8

Cuentos de marineros

Las reparaciones continuaron en el Duende del mar durante dos días, impidiendo que largara todas las velas. Aun así, con la fuerte brisa que soplaba del norte, la veloz goleta avanzó a buena velocidad hacia el sur, con las velas hinchadas. En sólo tres días recorrió los seiscientos cincuenta kilómetros que había desde Mintarn hasta el punto más meridional de las grandes islas Moonshaes, donde Deudermont hizo virar la nave hacia poniente, rumbo oeste, hacia mar abierto, de modo que pasaron cerca de la costa austral de las Moonshaes.

—Viajaremos dos días con la isla Gwynneth a la vista —informó el capitán a la tripulación.

—¿Vamos a hacer escala en Corwell? —lo interrumpió Dunkin Mástil Alto, que no dejaba de hacer preguntas—. Me gustaría desembarcar allí. Es una ciudad preciosa, según se dice. —La actitud gallarda del hombrecillo quedó muy mermada cuando empezó a tirarse de la oreja, aquel tic nervioso que revelaba su inquietud.

Deudermont hizo caso omiso del molesto hombre.

—Si el viento se mantiene —continuó—, mañana por la mañana habremos pasado el cabo del Dragón —explicó—. Entonces cruzaremos un amplio estuario y haremos escala en un pueblo, Puerta de Wyn, para aprovisionarnos por última vez. Después navegaremos por mar abierto, unos veinte días, calculo, y el doble si no hace viento.

La avezada tripulación comprendió que sería un viaje difícil, pero todos asintieron con la cabeza en un gesto de conformidad, sin que ninguno de ellos dijera una palabra de queja… salvo una excepción.

—¿Puerta de Wyn? —protestó Dunkin—. ¡Vaya, salir de allí me costará un mes!

—¿Quién ha dicho que te vas a marchar? —le preguntó Deudermont—. Desembarcarás cuando nosotros lo decidamos… después de regresar.

Aquello hizo enmudecer al hombre o, al menos, cambiar el curso de su razonamiento, ya que, antes de que el capitán se hubiera alejado tres pasos, Dunkin le gritó:

—¡Si es que regresáis, querrás decir! Has viajado por la Costa de la Espada toda tu condenada vida, Deudermont. ¡Conoces los rumores!

El capitán se volvió lenta, amenazadoramente, para mirar al hombre. Los dos eran muy conscientes de los cuchicheos que habían ocasionado las palabras de Dunkin, un murmullo generalizado por toda la cubierta de la goleta.

Dunkin no miró al capitán directamente, sino que paseó la mirada por la cubierta mientras su aviesa sonrisa se ensanchaba al reparar en el repentino nerviosismo de la tripulación.

—Ah —ronroneó—. Así que no se lo has dicho. —Deudermont ni pestañeó—. No los estarás llevando a una isla legendaria sin contarles toda la leyenda, ¿verdad? —preguntó Dunkin con tono insinuante.

—A éste le gusta la intriga —le susurró Catti-brie a Drizzt.

—Le gustan los problemas —respondió el elfo oscuro con otro susurro.

Deudermont pasó unos largos instantes observando a Dunkin; la mirada severa del capitán fue borrando la estúpida sonrisa del hombrecillo. Entonces Deudermont volvió la vista hacia Drizzt —siempre miraba al drow cuando necesitaba respaldo— y a Catti-brie. A ninguno de los dos parecía importarle mucho las ominosas palabras de Dunkin. Fortalecido por su talante seguro, el capitán se volvió hacia Harkle, quien, como siempre, parecía distraído, como si ni siquiera hubiera oído la conversación. Los demás tripulantes, al menos los que estaban cerca del timón, sí la habían oído, y Deudermont advirtió algunos gestos nerviosos entre ellos.

—¿Contarnos qué? —instó Robillard con brusquedad—. ¿Cuál es el gran misterio de Caerwich?

—Ah, capitán Deudermont —dijo Dunkin, soltando un suspiro de decepción.

—Es posible que Caerwich sólo sea una leyenda —empezó Deudermont con calma—. Muy pocos afirman haber estado allí, pues se encuentra muy lejos de cualquier territorio civilizado.

—Eso ya lo sabemos —comentó Robillard—. Pero si no es más que una leyenda y vamos a navegar por mar abierto hasta que nos veamos obligados a regresar, eso no presagia nada malo para el Duende del mar. ¿A qué se refiere esta sabandija con sus insinuaciones, entonces?

Deudermont lanzó una dura mirada a Dunkin, deseando estrangular al hombrecillo en ese momento.

—Algunos de los que dicen haber estado allí —comenzó el capitán, eligiendo las palabras con cuidado— aseguran que vieron cosas extrañas.

—¡Está encantada! —lo interrumpió Dunkin teatralmente—. Caerwich es una isla embrujada —proclamó mientras se giraba en redondo para mirar con ojos desquiciados a los tripulantes que estaban cerca de él—. ¡Barcos fantasmas y brujas!

—Ya es suficiente —le dijo Drizzt al hombre.

—Cierra el pico —añadió Catti-brie.

Dunkin enmudeció, pero sostuvo la mirada de la joven con actitud insolente, pensando que había ganado la partida.

—Sólo son rumores —intervino Deudermont—. Os habría hablado de ellos al llegar a Puerta de Wyn, pero no antes. —El capitán hizo una pausa y miró a su alrededor de nuevo, esta vez con una expresión que pedía amistad y lealtad a los hombres que habían estado con él durante tanto tiempo—. Os lo habría dicho —insistió, y todos los que estaban a bordo, quizás a excepción de Dunkin, le creyeron.

»Esta travesía no se hace en nombre de Aguas Profundas ni su propósito es capturar piratas —prosiguió Deudermont—. Es por mí, por algo que tengo que hacer a causa del incidente en la calle de los Muelles. Quizás el Duende del mar se meta en problemas, o quizás encuentre respuestas, pero tengo que ir, sea cual sea el resultado. No obligaré a ninguno de vosotros a que venga conmigo. Os enrolasteis para atrapar piratas, y, a este respecto, habéis sido la mejor tripulación que un capitán podría desear.

De nuevo hizo una pausa, y ésta fue larga, mientras los ojos del capitán se encontraban con la mirada de cada hombre, y la de Cattibrie y la de Drizzt por último.

—Cualquiera de vosotros que no quiera ir a Caerwich puede desembarcar en Puerta de Wyn —ofreció Deudermont. Era una propuesta extraordinaria que hizo que los ojos de todos los tripulantes se abrieran de par en par—. Se os pagará por el tiempo que habéis estado a bordo del Duende del mar, más una bonificación de mis arcas personales. Cuando regresemos…

—Si regresáis —intervino Dunkin, pero Deudermont se limitó a hacer caso omiso del agitador.

—Cuando regresemos —repitió, con más firmeza—, os recogeremos en Puerta de Wyn. No se os cuestionará vuestra lealtad, ni habrá críticas ni represalias por parte de los que viajen a Caerwich.

Robillard resopló con desdén.

—¿Acaso no están embrujadas todas las islas? —preguntó el hechicero, soltando una risa—. Si un marinero creyera todos los rumores que oye, ni se atrevería a navegar por la Costa de la Espada. ¡Los monstruos marinos a la altura de Aguas Profundas! ¡Las serpientes gigantescas de Ruathym! ¡Los piratas de Las Nelanthers!

—¡Eso último es la pura verdad! —intervino uno de los marineros, y todos soltaron una carcajada.

—¡En efecto! —contestó Robillard—. Por lo visto algunos de los rumores son ciertos.

—¿Y si Caerwich está embrujada? —preguntó uno de los hombres.

—Entonces atracaremos por la mañana y zarparemos por la tarde —repuso Waillan desde la cubierta de popa.

—¡Y dejaremos la noche para los fantasmas! —añadió otro marinero, riendo alegremente otra vez.

Deudermont estaba realmente agradecido, en especial con Robillard, de quien el capitán nunca habría esperado tal respaldo. Cuando posteriormente se pasó lista, ni un solo tripulante del Duende del mar tenía intención de desembarcar en Puerta de Wyn.

Dunkin presenció toda la escena sin salir de su asombro. Siguió intentando poner ciertos tintes desagradables a los rumores sobre la embrujada Caerwich, historias de decapitación y cosas por el estilo, pero por toda respuesta sólo tuvo gritos para que se callara y risas burlonas.

Ni Drizzt ni Cattibrie se sorprendieron por el apoyo unánime a Deudermont. Ambos sabían que los miembros de la tripulación del Duende del mar habían estado juntos el tiempo suficiente para hacerse verdaderos amigos, y los dos compañeros tenían bastante experiencia en la amistad para saber que iba pareja con la lealtad.

—Bueno, pues yo pienso desembarcar en Puerta de Wyn —dijo por último Dunkin, abochornado—. No seguiré a nadie a la embrujada Caerwich.

—Que yo sepa, no se te ha dado opción de elegir —dijo el elfo oscuro.

—El capitán Deudermont acaba de decir que… —empezó Dunkin mientras se volvía hacia el capitán y lo apuntaba con el dedo en un gesto acusador. Las palabras se le atragantaron, sin embargo, ya que la desabrida expresión de Deudermont dejaba claro que la oferta hecha no iba dirigida a él.

»¡No podéis retenerme aquí! —protestó—. Soy el emisario de su señoría. Me tendríais que haber dejado en Mintarn.

—Habrías muerto en el puerto —le recordó Drizzt.

—Te dejaremos en Mintarn —prometió Deudermont. Dunkin sabía lo que eso significaba—. Después de hacer las investigaciones precisas para esclarecer si estabas implicado en la emboscada tendida al Duende del mar —acabó el capitán.

—¡Yo no hice nada! —gritó Dunkin mientras se tiraba de la oreja.

—Es muy significativo que poco después de que me informaras que la presencia de Drizzt a bordo del Duende del mar evitaba cualquier ataque pirata, hicieras los arreglos oportunos para sacarlo del barco —dijo Deudermont.

—¡Pero si casi me mataron en esa emboscada! —protestó Dunkin—. Si hubiera sabido que esos bribones te atacarían, jamás habría salido en bote al puerto.

El capitán miró a Drizzt.

—Es verdad —admitió el drow.

Deudermont meditó un momento y después asintió con la cabeza.

—Te considero inocente —le dijo al hombrecillo—, y me comprometo a dejarte en Mintarn después de nuestro viaje a Caerwich.

—Entonces, me recogeréis en Puerta de Wyn —razonó Dunkin, pero Deudermont sacudió la cabeza.

—Demasiado lejos de la ruta de regreso —replicó el capitán—. Ahora que sé que nadie de mi tripulación desembarcará en Puerta de Wyn y que tengo que volver a Mintarn, regresaremos desde Caerwich por una ruta septentrional, pasando al norte de las Moonshaes.

—En tal caso, dejadme en Puerta de Wyn y yo buscaré la forma de reunirme con vosotros en una ciudad al norte de las Moonshaes —sugirió Dunkin.

—¿Qué ciudad? —le preguntó el capitán, pero Dunkin no supo qué responder—. Si quieres marcharte, puedes desembarcar en Puerta de Wyn, pero no puedo garantizarte un pasaje de vuelta a Mintarn desde allí.

Sin añadir nada más, Deudermont se dio media vuelta y se dirigió a su camarote. Entró sin mirar atrás, dejando a un frustrado Dunkin plantado junto al timón, con los hombros hundidos.

—Con tus conocimientos sobre Caerwich serías una ayuda muy valiosa para nosotros —le dijo Drizzt al tiempo que le palmeaba el hombro—. Agradeceríamos tu presencia a bordo.

—Oh, vamos, anímate —añadió Catti-brie—. Tendrás un poco de aventura y un poco de amistad. ¿Qué más podrías pedir?

Drizzt y Cattibrie se alejaron mientras intercambiaban una sonrisa esperanzada.

—También yo soy nuevo en esto —comentó Harkle Harpell a Dunkin—. Pero estoy seguro de que será divertido. —Sonriendo y moviendo la cabeza estúpidamente, el risueño mago se marchó dando saltitos.

Dunkin se acercó a la batayola y sacudió la cabeza. Le gustaba el Duende del mar, eso no podía negarlo. Huérfano desde una temprana edad, Dunkin se había embarcado siendo un muchachito y posteriormente había pasado la mayor parte de los últimos veinte años como marinero de cubierta en distintos barcos piratas, trabajando entre los bribones más rudos de toda la Costa de la Espada. Jamás había estado en una nave en la que reinara tanta camaradería, y su huida de la emboscada de los piratas en Mintarn había sido realmente emocionante.

En los últimos días no había hecho otra cosa que protestar y comportarse como un estúpido. Deudermont tenía que conocer su pasado o, al menos, sospechar que había vivido de la piratería en su momento. A pesar de ello, el capitán no lo trataba como un prisionero, y, por lo que había dicho el elfo oscuro, de verdad querían que los acompañara a Caerwich.

Dunkin se apoyó en la batayola, reparó en un grupo de delfines de pico largo que jugueteaban entre las olas de la proa, y se quedó ensimismado en sus pensamientos.

—Estás pensando en ellos otra vez —dijo una voz a espaldas del taciturno enano. Era la voz de Regís, la voz de un amigo.

Bruenor no contestó. Se encontraba en la parte más alta del valle de los enanos, en el extremo sur, a seis kilómetros y medio de la cumbre de Kelvin, en un sitio conocido como la Escalada de Bruenor. Era el lugar de reflexión del rey enano. Aunque esta columna de rocas apiladas no era mucho más alta que la llana tundra, apenas unos quince metros, cada vez que subía por el escarpado y angosto sendero Bruenor tenía la impresión de estar ascendiendo a las propias estrellas.

Regis, que resoplaba y jadeaba tras la subida de los últimos seis metros, se puso junto a su barbudo amigo.

—Me encanta este sitio por la noche —comentó el halfling—. ¡Pero no habrá mucha noche hasta que pase otro mes! —continuó alegremente, tratando de arrancar una sonrisa a Bruenor. Sus observaciones eran exactas. Situado muy al norte, los días estivales en el valle del Viento Helado eran realmente largos, mientras que en la estación invernal el sol sólo lucía unas pocas horas en el cielo.

—No, no dura mucho la noche —se mostró de acuerdo el enano—. Y es un tiempo que aguardo con ansia para estar a solas. —Se volvió hacia Regis mientras hablaba e, incluso en la oscuridad, el halfling pudo distinguir su gesto ceñudo.

Regis sabía que no era más que una fachada. Con Bruenor ocurría como con el perro: ladrador y poco mordedor.

—No te sentirías feliz estando solo aquí arriba —replicó el halfling—. Pensarías en Catti-brie y en Drizzt, y los echarías de menos tanto como yo, y entonces actuarías como un verdadero yeti gruñón por la mañana. No puedo consentir que ocurra algo así, desde luego —dijo el halfling a la par que agitaba un dedo en el aire—. De hecho, una docena de enanos me suplicó que subiera aquí y te levantara el ánimo.

Bruenor resopló, pero no se le ocurrió ninguna respuesta razonable. Le dio la espalda a Regis, en gran parte porque no quería que el halfling viera el atisbo de sonrisa que curvaba las comisuras de sus labios. En los seis años transcurridos desde la marcha de Drizzt y Cattibrie, Regis se había convertido en el amigo más íntimo de Bruenor, si bien cierta sacerdotisa enana llamada Cepa Garra Escarbadora había estado pasando mucho tiempo al lado de Bruenor, sobre todo últimamente. Corría el rumor, divulgado entre risitas y cuchicheos, de que existía un vínculo cada vez más íntimo entre el rey enano y la sacerdotisa.

Pero Regis era quien conocía mejor a Bruenor; era Regis el que había subido aquí arriba cuando —el enano no tenía más remedio que admitirlo— necesitaba compañía realmente. Desde su regreso al valle del Viento Helado, Drizzt y Catti-brie habían estado presentes en la mente del viejo enano casi de manera continua. Lo único que había evitado que Bruenor cayera en una profunda depresión había sido la gran cantidad de trabajo que significaba volver a abrir las minas enanas; y, por supuesto, Regis, que siempre estaba allí en el momento oportuno, siempre sonriente, siempre asegurándole que Drizzt y Catti-brie volverían con él.

—¿Dónde crees que estarán? —preguntó el halfling tras un largo silencio.

Bruenor sonrió y se encogió de hombros, dirigiendo la vista hacia el sur y hacia el oeste, pero no hacia el halfling.

—Por ahí fuera —fue todo cuanto contestó.

—Por ahí fuera —repitió Regis—. Y los echas de menos, como yo. —El halfling se acercó más y puso una mano sobre el musculoso hombro de Bruenor—. Y sé que también echas de menos a la pantera —añadió. Sus palabras lograron sacar a Bruenor del abatimiento.

El enano lo miró y no pudo menos que sonreír. La mención de Guenhwyvar le traía a la memoria no sólo los conflictos entre él y la pantera, sino también el hecho de que Drizzt y Cattibrie no estaban solos, y que eran muy capaces de cuidar de sí mismos.

El enano y el halfling permanecieron en lo alto de las peñas mucho tiempo esa noche, en silencio, escuchando el aullido del sempiterno viento que daba nombre al valle, y sintiéndose como si estuvieran entre las estrellas.

No tuvieron problemas de avituallamiento en Puerta de Wyn, y el Duende del mar, bien aprovisionado y totalmente reparado, zarpó y no tardó en dejar atrás las Moonshaes.

Sin embargo, el viento dejó de soplar con fuerza un día después de perder de vista las costas occidentales de las Moonshaes. Estaban en pleno océano, sin que se divisara tierra en ningún punto cardinal del horizonte.

La goleta no se quedaría completamente parada teniendo a bordo a Robillard. Pero, aun así, los poderes del hechicero eran limitados; no podía mantener las velas hinchadas durante mucho tiempo, y hubo que conformarse con una constante y suave brisa que movía despacio al barco.

Así pasaron los días, monótonos y calurosos, mientras el Duende del mar navegaba sobre las olas del océano, meciéndose y crujiendo. Deudermont ordenó un estricto racionamiento a los tres días de viaje, no sólo para reducir los cada vez más numerosos mareos, sino también para conservar las reservas de alimento. Al menos la tripulación no tenía que preocuparse por los piratas. Muy pocos barcos se internaban tanto en el océano, y menos cargueros y mercantes, así que no había nada lo bastante lucrativo para atraer a los corsarios.

Sus únicos enemigos eran el mareo, las quemaduras del sol, y el aburrimiento de ver sólo agua día tras día.

Tuvieron un poco de emoción durante el quinto día de travesía. Drizzt, que estaba en el bauprés como tenía por costumbre, divisó una aleta, la aleta dorsal de un enorme tiburón que se deslizaba al costado de la goleta. El drow avisó a Waillan, que hacía su turno en la atalaya.

—¡Mide seis metros! —anunció el joven, que desde su ventajosa posición alcanzaba a ver la sombra del enorme escualo.

Toda la tripulación subió a cubierta, gritando con excitación y cogiendo arpones. No obstante, su idea de arponear al animal desapareció dando paso a un comprensible temor a medida que Waillan seguía dando cifras, ya que el tiburón no estaba solo. El número variaba de unos a otros, debido a la dificultad de contar muchas de las aletas dorsales en medio de un agua repentinamente agitada, pero la estimación de Waillan, sin duda la más precisa, cifró el banco de escualos en varios centenares.

¡Varios centenares! Y muchos de ellos eran casi tan grandes como el que Drizzt había avistado. Las palabras de emoción fueron reemplazadas rápidamente por plegarias.

El oscuro banco permaneció junto al Duende del mar durante todo ese día y esa noche. Deudermont llegó a la conclusión de que a los tiburones les extrañaba la presencia del barco, y, aunque nadie lo dijo en voz alta, todos pensaban lo mismo y esperaban que los voraces escualos no confundieran al Duende del mar con una ballena.

A la mañana siguiente, los tiburones habían desaparecido de forma tan repentina e inexplicable como habían llegado. Drizzt pasó gran parte de la mañana recorriendo las batayolas de la nave, e incluso trepó al palo mayor, a la atalaya, varias veces. Los tiburones se habían marchado, simplemente.

—No vinieron por nosotros —comentó Catti-brie más tarde esa misma mañana, al encontrarse con Drizzt cuando el drow bajaba del mástil—. No fue eso. Seguro que iban siguiendo derroteros que conocen, y nosotros no.

A Drizzt lo cogió por sorpresa la sencillez de la verdad, un recordatorio del gran desconocimiento que tenía del mundo, y no sólo él, sino incluso los que, como Deudermont, habían pasado gran parte de sus vidas en el mar. Este mundo marino, y las grandes criaturas que lo poblaban, se movía siguiendo unas pautas que ellos nunca llegarían a comprender. Llegar a esta conclusión, junto con el hecho de que todo el horizonte a su alrededor no era más que agua, le recordó a Drizzt cuán insignificantes eran y cuán imponente podía ser la naturaleza.

A pesar de todo su entrenamiento, de todas sus excelentes armas, de todo su valor de guerrero, el vigilante era algo minúsculo, una simple mota en el inmenso manto azul verdoso.

A Drizzt aquella idea le resultó inquietante y reconfortante al mismo tiempo. Él era algo pequeño, insignificante, un simple bocado para el escualo que había avanzado parejo al Duende del mar. Y, sin embargo, él formaba parte de algo mucho mayor, era una pieza en un mosaico mucho más inmenso de lo que su imaginación podría llegar a discernir jamás.

Rodeó con un brazo los hombros de Cattibrie, juntándose a esa otra pieza que completaba la suya propia, y la joven se recostó en él.

El viento empezó a soplar al día siguiente, y la goleta avanzó a buen paso para gran contento de todos los marineros. No obstante, el júbilo de Robillard desapareció poco después. El hechicero disponía de conjuros para predecir el tiempo, e informó a Deudermont que el nuevo viento era precursor de una gran tormenta.

¿Qué podían hacer? No había puertos cerca ni tierra a la vista, así que Deudermont ordenó que se cerraran las escotillas y se aseguraran con maderas lo mejor posible.

La noche que siguió fue la más horrible que Cattibrie había pasado. Era la peor tormenta que todos los que estaban a bordo habían visto nunca. Deudermont y los cuarenta hombres de la tripulación permanecieron acurrucados en la cubierta inferior mientras el Duende del mar capeaba el temporal; el largo y esbelto velero se balanceaba brutalmente y estuvo a punto de irse a pique en más de una ocasión.

Robillard y Harkle trabajaban frenéticamente. Robillard estuvo en cubierta durante casi toda la tormenta, aunque de vez en cuando tuvo que bajar para ponerse a cubierto; en esas ocasiones, observó la cubierta a través de un ojo mágico, incorpóreo. Entre tanto, ejecutaba hechizos para intentar contrarrestar el feroz vendaval. Harkle, Guenhwyvar y un puñado de marineros recorrieron la bodega inferior —el mago a cuatro patas— cazando ratas y moviendo cajones de provisiones almacenadas mientras inspeccionaban el casco. Harpell disponía de un conjuro para mantener bien iluminada el área, además de otros con los que podía dilatar la madera y así cerrar grietas. Los marineros llevaban rollos de cuerda embreada que introducían a martillazos entre las junturas de las traviesas por donde entraba agua.

Cattibrie estaba demasiado mareada para moverse, como les ocurría a muchos otros. El bamboleo llegó a ser tan brutal en cierto momento que tuvieron que atarse para evitar chocar entre sí y contra las paredes. El pobre Dunkin se llevó la peor parte. En un cabeceo del barco particularmente brusco, el hombrecillo, que en ese momento alargaba la mano para coger el extremo de un cabo que le tendían, salió lanzado de cabeza y se estrelló contra un bao tan violentamente que se dislocó un hombro y se rompió la muñeca.

Nadie pegó ojo aquella noche en el Duende del mar.

A la mañana siguiente, la nave escoraba mucho a babor, pero seguía a flote, y la tormenta había pasado sin que se hubiera perdido una sola vida. Los miembros de la tripulación que estaban en condiciones de hacerlo trabajaron durante toda la mañana para conseguir izar una única vela.

Cerca de mediodía, Cattibrie llamó desde la atalaya, informando que el aire estaba lleno de pájaros por el noroeste. Deudermont soltó un profundo suspiro de alivio. Había temido que la tormenta los hubiera desviado de su curso y que no pudieran retomarlo a tiempo para hacer escala en los islotes de la Gaviota, las últimas islas señaladas en las cartas de navegación en su camino a Caerwich. Con todo, se encontraban demasiado al sur de su ruta, y tuvieron que trabajar sin descanso, en particular los pobres Robillard y Harkle. Los dos magos tenían grandes bolsas moradas bajo los ojos que ponían de manifiesto su agotamiento a causa del esfuerzo físico y mágico.

De algún modo, el Duende del mar se las arregló para virar lo suficiente para llegar a los rocosos islotes. Su nombre era muy apropiado. Los islotes de la Gaviota no eran más que una serie de escollos áridos, en su mayoría más pequeños que el barco, y muchos de ellos sólo lo bastante grandes para que cupieran en ellos dos o tres hombres de pie. Una par de islotes tenían una extensión considerable, casi un kilómetro y medio de extremo a extremo, pero incluso en éstos el color predominante era el blanco, debido a la gruesa capa de guano que cubría el gris de la piedra. A medida que el Duende del mar se aproximaba al agrupamiento rocoso, miles y miles de gaviotas, una verdadera nube, revolotearon a su alrededor a la par que chillaban furiosamente por la intrusión en sus dominios.

Deudermont encontró una pequeña ensenada donde el agua estaba más remansada y en la que las reparaciones podrían hacerse en paz; también los miembros de la tripulación podrían bajar del barco por turno, aunque sólo fuera para calmar un poco sus revueltos estómagos.

Más tarde, ese mismo día, Deudermont subió, junto con Drizzt y Cattibrie, al punto más alto de los islotes de la Gaviota, quizás a unos quince metros sobre el nivel del mar. El capitán miraba hacia el sur con el catalejo, aunque era obvio que no esperaba ver nada salvo la lisa superficie del agua.

Les había costado casi dos semanas cubrir los ochocientos kilómetros que había desde el espolón más occidental de las Moonshaes hasta los islotes de la Gaviota, casi el doble de tiempo de lo que Deudermont había calculado. Con todo, el capitán seguía estando seguro de que las provisiones serían suficientes y de que encontrarían el camino a Caerwich. No se había vuelto a hablar de la isla desde que el Duende del mar había zarpado de Puerta de Wyn. Por lo menos, no abiertamente, ya que Drizzt había oído los nerviosos cuchicheos de muchos hombres de la tripulación, refiriéndose a fantasmas o cosas por el estilo.

—Ochocientos recorridos y otros tantos por delante —dijo Deudermont, mirando por el catalejo que tenía apuntado al suroeste—. Hay una isla no muy lejos al sur de aquí donde podríamos conseguir más provisiones.

—¿Las necesitamos? —preguntó Drizzt.

—No, si navegamos a buena velocidad hasta Caerwich y después en el viaje de vuelta —repuso el capitán.

—Entonces ¿qué piensas hacer? —inquirió Catti-brie.

—No lo sé. Estoy empezando a cansarme de las demoras, y también del viaje —contestó Deudermont.

—Eso quizá se deba a que temes lo que encontrarás al final —razonó la joven sin andarse por las ramas—. ¿Quién sabe lo que hallaremos en Caerwich, si es que esa isla existe realmente?

—Existe. Está ahí —insistió el capitán.

—Bueno, siempre podemos hacer escala en esa otra isla a nuestro regreso —sugirió Drizzt—. Tenemos provisiones de sobra para llegar a Caerwich.

Deudermont asintió con la cabeza. Entonces, se dirigirían directamente hacia su punto de destino, la última etapa de su viaje. El capitán conocía las estrellas; eran lo único que tendría para conducirlo desde los islotes de la Gaviota hasta Caerwich. Esperaba que el mapa que Tarnheel les había proporcionado fuera preciso.

Esperaba que Caerwich existiera de verdad.

Y, sin embargo, una parte de él confiaba en que no fuera así.