El corazón de Kierstaad
Salieron de la cueva y encontraron a Guenhwyvar sentada tranquilamente sobre Dunkin. Drizzt hizo un ademán a la pantera para que soltara al hombre y emprendieron la marcha.
El drow apenas fue consciente del viaje de vuelta al bote a través de la isla. No dijo una sola palabra en todo el camino, salvo para hacer que Guenhwyvar regresara a su plano astral tan pronto como advirtieron que esta vez no encontrarían resistencia en la playa, ya que el hielo había desaparecido y también los zombis. Los demás, comprendiendo lo perturbadora que era la información que la bruja le había dado, respetaron su estado de ánimo y también se mantuvieron callados.
Drizzt repetía para sus adentros, una y otra vez, las palabras de la vieja vidente para aprendérselas de memoria. Se daba cuenta de que cada sílaba podía ser una pista, que cada inflexión podía ofrecerle algún indicio acerca de quién era el que tenía a su padre prisionero. Pero era en vano, ya que las palabras habían sido demasiado repentinas, demasiado inesperadas.
¡Su padre! ¡Zaknafein! Casi se le cortaba la respiración ante la idea de la impensada posibilidad de que estuviera vivo. Recordaba sus incontables combates de entrenamiento, los años dichosos que habían pasado practicando con dedicación. Recordaba el momento en que Zaknafein había intentado matarlo, y había amado a su padre aún más por ello, porque lo había hecho creyendo que su querido Drizzt había asumido los hábitos oscuros de los drows.
Drizzt alejó los recuerdos de su mente. Ahora no había tiempo para la nostalgia; tenía que centrarse en la tarea surgida de manera tan repentina. Por grande que fuera su júbilo al pensar que podría recuperar a Zaknafein, mayor era su inquietud. Algún ser poderoso, una madre matrona o quizás incluso la propia Lloth, guardaba el secreto, y las palabras de la bruja también implicaban a Catti-brie. El vigilante miró de reojo a la joven, que, aparentemente, estaba sumida en pensamientos similares a los suyos. La bruja había dado a entender que todo esto —el ataque en Aguas Profundas y el viaje a esta isla remota— había sido planeado por un poderoso enemigo que buscaba vengarse no sólo de Drizzt, sino también de Catti-brie.
Drizzt caminó un poco más despacio y dejó que los demás se adelantaran unos cuantos pasos y arrastraran el bote hasta el agua. Apartó la mirada de Cattibrie, y, al menos momentáneamente, también sus pensamientos, volviendo a recitar para sus adentros el verso de la bruja. Lo mejor que podía hacer por Catti-brie y por Zaknafein era memorizarlo por completo y con la mayor exactitud posible. El drow se daba cuenta de eso, pero, a pesar de todo, la posibilidad de que su padre pudiera estar vivo lo abrumaba y hacía que todos los versos le parecieran confusos, un sueño lejano que el vigilante se esforzaba denodadamente por recordar. Drizzt no estaba alerta cuando empezaron a bogar, dejando atrás la playa de Caerwich. Tenía los ojos enfocados en el rítmico movimiento de los remos sumergiéndose en las oscuras aguas, y tan absorto estaba en eso que, si una horda de zombis se hubiera lanzado contra ellos, el drow habría sido el último en desenvainar un arma.
No obstante, regresaron al Duende del mar sin que ocurriera ningún incidente, y Deudermont, tras una rápida comprobación con Drizzt para asegurarse de que ya no tenían nada que hacer en la isla, no perdió tiempo en zarpar y poner rumbo a mar abierto. El capitán ordenó largar todas las velas en el momento en que salieron de la niebla que envolvía Caerwich, y la veloz goleta dejó atrás la misteriosa isla muy pronto. Sólo después de que Caerwich se perdiera de vista Deudermont llamó al drow, a Cattibrie y a los dos hechiceros a su camarote para sostener una conversación sobre lo que había ocurrido.
—¿Entendiste a lo que se refería esa vieja bruja? —le preguntó a Drizzt.
—Hablaba de Zaknafein, mi padre —repuso el drow sin vacilar. Advirtió que la expresión de Catti-brie se ensombrecía. La mujer había estado en tensión todo el camino de vuelta desde la cueva, casi aturdida, pero ahora le pareció verla meramente cariacontecida.
—¿Y qué rumbo tomamos? —inquirió Deudermont.
—A casa, y nada más —intervino Robillard—. No tenemos provisiones, y todavía quedan por reparar algunos daños causados por la tormenta que nos azotó antes de recalar en los islotes de la Gaviota.
—¿Y después? —quiso saber el capitán, que miró directamente a Drizzt mientras hacía la pregunta.
El drow sintió una cálida sensación de agradecimiento por el hecho de que Deudermont se remitiera a él antes de decidir.
—«Busca a aquel que te odia más», dijo la bruja —continuó Deudermont cuando Drizzt no hizo ningún comentario—. ¿Quién puede ser?
—Entreri —repuso Catti-brie. Se volvió hacia el sorprendido capitán—. Artemis Entreri, un asesino de las tierras meridionales.
—¿No es el mismo al que perseguimos hasta Calimshan una vez? —preguntó Deudermont.
—Nuestros problemas con él parecen no tener fin —explicó la joven—. Odia a Drizzt más que ninguna otra per…
—No —la interrumpió el drow mientras sacudía la cabeza. Se pasó una mano por la espesa melena blanca—. No es él. —El elfo oscuro conocía a Artemis Entreri muy bien, demasiado bien. Por supuesto que lo odiaba, o hubo un tiempo en que lo había odiado, pero su antagonismo se debía más a un orgullo ciego, a la necesidad del asesino de demostrar que era el mejor, que a una razón concreta de enemistad. Tras su estancia en Menzoberranzan, Entreri había quedado curado de esa necesidad, al menos hasta cierto punto. No. Este desafío estaba motivado por algo más profundo. Estaba relacionado con la propia Lloth, e involucraba no sólo a él, sino también a Catti-brie y al derribo de la estalactita sobre la capilla Baenre. Este acosamiento, este alegórico anillo de oro, estaba basado en puro y simple odio.
Entonces ¿quién? —inquirió Deudermont tras un largo silencio.
Drizzt no podía darle una respuesta concreta.
—Algún Baenre, supongo —contestó al cabo—. Me he creado muchos enemigos. En Menzoberranzan los hay a docenas que harían cualquier cosa con tal de matarme.
—¿Pero cómo sabes que se trata de alguien de Menzoberranzan? —intervino Harkle—. No te lo tomes a mal, pero ¡también en el mundo del exterior tienes muchos enemigos!
—Entreri —repitió Catti-brie.
Drizzt sacudió la cabeza en un gesto de negación.
—La bruja dijo «un gran rival de tu primer hogar» —le recordó el drow—. Un enemigo de Menzoberranzan.
Cattibrie no sabía si Drizzt repetía literalmente las palabras de la bruja, pero, en cualquier caso, la evidencia parecía irrefutable.
—Entonces ¿por dónde empezamos? —les preguntó Deudermont a todos, limitándose a hacer el papel de moderador.
—La bruja habló de una influencia ultraterrena —intervino Robillard—. Mencionó el Abismo.
—El hogar de Lloth —añadió Drizzt.
Robillard asintió con la cabeza.
—Así que tenemos que obtener algunas respuestas del Abismo —razonó el hechicero.
—¿E iremos allí navegando? —dijo Deudermont con sorna.
Robillard, más entendido en este tipo de materias, se limitó a sonreír y sacudió la cabeza.
—Tenemos que traer a un diablo a nuestro mundo y sacarle información —explicó—. No es un cometido difícil ni inusual para quienes practican el arte de la brujería.
—¿Alguien como tú? —le preguntó el capitán.
Robillard volvió a denegar con la cabeza y miró a Harkle.
—¿Qué? —dijo el distraído mago tan pronto como notó todas las miradas prendidas en él. Había estado absorto intentando, también, reconstruir el verso de la bruja ciega, aunque desde su posición en la cueva no había oído todas las palabras.
—Alguien como tú, versado en temas de brujería —aclaró Robillard.
—¿Yo? —exclamó con tono estridente—. Oh, no. Eso nos está prohibido en la Mansión de Hiedra desde hace veinte años. Demasiados problemas. ¡Demasiados demonios vagando por allí y comiéndose a los Harpell!
—Entonces ¿quién nos dará las respuestas que necesitamos? —preguntó Catti-brie.
—Hay hechiceros en Luskan que practican la brujería —informó Robillard—. Y también algunos clérigos en Aguas Profundas. Pero ni en un caso ni en otro resultará barato.
—Disponemos de oro —dijo Deudermont.
—Es oro del barco —intervino Drizzt—. Para la tripulación.
Deudermont hizo un gesto con la mano desestimando su comentario y sacudió la cabeza.
—Hasta que Drizzt Do’Urden y Catti-brie subieron a bordo no disfrutamos de tantos beneficios —le dijo al drow—. Sois miembros de la tripulación, y todos renunciarán a su parte como lo haríais vosotros para ayudar a cualquiera de ellos.
Drizzt no encontraba argumentos para rechazar la oferta, pero no le pasó inadvertido un cierto tono huraño cuando Robillard añadió:
—En efecto.
—Entonces, ¿a Luskan o a Aguas Profundas? —le preguntó Deudermont al mago—. ¿Pongo rumbo al norte de las Moonshaes o al sur?
—A Aguas Profundas —respondió Harkle inesperadamente—. Oh, yo preferiría tratar con un clérigo —explicó—. Un clérigo del bien. Son mejores con los demonios que los hechiceros, porque un hechicero podría tener otros intereses o preguntas que querría hacer a la bestia. Mi opinión es que no conviene involucrar demasiado a un demonio.
Drizzt, Cattibrie y Deudermont miraron al hombre con curiosidad, intentando descifrar a qué se refería.
—Tiene razón —se apresuró a explicar el mago del Duende del mar—. Un clérigo del bien se atendrá a un único cometido, y podemos tener la seguridad de que una persona así sólo invocará a un demonio por una buena causa, una causa justa. —Miró a Drizzt al decir esto, y el drow tuvo la sensación de que Robillard se estaba cuestionando de pronto la prudencia de emprender esta misión, de hacer caso a las palabras de la bruja ciega, y, tal vez, comprendió Drizzt, el motivo.
—Liberar a Zaknafein de las garras de Lloth o de una madre matrona será una causa justa —afirmó el drow, en cuya voz se advirtió un atisbo de rabia.
—Entonces, un clérigo del bien será la mejor elección —contestó el mago del Duende del mar con indiferencia, sin ofrecer disculpas.
Kierstaad miró los negros y muertos ojos del reno tirado sobre la llana tundra, muy quieto, rodeado por las flores multicolores que brotaban rápidamente en el corto verano del valle del Viento Helado. Había matado al animal limpiamente, con un tiro de su gran lanza.
Kierstaad se alegraba de ello. No sentía remordimiento de ver muerta a tan magnífica bestia, pues la supervivencia de su pueblo dependía del éxito de la caza. No se desperdiciaría ni el más pequeño trozo del orgulloso animal. Con todo, el joven se alegraba de que la matanza, su primera pieza cobrada, hubiera sido limpia. Miró los ojos de reno muerto y le dio gracias a su espíritu.
Berkthgar llegó junto al joven y lo palmeó en el hombro. Kierstaad, demasiado abrumado por el espectáculo, por la repentina comprensión de que a los ojos de la tribu ya no era un muchacho, apenas reparó en el hombretón cuando pasó junto a él con un largo cuchillo en la mano.
Berkthgar se agachó al lado del animal y le separó las patas. El corte, con su larga práctica, fue limpio y perfecto. Un instante después se ponía de pie y, volviéndose, le tendía los brazos ensangrentados a Kierstaad, ofreciéndole el corazón del animal.
—Cómelo y tendrás la fortaleza y la velocidad del reno —prometió el cabecilla bárbaro.
El joven cogió el corazón algo vacilante, y se lo acercó a la boca. Comprendió que esto era parte de la prueba, aunque no sabía que le fueran a pedir tal cosa. El tono grave en la voz de Berkthgar era inequívoco; no podía fallar. Ya no era un muchacho, se dijo. Algo salvaje despertó en su interior con el olor de la sangre, con la idea de lo que tenía que hacer.
—El corazón guarda el espíritu del reno —explicó otro de los hombres—. Come de ese espíritu.
Kierstaad ya no vaciló. Se llevó el rojo corazón a la boca y mordió con fuerza. Apenas fue consciente de lo que hizo a continuación, de devorar el corazón, de sumergirse en el espíritu del reno abatido. Los cantos de los cazadores de la partida de Berkthgar se alzaron a su alrededor dándole la bienvenida a la edad viril.
Ya no era un muchacho.
No se le pidió nada más a Kierstaad, que permaneció de pie a un lado, impasible, mientras los otros cazadores de más edad limpiaban y desollaban el reno. Éste era el mejor estilo de vida para su pueblo, desde luego; vivir libre de las ataduras de la riqueza y de los lazos con otros. En esto, al menos, Kierstaad sabía que Berkthgar tenía razón. No obstante, el joven seguía sin sentir animosidad hacia los enanos o las gentes de Diez Ciudades, y no estaba dispuesto a permitir que se dijeran mentiras que menguaran su respeto por Wulfgar, que tanto bien había hecho a las tribus del valle del Viento Helado.
Kierstaad observó el aprovechamiento del reno, tan completo y perfecto. Sin desperdicio ni falta de respeto para el orgulloso animal. Se miró las manos y los brazos, manchados de sangre; también la sintió correr por su barbilla y gotear sobre el esponjoso suelo. Ésta era su vida, su destino. Con todo ¿qué significaba eso? ¿Más guerras con Diez Ciudades, como había ocurrido tantas veces en épocas anteriores? ¿Y qué pasaba con las relaciones con los enanos que habían regresado a sus minas, al sur de la cumbre de Kelvin?
El joven cazador había escuchado a Berkthgar durante las últimas semanas. Lo había oído discutir con Revjak, su padre y el líder reconocido de la tribu del Alce, la única tribu que quedaba en la tundra del valle del Viento Helado. Berkthgar se separaría, pensó Kierstaad mientras observaba al gigantesco hombre; se llevaría a los otros guerreros jóvenes y volvería a establecer la tribu del Oso o cualquiera de las otras tribus ancestrales. Entonces la rivalidad tribal que había sido parte de la vida de los bárbaros durante tanto tiempo empezaría otra vez. Lucharían por comida o por un buen territorio mientras erraban por la tundra.
Tratando de alejar de sí estos inquietantes pensamientos, Kierstaad se dijo que sólo era una posibilidad. Berkthgar quería ser el único líder, quería emular y luego superar al legendario Wulfgar. No lo conseguiría si dividía a los bárbaros que quedaban, ya que no eran lo bastante numerosos para crear tribus separadas con verdadero poder.
Wulfgar había unido a las tribus.
Había otras posibilidades; pero, al pensar en ellas, ninguna le pareció bien.
Berkthgar alzó la vista de la pieza abatida, exhibiendo una ancha sonrisa, aceptando a Kierstaad totalmente y sin ulteriores motivos. Sin embargo, el joven cazador era el hijo de Revjak, y tenía la impresión de que Berkthgar y su padre podían estar pisando un terreno peligroso. Al cabecilla de una tribu se le podía desafiar.
Aquella idea se intensificó cuando la victoriosa partida de caza tuvo a la vista el campamento de tiendas de la tribu e interceptó a Bruenor Battlehammer y a una enana, Cepa Garra Escarbadora.
—¡Estáis en un terreno que no es vuestro! —gruñó de inmediato Berkthgar al cabecilla enano.
—Saludos y mis mejores deseos también para ti —replicó Cepa, que no era de las que se callaban—. ¿Así que es cierto lo que nos han dicho, que has olvidado el valle del Guardián?
—No hablo con mujeres de asuntos importantes —contestó Berkthgar sin alterar la voz.
Bruenor actuó con rapidez para detener con el brazo a la enfurecida Cepa.
—Y yo no estoy aquí para hablar contigo —replicó el cabecilla enano—. La sacerdotisa y yo venimos a ver a Revjak, el jefe de la tribu del Alce.
Las aletas de la nariz del bárbaro temblaron. Por un instante, Kierstaad y los demás creyeron que se abalanzaría sobre Bruenor; al parecer también lo pensó el enano, que asentó los pies firmemente en el suelo y dio unos golpecitos en su palma extendida con el hacha llena de muescas que sostenía en la otra mano.
Pero Berkthgar no era estúpido, y se tranquilizó.
—También yo lidero a los cazadores del valle del Viento Helado —declaró—. ¡Di lo que tengas que decir y márchate!
Bruenor soltó una risita burlona y, pasando junto al bárbaro, se dirigió hacia el campamento. Berkthgar bramó y, de un salto, se plantó en el camino del enano.
—Eras el jefe en Piedra Alzada —dijo el barbirrojo enano con firmeza—. Y tal vez seas el jefe aquí. Aunque también puede que no. Por lo que a mí respecta, Revjak era el jefe de la tribu cuando nos marchamos del valle, y aún sigue siéndolo. —Los ojos atentos de Bruenor no se apartaron de Berkthgar mientras volvía a pasar junto al hombre.
Cepa levantó la nariz en un gesto arrogante y ni siquiera se molestó en dirigir una mirada al gigante bárbaro.
Para Kierstaad, que apreciaba a Bruenor y a su feroz pueblo, fue un encuentro doloroso.
El viento era suave, y el crujir del tablazón del Duende del mar el único sonido que se escuchaba mientras la goleta surcaba en silencio las aguas tranquilas, con rumbo este. La luna llena brillaba en lo alto, recorriendo el cielo despejado.
Cattibrie se encontraba sentada en la plataforma de la balista, acurrucada cerca de una vela encendida, y de vez en cuando garabateaba algo en un trozo de pergamino. Siguiendo las atinadas instrucciones de Deudermont, los seis que habían estado en la cueva de la bruja ciega debían reflejar por escrito el poema tal como lo recordaban. Cinco de ellos sabían escribir, un porcentaje extraordinario. Waillan, poco diestro en las letras, dictaría lo que recordaba a Harkle y a Robillard, que lo escribirían por separado, y, con un poco de suerte, sin influir con sus propias interpretaciones.
Drizzt no había tardado mucho en transcribir la poesía, al menos los versos que recordaba con más claridad, los que consideraba vitales. Se daba cuenta de que cada palabra podía proporcionarles una clave necesaria, pero estaba demasiado excitado, demasiado abrumado para reparar en detalles de menor importancia. En el segundo verso del poema, la bruja se había referido al padre de Drizzt, y posteriormente, en varias ocasiones, había insinuado que Zaknafein estaba vivo. Eso era en lo único que Drizzt podía pensar, lo único que podía esperar recordar.
Cattibrie fue más diligente, y su registro por escrito del poema resultó mucho más completo. Pero el incidente también la había sorprendido y abrumado a ella, y no estaba segura de la exactitud de sus anotaciones.
—Me hubiera gustado compartir con él una noche como ésta —dijo Drizzt, rompiendo el silencio de manera tan repentina que la joven casi traspasó el frágil pergamino con la punta de la pluma. Alzó la vista hacia el drow, que estaba mirando al cielo, con los ojos prendidos en la luna.
»Sólo una —prosiguió Drizzt—. A Zaknafein le habría encantado la noche de la superficie.
Cattibrie sonrió, convencida de que el drow tenía razón. Drizzt le había hablado de su padre muchas veces. El alma de su amigo era el legado de su padre, no de su perversa madre. Los dos eran muy parecidos, tanto en combate como en espíritu, con la notable excepción de que Drizzt había tenido el coraje suficiente para marcharse de Menzoberranzan, mientras que Zaknafein no lo tuvo. Se había quedado con los perversos elfos oscuros y al final había sido sacrificado a la reina araña.
«Entregado a Lloth y por ella cedido».
El verso acudió de repente a la memoria de Cattibrie. Lo musitó una vez, escuchando el ritmo y sabiendo que era exacto; luego bajó la vista al pergamino y localizó la línea. Había escrito «para» en lugar de «a», y lo corrigió rápidamente.
Cada palabra podía ser vital.
—Sospecho que el peligro al que me enfrento ahora supera a todo lo que hemos visto —prosiguió Drizzt, quizás hablando más para sí mismo que para la joven.
A Cattibrie no le pasó inadvertido el hecho de que hablara en singular. Estaba a punto de señalar que también ella estaba involucrada, pero entonces recordó otro verso al refrescarle la memoria la manifestación del drow.
«Para que recorras el más oscuro camino».
La joven comprendió que era el verso siguiente, y la pluma empezó a escribir. Drizzt seguía hablando, pero ella apenas oyó lo que decía. Sin embargo sí escuchó algunas palabras, y dejó de escribir para levantar la vista del pergamino y observar al drow. ¡Estaba hablando de marcharse solo otra vez!
—El verso era para los dos —le recordó.
—El camino oscuro conduce a mi padre —repuso Drizzt—, un drow al que nunca conociste.
—Y con eso ¿qué quieres decir?
—Que el camino es para que lo recorra yo.
—Conmigo —dijo Catti-brie con determinación—. ¡No vas a volver a hacerlo! —lo reprendió—. ¡Te marchaste solo una vez y estuviste a punto de ocasionar tu propia ruina y la de todos nosotros por tu estupidez!
Drizzt se volvió hacia la joven y la miró a los ojos. ¡Cómo amaba a esta mujer! Sabía que no podía discutir del asunto con ella, que cualquier argumento que planteara, Cattibrie lo refutaría o se limitaría a hacer caso omiso.
—Me voy contigo, tenlo por seguro —dijo la joven con una voz firme que no admitía concesiones—. Y creo que Deudermont y Harkle, y quizás otros cuantos más, también vendrán. ¡Así que no intentes siquiera impedírnoslo, Drizzt Do’Urden!
El drow iba a replicar, pero lo pensó mejor. ¿Para qué molestarse? Jamás conseguiría que su amiga le dejara recorrer solo este oscuro pasaje. Jamás.
Se volvió a mirar el negro mar, y la luna y las estrellas, en tanto que sus pensamientos volvían a Zaknafein y al «anillo de oro», que la bruja le había ofrecido.
—Nos llevará dos semanas por lo menos llegar a puerto —se lamentó.
—Tres, si el viento no sopla fuerte —comentó Catti-brie, sin aparcar un solo momento los ojos del importante pergamino.
No muy lejos, en el puente, justo debajo de la barandilla de la cubierta de popa, Harkle Harpell se frotó las manos con entusiasmo. Compartía la lamentación de Drizzt de que la travesía durara tanto, y no estaba dispuesto a pasarse otras dos o tres semanas surcando un océano vacío.
—La niebla del destino —musitó, pensando en su nuevo y poderoso hechizo, el encantamiento que lo había llevado al Duende del mar. La oportunidad le parecía perfecta para ponerlo a prueba otra vez.