt y a Cattibrie, y, consecuentemente, a él. Harkle no era de los que tenían mucha paciencia, y menos ahora. Agitó la mano por encima de la primera hoja en blanco mientras entonaba unas palabras. Buscó en un bolsillo y sacó un poco de polvo de diamante que esparció sobre la página.

No ocurrió nada.

Harkle siguió trabajando en el hechizo durante casi una hora, pero cuando salió del camarote el Duende del mar seguía escorado y a la deriva.

El hechicero se frotó la mejilla en la que crecía una barba incipiente. Al parecer, tenía que trabajar más el conjuro.

Robillard estaba de pie sobre las olas, y daba golpecitos con un pie en un gesto de impaciencia.

—¿Dónde se ha metido ese bruto? —preguntó, refiriéndose al elemental de agua que había invocado para que lo ayudara. Había enviado al ser en busca del Duende del mar, pero de eso hacía ya un buen rato.

Por fin, el manto azulado del agua se agitó delante de Robillard y asumió una burda forma humanoide. Robillard le preguntó, en el lenguaje borboteante del ser, si había encontrado la goleta.

Al oír que la respuesta era afirmativa, el hechicero pidió al elemental que lo llevara hasta el barco, y el ser extendió uno de sus enormes brazos. Parecía acuoso, pero en realidad era mucho más sólido que cualquier líquido normal. Cuando el mago estuvo cómodamente instalado, el monstruo lo llevó en volandas, con la velocidad de una ola rompiente.