Mintarn
A Drizzt le costó un poco de trabajo localizar a la pantera. La isla de Mintarn, seiscientos cincuenta kilómetros al suroeste de Aguas Profundas, estaba cubierta de grandes bosques, y Guenhwyvar, reclinada en la rama de un árbol, a seis metros del suelo, se confundía perfectamente con la floresta, tan bien camuflada que un ciervo podría haber pasado debajo de ella sin darse cuenta de que le aguardaba la muerte.
Pero Guenhwyvar no cazaba ciervos hoy. El Duende del mar había atracado hacía apenas dos horas, sin llevar bandera ni ningún tipo de distintivos, y con el nombre tapado con trozos de lona alquitranada. A pesar de todo, era más que probable que la goleta de tres palos fuera reconocida, ya que era única a lo largo de la Costa de la Espada, y muchos de los rufianes que se encontraban de paso en el puerto franco habían tenido que huir de ella en el pasado. Tanto era así que, poco después de entrar en El Manto Libre, una taberna cercana al puerto, Drizzt, Cattibrie y Deudermont fueron abordados.
Ahora aguardaban a su contacto, medio esperando una emboscada en la densa arboleda que había a menos de un centenar de metros de los campos comunales.
En momentos como éste era cuando Deudermont apreciaba verdaderamente el valor de amigos tan leales y poderosos. Con Drizzt y Cattibrie, y con la siempre alerta Guenhwyvar montando guardia, el capitán no temía caer en una emboscada ni aunque todos los piratas de la Costa de la Espada se alzaran contra él. Sin la compañía de estos tres, Deudermont habría sido muy vulnerable. Incluso Robillard, indiscutiblemente poderoso pero igualmente inestable, no habría podido proporcionar tanta tranquilidad al capitán. Más que por su destreza, Deudermont confiaba en ellos por su lealtad. Ninguno de los tres lo abandonaría a su suene, por mucho que fuera el riesgo.
Las orejas de Guenhwyvar se aplastaron contra su cabeza, y la pantera emitió un sordo rugido, un sonido que sus tres compañeros notaron más en los músculos del estómago que en sus oídos.
Drizzt se agazapó y escudriñó los alrededores, señaló hacia el noreste, y después se deslizó entre las sombras, silencioso como la muerte. Cattibrie se escondió detrás de un árbol y encajó una flecha en la cuerda de Taulmaril. La joven intentó seguir los movimientos del drow, valiéndose de ellos para advertir la aproximación de su contacto, pero Drizzt había desaparecido. Era como si se hubiera desvanecido nada más entrar en la espesa maleza. Al final resultó que no necesitó los movimientos del drow para guiarse, ya que sus visitantes no eran muy expertos en desplazarse por el bosque en silencio.
Deudermont esperaba tranquilamente en terreno abierto, con las manos enlazadas a la espalda. De vez en cuando adelantaba una mano para colocar la pipa que colgaba de su boca. También él notaba la proximidad de otros hombres, varios, mientras tomaban posiciones en la floresta, a su alrededor.
—Tú no perteneces aquí —dijo una voz desde la sombras, aunque no sorprendió al capitán. El que hablaba, un hombre menudo, de ojos oscuros y pequeños y orejas grandes que le sobresalían del pelo castaño cortado a tazón, no tenía ni idea de que había sido descubierto veinte pasos antes de que llegara a su posición actual, a más de doce metros de donde se encontraba Deudermont. Tampoco sabía que sus otros siete compañeros estaban perfectamente localizados por Drizzt, Catti-brie y, sobre todo, Guenhwyvar. La pantera era una sombra deslizándose entre las ramas, situándose lo bastante cerca para llegar a cuatro de los hombres con un solo salto.
A la izquierda del que había hablado, uno de sus compañeros descubrió a Cattibrie y alzó su arco, para apuntar la flecha hacia la mujer. Oyó un susurro de hojas, pero, antes de que tuviera tiempo de reaccionar, una forma oscura pasó a su lado como una exhalación. Soltó un corto grito, cayó de espaldas, y vio el color verde bosque de una capa ondeando entre los árboles. Luego la figura desapareció, dejando al hombre pasmado y desarmado.
—¡Brer’Cannon! —llamó el hombre que se había dirigido a Deudermont, y llegó el susurro de hojas desde varias posiciones.
—Estoy bien —respondió enseguida el tembloroso Brer’Cannon, que se puso de pie mientras intentaba comprender qué era lo que había pasado. Lo supo cuando por fin miró su arco y vio que la cuerda había sido cortada—. Maldita sea —rezongó al tiempo que inspeccionaba la fronda frenéticamente.
—No estoy acostumbrado a hablar con sombras —dijo Deudermont claramente, sin que le temblara la voz.
—No estás solo —replicó su interlocutor.
—Tampoco tú —repuso el capitán sin vacilar—, así que sal a descubierto y acabemos con este asunto… sea cual sea el asunto que te ha traído aquí.
En las sombras se produjeron más crujidos, y más de una voz susurrante le dijo al interlocutor, un tal Dunkin, que fuera a hablar con el capitán del Duende del mar.
Por fin, Dunkin reunió el coraje suficiente para ponerse de pie y echar a andar; daba un paso y miraba a su alrededor antes de dar otro y volver a mirar. Pasó justo por debajo de donde estaba Guenhwyvar y no se dio cuenta, lo que hizo asomar una sonrisa a los labios de Deudermont. Después pasó a poco más de un metro de Drizzt, y tampoco se dio cuenta, pero sí vio a Cattibrie, ya que la mujer no estaba poniendo mucho empeño en ocultarse detrás del árbol, a un lado del pequeño claro donde estaba plantado Deudermont.
Dunkin se esforzó para recobrar la compostura y su dignidad. Caminó hasta llegar a unos pocos pasos del alto capitán y se irguió cuanto pudo.
—Tú no perteneces aquí —repitió, logrando que la voz se le quebrara sólo una vez.
—Tenía entendido que Mintarn era un puerto franco —contestó Deudermont—. ¿Es que sólo lo es para los bribones?
Dunkin lo señaló con un dedo y empezó a replicar, pero, aparentemente, las palabras le faltaban, así que lo dejó y se limitó a mascullar un rezongo ininteligible.
—Que yo sepa, no existen restricciones para los barcos que quieren atracar —prosiguió Deudermont—. Estoy seguro de que mi nave no es la única en el puerto de Mintarn que no luce bandera y que lleva tapado el nombre. —Este último comentario era cierto. Las dos terceras partes de los barcos que amarraban en el puerto franco lo hacían sin una identificación clara.
—Eres Deudermont, y tu barco es el Duende del mar, de Aguas Profundas —dijo Dunkin con tono acusador. Se tiraba de una oreja mientras hablaba, un tic nervioso, comprendió el capitán, que se encogió de hombros y asintió con la cabeza.
»Un barco oficial —continuó Dunkin, encontrando un poco de coraje finalmente. Dejó de tocarse la oreja—. Un cazador de piratas, y que ha venido aquí, sin duda, para…
—No presumas de conocer mis intenciones —lo interrumpió Deudermont con aspereza.
—Las intenciones del Duende del mar son de sobra conocidas —replicó Dunkin, con voz igualmente firme—. Es un cazador de piratas, y sí, hay piratas anclados en Mintarn, incluidos los de una nave a la que perseguisteis esta misma semana.
La expresión de Deudermont se tornó severa. Se daba cuenta de que este hombre era un oficial de Mintarn, un emisario del propio cacique, Tarnheel Embuirhan. Tarnheel había dejado muy claras sus intenciones a todos los señores de la Costa de la Espada de conservar Mintarn de acuerdo con su reputación de puerto franco. Mintarn no era un lugar para solventar venganzas personales ni para apresar fugitivos.
—Si hubiéramos venido buscando piratas —dijo Deudermont sin andarse con rodeos—, el Duende del mar habría llegado bajo la bandera de Aguas Profundas, abiertamente y sin temor.
—Entonces, admites vuestra identidad —acusó Dunkin.
—La ocultábamos únicamente para evitar que hubiera problemas en vuestro puerto —repuso el capitán—. Si los piratas de alguno de los barcos que están anclados ahora en el puerto de Mintarn buscaran venganza, tendríamos que hundirlos, y estoy seguro de que a tu señor no le gustaría tener tantos restos de naufragio bajo las olas de su puerto. ¿No es por eso por lo que te envió a buscarme en El Manto Libre y por lo que te ordenó que vinieras aquí con tus bravatas? —Dunkin parecía incapaz de encontrar palabras para contestar.
»¿Y tú eres…? —preguntó Deudermont, acuciando al nervioso oficial.
El hombre volvió a ponerse erguido, como si hubiese recordado su rango.
—Dunkin Mástil Alto —repuso con claridad—, emisario de su señoría, lord Tarnheel Embuirhan, del puerto franco de Mintarn.
Deudermont comprendió que el nombre era obviamente falso. Posiblemente, el hombre había llegado a los muelles de Mintarn hacía años, huyendo de otro bribón o de la ley, y con el tiempo se había abierto camino en la guardia de Tarnheel. Dunkin no era una gran elección como emisario, fue la conclusión de Deudermont: inexperto en la diplomacia, y poco sobrado de valor. Pero el capitán no quiso caer en el error de subestimar a Tarnheel, un diestro guerrero de fama que había mantenido una paz relativa en Mintarn durante muchos años. Dunkin no era un buen diplomático; pero, si Tarnheel había decidido que fuera él quien se reuniera con Deudermont, debía de tener una razón, posiblemente el hacer entender al capitán del Duende del mar que él y su barco no eran considerados de gran importancia por su señoría.
La diplomacia era un juego curioso.
—El Duende del mar no ha entrado a puerto para combatir con ningún barco pirata —le aseguró Deudermont—. Ni a buscar a ningún hombre que pueda estar escondido en Mintarn. Hemos venido para coger provisiones y a buscar información.
—Sobre alguna nave pirata —razonó Dunkin, sin que pareciera gustarle la idea.
—Sobre una isla —contestó Deudermont.
—¿Una isla de piratas? —replicó Dunkin, y de nuevo su tono hizo que la pregunta pareciera más una acusación.
El capitán se quitó la pipa de la boca y miró con dureza al oficial, respondiendo a su pregunta sin pronunciar una sola palabra.
—Se dice que no hay otro sitio en todos los Reinos donde haya una mayor concentración de expertos lobos de mar que en Mintarn —dijo al cabo Deudermont—. Busco una isla que tiene tanto de leyenda como de verdad. Una isla conocida por muchos a través de relatos, pero en la que sólo han estado unos pocos.
Dunkin no respondió, y no parecía tener la menor idea de lo que estaba hablando Deudermont.
—Te ofrezco un trato —sugirió el capitán.
—¿Qué tienes para negociar? —se apresuró a contestar Dunkin.
—Yo, y toda mi tripulación, nos quedaremos en el Duende del mar, tranquilamente, y fuera del puerto. Así se mantendrá indemne la paz de Mintarn. No tenemos intención de capturar a nadie que esté en vuestra isla, ni siquiera los proscritos conocidos, pero tal vez muchos intentarían buscar pelea con nosotros, pensando que el Duende del mar es vulnerable mientras está atracado en puerto.
Dunkin asintió con un cabeceo sin poder evitarlo. En El Manto Libré ya había oído comentarios insinuando que varios de los barcos anclados en Mintarn no veían con buenos ojos la presencia del Duende del mar y podrían aliarse contra la goleta.
—Permaneceremos en los límites de la zona portuaria —repitió Deudermont—, y tú, Dunkin Mástil Alto, averiguarás la información que quiero. —Antes de que el oficial pudiera responder, Deudermont le echó una bolsa llena de monedas de oro—. Caerwich —explicó el capitán—. Quiero un mapa para llegar allí.
—¿Caerwich? —repitió Dunkin con escepticismo.
—Al suroeste, según las historias que he oído —contestó Deudermont.
Dunkin le lanzó una mirada ceñuda e hizo intención de devolverle la bolsa de monedas, pero el capitán levantó la mano para detenerlo.
—A los Señores de Aguas Profundas no los complacerá saber que la hospitalidad de Mintarn no se hizo extensiva a uno de sus barcos —se apresuró a puntualizar Deudermont—. Si éste no es un puerto franco para los barcos legales de Aguas Profundas, entonces os declaráis un refugio franco sólo para proscritos. No creo que a tu lord Tarnheel le gusten las consecuencias de tal declaración.
Era lo más parecido a una amenaza que Deudermont deseaba hacer sin sobrepasarse, y se sintió muy aliviado cuando Dunkin aferró con fuerza la bolsa de monedas otra vez.
—Hablaré con su señoría —aseguró el hombrecillo—. Si está de acuerdo… —Dunkin dejó la frase sin terminar y agitó una mano.
Deudermont volvió a ponerse la pipa en la boca e hizo un gesto con la cabeza a Cattibrie. La joven salió de su escondite, con el arco sin tensar y todas las flechas metidas en la aljaba. Mantuvo la vista clavada en Dunkin mientras pasaba ante él, y el oficial le sostuvo la mirada con igual firmeza.
Sin embargo, un instante después, la seguridad del hombrecillo se vino abajo cuando Drizzt salió de la espesura. Por si la presencia de un elfo oscuro no fuera suficiente para acobardar al oficial, la repentina aparición de una pantera de trescientos kilos bajando al suelo de un salto apenas a metro y medio de Dunkin sí lo fue.
Dunkin bogó en un bote hasta el Duende del mar al día siguiente. A pesar de que la bienvenida que le dio Deudermont fue cálida, subió a bordo titubeante, como si lo sobrecogiera encontrarse en esta nave que tan rápidamente se estaba convirtiendo en una leyenda a lo largo de la Costa de la Espada.
Recibieron a Dunkin en cubierta, a plena vista de la tripulación. Guenhwyvar estaba descansando en su hogar astral, pero Robillard y Harkle se encontraban entre los otros, juntos, y a Drizzt le pareció una buena señal. El drow pensó que quizá Robillard, un consumado hechicero, podría mantener los poderes de Harkle bajo control. Y quizá la perpetua sonrisa de Harkle borraría el gesto agrio de Robillard.
—¿Tienes la información que te pedí? —preguntó Deudermont, yendo directamente al grano. El Duende del mar había permanecido tranquilo y sin ser molestado hasta ahora, pero el capitán no se hacía ilusiones sobre su seguridad en el puerto de Mintarn. Sabía que las tripulaciones de por lo menos una docena de barcos anclados en el puerto deseaban su muerte y la de sus hombres, así que cuanto antes partieran de Mintarn, mejor.
Dunkin señaló la puerta cerrada del camarote del capitán.
—No, aquí fuera —replicó Deudermont—. Di lo que sea, y márchate. No tengo tiempo para más retrasos, y lo que tengas que decir lo puede escuchar mi tripulación.
Dunkin miró a su alrededor y asintió con un cabeceo, sin el menor deseo de discutir con el capitán.
—¿Qué información traes? —insistió Deudermont.
El oficial de la guardia dio un respingo, como sorprendido.
—Ah, sí —balbució—. Tenemos un mapa, pero no es muy detallado. No podemos estar seguros, claro, ya que la isla que buscas tal vez no sea más que una leyenda y, en tal caso, no habría ningún mapa correcto.
Enseguida se dio cuenta de que su chanza no era bien recibida, así que se tranquilizó y carraspeó para aclararse la garganta.
—Tienes mi oro —dijo Deudermont tras otra larga pausa.
—Su señoría quiere otra forma de pago —contestó Dunkin—. Algo más que oro.
Deudermont estrechó los ojos en un gesto amenazador. Se puso la pipa en la boca con deliberada lentitud y dio una larga chupada.
—No es algo difícil —se apresuró a asegurarle Dunkin—. Y mi señor ofrece algo más que un simple mapa. Necesitarás un hechicero o un clérigo para crear una bodega lo bastante grande para transportar provisiones abundantes.
—Eso podemos hacerlo nosotros —intervino Harkle al tiempo que echaba un brazo sobre los hombros de Robillard, pero lo retiró de inmediato al ver el ceño amenazador del hechicero.
—Oh, claro, pero no es necesario —soltó de buenas a primeras Dunkin—. Su señoría posee un cofre maravilloso, un arcón mágico donde puede almacenarse todo, y os lo prestaría, junto con el mapa, por la bolsa de oro, que no era demasiado, y otro pequeño favor.
—¿Qué es lo que quiere? —demandó Deudermont, que empezaba a hartarse del juego de acertijos y palabras a medias.
—A él —respondió Dunkin, señalando a Drizzt.
Sólo la rápida reacción del drow, que alzó un brazo para detenerla, impidió que Cattibrie saltara sobre el hombre y lo aporreara.
—¿A él? —preguntó Deudermont con incredulidad.
—Es sólo para conocer al drow —explicó Dunkin rápidamente al comprender que estaba pisando terreno peligroso. El agua era fría en el puerto de Mintarn, y no le apetecía regresar a nado hasta tierra firme.
—¿Como una curiosidad, una pieza de museo? —barbotó Catti-brie, que no dejaba de empujar el brazo con el que la frenaba Drizzt—. ¡Yo te daré algo para tu estúpido señor!
—No, no —intentó explicar Dunkin.
Ni siquiera habría tenido ocasión de pronunciar las palabras y habría sido arrojado por la borda simplemente por hacer la absurda petición, de no intervenir Drizzt con una voz tranquila que denotaba no sentirse ofendido.
—Explica el deseo de tu señor —pidió con calma el elfo oscuro.
—Tu reputación es considerable, buen drow —balbució Dunkin—. Muchos piratas que llegan maltrechos a Mintarn hablan de tus hazañas. ¡Vaya, pero si la principal razón de que el Duende del mar no haya sido…! —Enmudeció y miró a Deudermont con nerviosismo.
—No haya sido atacado en el puerto de Mintarn —acabó la frase el capitán.
—No se atrevían a salir y hacerte frente —se aventuró a añadir Dunkin, mirando a Drizzt—. También mi señor es un guerrero de gran reputación.
—Maldita sea —masculló Catti-brie, adivinando lo que venía a continuación. También Drizzt veía hacia dónde se dirigía esta conversación.
—Sólo sería una competición —terminó Dunkin—. Un combate en privado.
—Sin más motivo que demostrar quién es el mejor —replicó Drizzt con desagrado.
—No. Por el mapa —le recordó Dunkin—. Y por el arcón, que no es poca cosa. —Tras pensarlo un momento, añadió—: Tendrás ambos, pierdas o ganes.
Drizzt miró a Cattibrie, después a Deudermont, y a continuación a toda la tripulación, que ya no hacía el menor esfuerzo por disimular que estaban muy atentos a cada palabra que se decía.
—Acabemos con esto de una vez —declaró el drow.
Cattibrie lo agarró por el brazo, y cuando él se volvió a mirarla comprendió que la joven no lo aprobaba.
—No puedo pedirte que hagas una cosa así —dijo Deudermont.
Drizzt lo miró a los ojos y sonrió.
—Quizá mi propia curiosidad sobre quién lucha mejor no sea menor que la de Tarnheel —repuso, y se volvió hacia Catti-brie, que lo conocía y sabía que no era ése el motivo que lo inducía a hacerlo.
»¿Hay alguna diferencia con tu combate contra Berkthgar por Aegis-fang antes de que los elfos oscuros atacaran Mithril Hall? —se limitó a preguntar a la joven.
Cattibrie tuvo que admitir que tenía razón. Antes de la guerra con los drows, Berkthgar había amenazado con romper la alianza con Bruenor a menos que el enano le entregara Aegis-fang, algo a lo que Bruenor jamás accedería. Catti-brie había ido a Piedra Abada y había puesto fin al debate derrotando a Berkthgar en la lucha singular a la que lo retó. A la luz de este recuerdo, y al deber del drow en estos momentos, la joven le soltó el brazo.
—Regresaré enseguida —prometió Drizzt, que siguió a Dunkin por la borda y después al pequeño bote.
Deudermont, Cattibrie y la mayoría de la tripulación los observaron mientras bogaban hacia la costa, y la muchacha advirtió la amarga expresión plasmada en el rostro del capitán, como si se sintiera decepcionado de alguna forma, algo que la perspicaz joven supo interpretar perfectamente.
—No desea pelear —le aseguró al capitán.
—¿Lo hace por curiosidad? —preguntó Deudermont.
—Por lealtad —respondió Catti-brie—. Y sólo por eso. Drizzt está comprometido contigo y con la tripulación por los lazos de la amistad, y si un simple combate de competición contra un hombre sirve para facilitar la travesía, entonces luchará. Pero Drizzt no siente curiosidad por eso, ni hay en él este tipo de estúpido orgullo. Le importa un bledo quién es mejor espadachín.
Deudermont asintió con la cabeza y su expresión se volvió animada. Las palabras de la joven confirmaban la confianza puesta en su amigo.
Los minutos dieron paso a una hora, luego, a dos, y la conversación en el Duende del mar pasó del combate de Drizzt a la situación del barco y su tripulación. Dos naves, ambas con aparejo de cruz, habían zarpado de Mintarn. Ninguna se había dirigido a mar abierto, sino que habían virado nada más salir del puerto, y maniobraban de manera que permanecían relativamente paradas.
—¿Por qué no echan el ancla? —preguntó Waillan a un tripulante que estaba cerca de él en la cubierta de popa, justo detrás de la mortífera balista del Duende del mar.
Cattibrie y Deudermont, que se encontraban cerca de la parte central del barco, escucharon el comentario e intercambiaron una mirada. Los dos sabían la respuesta.
Un tercer barco izó las velas inferiores y empezó a moverse en dirección al Duende del mar.
—Esto no me gusta —comentó Catti-brie.
—Puede que nos hayan delatado —contestó Deudermont—. Quizá Dunkin ha informado a nuestros amigos del puerto que el Duende del mar estaría sin cierto tripulante drow durante un tiempo.
—Me voy a la atalaya —dijo Catti-brie. Se colgó Taulmaril al hombro y empezó a subir por el palo mayor.
Robillard y Harkle regresaron al puente en ese momento, al parecer enterados de la situación potencialmente peligrosa. Hicieron un gesto con la cabeza a Deudermont y se dirigieron hacia la popa, al lado de Waillan y su compañero de balista.
Estaban a la espera y alertas, todos ellos. Deudermont observó atentamente los movimientos furtivos de los tres barcos; entonces una cuarta nave zarpó de los muelles de Mintarn. El capitán sabía que posiblemente los estaban rodeando, pero también era consciente de que el Duende del mar podía levar anclas y hacerse a la mar en cuestión de minutos, sobre todo con la ayuda mágica de Robillard para aumentar la velocidad. Y, mientras tanto, entre la balista y los arqueros, en especial Cattibrie y ese devastador arco suyo, el Duende del mar podía hacer algo más que igualar cualquier andanada que les lanzaran.
La principal preocupación de Deudermont en esos momentos no era por su barco, sino por Drizzt. ¿Qué suerte le aguardaría al drow si tenían que zarpar dejándolo en tierra?
Aquella idea se disipó, pero un nuevo temor tomó consistencia cuando Cattibrie, con el catalejo en la mano, gritó que Drizzt venía de vuelta. Deudermont y muchos otros miraron hacia donde señalaba la joven, y apenas pudieron distinguir el pequeño bote de remos delante y a estribor del tercer barco que navegaba hacia la bocana del puerto.
—¡Robillard! —gritó el capitán.
El hechicero asintió en silencio y, mirando fijamente al pequeño punto que era el bote, empezó a ejecutar un conjuro inmediatamente. Pero, en el momento en que las primeras palabras salían de su boca, una catapulta del tercer barco pirata disparó una bola de brea ardiente que cayó en el agua, junto al costado de la barca de remos, y a punto estuvo de hacerla zozobrar.
—¡Largad velas! —gritó Deudermont—. ¡Levad anclas!
El arco de Cattibrie zumbó, disparando flecha tras flecha hacia la carabela, a pesar de que la nave estaba todavía a más de trescientos metros.
Todo el puerto pareció cobrar vida de inmediato. Los otros dos barcos que estaban más alejados del puerto izaron todas las velas y empezaron a virar a favor del viento, en tanto que el tercer barco lanzaba otro proyectil al bote, y las velas de la cuarta nave, evidentemente implicada en la conspiración, ya habían sido desplegadas.
Antes de que el hechizo de Robillard hiciera efecto, una tercera bola de brea prendida cayó justo detrás del bote, arrancando parte de la popa. Con todo, el encantamiento alcanzó a la pequeña embarcación en forma de una gran ola que la atrapó y la empujó veloz y repentinamente en dirección al Duende del mar. Drizzt levantó los ahora inútiles remos mientras que Dunkin aullaba frenéticamente. Pero, aunque avanzaban con rapidez hacia la goleta, el dañado bote no podía mantenerse a flote lo bastante para llegar hasta el Duende del mar.
Robillard se dio cuenta de ello y, mientras la embarcación empezaba a irse a pique, el hechicero canceló el conjuro, pues en caso contrario Drizzt y Dunkin se ahogarían bajo la encantada ola.
La mente de Deudermont trabajaba a todo ritmo, intentando calcular la distancia y el tiempo de que disponían antes de que los piratas los alcanzaran. Dedujo que, tan pronto como las velas estuvieras izadas, tendría que virar hacia el puerto, pues no pensaba dejar atrás a Drizzt por mucho riesgo que corriera el Duende del mar.
Sus cálculos cambiaron rápidamente cuando vio que el drow, llevando a Dunkin a remolque, nadaba frenéticamente hacia el barco.
El giro de los acontecimientos sorprendió a Dunkin aún más que a Deudermont. Cuando el bote naufragó, lo primero que le dictó el instinto fue alejarse del drow. Drizzt llevaba dos cimitarras y vestía una cota de malla, mientras que él no cargaba con ningún equipo que estorbara sus movimientos, e imaginó que el drow se agarraría a él y probablemente acabarían ahogándose los dos. Para su sorpresa, sin embargo, Drizzt no sólo se mantuvo a flote, sino que empezó a nadar con una rapidez increíble.
La cota de malla era ligera, astutamente forjada, con los mejores materiales y siguiendo el diseño drow, por Buster Brazal, del clan Battlehammer, uno de los mejores forjadores de todos los tiempos. Y Drizzt llevaba en los tobillos los brazales mágicos que le permitían mover los pies con increíble velocidad. Alcanzó a Dunkin y remolcó al hombre hacia el Duende del mar, y había salvado ya una cuarta parte de la distancia que los separaba del barco antes de que el desconcertado hombrecillo hubiera tenido tiempo siquiera de recuperar la calma para empezar a nadar por su cuenta.
—¡Se acercan muy deprisa! —advirtió Waillan alegremente, pensando que su amigo lo iba a conseguir.
—¡Pero han perdido el cofre! —observó Robillard, que señaló hacia donde el bote estaba a punto de hundirse. Justo detrás del punto del naufragio, y avanzando aún más deprisa, estaba el tercer barco pirata, con las velas ahora hinchadas por el viento.
—¡Lo recuperaré! —gritó Harkle Harpell, que deseaba con desesperación ser de utilidad. El mago chasqueó los dedos y empezó un conjuro, como también lo hizo Robillard, consciente de que tenía que frenar como fuera a la carabela perseguidora si querían que Drizzt tuviera alguna oportunidad de llegar al Duende del mar.
No obstante, Robillard interrumpió su conjuro casi de inmediato, y miró a Harkle con curiosidad.
Sus ojos se abrieron de par en par al ver aparecer de repente un pez sobre la cubierta, a los pies de Harkle.
—¡No! —gritó, al imaginar la clase de hechizo que el otro mago estaba ejecutando—. ¡No puedes lanzar una extra dimensión en algo encantado ya con un hechizo extra dimensional!
La suposición de Robillard era acertada; Harkle intentaba atraer el cofre mágico creando una puerta extra dimensional en la zona donde el bote y el arcón se habían hundido. Era una buena idea, o la habría sido, salvo por el hecho de que el cofre que Tarnheel les había prometido era para almacenaje, es decir, un espacio extra dimensional con una capacidad mucho mayor que la sugerida por el tamaño y el peso del objeto. El problema estaba en que los hechizos y los objetos extra dimensionales no solían acoplarse bien entre sí. Meter una bolsa de almacenaje en un cofre de almacenaje, por ejemplo, podía ocasionar una fisura en el entramado del universo, de manera que todo cuanto hubiera cerca saldría despedido al plano astral o, incluso peor, a un espacio desconocido entre los planos de existencia.
—Caray —exclamó Harkle con tono de disculpa, al comprender su error, e intentó detener el encantamiento.
Demasiado tarde. Una ola inmensa surgió justo en el área donde el bote se había hundido; zarandeó a la carabela que se aproximaba e hizo dar tumbos a Drizzt y Dunkin al tiempo que los impulsaba hacia el Duende del mar. El agua parecía bullir, y después empezó a arremolinarse hasta formar un gigantesco torbellino.
—¡A toda vela! —gritó Deudermont mientras unos marineros lanzaban cabos a Drizzt y a Dunkin—. ¡A toda vela, si apreciáis en algo vuestras vidas!
Las velas se extendieron del todo, y los tripulantes tiraron de los cabos inmediatamente para ponerlas a favor del viento. Al instante, el Duende del mar salió impulsado hacia adelante y empezó a alejarse con rapidez del puerto.
Las cosas no le estaban resultando tan fáciles a la carabela perseguidora. El barco pirata intentaba virar y volver a los muelles, pero se encontraba demasiado cerca del remolino, que continuaba creciendo. La nave se alzó sobre el borde y se inclinó de costado violentamente, con lo que arrojó a muchos de sus tripulantes por la borda. Dio una vuelta completa al remolino, y después una segunda. Los que estaban a bordo del Duende del mar vieron cómo sus velas iban desapareciendo a medida que se hundía más y más en el torbellino.
Pero, aparte del aterrado Harkle, todos los que estaban a bordo del Duende del mar tuvieron que volver su atención a las dos naves que estaban esperándolos. Robillard creó una niebla, consciente de que Deudermont no tenía intención de enzarzarse en una batalla, sino escabullirse hacia mar abierto. Waillan y su ayudante en la balista disparaban a voluntad, al igual que hacían los arqueros, en tanto que varios hombres de la tripulación, Deudermont entre ellos, subían a Drizzt y al tembloroso Dunkin a bordo.
—Tapado herméticamente —dijo el drow a Deudermont con una sonrisa sesgada al tiempo que le mostraba un tubo cerrado que evidentemente contenía el mapa a Caerwich.
El capitán le palmeó el hombro y se volvió hacia el timón. Los dos hombres estudiaron la situación, y ambos dedujeron que el Duende del mar no tendría problemas para escabullirse de la trampa.
Para los que miraban hacia fuera, a mar abierto, la perspectiva era esperanzadora, pero para Harkle Harpell, asomado por la batayola de popa, el panorama no podía ser más desolador; el mago no podía hacer otra cosa que contemplar, consternado, el desastre. Enfocándolo de forma racional, sabía que la catástrofe que había ocasionado sin intención probablemente había salvado a Drizzt y al otro hombre del bote, y que quizá serviría para que el Duende del mar huyera con más facilidad. Pero el bonachón mago no podía soportar el espectáculo del tumulto en el interior del torbellino y los gritos de los hombres a punto de ahogarse. No dejaba de repetir, una y otra vez, «oh, no», devanándose los sesos para encontrar algún conjuro con el que ayudar a los pobres hombres de la carabela.
Pero entonces, casi tan rápidamente como había aparecido, el torbellino desapareció, y el mar recuperó su anterior calma, dejando la superficie lisa, inalterada. La carabela siguió tan escorada sobre el costado que las velas casi tocaban el agua.
Harkle soltó un profundo suspiro de alivio y les dio las gracias a cualesquiera dioses que hubieran escuchado sus ruegos. El mar estaba lleno de marineros, pero todos parecían encontrarse bastante cerca del hundido casco.
Harkle palmeó alegremente y se marchó corriendo de la cubierta de popa para reunirse con Deudermont y con Drizzt en el timón. El combate estaba en pleno apogeo, con los dos barcos piratas intercambiando disparos con el Duende del mar, aunque ninguno de los tres estaba lo bastante cerca para ocasionar daños reales.
Deudermont miró al mago de una forma rara.
—¿Qué? —preguntó Harkle, abochornado.
—¿Te quedan más bolas de fuego? —inquirió el capitán.
Harkle palideció. Estando tan reciente el desastre del remolino, no tenía el valor de destrozar otro barco prendiéndole fuego. Pero no era eso lo que el astuto Deudermont tenía pensado hacer.
—Lanza una al agua, entre nuestros dos adversarios —explicó el capitán, que después miró a Drizzt—. Dirigiré el barco hacia la nube de vapor, y viraré a babor. Entonces tendremos tiempo para enfrentarnos con el barco pirata que tengamos más cerca.
Drizzt asintió con un cabeceo. Harkle se animó, y se mostró más que dispuesto a obedecer. Esperó la señal de Deudermont, y entonces lanzó una bola de fuego justo debajo de las olas. Se produjo un estallido, seguido de una densa nube de vapor.
Deudermont dirigió la goleta directamente hacia ella, y, como era de esperar, las carabelas piratas viraron para interceptar la huida. Un momento antes de meterse en la niebla, el capitán viró bruscamente a babor y, eludiendo la nube, cortó en ángulo por la parte exterior del barco pirata que estaba más a la izquierda.
Pasarían muy cerca, pero eso no le importaba mucho a Deudermont, gracias a la velocidad del Duende del mar y las defensas mágicas de Robillard.
Una explosión hizo que el capitán cambiara de opinión al punto, ya que una pesada bola de hierro había atravesado el campo defensivo de Robillard, cortando a su paso una cantidad considerable del aparejo.
—¡Tienen un arma de pólvora! —bramó Harkle.
—¿Una qué? —preguntaron Drizzt y Deudermont al mismo tiempo.
—Una pieza artillera —se lamentó el mago mientras sus manos trazaban amplios círculos en el aire—. Una culebrina.
—¿Una qué? —volvieron a preguntar los dos al unísono.
Harkle era incapaz de pronunciar una palabra, pero su expresión aterrada hablaba por sí sola. La pólvora era un producto escaso y muy peligroso, una preparación diabólica de los clérigos del dios Gond que liberaba pura energía explosiva para lanzar proyectiles desde tubos metálicos, y, a menudo, haciendo que dichos tubos saltaran por los aires. «Uno de cada diez», era el dicho entre aquellos que conocían mejor la pólvora, refiriéndose a que era más que probable que uno de cada diez intentos de disparar acabara estallándote en la cara. Harkle supuso que estos piratas tenían que odiar mucho al Duende del mar para arriesgarse a lanzar un ataque tan peligroso.
Claro que, incluso si era cierta la regla de uno de cada diez, los nueve tiros restantes podían borrar del mapa al Duende del mar.
Conforme pasaban los segundos, Harkle supo que tenía que actuar, ya que los demás, incluido Robillard, contemplaban los acontecimientos con impotencia, sin entender a qué se estaban enfrentando. La utilización de la pólvora era mucho más habitual en las tierras de extremo oriente de los Reinos, y se decía que incluso se había usado en Cormyr. Desde luego, corrían rumores de que había aparecido muy recientemente en la Costa de la Espada, sobre todo a bordo de los barcos. Harkle consideró sus opciones, consideró el volumen de la pólvora y su volatilidad, consideró las armas que tenía a su disposición.
—¡Un cilindro metálico! —gritó Catti-brie desde la atalaya cuando distinguió, entre la niebla, el arma apuntada hacia ellos.
—¿Hay sacos cerca? —preguntó Harkle a voz en grito.
—¡No alcanzo a verlo! —respondió la joven, ya que la nube siguió desplazándose y ocultó la cubierta del barco pirata.
Harkle sabía que el tiempo se les estaba acabando. La pieza artillera no era muy precisa en sus disparos, pero no era necesario ya que con un solo proyectil podía derribar un mástil, e incluso un tiro de suerte en el casco podía abrir una vía de agua lo bastante grande para que la goleta se hundiera.
—¡Apunta hacia ese cilindro! —gritó Harkle—. ¡Y hacia la zona de la cubierta que hay a su alrededor!
Cattibrie no era de los que confiaban en Harkle Harpell, pero su razonamiento le sonaba excepcionalmente lógico. La joven levantó Taulmaril y disparó una flecha, seguida de otra, con idea de incapacitar a la dotación del cilindro, ya que veía difícil inutilizar la propia arma. A través de la niebla vio las chispas que una de las flechas encantadas hacía saltar del cilindro, y después oyó un grito de dolor cuando se hincó en uno de los artilleros.
El Duende del mar continuó avanzando, aproximándose al barco pirata. Harkle se mordía las uñas. Dunkin, que también conocía las armas de pólvora, se tiraba de sus largas orejas.
—Oh, haz que el barco dé media vuelta —suplicó el mago a Deudermont—. Demasiado cerca, estamos demasiado cerca. Dispararán otra vez justo en nuestras narices y nos mandarán al fondo del mar.
El capitán no sabía qué hacer. Ya se había dado cuenta de que la magia de Robillard era incapaz de detener los proyectiles de la pieza de artillería. De hecho, cuando se volvió a mirar al hechicero, lo vio creando rachas de viento frenéticamente a fin de acelerar la velocidad del barco y pasar cuanto antes a la nave pirata, sin intentar, al parecer, detener un segundo disparo. Con todo, si el capitán procuraba virar a babor, era muy probable que se pusieran a tiro de esa arma durante un tiempo; y, si trataba de virar a estribor, cabía la posibilidad de que ni siquiera tuvieran tiempo de dejar atrás al barco pirata antes de entrar en la nube, y que los embistiera. Aun en el caso de que derrotaran a la tripulación de esta nave, las otras dos no tendrían muchos problemas para vencer al Duende del mar.
—Reúnete con el hechicero y ve al barco enemigo —dijo Deudermont a Drizzt—. Y lleva contigo a la pantera. ¡Os necesitamos, amigo mío!
Drizzt empezó a moverse, pero Harkle divisó el resplandor de una antorcha cerca de donde Cattibrie había señalado el cilindro.
—¡No hay tiempo! —gritó el mago al tiempo que se tiraba de bruces a la cubierta.
Desde arriba, Cattibrie vio la antorcha y, a su luz, también vio las grandes bolsas sobre las que Harkle le había preguntado. Instintivamente, apuntó al que llevaba la antorcha, pensando en retrasar el disparo, pero después corrió el riesgo de seguir las indicaciones de Harkle y cambió ligeramente la dirección de la flecha, apuntando directamente al montón de sacos que había sobre la cubierta del barco pirata.
La flecha llegó a su destino un instante antes de que el hombre acercara la llama a la culebrina, cuando el Duende del mar se deslizaba prácticamente paralelo al barco pirata. Sólo fue un instante, pero en ese tiempo la acción del portador de la antorcha fue abortada, y el hombre saltó por el aire cuando la flecha se hincó en los sacos de la volátil pólvora.
El barco pirata casi se puso vertical. La explosión no era comparable a nada visto por Harkle, ni siquiera por Robillard; la sacudida derribó a casi todos los hombres que estaban en la cubierta del Duende del mar, y los restos lanzados por el aire agujerearon en varios puntos las velas latinas de la goleta.
El Duende del mar se zarandeó violentamente a derecha e izquierda antes de que Deudermont recuperara la calma y estabilizara el timón. No obstante, la nave continuó su camino, dejando tras de sí la trampa tendida.
—Por los dioses —musitó Catti-brie, horrorizada, pues donde había estado el barco pirata ahora sólo se veían pecios, astillas, madera abrasada y cadáveres flotando.
También Drizzt se quedó pasmado. A la vista de tal carnicería pensó que estaba presenciando el fin del mundo. Jamás había visto semejante devastación, semejante matanza, ni siquiera a manos de un poderoso hechicero. Teniendo pólvora suficiente podía arrasarse una montaña o una ciudad. Podía destruirse el mundo entero.
—¿Pólvora? —le dijo a Harkle.
—De los sacerdotes de Gond —contestó el mago.
—Malditos sean todos ellos —masculló Drizzt, y se alejó.
Más tarde ese mismo día, mientras la tripulación se afanaba en reparar los desgarrones de las velas, Drizzt y Cattibrie se tomaron un descanso y se apoyaron en la batayola de proa para contemplar el agua y pensar en la gran distancia que les quedaba por recorrer aún.
Finalmente Cattibrie fue incapaz de seguir con la incertidumbre más tiempo.
—¿Lo venciste? —preguntó.
Drizzt la miró con curiosidad, como si no la comprendiera.
—A su señoría —explicó la joven.
—Traje el mapa —contestó el drow—, y el cofre, aunque lo perdimos.
—Sí, pero Dunkin prometió que nos los darían tanto si perdías como si ganabas —apuntó la muchacha astutamente.
—El combate de competición nunca fue importante —repuso su amigo, mirándola a los ojos—. Al menos, para mí no.
—¿Perdiste o ganaste? —insistió Catti-brie, negándose a que el drow se saliera por la tangente.
—A veces es aconsejable dejar que un líder tan importante y un aliado tan valioso mantenga intactos su orgullo y su reputación —contestó el elfo oscuro, que volvió la vista hacia el mar y luego hacia el palo de mesana, donde un marinero pedía ayuda a los otros.
—¿Lo dejaste que te venciera? —preguntó Catti-brie, al parecer poco complacida con tal posibilidad.
—Yo no he dicho eso —replicó Drizzt.
—Así que te ganó por sí mismo —razonó la joven.
Drizzt se encogió de hombros y se dirigió hacia el palo de mesana para ayudar al marinero. Pasó junto a Harkle y a Robillard, que venían en dirección contraria, al parecer para reunirse con ellos en la batayola.
Cattibrie siguió mirando fijamente la espalda del drow mientras los hechiceros se acercaban. La mujer no sabía qué conclusión sacar de las enigmáticas respuestas del drow. Suponía que Drizzt había dejado ganar a Tarnheel o, al menos, que el combate había terminado en empate. Por alguna razón que no entendía, la joven no quería pensar que Tarnheel había vencido a Drizzt realmente; no quería pensar que nadie pudiera derrotarlo.
Tanto Robillard como Harkle sonreían de oreja a oreja al ver la expresión de la joven.
—Drizzt lo derrotó —dijo por último Robillard.
Sobresaltada, Cattibrie se volvió hacia el hechicero.
—Era eso lo que te estabas preguntando —razonó el hombre.
—Lo presenciamos todo —añadió Harkle—. Oh, por supuesto que lo hicimos. Un buen combate. —Harkle adoptó la postura de lucha, en su mejor imitación de Drizzt batiéndose, lo que, por supuesto, a Catti-brie le pareció una chanza—. Empezó por la izquierda —continuó Harkle, haciendo el movimiento—, luego se desplazó a la derecha con tal rapidez y suavidad que Tarnheel ni siquiera se percató de ello.
—Hasta que fue alcanzado —intervino Robillard—. Su señoría seguía el movimiento hacia adelante, atacando a un fantasma, supongo.
Aquello tenía sentido para Cattibrie; el movimiento que los hechiceros acababan de describir se llamaba el «paso fantasma».
—¡Eso le enseñará, ya lo creo! —jaleó Harkle.
—Baste decir que su señoría no podrá sentarse durante un tiempo —terminó Robillard, y los dos hechiceros estallaron en carcajadas. Catti-brie nunca había visto a Robillard tan animado.
La joven se volvió hacia la batayola mientras los dos magos continuaban su camino sin dejar de reír. Cattibrie sonreía. Ahora sabía que Drizzt decía la verdad al afirmar que la lucha no era importante para él. Estaba dispuesta a tomarle el pelo al drow durante los próximos días, haciendo insinuaciones al respecto. También sonreía porque Drizzt había salido vencedor.
Por alguna razón, aquello era muy importante para Cattibrie.