Una idea fugaz
Envuelto en una manta mientras la túnica se secaba con el viento, colgada de un mástil, el empapado hechicero estornudó varias veces seguidas, rociando a los que había a su alrededor. Le resultaba imposible contenerse, y salpicó a Deudermont en plena cara cuando el capitán se acercó a él para hacer las presentaciones.
—Éste es Harkle Harpell, de Longsaddle —dijo Drizzt a Deudermont. Harkle le tendió la mano, y la manta se le cayó. El enteco mago braceó torpemente para recuperarla, pero ya era demasiado tarde.
—Dadle de comer —se mofó Catti-brie desde atrás—. A ese trasero no le vendría mal un poco de carne.
Harkle se puso rojo como la grana. Robillard, que ya conocía al otro mago, se alejó al tiempo que sacudía la cabeza, sospechando que la diversión no iba a faltar a partir de ahora.
—¿Qué te trae aquí, tan lejos de la costa, en pleno mar abierto? —preguntó Deudermont.
—Vengo invitado —repuso el hechicero mirando a Drizzt. Mostró cierta inquietud cuando el elfo oscuro no hizo intención de confirmar sus palabras. El drow lo observó con curiosidad.
»¡Es cierto! —protestó Harkle—. Respondiendo a tu petición. —Se volvió hacia Catti-brie—. ¡Y a la tuya!
La joven miró a Drizzt, que se encogió de hombros y alzó las manos en un gesto desconcertado, sin tener la menor idea de a qué se refería Harkle.
—Oh, vaya, vaya, vaya, qué gran bienvenida —masculló el mago, exasperado—. Claro que, debí suponerlo, aunque esperaba que un elfo oscuro tendría más memoria. ¿Qué dirías a alguien a quien vuelves a ver después de un siglo? No recordarías ni su nombre, ¿verdad? Oh, no, claro que no. Eso sería demasiada molestia.
—¿De qué hablas? —tuvo que preguntar Drizzt—. Me acuerdo de tu nombre.
—¡Más te vale! —bramó Harkle—. ¡Si no, me pondría realmente furioso! —Chasqueó los dedos con actitud indignada, y el sonido pareció tranquilizarlo. Se quedó callado unos instantes, aparentemente desconcertado, como si hubiera olvidado de qué demonios estaba hablando.
»¡Ah, sí! —dijo por último, y miró fijamente a Drizzt. La expresión severa del mago se borró rápidamente para dar paso a otra de curiosidad.
—¿De qué hablas? —volvió a preguntar Drizzt, intentando ayudarlo a recordar.
—No lo sé —admitió el hechicero.
—Estabas explicando qué te había traído aquí —medió Deudermont.
Harkle volvió a chasquear los dedos.
—¡El hechizo, naturalmente! —dijo.
Deudermont soltó un sonoro suspiro.
—Evidentemente, fue un hechizo —empezó el capitán muy despacio, tratando de encontrar el camino de obtener alguna información útil de la charla incoherente del mago.
—Un hechizo, no —replicó Harkle—, sino el hechizo. Mi nuevo conjuro, la niebla del destino.
—¿La niebla del destino? —repitió Deudermont.
—Oh, es un conjuro estupendo —empezó Harkle, excitado—. Facilita y acelera las cosas. Ya sabes, seguir adelante con tu vida y todo eso. Te muestra adónde ir, e incluso te lleva allí, creo, pero no te dice el porqué. —El mago se dio unos golpecitos en la barbilla con un dedo, y la manta volvió a caérsele, pero él ni siquiera se dio cuenta—. Debería trabajar en ese punto. Sí, sí, entonces sabría por qué estoy aquí.
—¿Es que ni siquiera lo sabes? —inquirió Catti-brie mientras se volvía hacia la batayola y se inclinaba un poco sobre ella para así no ver el huesudo trasero de Harkle.
—Supongo que vengo en respuesta a una invitación —contestó el mago.
La expresión de Cattibrie era de manifiesta duda, como la de Drizzt.
—¡Es cierto! —protestó Harkle con vehemencia—. Oh, qué propio de vosotros olvidarlo. ¡No deberíais decir cosas si no habláis en serio, eso es lo que pienso yo! Cuando vosotros, los dos —miró a uno y a otro al tiempo que agitaba el índice—, pasasteis por Longsaddle hace seis años, mencionasteis que esperabais que nuestros caminos se volvieran a cruzar de nuevo. «Si alguna vez estás cerca, haznos una visita». ¡Eso es exactamente lo que dijisteis!
—Yo no… —empezó Drizzt, pero Harkle lo hizo callar con un gesto y después se dirigió presuroso hacia el bulto grande que había llevado consigo y que estaba tirado en la cubierta. La manta le resbaló aún más, pero el mago estaba demasiado absorto en su tarea para darse cuenta de ese detalle. Catti-brie ni siquiera se molestó en mirar hacia otro lado; soltó una risita contenida y sacudió la cabeza.
Harkle sacó un pequeño frasco del fardo, se arregló la manta por mor de la modestia, y regresó al trote junto a Drizzt. Chasqueando los dedos en actitud desafiante delante del drow, el hechicero quitó el corcho.
Del frasco salió una voz, la de Cattibrie, diciendo: «Si alguna vez estás cerca, haznos una visita».
—Ahí lo tienes —recalcó Harkle con tono de superioridad mientras volvía a poner el corcho en el frasco. Permaneció callado unos instantes, con los brazos en jarras, hasta que la sonrisa de Drizzt se tornó acogedora—. Bueno, ¿y dónde estamos exactamente? —inquirió el mago, dirigiéndose a Deudermont.
El capitán miró al vigilante drow, y la única respuesta que Drizzt pudo darle fue encogerse de hombros.
—Ven, te lo enseñaré —dijo Deudermont, que condujo al hechicero hacia su camarote—. Y te proporcionaré algo de ropa para que te la pongas mientras tu túnica se seca.
Cuando los dos se hubieron ido, Cattibrie se acercó a su amigo. Robillard no se encontraba muy lejos, y dirigió a ambos una mirada feroz.
—Rogad que no encontremos más piratas con los que luchar hasta que podamos librarnos de nuestro «cargamento» —dijo el hechicero.
—Harkle intentará ayudar —replicó la joven.
—Rezad con más fervor, entonces —rezongó Robillard, que se apartó un poco.
—Deberías tener más cuidado con lo que dices —comentó Drizzt a Catti-brie.
—Esa voz podría haber sido tanto la tuya como la mía —replicó la joven—. Y, además, Harkle trató de ayudar en el combate.
—Sí, y también pudimos haber sido nosotros los que acabáramos envueltos en la nube de vapor o en el fuego —se apresuró a recordarle el drow.
Cattibrie suspiró, falta de argumentos con los que rebatirlo. Se volvieron hacia la puerta del camarote de Deudermont, donde se encontraba el capitán con Harkle, a punto de entrar.
—Así que era la niebla del destino lo que arrojaste sobre nuestros amigos los piratas, ¿no? —preguntó Deudermont procurando poner un tono impresionado.
—¿Qué? ¡Ah, eso! No, no, sólo era una bola de fuego. ¡Soy bueno con ese tipo de conjuros! —Harpell hizo una pausa y agachó los ojos, siguiendo a Deudermont al interior del camarote—. Lo que pasa es que apunté demasiado bajo —admitió Harkle en voz queda.
Cattibrie y Drizzt intercambiaron una mirada, y después volvieron la vista hacia Robillard.
—Que no nos pase nada —musitaron los tres a un tiempo.
Drizzt y Cattibrie cenaron en privado con Deudermont esa noche, ya que el capitán parecía más animado de lo que lo había estado desde que habían zarpado de Aguas Profundas. Los dos amigos intentaron disculparse varias veces por la llegada de Harkle, pero Deudermont desestimó el asunto con un ademán, e incluso llegó a insinuar que no lo había molestado tanto la aparición del mago.
Por fin, Deudermont se recostó en la silla, se limpió la pulcra y recortada perilla con una servilleta de satén, y observó fijamente a los dos amigos, que guardaron silencio al comprender que el capitán tenía algo importante que comunicarles.
—No nos encontramos en esta zona por casualidad —admitió Deudermont sin preámbulos.
—Y no nos dirigimos a Puerta de Baldur —razonó Drizzt, que lo sospechaba hacía tiempo. Se suponía que el Duende de Mar iba de camino a esta ciudad, pero Deudermont no se había preocupado de mantenerse cerca de la costa, la ruta más directa, más segura, y en la que tenían más probabilidades de encontrar y capturar piratas.
De nuevo se produjo un largo silencio, como si el capitán tuviera que encajar las ideas en su propia mente antes de admitirlas abiertamente.
—Navegamos en dirección oeste, hacia Mintarn —anunció por fin.
Cattibrie se quedó boquiabierta.
—Un puerto franco —recordó Drizzt en tono de advertencia. La isla de Mintarn tenía una bien merecida reputación de ser refugio de piratas y otros fugitivos de la justicia, un lugar violento y anárquico. ¿Cómo sería recibido el Duende del mar, el brazo de la justicia, en un puerto así?
—Un puerto franco, sí —asintió Deudermont—. Franco tanto para los piratas como para el Duende del mar cuando se necesita información.
Drizzt no hizo objeciones al capitán, pero su expresión dubitativa hablaba por sí misma.
—Los Señores de Aguas Profundas me han dado carta blanca respecto al Duende del mar —anunció Deudermont con cierto tono duro—. El barco es mío, y está bajo mi entera responsabilidad. Puedo dirigirlo a Mintarn, a las Moonshaes, a Ruathym o a donde me plazca, sin tener que dar cuentas a nadie y sin que se cuestionen mis decisiones.
Drizzt se recostó en su silla, dolido por las duras palabras, y sorprendido de que Deudermont, que siempre se había declarado su amigo, lo tratara ahora como un subordinado.
El capitán dio un respingo al reparar en la decepción del drow.
—Te pido disculpas —dijo en voz baja.
Drizzt se adelantó en la silla y apoyó los codos en la mesa para acercarse a Deudermont.
—¿Caerwich? —preguntó, lacónico.
El capitán lo miró fijamente a los ojos.
—El doppleganger habló de esa isla, así que debo ir allí.
—¿Y no has pensado que quizá navegas de cabeza a una trampa? —intervino Catti-brie—, ¿que te diriges exactamente donde quieren que vayas?
—¿Quiénes? —inquirió Deudermont.
—Los que quiera que enviaron al doppleganger —razonó la joven.
—¿Quiénes? —repitió el capitán.
Cattibrie se encogió de hombros.
—Quizá Dankar —sugirió la muchacha—. O tal vez algún otro pirata que esté harto del Duende del mar.
Deudermont volvió a recostarse en el respaldo de la silla, y Drizzt hizo otro tanto; los tres permanecieron sentados y en silencio durante un buen rato.
—No puedo, ni creo que tampoco vosotros podáis, seguir navegando de arriba abajo por la Costa de la Espada como si no hubiera pasado nada —explicó el capitán. Drizzt cerró los ojos de color violeta. Esperaba esta respuesta, y estaba completamente de acuerdo con la lógica del capitán—. Alguien poderoso, ya que la contratación de un doppleganger no es algo corriente ni tampoco barato, desea mi muerte y el fin del Duende del mar, e intento descubrir quién es. Jamás le he dado la espalda a una batalla, y tampoco mi tripulación. Cualquiera que no esté preparado para ir a Caerwich podrá desembarcar en Mintarn y coger otro barco que zarpe hacia a Aguas Profundas, con el pasaje pagado de mi propio bolsillo.
—Nadie abandonará —afirmó Catti-brie.
—Sin embargo, ni siquiera sabemos si Caerwich existe realmente —señaló Drizzt—. Muchos afirman haber estado allí, pero ésta es la clase de historia que se cuenta entre marineros, y que a menudo está exagerada por la bebida o la fanfarronería.
—Pues eso es algo que tendremos que descubrir —dijo Deudermont con tono concluyente. Ni Drizzt ni Catti-brie, ambos siempre bien dispuestos a meterse de cabeza en cualquier problema, hicieron la menor objeción—. Quizá no haya sido tan mala cosa la llegada de vuestro amigo hechicero —prosiguió el capitán—. Otra persona versada en las artes arcanas podría ayudarnos a resolver este misterio.
Cattibrie y Drizzt intercambiaron una mirada dubitativa; era obvio que el capitán no conocía a Harkle Harpell. No obstante, no dijeron nada al respecto, y terminaron de cenar mientras discutían asuntos más pertinentes al manejo diario del barco y su tripulación. Deudermont quería ir a Mintarn, así que Drizzt y Catti-brie lo acompañarían.
Tras la cena, los dos amigos salieron a la casi desierta cubierta de la goleta y pasearon bajo el brillante dosel de las estrellas.
—Te sentiste aliviado al oír lo que nos contó el capitán —comentó la joven. Tras un instante de sorpresa, Drizzt asintió con la cabeza—. Creías que el ataque en Aguas Profundas tenía que ver contigo, y no con Deudermont o con el Duende del mar —prosiguió Catti-brie.
El drow se quedó callado, pues, como siempre, la perspicaz joven había adivinado perfectamente lo que sentía, como si leyera un libro abierto.
—Siempre tendrás el temor de que cualquier peligro procede de tu tierra —añadió Catti-brie, que se paró y, asomándose por la batayola, contempló el reflejo de las estrellas en la ondulada superficie del agua.
—Me he creado muchos enemigos —repuso Drizzt.
—Los has dejado enterrados en el camino —dijo la muchacha, echándose a reír.
Drizzt se unió a sus carcajadas, y tuvo que admitir que tenía razón. Esta vez, creía, la cosa no iba con él. Desde hacía varios años, había sido un actor más en el gran teatro del mundo. El elemento personal de peligro que lo había acompañado a cada paso desde su partida inicial de Menzoberranzan parecía haber quedado en el pasado. Ahora, bajo las estrellas y con Cattibrie a su lado, distanciado de la ciudad drow por muchos años y miles de kilómetros, Drizzt Do’Urden se sentía verdaderamente libre y despreocupado. No le tenía miedo al viaje a Mintarn ni a esa misteriosa isla, a pesar de los rumores que corrían sobre ella. Drizzt Do’Urden jamás había temido el peligro. Vivía arriesgadamente por voluntad propia y, si Deudermont se encontraba en apuros, estaba más que dispuesto a utilizar sus cimitarras.
Igual que lo estaba Cattibrie con su arco, Taulmaril, y la magnífica espada, Khazid’hea, siempre colgada en su cadera. Lo mismo que lo estaba Guenhwyvar, su siempre fiel compañera. Drizzt no le temía al peligro; sólo la sensación de culpabilidad podía doblegar su espíritu estoico. Por lo visto, en esta ocasión no tenía que sufrir esa carga: no era responsable del ataque ni del curso tomado por el Duende del mar. Era una pieza más en el juego de Deudermont, un peón voluntario.
Cattibrie y él pasaron horas en cubierta, disfrutando del viento y la espuma y contemplando las estrellas en silencio.