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Los nómadas

Kierstaad, hijo de Revjak, se agachó sobre una rodilla en la esponjosa turba. No era alto para la media de los nómadas del valle del Viento Helado; medía apenas un metro ochenta, y era menos musculoso que la mayoría. Tenía el cabello rubio y largo, y los ojos, del color del cielo en un día despejado; su sonrisa, en las contadas ocasiones en que la mostraba, reflejaba la calidez de su espíritu.

A través de la llana tundra Kierstaad alcanzaba a ver la cima nevada de la cumbre de Kelvin. Era la única montaña en los dos mil quinientos kilómetros cuadrados de extensión que tenía la comarca del valle del Viento Helado, una franja de la tundra barrida por los vientos y situada entre el mar de Hielo Movedizo y la estribación noroccidental de la Columna del Mundo. Sólo con que avanzara unos cuantos kilómetros hacia la montaña, Kierstaad sabía que divisaría las puntas de los mástiles de los barcos pesqueros que navegaban por el lago Dinneshere, el segundo en tamaño de los tres que había en la región.

Unos cuantos kilómetros hacia un mundo diferente, reflexionó Kierstaad. En realidad, no era más que un muchacho, pues sólo tenía diecisiete inviernos, pero en ese tiempo Kierstaad había visto más cosas de los Reinos y de la vida de lo que la mayoría de la gente vería jamás. Había viajado con otros muchos guerreros, acudiendo a la llamada de Wulfgar, desde el valle del Viento Helado hasta un lugar llamado Piedra Alzada, lejos, muy lejos. Había celebrado en el camino su noveno cumpleaños, separado de su familia, que había dejado atrás. A los once años, el joven bárbaro había luchado contra goblins, kobolds y elfos oscuros, combatiendo al lado de Berkthgar el Intrépido, cabecilla de Piedra Alzada. Fue Berkthgar quien decidió que había llegado el momento de que el pueblo bárbaro regresara al valle del Viento Helado, su tierra ancestral, y a las costumbres de sus antepasados.

Kierstaad había visto tantas cosas que tenía la impresión de haber vivido dos vidas diferentes en dos mundos diferentes. Ahora era un nómada, un cazador en la tundra abierta, que se acercaba a su décimo octavo cumpleaños y a su primera cacería a solas. Sin embargo, al contemplar la cumbre de Kelvin y conociendo la existencia de los barcos pesqueros en el lago Dinneshere, y en el Maer Dualdon, al oeste, y en Aguas Rojizas, al sur, Kierstaad se dio cuenta de lo limitada que se había vuelto su existencia y lo inmenso que era el mundo; un mundo que estaba a unos pocos kilómetros de donde ahora se encontraba arrodillado. Podía imaginar los mercados de Bryn Shander, la ciudad más grande de las diez poblaciones que había en torno a los lagos. Podía imaginar las ropas multicolores, las joyas, la animación, cuando las caravanas de mercaderes llegaban con la primavera y los sureños trocaban sus mercancías por las tallas de marfil obtenidas de las truchas de cabeza de jarrete, abundantes en los tres lagos.

Las ropas de Kierstaad eran pardas, como la tundra, como el reno que su gente cazaba, como las tiendas en las que vivían.

No obstante, el suspiro que lanzó el joven no era de pesar por lo que estaba perdido para él, sino más bien de resignada aceptación de que ésta era su vida ahora, la misma que la de sus antepasados. Kierstaad tenía que admitir que en ella había una belleza sencilla, y también dureza, que fortalecía el cuerpo y el espíritu. Kierstaad era un hombre joven, pero más sabio de lo que correspondía a su edad. Un rasgo de familia, según se decía, ya que su padre, Revjak, había dirigido a las tribus unificadas tras la marcha de Wulfgar. Sereno y sin perder nunca el control, Revjak no había dejado el valle del Viento Helado para ir a luchar a Mithril Hall, argumentando que era demasiado viejo y estaba muy hecho a sus costumbres. Se había quedado con la mayoría del pueblo bárbaro, solidificando la alianza entre las tribus nómadas, y también estrechando los lazos con las gentes de Diez Ciudades.

El regreso de Berkthgar, de Kierstaad —su hijo pequeño— y de todos los demás no sorprendió a Revjak, aunque sí lo complació. Sin embargo, con aquel regreso se plantearon muchas cuestiones concernientes al futuro de las tribus nómadas y al liderazgo del pueblo bárbaro.

—¿Más sangre? —La pregunta sacó al joven de su abstracción. Kierstaad se volvió hacia los otros cazadores, Berkthgar entre ellos, que se acercaban a su espalda.

Kierstaad asintió con la cabeza y señaló la mancha roja sobre el suelo pardo. Berkthgar había lanceado un reno, un buen tiro a gran distancia, pero sólo había herido al animal, y éste había huido. Siempre eficientes, sobre todo cuando se trataba de esta bestia que tanto les daba, los cazadores habían corrido en su persecución. No herirían a un animal para después dejarlo morir sin provecho. No era su forma de proceder. Era, en palabras de Berkthgar, «el estilo despilfarrador de los habitantes de Diez Ciudades, o de los que vivían al sur de la Columna del Mundo».

Berkthgar llegó junto al joven arrodillado, y el alto cabecilla también miró fijamente la lejana cumbre de Kelvin.

—Tenemos que alcanzar al animal pronto —declaró—. Si se acerca demasiado al valle, los enanos lo robarán.

Hubo varios gestos de asentimiento, y el grupo de caza reemprendió la marcha a buen paso. Kierstaad se rezagó esta vez, abrumado por las palabras de su cabecilla. Desde que habían dejado Piedra Alzada, Berkthgar había hablado mal de los enanos, el pueblo que había sido su amigo y aliado, el pueblo de Bruenor, que había luchado en una guerra junto a los bárbaros por una buena causa. ¿Qué había pasado con los alegres gritos de victoria? Su recuerdo más vivido de los escasos dos años en Piedra Alzada no era la guerra con los drows, sino la celebración que la siguió, una época de compañerismo entre los enanos, los extraños svirfneblis y los guerreros que se habían unido a la causa desde varias poblaciones cercanas.

¿Cómo había cambiado todo eso de manera tan repentina? Apenas hacía una semana que habían dejado atrás Piedra Alzada, cuando la historia de la vida de los bárbaros allí empezó a cambiar. Ya no se hablaba de los buenos tiempos, y en su lugar se referían relatos de tragedias y privaciones, de los bárbaros rebajándose a realizar tareas impropias de la tribu del Alce, de la tribu del Oso, y de cualquiera de las otras tribus ancestrales. Este tipo de conversación continuó durante todo el trayecto alrededor de la Columna del Mundo, todo el camino de vuelta al valle del Viento Helado, y después, de manera gradual, cesó.

Ahora, con los rumores de que un numeroso grupo de enanos había regresado al valle del Viento Helado, los comentarios críticos de Berkthgar habían empezado otra vez. Kierstaad conocía el motivo. Los rumores decían que el propio Bruenor Battlehammer en persona, el octavo rey de Mithril Hall, había vuelto. Se decía que, poco después de la guerra con los drows, Bruenor había entregado el trono a su antecesor, Gandalug, fundador del clan Battlehammer, que tras varios siglos había regresado de un encarcelamiento mágico a manos de los drows. Incluso en los mejores momentos de su alianza, las relaciones entre Berkthgar y Bruenor habían sido tirantes, ya que el rey enano había sido el padre adoptivo de Wulfgar, el hombre que sobresalía más en las leyendas bárbaras. Bruenor había forjado el poderoso Aegis-fang, el martillo de guerra que, manejado por Wulfgar, se había convertido en el arma más venerada por todas las tribus.

Pero cuando Wulfgar murió, Bruenor se negó a entregar Aegis-fang a Berkthgar.

Aun después de sus actos heroicos en la batalla del valle del Guardián contra los drows, Berkthgar había permanecido a la sombra de Wulfgar. El perspicaz Kierstaad tenía la impresión de que el cabecilla había emprendido una campaña para desprestigiar a Wulfgar y convencer a su orgulloso pueblo de que el gran guerrero se había equivocado, que no era un líder fuerte, que incluso había sido un traidor a su pueblo y a sus dioses. Según Berkthgar, su antiguo estilo de vida, recorriendo la tundra y viviendo libres de todo compromiso, era el mejor.

A Kierstaad le gustaba la vida en la tundra, y no tenía muy claro si estaba en desacuerdo con las observaciones de Berkthgar referentes al estilo de vida más honorable. Pero el joven había admirado mucho a Wulfgar, y las palabras de Berkthgar sobre el cabecilla muerto no le sentaban bien.

El joven miró la cumbre de Kelvin mientras corría sobre el suave y esponjoso suelo, y se preguntó si los rumores serían ciertos. ¿Habrían regresado los enanos? Y, en tal caso, ¿estaría Bruenor entre ellos?

Si era así, ¿cabría la posibilidad de que hubiera traído consigo a Aegis-fang, el martillo de guerra más poderoso?

Aquella idea hizo que Kierstaad sintiera un cosquilleo, pero al instante se olvidó de ello cuando Berkthgar divisó al reno herido y la caza llegó a su apogeo.

—¡Soga! —bramó Bruenor al tiempo que arrojaba al suelo el rollo de cuerda que el tendero le había ofrecido—. ¡Gruesa como mi brazo, condenado cerebro de orco! ¿Crees que voy a poder sostener un túnel con eso?

El aturdido tendero recogió el rollo de cuerda y se alejó presuroso sin dejar de rezongar a cada paso.

Regis, de pie a la izquierda de Bruenor, lanzó una mirada ceñuda a su amigo.

—¿Qué te pasa? —demandó el barbirrojo enano, acercándose bruscamente al rollizo halfling para mirarlo a la cara. No había muchas personas a las que el enano, con su metro cuarenta y cinco de estatura, pudiera mirar desde arriba, pero Regis era una de ellas.

El halfling se pasó las regordetas manos por el rizoso cabello castaño y soltó una risita.

—Menos mal que tus cofres están cargados —dijo, sin amilanarse lo más mínimo por la bravuconería de Bruenor—. Si no, Maboyo te pondría de patitas en la calle.

—¡Bah! —resopló el enano, que enderezó el torcido yelmo de un solo cuerno mientras se volvía—. Necesita hacer este negocio. Tengo que volver a abrir unas minas, y eso significa oro para Maboyo.

—Por suerte para ti —masculló Regis.

—Cierra el pico —advirtió Bruenor.

El halfling alzó la cabeza bruscamente, con una expresión de profundo asombro.

—¿Qué te pasa? —insistió Bruenor, volviéndose hacia él.

—Me has visto —musitó Regis—. Y ahora mismo me has visto otra vez.

Bruenor iba a replicar, pero las palabras se le atragantaron. Regis estaba a su izquierda, y el enano había perdido el ojo izquierdo en la batalla de Mithril Hall. Tras la guerra contra los drows, uno de los clérigos más poderosos de Luna Plateada había tratado con conjuros curativos el rostro del enano, que tenía una cicatriz que empezaba en la frente y bajaba en diagonal por encima de la cuenca vacía del ojo hasta la parte izquierda de la mandíbula. Era una antigua herida, y el clérigo le había prevenido que su trabajo haría poco más que un arreglo estético. Efectivamente, costó varios meses que apareciera un nuevo ojo entre las profundas arrugas de la cicatriz, y algún tiempo más para que la órbita creciera a su tamaño normal.

Regis tiró de Bruenor para acercarlo hacia sí. Sin previo aviso, el halfling tapó el ojo derecho de Bruenor con una mano, apuntó con un dedo de la otra mano y lo lanzó contra el ojo izquierdo del enano.

Bruenor reculó de un salto y agarró la mano del halfling.

—¡Puedes ver! —exclamó Regis.

Bruenor estrechó a su amigo en un fuerte abrazo, lo alzó en vilo y giró sobre sí mismo. ¡Era cierto, había recobrado la vista en el ojo izquierdo!

Otros clientes de la tienda contemplaron su estallido emocional, y, tan pronto como Bruenor se dio cuenta de sus miradas y, lo que era peor, sus sonrisas, soltó a Regis en el suelo con brusquedad.

Maboyo regresó en ese momento, cargado con un rollo de gruesa cuerda.

—¿Te parece bien ésta? —preguntó.

—Para empezar —bramó el enano, recuperando de golpe su mal genio—. Necesito trescientos metros más.

Maboyo lo miró de hito en hito.

—¡Ahora! —rugió Bruenor—. ¡O me consigues la cuerda o parto para Luskan con suficientes carretas para que mi gente y yo tengamos abastecimientos para un siglo!

Maboyo siguió mirándolo, ceñudo, un momento más, pero después cedió y se encaminó hacia el almacén. Había sabido que el enano venía para acabar con muchas de sus existencias tan pronto como Bruenor había entrado en el establecimiento con una bolsa cargada de dinero. A Maboyo le gustaba distribuir sus mercancías en pequeñas cantidades cada vez, haciendo que cada una de ellas pareciera muy valiosa y sacando tanto oro al cliente como le fuera posible. Bruenor, el regateador más duro a este lado de las montañas, no entraba en el juego.

—Recuperar la vista del ojo no ha mejorado tu carácter —comentó Regis en cuanto Maboyo se hubo marchado.

Bruenor le hizo un guiño.

—Sólo es un poco de teatro, Panza Redonda —dijo el enano con astucia—. Seguro que a éste le alegra que hayamos vuelto. Su negocio se ha duplicado.

Regis sabía que tenía razón. Con Bruenor y doscientos miembros del clan Battlehammer de regreso en el valle del Viento Helado, la tienda de Maboyo, la más grande y mejor abastecida de Bryn Shander y de Diez Ciudades, ganaría mucho dinero.

Por supuesto, eso significaba que Maboyo tendría que vérselas con un cliente de lo más huraño. Regis rió para sus adentros al pensar en las peleas que sostendrían el tendero y Bruenor, igual que ocurría hacía casi una década, cuando el valle rocoso situado al sur de la cumbre de Kelvin retumbaba con el golpeteo de los martillos enanos.

Regis pasó un buen rato contemplando a Bruenor. Era estupendo estar de vuelta en casa.