Caerwich
¿Qué tamaño tiene la isla de Caerwich? —preguntó Catti-brie a Deudermont. Había pasado otra semana de travesía sin que hubiera novedad. Otra semana de vacío, de soledad, aunque la goleta iba repleta de tripulantes y había pocos sitios en los que uno no estuviera a la vista de los demás. Ésa era una característica del océano abierto: que nunca se estaba físicamente solo y, no obstante, todo el mundo parecía estar aislado. Catti-brie y Drizzt habían pasado muchas horas juntos en cubierta, callados y mirando al horizonte, cada uno perdido en sus propios pensamientos, ensimismados en el oleaje del manto azul del agua; juntos pero, sin embargo, muy solos.
—Unos cuantos kilómetros cuadrados —respondió el capitán con expresión ausente, como si la respuesta hubiera sido un acto reflejo.
—¿Y piensas encontrarla? —En la voz de la mujer había un inconfundible tono de tensión que atrajo la mirada perezosa de Drizzt, así como la de Deudermont.
—Bueno, encontramos los islotes de la Gaviota —le recordó el elfo oscuro a la joven, intentando levantarle el ánimo, aunque él, también, empezaba a tener ese timbre de irritación en la voz—. Y no son mucho más grandes.
—Bah, las conoce todo el mundo —replicó Catti-brie—. Una travesía en línea recta hacia el oeste.
—Sabemos dónde estamos y adónde tenemos que ir —insistió Deudermont—. Tenemos el mapa, y no navegamos a ciegas.
Cattibrie miró por encima del hombro y dirigió una ojeada ceñuda a Dunkin, el que les había proporcionado el mapa, y que en estos momentos estaba trabajando de firme, restregando la cubierta de popa. La expresión desabrida de la joven fue respuesta suficiente al comentario de Deudermont, dejando claro al capitán lo poco fiable que consideraba dicho mapa.
—Y los hechiceros tienen nuevos ojos que ven a lo lejos —añadió Deudermont. Catti-brie no podía negar esto último, pero se preguntó hasta qué punto eran fiables esos «ojos». Harkle y Robillard habían capturado algunas aves en los islotes de la Gaviota, y aseguraban que podían comunicarse con ellas a través de la magia. Las gaviotas los ayudarían, manifestaron los dos hechiceros, y todos los días las dejaban volar libremente, ordenándoles que volvieran a informar lo que hubieran descubierto. Catti-brie no tenía en mucho a los hechiceros y, a decir verdad, de las diez aves capturadas sólo dos habían regresado al Duende del mar. La joven suponía que las aves habían vuelto hasta los islotes de la Gaviota, probablemente riéndose de los chiflados magos todo el camino.
—El mapa es todo cuanto hemos tenido desde que partimos de Mintarn —dijo Drizzt con voz queda, intentando borrar los temores y la ira que tan claramente se reflejaban en el bonito y tostado rostro de la joven. Comprendía a Catti-brie, porque compartía las mismas ideas negativas. Todos sabían las probabilidades y, hasta el momento, el viaje no había sido tan malo; al menos, no tanto como podía haberlo sido. Llevaban varias semanas de travesía, y la mayoría de ese tiempo lo habían pasado en pleno océano. Sin embargo, no habían perdido ni un solo hombre de la tripulación, y sus reservas de provisiones, aunque bajas, seguían siendo suficientes. Esto último era gracias a Harkle y a Guenhwyvar, pensó Drizzt con una sonrisa, pues el mago y la pantera habían limpiado la bodega del barco de su plaga de ratas poco después de haber salido de Puerta de Wyn.
Aun así, a despecho de la certidumbre de que el viaje marchaba bien y según lo previsto, Drizzt no podía evitar las repentinas oleadas de ira que surgían en su interior. Se daba cuenta de que ello estaba relacionado con el océano, el aburrimiento y la soledad. Al drow le encantaba navegar, deslizarse sobre las olas, pero tanto tiempo en pleno océano, tanto tiempo contemplando el vacío más inmenso que podía encontrarse en el mundo entero, le crispaba los nervios.
Cattibrie se marchó, rezongando para sí. Drizzt miró a Deudermont, y la sonrisa del avezado capitán alivió en gran medida su preocupación.
—Lo he visto con anterioridad —le dijo Deudermont con voz reposada—. Se tranquilizará en cuanto tengamos Caerwich a la vista o tan pronto como decidamos dar media vuelta.
—¿Harías eso? —preguntó Drizzt—. ¿Abandonarías, olvidando las palabras del doppleganger?
Deudermont estuvo un buen rato meditando sobre esto.
—He venido porque creo que es mi destino —respondió al cabo—. Sea cual sea el peligro que me amenaza, quiero enfrentarme a él cara a cara, con los ojos bien abiertos. Pero no arriesgaré a mi tripulación más de lo necesario. Si nuestras reservas de provisiones menguan tanto que ya no resulta seguro proseguir, daremos media vuelta.
—¿Y qué pasa con el doppleganger? —inquirió Drizzt.
—Mis enemigos me encontraron una vez, así que podrán hacerlo de nuevo —contestó Deudermont despreocupadamente. En verdad, este hombre era una roca para Drizzt y para toda la tripulación, algo sólido a lo que agarrarse en un mar de soledad.
—Y los estaremos esperando —le aseguró el drow.
Resultó que la espera, al menos para llegar a Caerwich, no fue larga. Menos de una hora después de la conversación, Harkle Harpell salió del camarote de Deudermont dando palmas de alegría.
Deudermont fue a su encuentro, seguido de cerca por una docena de nerviosos marineros. Drizzt, en su habitual puesto en el bauprés, se aproximó por la batayola hacia el puente para observar a los reunidos. Enseguida se dio cuenta de lo que pasaba, y alzó la vista hacia la atalaya, donde se encontraba Cattibrie, que observaba fijamente lo que sucedía en cubierta.
—¡Oh, qué ave tan estupenda es mi Reggie! —dijo, sonriente, Harkle.
—¿Reggie? —preguntaron Deudermont y otros que había cerca.
—¡Es el diminutivo de Regweld, un gran mago! Consiguió un cruce de rana con caballo, una hazaña nada fácil. La llamamos Saltacharcas. ¿O era Saltarríos? O puede que…
—Harkle —dijo Deudermont con tono seco, cortando la cháchara incongruente del mago.
—¡Oh, claro! —balbució Harkle—. Sí, sí, ¿dónde estaba? Ah, sí, os hablaba de Regweld. Qué hombre tan genial. Un buen hombre. Luchó valerosamente en el valle del Guardián, según cuentan los relatos. Hubo una vez que…
—¡Harkle! —En la voz de Deudermont no había ahora una sutil coacción, sino abierta hostilidad.
—¿Qué? —repuso el mago inocentemente.
—La maldita gaviota —bramó Deudermont—. ¿Qué has descubierto?
—¡Ah, sí! —contestó Harkle, dando palmadas otra vez—. El ave, la gaviota Reggie. Sí, sí, un animal estupendo. El de vuelo más rápido de todos los que cogimos.
—¡Harkle! —gritaron al unísono un coro de voces.
—Hemos encontrado una isla —se oyó responder detrás del abochornado Harpell. Robillard salió a cubierta con aspecto algo aburrido—. La gaviota volvió hoy parloteando acerca de una isla. Al frente y a babor, y no muy lejos.
—¿Cómo es de grande? —preguntó Deudermont.
Robillard se encogió de hombros y soltó una risita.
—Todas las islas son grandes vistas con los ojos de una gaviota —respondió—. Podría tratarse de un islote, o podría ser un continente.
—O incluso puede que una ballena —intervino Harkle.
No importaba. Si la gaviota había divisado una isla más adelante, donde el mapa indicaba que tenía que encontrarse Caerwich, ¡entonces debía de ser Caerwich!
—Tú y Dunkin —le dijo el capitán a Robillard, haciendo un gesto para que lo siguieran hasta el timón—. Llevadnos allí.
—Y Reggie —añadió Harkle alegremente, señalando a la gaviota, que se había posado en la misma punta del palo mayor, justo encima de la cabeza de Catti-brie.
Drizzt vio que se estaba cociendo un problema considerando la posición del ave, el mal humor de la mujer, y el hecho de que ésta llevaba su arco en el hombro. No obstante, por fortuna, la gaviota voló hasta Harkle acudiendo a su llamada sin dejar tras de sí ningún «regalito».
De no ser por la gaviota, el Duende del mar habría pasado de largo Caerwich, a menos de un kilómetro, sin haberla avistado siquiera. La isla era circular, semejante a un cono bajo, y tenía sólo unos cuantos cientos de metros de diámetro. Estaba envuelta en una perpetua neblina azulada que parecía una ola más en el océano desde una distancia corta.
A medida que la goleta se aproximaba a esa niebla, deslizándose silenciosamente a media vela, el viento se tornó más frío y dio la impresión de que el sol era menos sólido. Dieron una vuelta a la isla, pero no encontraron ningún punto que ofreciera un fácil atraque. De nuevo cada uno en su puesto, Deudermont relevó a Dunkin al timón y, dirigiendo al Duende del mar directamente hacia Caerwich, se internó poco a poco en la neblina.
—Un viento fantasmal —comentó Dunkin con nerviosismo, estremecido por un repentino escalofrío—. Es un lugar embrujado, te lo digo yo. —El hombrecillo se tiraba de la oreja con fuerza, deseando de pronto haber desembarcado en Puerta de Wyn. La otra oreja de Dunkin empezó a recibir tirones, pero no de su propia mano. El hombrecillo se volvió y se encontró frente a frente con Drizzt Do’Urden. No se diferenciaban mucho en estatura, y su constitución era muy semejante, aunque la musculatura del drow estaba más desarrollada, pero en ese momento al pobre Dunkin le pareció mucho más alto, y mucho más imponente.
—Un viento fantas… —empezó a repetir el hombrecillo, pero Drizzt le puso un dedo en los labios para hacerlo callar.
Dunkin se apoyó pesadamente en la batayola y guardó silencio.
Deudermont ordenó arriar más las velas y dejó que la goleta se deslizara lentamente a la deriva. La niebla se hizo más densa a su alrededor, y algo en la forma en que el barco se movía, algo en el modo en que fluía el agua bajo ellos, le dijo al capitán que estuviera alerta. Llamó a Cattibrie, pero la joven no podía ayudarlo, ya que estaba aún más envuelta en la cegadora neblina que el propio capitán.
Deudermont hizo un gesto a Drizzt con la cabeza, y el drow se apresuró a situarse en la punta del bauprés, en cuclillas, para vigilar su derrotero. Al cabo de un momento el elfo oscuro divisó algo, y sus ojos se abrieron de par en par.
Un grueso palo sobresalía del agua, apenas cincuenta metros más adelante.
Drizzt lo observó con curiosidad un instante, y entonces reconoció lo que era realmente: la parte superior del mástil de un barco.
—¡Detened la nave! —gritó.
Robillard inició su conjuro antes de que Deudermont accediera a hacer caso de la advertencia. El hechicero lanzó su energía directamente delante del Duende del mar, y provocó una gran ola que frenó el impulso de la goleta. Las velas fueron arriadas completamente y se echó el ancla, que cayó al agua con un chapoteo que pareció resonar ominosamente en la cubierta durante varios segundos.
—¿Qué profundidad hay? —preguntó Deudermont a los marineros que habían soltado el ancla, cuya cadena iba marcada a intervalos de manera que les permitía calcular la profundidad cuando la echaban.
—Treinta metros —respondió uno de ellos al cabo de un momento.
Drizzt se reunió con el capitán en el timón.
—Un arrecife, creo —dijo el drow, explicando su aviso de parar—. Hay un barco hundido a menos de dos esloras de la goleta, al frente. Está completamente sumergido salvo la punta del mástil, pero completamente recto. Algo hizo que se hundiera con gran rapidez.
—La quilla arrancada, sin duda —razonó Robillard.
—Calculo que estamos a unos cientos de metros de la playa —dijo Deudermont mientras escudriñaba intensamente a través de la neblina. Miró hacia la popa, donde el Duende del mar llevaba dos pequeños botes de remos, colgados uno a cada lado de la cubierta posterior.
—Podríamos dar otra vuelta alrededor de la isla —comentó Robillard al comprender el rumbo que llevaba el pensamiento del capitán—. Quizás encontremos un lugar con calado suficiente.
—No pienso arriesgar mi barco —contestó Deudermont—. Desembarcaremos utilizando los botes —decidió. Miró a un grupo de marineros que estaban cerca—. Botad uno —ordenó.
Veinte minutos después, Deudermont, Drizzt, Cattibrie, los dos hechiceros, Waillan Micanty y un reacio y aterrado Dunkin se alejaban del Duende del mar en el bote de remos, cuya regala, al ir tan abarrotado de gente, apenas asomaba un palmo por encima de la oscura agua. El capitán había dado instrucciones específicas a los que se quedaban en la goleta. Tenían que zarpar y salir de la niebla un millar de metros, y esperar su regreso. Si no habían vuelto al caer la noche, el Duende del mar tenía que alejarse de la isla y hacer una última aproximación a Caerwich a mediodía del día siguiente.
Después de eso, si el bote no había aparecido, tenía que partir de vuelta a casa.
Los siete ocupantes de la barca se fueron alejando del Duende del mar, con Dunkin y Waillan a los remos y Cattibrie escudriñando en la proa, pendiente de ver surgir un arrecife en cualquier momento. Más atrás, Drizzt iba arrodillado al lado de Deudermont, preparado para señalar el mástil que había divisado.
Pero no lo encontró.
—No hay ningún arrecife —dijo Catti-brie desde delante—. Hay un buen calado, bastante profundo según mi opinión. —Volvió la cabeza para mirar a Drizzt, y sobre todo a Deudermont—. Podrías haber llevado la goleta hasta la misma condenada playa —aseguró.
Deudermont miró al drow, que escudriñaba intensamente a través de la niebla mientras se preguntaba dónde estaba el mástil. Se disponía a repetir que lo había visto, cuando el bote se sacudió de repente al raspar el fondo en las afiladas rocas de un arrecife.
Se tambalearon y chocaron entre sí, y podrían haberse quedado atorados allí de no ser por un conjuro de Robillard que transportó a los dos hechiceros, a Deudermont y a Cattibrie flotando sobre las crujientes traviesas de la barca, en tanto que Drizzt, Dunkin y Waillan seguían bogando en el aligerado bote con toda clase de precauciones.
—Así que hasta la misma playa, ¿no? —comentó Drizzt a Catti-brie.
—¡El arrecife no estaba ahí antes! —insistió la joven, que llevaba más de cuatro años como vigía en la goleta y cuya vista tenía la reputación de ser una de las más penetrantes en la Costa de la Espada. Así que, se preguntó, ¿cómo era posible que hubiera pasado por alto un arrecife tan evidente, sobre todo cuando era eso exactamente lo que estaba buscando?
Al cabo de unos instantes, Harkle, que iba en la popa del bote, soltó un grito de sobresalto y los demás se volvieron hacia él y vieron el mástil de un barco que sobresalía del agua justo al lado del hechicero.
Ahora todos los otros, en especial Drizzt, abrigaban las mismas dudas que Cattibrie. Habían estado a punto de topar con el mástil, así que ¿cómo es que no lo habían visto?
Dunkin empezó a darse fuertes tirones de la oreja.
—Un efecto óptico de la niebla —opinó Deudermont con voz tranquila—. Demos una vuelta alrededor del mástil. —La orden cogió a los demás por sorpresa. Dunkin sacudió la cabeza, pero Waillan le palmeó el hombro.
—Dale al remo —ordenó Waillan—. Ya has oído al capitán.
Cattibrie se inclinó sobre el costado del bote, llevada por la curiosidad de descubrir algo más sobre el naufragio, pero la niebla se reflejaba en el agua interponiendo un velo gris cuyos secretos no podía penetrar. Por fin, Deudermont renunció a obtener alguna información del naufragio y ordenó a Waillan y a Dunkin que bogaran directamente hacia la isla.
Al principio, Dunkin asintió con un ansioso cabeceo, feliz de salir del agua. Después, al pensar en su punto de destino, alternó el manejo del remo con tirones en su oreja.
El oleaje no era fuerte, pero sí la corriente, que empujaba en sentido contrario al bote, haciendo que éste avanzara muy lentamente. La isla estuvo a la vista poco después, pero durante varios minutos dio la impresión de estar flotando al frente, justo fuera de su alcance.
—¡Remad con fuerza! —ordenó Deudermont, aunque sabía que eso era exactamente lo que los dos hombres estaban haciendo, tan ansiosos como él de acabar de una vez con esta situación. Por último, el capitán miró tímidamente a Robillard, y el hechicero, tras soltar un suspiro de resignación, metió la mano en uno de los profundos bolsillos buscando los componentes para un conjuro.
Todavía en la proa, Cattibrie seguía escudriñando atentamente la playa a través de la niebla en busca de alguna señal de que hubiera habitantes. No consiguió nada; la isla estaba demasiado lejos, considerando la densa niebla. Entonces, la joven bajó la vista hacia la oscura agua.
Vio candelas encendidas.
Una mueca de desconcierto crispó el semblante de Cattibrie. Alzó la vista y se frotó los ojos, y luego volvió a mirar el agua.
No cabía la menor duda: había velas encendidas bajo el agua.
Espoleada su curiosidad, la mujer se inclinó más y observó con intensidad; por fin distinguió una forma sosteniendo la luz más próxima. Cattibrie dio un respingo y se echó hacia atrás bruscamente.
—Los muertos —dijo, aunque su voz fue apenas un susurro. No obstante, la brusquedad de sus movimientos había sido suficiente para atraer la atención de los demás. Entonces se incorporó de un brinco al tiempo que una mano, negra e hinchada, agarraba la regala del bote.
Dunkin, que tenía la vista clavada en Cattibrie, gritó al ver que la joven desenvainaba su espada. Drizzt se puso de pie y pasó a trompicones entre los dos remeros.
Cattibrie vio salir del agua la parte superior de la cabeza del fantasma. Un rostro esquelético, horrendo, asomó a un costado del bote.
Khazid’hea se descargó con fuerza, si bien no golpeó en nada salvo en la regala de la barca, y se hundió en los maderos hasta casi el nivel del agua.
—¿Qué haces? —gritó Dunkin. Drizzt, que había llegado junto a Catti-brie, se preguntó lo mismo. No había señal alguna del fantasma, sólo la espada de la joven embebida profundamente en el tablazón del bote.
—¡Bogad hacia la playa, deprisa! —gritó Catti-brie.
Drizzt la miró intensamente y después escudriñó el agua.
—¿Velas? —preguntó, al reparar en las extrañas luces.
Aquella simple palabra avivó el miedo en Deudermont, Robillard, Waillan y Dunkin que, siendo marineros, conocían los relatos de los fantasmas del mar, al acecho bajo las olas, sus hinchados cuerpos indicados por velas ultraterrenas.
—¡Qué bonito! —dijo el atolondrado Harkle, asomándose por la borda.
—¡Llevadnos a la playa! —gritó Deudermont, pero no era necesario que lo dijera, ya que Waillan y Dunkin remaban con todas sus fuerzas.
Robillard estaba sumido en la ejecución de un hechizo, y creó una gran ola justo detrás del pequeño bote que lo levantó sobre su cresta y lo empujó rápidamente hacia la playa. El impulso de la ola hizo perder el equilibro a Cattibrie, que cayó hacia atrás en el bote y estuvo a punto de tirar a Drizzt al agua.
Harkle, encantado con las velas, no tuvo tanta suerte. Al tiempo que la ola se hinchaba, alzándose justo por encima de la contracorriente, cayó por la borda.
El bote continuó desplazándose, veloz, hacia adelante y encalló bruscamente en la playa.
Entre las olas, a diez metros de la orilla, Harkle, empapado, se puso de pie.
Una docena de figuras, grotescas e hinchadas, se erguían a su alrededor.
—Oh, hola… —empezó el amistoso Harpell, y entonces los ojos casi se le salieron de las órbitas—. ¡Aaaaah! —chilló al tiempo que vadeaba hacia la playa, dificultado por la resaca.
Cattibrie ya se había incorporado y encajaba una flecha en Taulmaril. Apuntó con rapidez y disparó.
Harkle chilló de nuevo cuando la flecha pasó zumbando a su lado. Después oyó el nauseabundo impacto del proyectil y el chapoteo del cadáver al caer al agua, y comprendió que él no era el blanco de la mujer.
Otra flecha siguió a la primera casi de inmediato, y derribó al zombi que estaba más cerca del mago. Al llegar a aguas menos profundas, Harkle se liberó de las algas que tenía enredadas en el cuerpo y que le entorpecían los movimientos, y enseguida dejó atrás al resto de los zombis. Acababa de salir del agua, dejando tras de sí unos cuantos palmos de húmeda arena, cuando escuchó el fragor de unas llamas y miró a su espalda; una cortina de fuego lo separaba del agua y de los zombis.
Corrió el resto del camino playa arriba para reunirse con los otros seis junto al bote y darle las gracias a Robillard; estrechó con tantas fuerzas al hechicero que éste perdió la concentración y la cortina de fuego desapareció.
Donde antes había diez zombis, ahora había una veintena, y muchos más empezaban a levantarse del agua y las algas.
—Bien hecho —dijo Robillard secamente.
Cattibrie volvió a disparar y acabó con otro zombi.
Robillard movió los dedos de una mano, y un rayo de energía verdosa salió disparado de cada uno de ellos. Tres alcanzaron a un zombi en una rápida sucesión y lo tiraron al agua. Dos pasaron zigzagueantes y abrasaron al siguiente monstruo, a quien también derribaron.
—Muy poco creativo —comentó Harkle.
—¿Acaso sabes hacerlo mejor? —replicó Robillard con el ceño fruncido.
Harpell chasqueó los dedos con gesto indignado, aceptando el desafío.
Drizzt y los demás tenían prestas las armas, pero se quedaron detrás, conscientes de que no debían atacar a sus enemigos habiendo por medio magia y hechiceros. Incluso Cattibrie, después de hacer otro par de disparos, bajó el arco y dejó todo el protagonismo a los dos magos y su competición.
—Éste me lo enseñó un encantador de serpientes de Calimshan —proclamó Harkle. Lanzó un trocito de bramante al aire y entonó una salmodia con tono destemplado y chillón. Un alga larga cobró vida obedeciendo su llamada, se levantó como una serpiente, y de inmediato se enroscó en torno al zombi que había más cerca y lo arrastró bajo las olas.
Harkle sonrió de oreja a oreja. Robillard resopló con desdén.
—¿Sólo uno? —preguntó, y se lanzó a la ejecución de otro hechizo, dando vueltas, brincando y esparciendo escamas metálicas al aire. Después se paró y giró sobre sí mismo con fuerza al tiempo que impelía una mano hacia la orilla. Unas esquirlas de metal, brillante y al rojo vivo, salieron lanzadas, cobraron velocidad por sí mismas, y descargaron una andanada en medio de los zombis. Varios resultaron alcanzados, y los fragmentos de metal ardiente se hincaron en ellos con tenacidad, atravesando por igual algas y restos de ropas, piel putrefacta y huesos.
Un instante después, un puñado de repulsivos zombis se desplomaba.
—Oh, un sortilegio sencillo —se mofó Harkle, que respondió al encantamiento de Robillard sacando una pequeña varita metálica con la que apuntó hacia el agua.
Segundos después, un rayo salía disparado, se descargaba en las olas y se expandía en un círculo que abarcó a muchos monstruos.
¡Qué raro, incluso cómico, resultaba aquel espectáculo! El cabello de los zombis se puso de punta, y los horrendos autómatas, con sus movimientos agarrotados, empezaron un extraño baile en el que daban vueltas enteras desplazándose hacia aquí y hacia allí antes de desaparecer bajo las olas girando como trompos grotescos.
Cuando hubo acabado, el número de zombis había quedado reducido a la mitad, aunque seguían levantándose más a todo lo largo de la playa.
Harkle sonrió de oreja a oreja y volvió a chasquear los dedos.
—Un sortilegio sencillo —comentó, socarrón.
—En efecto —rezongó Robillard.
Para entonces, Cattibrie había aflojado la cuerda del arco y sonreía, divertida de verdad al mirar a sus compañeros. Incluso Dunkin, tan aterrado hacía apenas unos minutos, parecía estar a punto de soltar la carcajada con el espectáculo de los dos magos competidores. Deudermont se alegraba de ver así a la pareja de hechiceros, pues había temido que la aparición de tan horribles enemigos hubiera quitado el ánimo al grupo para proseguir la búsqueda.
Era el turno de Robillard, que enfocó toda su atención en un único zombi, el cual había salido del agua y remontaba la playa con sus andares envarados. Esta vez no utilizó componentes materiales, y se limitó a entonar suavemente una salmodia al tiempo que realizaba unos movimientos específicos con los brazos. De su dedo extendido salió un chorro de fuego que alcanzó al desdichado monstruo y lo envolvió en llamas; fue un despliegue impresionante que consumió completamente a la criatura en unos pocos segundos. Robillard, profundamente concentrado, movió el chorro de fuego y abrasó a un segundo zombi.
—El calcinador —dijo, cuando terminó el hechizo—. Un vestigio de los trabajos de Agannazar.
—¡Agannazar era un ilusionista de tres al cuarto! —resopló Harkle con desdén, y Robillard lo miró ceñudo.
Harpell buscó en un bolsillo y sacó varios componentes.
—Un dardo —explicó, alzando el objeto—. Ruibarbo molido y el estómago de una sierpe.
—¡Melf! —exclamó Robillard alegremente.
—En efecto, Melf —repitió Harpell—. ¡Ése sí que era un buen hechicero!
—Lo conozco —dijo Robillard.
Harkle tartamudeó e interrumpió el conjuro iniciado.
—¿Qué edad tienes? —preguntó.
—Me refiero a que conozco su trabajo —aclaró Robillard.
—Ah —dijo Harkle, que reanudó el conjuro.
Para demostrar que era verdad su afirmación, Robillard buscó en su bolsillo y sacó un puñado de cuentas que olían a trementina de pino. Harkle captó el aroma, pero casi no le prestó atención ya que para entonces estaba entonando las últimas runas de su propio conjuro.
El dardo salió zumbando de la mano de Harkle y fue a hincarse en el estómago de uno de los zombis más próximos. De inmediato empezó a soltar ácido y, abriéndole un agujero que iba aumentando de tamaño progresivamente, atravesó a la criatura. El zombi se aferró la herida fútilmente y se dobló sobre sí mismo, como si tuviera intención de mirar a través de sí mismo.
Entonces se desplomó.
—¡Un Melf! —proclamó Harpell, pero enmudeció cuando volvió la mirada hacia Robillard y vio diminutos meteoros que salían disparados de la mano del otro hechicero y hacían estallar pequeñas bolas de fuego entre las filas de los zombis—. Un Melf mejor —admitió Harkle.
—Basta de tonterías —intervino el capitán Deudermont—. Sólo tenemos que marcharnos de la playa corriendo. Dudo que nos persigan. —Su voz se fue apagando poco a poco al darse cuenta de que ninguno de los dos magos le prestaba la menor atención.
—No estamos en el barco —se limitó a replicar Robillard, indignado. Luego se volvió hacia Harkle—. ¿Admites la derrota?
—¡Pero si esto sólo acaba de empezar! —declaró el tozudo Harpell.
Ambos hechiceros se lanzaron a ejecutar conjuros de los más poderosos de sus amplios repertorios. Robillard sacó un pequeño cubo y una pala, en tanto que Harkle hacía otro tanto con un guante de piel de serpiente y una uña muy larga y pintada.
Robillard fue el primero en realizar el suyo, que causó una repentina y violenta excavación justo a los pies de los zombis que estaban más cerca. La arena saltó al aire desenfrenadamente, y los monstruos se precipitaron en el hoyo, perdiéndose de vista. Robillard varió el ángulo y musitó una palabra; empezó a hacerse otro gran agujero, no muy lejos del anterior.
—Excavación —le susurró a Harkle, entre salmodia y salmodia.
—¿Y a Bigby? ¿Lo conoces? —repuso Harpell.
Robillard palideció a despecho de su impresionante exhibición. ¡Por supuesto que conocía a Bigby! Era uno de los hechiceros más poderosos y formidables de todos los tiempos, de todo el universo.
El encantamiento de Harkle empezó con una gigantesca mano incorpórea. Era transparente y flotaba sobre la playa, en la zona cercana al primer hoyo de Robillard. Éste miró fijamente la mano; tres de los dedos estaban extendidos, apuntando al agujero, pero el central estaba doblado y sujeto con el pulgar.
—He mejorado un Bigby —se jactó Harpell. Un zombi deambulaba entre la mano gigantesca y el agujero—. ¡Gua! —ordenó el mago, y el dedo corazón se soltó del pulgar con fuerza y dio en la cabeza del zombi, al que lanzó de carambola al agujero. Harkle dirigió una sonrisa engreída a Robillard.
»Las Canicas de Bigby —explicó. Volvió a enfocar su mente en la mano, que se movió a voluntad del mago, deslizándose a lo largo de la playa y haciendo “gua” con los zombis dondequiera que los tuviera a tiro.
Robillard no sabía si clamar de rabia o soltar la carcajada. Harpell era bueno, tenía que admitirlo; muy bueno. Pero no estaba dispuesto a perder la partida. Sacó un diamante, una gema que le había costado más de mil monedas de oro.
—Otiluke —dijo, desafiante, refiriéndose a otro de los legendarios y poderosos magos cuyos trabajos eran materias principales en los estudios de cualquier hechicero.
Ahora le tocó a Harkle ponerse pálido, pues apenas tenía conocimientos del legendario Otiluke.
Al pensar en el costo del diamante, y en el número de sus monstruosos enemigos que tan rápidamente se iba reduciendo, Robillard se preguntó si realmente valía la pena. Chasqueó los dedos al ocurrírsele una idea, volvió a guardar el diamante en el bolsillo, y en su lugar sacó una fina lámina de cristal.
—Otiluke —repitió, eligiendo otra variación del mismo hechizo. Realizó el encantamiento y, al punto, a todo lo largo de la playa las olas se congelaron, dejando incrustados en la gruesa capa de hielo a todos los zombis que todavía no habían salido del agua.
—Oh, bien hecho —admitió Harkle mientras Robillard se sacudía las manos en un gesto de superioridad, como si se las limpiara de los zombis y de Harkle. Los hechizos habían limpiado la playa de enemigos, por lo que, aparentemente, la competición había terminado.
Pero Harkle no podía permitir que Robillard dijera la última palabra; no de ese modo. Contempló a los zombis que se debatían bajo el hielo y luego dirigió una mirada feroz al otro mago. Con deliberada lentitud, rebuscó en su bolsillo más oculto y sacó un frasquito de cerámica.
—Superheroísmo —explicó—. ¿Has oído hablar de Tenser?
Robillard se puso el índice en los labios fruncidos.
—Oh, sí —dijo un instante después—. Por supuesto, el loco de Tenser. —Los ojos de Robillard se abrieron de par en par al considerar las consecuencias. El conjuro más famoso de Tenser era el que transformaba a un hechicero en guerrero durante un corto espacio de tiempo. ¡En un guerrero enardecido e impetuoso!
»¡El Tenser no! —chilló mientras se abalanzaba sobre Harkle y derribaba al mago antes de que tuviera tiempo de quitar el tapón del frasquito de pociones—. ¡Ayudadme! —suplicó Robillard, y los demás estuvieron junto a los dos magos en un instante. La competición había terminado.
Cuando todos se hubieron tranquilizado, Deudermont anunció que era hora de marcharse de la playa. Drizzt hizo un gesto a Cattibrie y se puso a la cabeza del grupo, más que dispuesto a emprender la marcha. La mujer no lo siguió de inmediato. Estaba demasiado absorta en el reanudado, y ahora amistoso, intercambio entre los hechiceros. Sobre todo observaba a Robillard, que parecía mucho más animado y alegre. La joven pensó que quizás Harkle Harpell había tenido un efecto positivo en el carácter del hombre.
—Oh, qué bien funcionó ese hechizo de excavación con mi variante del Bigby —oyó decir a Harkle—. Tienes que enseñármelo. Mi primo, Bidderdoo, es un hombre lobo, y tiene la costumbre de enterrar todo en el jardín. Ya sabes, huesos, varitas, ese tipo de cosas. El conjuro de excavación me ayudaría a recuperar…
Cattibrie sacudió la cabeza y corrió a reunirse con Drizzt. No obstante, se frenó en seco al volver la vista hacia el bote. Dunkin Mástil Alto estaba sentado en la barca varada, sacudiendo la cabeza atrás y adelante. Catti-brie hizo una seña a los demás y todos regresaron junto al hombre.
—Quiero volver al barco —dijo Dunkin ásperamente—. Uno de los hechiceros puede mandarme allí. —Mientras hablaba, el hombrecillo se aferraba a la regala con tanta fuerza que tenía los nudillos de ambas manos blancos.
—Anda, ven —le dijo Drizzt. Dunkin no hizo el menor movimiento—. Se te ha dado la oportunidad de presenciar lo que muy pocos hombres han visto —añadió el vigilante. Al tiempo que hablaba, el drow sacó la figurilla de la pantera y la puso en la arena.
—Sabes más sobre Caerwich que cualquiera de los que estamos en el Duende del mar. Necesitamos tus conocimientos —arguyó Deudermont.
—Casi no sé nada —replicó Dunkin.
—Pero sigue siendo más que lo que sabe cualquier otro —insistió el capitán.
—Tendrás una recompensa por tu ayuda —prosiguió Drizzt, y los ojos de Dunkin relucieron durante un instante, hasta que el drow explicó a qué se refería con la palabra «recompensa»—. ¿Quién sabe qué aventura podremos encontrar aquí? —dijo Drizzt con excitación—. ¿Quién sabe qué secretos podremos desvelar?
—¿Aventura? —preguntó Dunkin con incredulidad mientras miraba la carnicería a lo largo de la playa y a los zombis todavía congelados en el agua—. ¿Recompensa? —repitió con una risita nerviosa—. ¡Más bien un castigo, aunque no os he hecho nada malo a ninguno de vosotros!
—Estamos aquí para resolver un misterio —insistió Drizzt, como si tal cosa fuera suficiente para picar la curiosidad del hombre—. Para acumular experiencia y conocimientos. Para vivir mientras descubrimos los secretos del mundo que nos rodea.
—¿Y quién quiere descubrir nada? —replicó Dunkin bruscamente, dejando chafado al drow y desestimando su grandilocuente disertación.
Waillan Micanty, inspirado por las palabras de Drizzt, estaba harto del quejicoso hombrecillo. El joven marinero se acercó al costado del bote varado, soltó las manos de Dunkin a la fuerza y arrastró al hombre a la arena.
—Yo podría haber hecho eso con mucho más estilo —replicó Robillard secamente.
—Y también Tenser —intervino Harkle.
—Tenser no —insistió Robillard.
—¿No?
—¡No! —reiteró Robillard, en un tono aún más firme. Harkle gimoteó un poco, pero no dijo nada.
—Ahorraos vuestra magia —les dijo Waillan con firmeza—. Todavía podemos necesitarla.
Ahora le llegó a Dunkin el turno de gimotear.
—Cuando todo esto haya acabado, tendrás una aventura para contar con la que conseguirás que todos los marineros que hagan escala en Mintarn abran los ojos como platos —dijo Drizzt al hombrecillo.
Aquello pareció tranquilizar un poco a Dunkin, hasta que Cattibrie añadió:
—Si es que sobrevives.
El drow y el capitán lanzaron una mirada ceñuda a la joven, pero ella se limitó a sonreír inocentemente y luego se alejó.
—Se lo contaré a su señoría —amenazó Dunkin, pero ya nadie le prestaba atención.
Drizzt invocó a Guenhwyvar y, cuando la pantera apareció en la playa, los siete aventureros se reunieron alrededor de Deudermont. El capitán trazó un burdo mapa de la isla en la arena, puso una «X» en el punto donde estaba la playa, y otra fuera del dibujo de la isla, marcando la posición del Duende del mar.
—¿Alguna idea? —preguntó luego, dirigiéndose en particular a Dunkin.
—He oído hablar a algunos de «la bruja de la Cueva Doliente» —comentó el hombrecillo con timidez.
—Es posible que haya cuevas a lo largo de la costa —razonó Catti-brie—. O aquí arriba. —Apuntó con el dedo el burdo mapa dibujado por Deudermont, señalando la única elevación que había, el cono bajo que comprendía la mayor parte de Caerwich.
—Deberíamos explorar tierra adentro antes de volver al mar —sugirió Deudermont, y ninguno de ellos tuvo que seguir su mirada hacia los congelados zombis para recordar los peligros existentes a lo largo de la costa de Caerwich. Así pues, emprendieron camino hacia el interior de la isla, a través de una increíblemente densa maraña de arbustos y enormes helechos.
Nada más dejar a su espalda el espacio abierto de la playa se encontraron inmersos en un cúmulo de sonidos: los silbidos de aves exóticas, y roncos aullidos que ninguno de ellos había oído hasta entonces. Drizzt y Guenhwyvar se adelantaron por los flancos y desaparecieron en la maleza sin hacer el menor ruido.
Dunkin gimió al verlos marchar, sin gustarle que el grupo se hubiera reducido. Cattibrie se rió de él, con lo que se ganó una mirada ceñuda del hombrecillo, que se habría sentido más tranquilo de saber que la seguridad del grupo era mucho mayor con el drow y el felino desplazándose a sus lados.
Exploraron durante más de una hora, y después hicieron un alto en un pequeño claro, a mitad de camino del promontorio cónico. Drizzt envió a Guenhwyvar para que siguiera sola, imaginando que el felino podría cubrir más terreno en el rato del breve descanso que el que ellos serían capaces de recorrer durante el resto del día.
—Descenderemos por el otro lado del cono, y después nos dirigiremos hacia el sur, rodeando la isla hasta llegar a la playa donde está el bote —explicó Deudermont—. Luego subiremos otra vez al cono, descenderemos, y haremos lo mismo pero en dirección norte.
—Podríamos haber pasado junto a la cueva sin haberla visto siquiera —rezongó Robillard. Todos sabían que el mago tenía razón, por lo densa y oscura que era la maleza; además, la niebla no había aclarado lo más mínimo.
—Bueno, quizá nuestros dos magos podrían ser de utilidad en eso —señaló Deudermont sarcásticamente—, ya que tan dispuestos han estado a malgastar sus hechizos para demostrar algo.
—Había enemigos —protestó Harkle.
—Yo podría haberme ocupado de ellos con mi arco —dijo Catti-brie.
—¡Y malgastar flechas! —replicó Harkle, creyendo que la había pillado con su lógica.
Por supuesto, como todos los demás sabían, la aljaba de Cattibrie estaba sometida a un poderoso encantamiento.
—Nunca me quedo sin flechas —repuso la joven, y Harkle volvió a sentarse, cabizbajo.
Entonces Drizzt puso fin al asunto bruscamente al levantarse con rapidez y lanzar una mirada escrutadora a la jungla. Su mano fue hacia la bolsita donde guardaba la figurilla de ónice.
Cattibrie se puso de pie de un salto al tiempo que cogía a Taulmaril, y los demás también se levantaron rápidamente.
—¿Guenhwyvar? —preguntó la mujer.
Drizzt asintió con la cabeza. Algo le había ocurrido a la pantera, pero no estaba seguro de qué habría sido. Siguiendo una corazonada, sacó la figurilla, la puso en el suelo, y volvió a llamar a la pantera. Al cabo de un instante, surgió la niebla gris que después cobró consistencia hasta que Guenhwyvar apareció, caminando alrededor del drow con nerviosismo.
—¿Es que hay dos? —preguntó Dunkin.
—Es la misma —explicó Catti-brie—. Algo envió a Guen de regreso a su plano, ¿no?
Drizzt hizo un gesto de asentimiento, y miró a Deudermont.
—Algo que Guenhwyvar podría encontrar otra vez —razonó.
Reanudaron la marcha a través de la maleza de inmediato, guiados por Guenhwyvar. A no mucho tardar llegaban a las vertientes septentrionales del cono, y detrás de una cortina de espeso musgo colgante encontraron una oscura abertura. Drizzt hizo un gesto a Guenhwyvar, pero la pantera no entró.
El drow miró al felino con curiosidad.
—Yo me vuelvo al bote —anunció Dunkin. Dio un paso, pero Robillard, harto de la necedad del hombrecillo, sacó una varita y la apuntó justo entre los ojos de Dunkin. El hechicero no pronunció una sola palabra; no le hizo falta.
Dunkin dio media vuelta hacia la cueva.
Drizzt se agachó al lado de la pantera. Guenhwyvar no podía entrar en la cueva, y el drow no tenía ni idea de por qué. Sabía que la pantera no tenía miedo. ¿Habría algún encantamiento en el lugar que se lo impedía?
Satisfecho con esa explicación, Drizzt desenvainó Centella, que emitía su acostumbrado fulgor azul, e hizo un gesto a sus amigos para que esperaran. Se deslizó entre la cortina de musgo, aguardó un instante a que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad, y después siguió adelante.
La luz de Centella se apagó. Drizzt se agazapó a un lado, detrás de la protección de una roca. Advirtió que no se desplazaba con la rapidez habitual, ya que las tobilleras mágicas no lo estaban ayudando.
—No funciona ningún tipo de magia —razonó, y entonces comprendió claramente por qué Guenhwyvar no podía entrar. El drow se volvió para salir, pero se encontró con que sus impacientes amigos ya habían ido tras él. En los rostros de Harkle y de Robillard había una expresión curiosa. Catti-brie estrechó los ojos intentando ver en la oscuridad mientras que con una mano tanteaba el Ojo de Gato, la gema mágica engastada en una diadema que llevaba sobre la frente, y que, de manera repentina, había perdido sus poderes que la permitían ver en la oscuridad.
—Se me han olvidado todos mis hechizos —dijo Harkle en voz alta, levantando ecos en las desnudas paredes de la gran cueva. Robillard le puso la mano en la boca.
—¡Chist! —siseó el mago a su compañero. Cuando pensó en lo que había dicho Harkle, sin embargo, Robillard tuvo su propio arrebato—. ¡A mí también! —exclamó, y entonces se tapó la boca él mismo.
—Aquí no funciona la magia —les dijo Drizzt—. Por eso Guenhwyvar no podía entrar.
—Tal vez fuera eso lo que la hizo volver a su plano —añadió Catti-brie.
La conversación se interrumpió bruscamente, y todas las cabezas se volvieron para mirar a Waillan cuando la luz de una antorcha improvisada brilló con fuerza.
—No pienso entrar en un sitio oscuro sin luz —explicó el joven marinero, que sostenía en alto las ramas prendidas que había atado juntas.
Ninguno de ellos hizo la menor objeción. Aunque apenas se habían adentrado unos cuantos pasos en la cueva, casi no llegaba la claridad de la entrada, y sus sentidos les advertían que se encontraban en un sitio que no era pequeño. Notaban que la cueva era profunda y fría. Parecía como si la pegajosa humedad del aire de la isla se hubiera quedado fuera.
Al avanzar un poco más, la luz de la antorcha les descubrió que sus sentidos no los habían engañado. La cueva tenía forma ovalada y era grande, quizás unos treinta metros en la zona más larga. El piso era irregular, con varios niveles, y del techo colgaban estalactitas gigantescas.
Drizzt estaba a punto de sugerir una exploración cuando una voz cascada rompió el silencio.
—¿Quién busca mi conocimiento? —se oyó decir en la parte posterior de la gruta, donde parecía haber una plataforma rocosa, a unos tres metros y medio por encima del nivel donde se encontraba el grupo. Todos ellos estrecharon los ojos en la penumbra. Catti-brie aferró con fuerza a Taulmaril, preguntándose si sería tan efectivo ahora que no poseía magia.
Dunkin se volvió hacia la puerta, y Robillard sacó su varita, aunque la mirada del mago estaba prendida al frente, en la plataforma pedregosa. El hombrecillo vaciló, pero entonces recordó que el mago no podía hacer nada contra él aquí dentro.
—¿Quién busca mi conocimiento? —sonó de nuevo la voz cascada.
Dunkin salió corriendo al exterior a través de la cortina de musgo.
Todos volvieron la cabeza hacia la salida al mismo tiempo.
—Dejadlo ir —dijo Deudermont. El capitán cogió la antorcha a Waillan y avanzó lentamente, seguido por los otros cinco. Drizzt, siempre precavido, avanzó por las sombras proyectadas por la pared de la cueva.
La pregunta se oyó una tercera vez, en tono ensayado, como si la bruja estuviera acostumbrada a las visitas de marineros. Entonces se dejó ver, moviéndose entre unos peñascos rodados. Era muy vieja, vestía una ajada túnica negra, y se apoyaba pesadamente en un Bastón corto y pulido. Tenía abierta la boca —parecía que respiraba entre jadeos— de manera que dejaba a la vista un único diente amarillento. Sus ojos no parpadeaban, e incluso desde lejos se apreciaba que estaban opacos.
—¿Quién está dispuesto a soportar el peso del conocimiento? —preguntó. Mantenía la cabeza ladeada hacia donde se encontraban los cinco, y entonces soltó una risa cascada.
Deudermont levantó la mano e hizo un gesto para que los demás se detuvieran; después se adelantó intrépidamente.
—Yo lo estoy —anunció—. Soy Deudermont, del Duende del mar, y vengo a Caerwich…
—¡Atrás! —gritó la bruja con tanta firmeza que el capitán retrocedió un paso antes de darse cuenta de lo que hacía. Catti-brie tensó su arco un poco más, pero lo mantuvo bajo, sin hacer gestos amenazadores.
»¡Esto no es para ti, ni para ninguno de los otros hombres! —explicó la vieja. Todos los ojos se volvieron hacia Catti-brie—. Es cosa de dos, y sólo de dos —prosiguió la bruja con un tono rítmico en su cascada voz, como si estuviera recitando un poema épico—. No es para ningún varón cuya piel se broncee con la luz del sol.
La obvia referencia hizo que los hombros de Drizzt se hundieran. Salió de las sombras un instante después y miró a Cattibrie, que parecía tan deprimida como él ante la repentina certeza de que esto, una vez más, estaba relacionado con Drizzt, que a Deudermont casi lo habían matado en Aguas Profundas y que el Duende del mar y su tripulación estaban en peligro, a miles de kilómetros de sus rutas habituales, por culpa de su origen.
Drizzt enfundó las cimitarras y se dirigió hacia la joven; juntos, pasaron al lado del estupefacto capitán y se adelantaron para situarse ante la bruja ciega.
—Saludos, renegado de Daermon N’a’shezbaernon —dijo la vieja, refiriéndose al antiguo nombre familiar de Drizzt, un nombre que muy pocos fuera de Menzoberranzan conocían—. ¡Y a ti, hija de un enano, que arrojaste una de las lanzas más poderosas!
La última frase cogió desprevenidos a los dos, y los desconcertó durante un momento, hasta que comprendieron a qué se refería. La bruja debía de estar hablando de la estalactita que Cattibrie había hecho caer, la gran «lanza» que atravesó la bóveda de la capilla de la casa Baenre. Entonces, todo esto era a causa de ellos dos, del pasado de Drizzt, de los enemigos que creían haber dejado atrás.
La bruja ciega les hizo una seña para que se acercaran más, y, armándose de valor, ellos lo hicieron hasta detenerse a menos de tres metros de la mujer. También estaban varios palmos por debajo de ella, algo que hacía a la vieja —alguien que sabía lo que no debería saber— aún más impresionante. La bruja se irguió cuanto pudo, haciendo un esfuerzo evidente para enderezar sus hundidos hombros y alinear sus ciegos ojos directamente con los de Drizzt Do’Urden.
Entonces recitó, en voz queda y rápida, el verso que Errtu le había enseñado:
No sigue un rumbo casual sino establecido,
tras los pasos del padre para siempre perdido.
El traidor a Lloth es ahora buscado
por aquel que más lo ha odiado.
La caída de una casa, la de una lanza,
atraviesa el orgullo de la Reina Araña.
Y para Drizzt Do’Urden una espina clavada
será en su corazón, bajo la capa.
Un reto, renegado, semilla de renegado:
¡no podrás resistirte a este dorado anillo!
Inténtalo, pero sólo cuando hayas liberado
de su odio enconado a la bestia del Abismo.
Entregado a Lloth y por ella cedido
para que recorras el más oscuro camino.
En poder está de tu implacable enemigo
y te es ofrecido, ¡para que caigas vencido!
Busca pues, Drizzt Do’Urden, a aquel que te odia más.
De tu primer hogar un amigo y, también, un gran rival.
Con un fantasma temido allí te encontrarás,
que a los lazos del amor y la sed de lucha atado está.
La vieja bruja se detuvo súbitamente; sus ciegos ojos se mantuvieron fijos un instante más, y su cuerpo permaneció perfectamente inmóvil, como si recitar los versos hubiera agotado toda su energía. Después retrocedió y desapareció entre las piedras.
Drizzt, sin apenas reparar en ella, se quedó paralizado, con los hombros repentinamente hundidos. La conclusión lógica, por muy insólita que pudiera parecer, lo había dejado sin fuerzas.
—Entregado a Lloth —musitó, desalentado, y sólo fue capaz de pronunciar otra palabra—: Zaknafein.