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«Ayuda» no solicitada

El Duende del mar zarpó dos semanas después, con rumbo sur. El capitán Deudermont explicó que tenían asuntos pendientes en Puerta de Baldur, una de las ciudades portuarias más grandes de la Costa de la Espada, aproximadamente a medio camino entre Aguas Profundas y Calimshan. Nadie hizo preguntas a Deudermont, pero muchos notaron que parecía tener los nervios de punta, y que mostraba una actitud casi indecisa, algo nunca visto en el siempre seguro capitán.

Tal comportamiento cambió al cabo de cuatro días de haber salido del puerto de Aguas Profundas, cuando el vigía del Duende del mar avistó un velero de aparejo de cruz con la cubierta repleta de marineros. Las carabelas solían ir tripuladas por una dotación de cuarenta a cincuenta marineros, pero un barco pirata que quisiera realizar un ataque relámpago y después trasladar el botín a tierra firme rápidamente podía llevar tres veces ese número. Los barcos piratas no transportaban carga, sino guerreros.

Si Deudermont se había mostrado indeciso antes, no lo hizo ahora. Las velas del Duende del mar se izaron al completo. Cattibrie se colgó Taulmaril al hombro y empezó a trepar a la atalaya, en tanto que Robillard recibía la orden de situarse en su puesto en la cubierta de popa y utilizar su magia para proporcionar más aire a las velas. Pero el viento natural que soplaba del noroeste ya era fuerte de por sí e hinchaba tanto el velamen del Duende del mar como el del barco pirata que huía, de modo que la persecución sería larga.

En la cubierta central, los músicos de la goleta iniciaron una animosa marcha, y Drizzt regresó del bauprés antes de lo que tenía por costumbre y se situó al lado de Deudermont, al timón.

—¿Adónde remolcaremos el barco una vez que lo hayamos capturado? —La pregunta del drow era habitual cuando se estaba en alta mar. Todavía se encontraban más próximos a Aguas Profundas que a Puerta de Baldur, pero el viento soplaba del norte y favorecía un rumbo sur.

—A Orlumbor —respondió Deudermont sin vacilar.

Aquello sorprendió a Drizzt. Orlumbor era una isla rocosa y batida por los vientos, situada a mitad de camino entre Aguas Profundas y Puerta de Baldur; era una ciudadestado independiente, con escasa población y apenas equipada para acoger a una carabela llena de piratas.

—¿Aceptarán los navieros su atraque? —preguntó el drow, dubitativo.

Deudermont, en cuyo semblante había una expresión seria, asintió con un cabeceo.

—Orlumbor le debe mucho a Aguas Profundas —explicó—. Retendrán la nave hasta que llegue otro barco de allí para remolcarlo. Le daré instrucciones a Robillard para que utilice sus poderes y se ponga en contacto con los Señores de la ciudad.

Drizzt asintió. Parecía perfectamente lógico y, sin embargo, totalmente fuera de lugar. El drow comprendió ahora que ésta no era una travesía corriente para el Duende del mar. Ésta era la primera vez que Deudermont dejaba atrás un barco y una tripulación capturados para que otra nave se encargara de ellos. El tiempo nunca parecía un asunto primordial aquí, en medio del invariable y eterno movimiento ondulante del mar. Lo normal era que el Duende del mar navegara hasta encontrar un barco pirata, que lo apresara o lo hundiera, y después regresara a uno de los puertos aliados y lo entregara, sin importar cuánto se tardaba en hacerlo.

—Los asuntos que nos llevan a Puerta de Baldur tienen que ser urgentes —comentó el drow al tiempo que dirigía una mirada inquisitiva a Deudermont.

El capitán volvió la cara hacia él. Sus ojos buscaron los del drow y sostuvieron su mirada largamente, con una expresión firme.

—No vamos a Puerta de Baldur —admitió.

—Entonces ¿dónde? —El tono de voz de Drizzt puso de manifiesto que la respuesta no lo había sorprendido.

El capitán sacudió la cabeza y volvió a mirar al frente; giró un poco el timón para mantener el rumbo de la carabela que huía.

Drizzt aceptó la reserva del capitán. Sabía que Deudermont había tenido una muestra de deferencia con él admitiendo que no navegaban hacia Puerta de Baldur. También sabía que el capitán le iría haciendo confidencias a medida que fuera necesario. El asunto que ahora tenían entre manos era el barco pirata, todavía a mucha distancia, con sus velas cuadradas apenas visibles en la línea azul del horizonte.

—¡Más viento, hechicero! —gritó Deudermont a Robillard, que gruñó e hizo un gesto con la mano al capitán—. No le daremos alcance antes de que anochezca a menos que tengamos más viento.

Drizzt sonrió a Deudermont y después regresó hacia la proa, al bauprés, al olor del salitre y la espuma, al siseante sonido de rápido avance de la quilla del Duende del mar sobre el agua, a la soledad que necesitaba para pensar y para prepararse.

Navegaron a toda vela durante tres horas antes de que la carabela se encontrara lo bastante cerca para que Cattibrie, encaramada a la atalaya con su catalejo, pudiera confirmar que se trataba de un barco pirata. El día ya estaba bastante avanzado, con el sol a medio camino entre su cenit y el horizonte occidental, y los perseguidores sabían que tenían que acortar distancias. Si no alcanzaban al barco pirata antes de la puesta de sol, se escabulliría en la oscuridad. Robillard tenía algunos hechizos para intentar seguirle la pista, pero seguramente el barco pirata llevaría un hechicero en la tripulación, o, al menos, un clérigo. Aunque probablemente ni el uno ni el otro serían muy poderosos, y desde luego no tan expertos como Robillard, dichos conjuros de seguimiento no eran difíciles de contrarrestar. Además, los piratas nunca se aventuraban demasiado lejos de sus bases secretas, y el Duende del mar no podía perseguir a éste hasta su propia guarida, donde tendría amigos esperando.

Deudermont no parecía muy preocupado. No sería la primera ni la última vez que perdían a los piratas en la noche. Y siempre habría otros delincuentes a los que perseguir. Pero Drizzt, que no quitaba ojo al capitán, no recordaba haberlo visto nunca con una actitud tan indiferente. Era obvio que aquello tenía que ver algo —o todo— con el incidente en Aguas Profundas y el misterioso destino sobre el que Deudermont no quería hablar.

El drow se agarró con más fuerza a un cabo del petifoque y suspiró. Deudermont se lo diría a su debido tiempo.

El viento natural amainó un poco, y el Duende del mar acortó distancias. Por lo visto este barco pirata no iba a lograr escapar, después de todo. La banda de juglares, que había dejado de tocar durante las largas y tediosas horas de persecución, se volvió a reunir y reanudó la marcha. Drizzt sabía que los piratas no tardarían en oír la música, que les llegaría, sobre las olas, como precursora de su perdición.

Las cosas parecían haber vuelto a la normalidad ahora, más relajadas a despecho de la inminencia de la batalla. Drizzt intentó convencerse de que Deudermont se había mostrado tranquilo porque sabía que alcanzarían al barco pirata. Todo había vuelto a la normalidad.

—¡Estela a popa! —gritó alguien, haciendo que todas las cabezas se volvieran en aquella dirección.

—¿Qué es eso? —preguntaron varias voces. Drizzt alzó la vista hacia Catti-brie, que tenía enfocado el catalejo en el mar, por detrás del Duende del mar, y sacudía la cabeza con gesto desconcertado.

El drow avanzó ágilmente a lo largo de la batayola, se detuvo en el centro de la nave, y se inclinó por la borda para captar el primer atisbo del perseguidor desconocido. Vio una gran cresta espumosa en el agua, como la estela que levantaría la aleta dorsal de un cachalote, si es que había algún cachalote en el mundo capaz de moverse tan rápidamente. Pero éste no era un animal corriente; Drizzt lo supo instintivamente, al igual que todos los que iban a bordo del Duende del mar.

—¡Va a embestirnos! —advirtió Waillan Micanty, que se encontraba cerca de la balista instalada en la popa de la nave. Todavía mientras hablaba, el extraño perseguidor viró a estribor y sobrepasó al Duende del mar por un costado como si la nave hubiera estado parada.

Drizzt comprobó que no era un cetáceo cuando la criatura, o lo que quiera que fuese, pasó surcando el agua a veinte metros del Duende del mar, lo bastante cerca para levantar una ola que rompió contra el costado de la goleta. Al drow le pareció ver una forma en el interior de la cresta; una forma humana.

—¡Es un hombre! —gritó Catti-brie desde arriba, confirmando la suposición de Drizzt.

Todos los tripulantes contemplaron, incrédulos, cómo la veloz criatura se alejaba del Duende del mar y acortaba distancias con la carabela.

—¿Algún hechicero? —preguntó Deudermont a Robillard.

El mago se encogió de hombros, como hicieron todos los que estaban cerca, sin que ninguno supiera explicar aquello.

—La cuestión más importante —dijo por último el hechicero— sería saber las lealtades de este recién llegado. ¿Es amigo o enemigo?

Al parecer, ninguno de los que estaban en la carabela tenía tampoco respuesta a eso, ya que algunos guardaron silencio mientras oteaban desde la batayola, en tanto que otros cogían sus arcos. La dotación de la catapulta de la nave pirata llegó incluso a lanzar una bola de brea ardiente al recién llegado, pero éste se movía demasiado deprisa para calcular la distancia, y el proyectil siseó, inofensivo, al caer en las olas. El veloz desconocido se movió a lo largo de la carabela, superando su velocidad con facilidad. La cresta que alzaba a su paso disminuyó y luego desapareció instantáneamente para dejar a la vista un hombre con túnica, cargado con un fardo pesado, y de pie sobre las olas, que agitaba los brazos frenéticamente y voceaba algo. Se encontraba demasiado lejos del Duende del mar para que nadie de la tripulación entendiera con exactitud lo que estaba diciendo.

—¡Se dispone a lanzar un hechizo! —gritó Catti-brie desde la atalaya—. Va a… —Enmudeció repentinamente, atrayendo sobre ella la mirada preocupada de Drizzt. Aunque el drow no podía distinguirla claramente desde su posición, mucho más abajo, sí advirtió que la joven estaba desconcertada, y vio que sacudía la cabeza, como no dando crédito a sus ojos.

Los que estaban en la cubierta del Duende del mar se esforzaron por adivinar qué estaba pasando exactamente. Divisaron un remolino de actividad cerca de la batayola del lado en el que estaba el hombre plantado sobre el agua. Oyeron gritos y los chasquidos de los disparos de ballestas; pero, si alguna saeta alcanzó al hombre, éste no dio señales de ello.

De pronto, se produjo un tremendo estallido de fuego que se disipó de inmediato en una enorme nube de denso vapor, una bola blanca, en el lugar ocupado por la carabela. Empezó a crecer, y, muy pronto, la nube también cubrió al conjurador que caminaba sobre el agua, extendiéndose y haciéndose más espesa. Deudermont mantuvo el rumbo a toda vela, pero cuando por fin estuvieron cerca del lugar no tuvo más remedio que aminorar la marcha, sin atreverse a penetrar en el inexplicable banco de niebla. Frustrado, maldiciendo en voz baja, Deudermont hizo virar al Duende del mar hacia un costado de la densa nube.

Toda la tripulación estaba preparada, a lo largo de la batayola. Las pesadas ballestas montadas en el puente se hallaban armadas y listas, al igual que la balista de la cubierta de popa del Duende del mar.

Finalmente la niebla empezó a levantar, retrocediendo en volutas bajo la presión de la fuerte brisa. Una figura fantasmal apareció justo en el centro de la nube, de pie sobre el agua, con la mejilla apoyada en la palma de una mano y mirando con gesto desconcertado al punto donde había estado la carabela.

—¡No vas a creerlo! —gritó Catti-brie a Drizzt, y un gemido acompañó sus palabras.

Efectivamente, Drizzt no daba crédito a sus ojos, pues también él había reconocido al inesperado recién llegado. Reparó en la túnica de color rojo encendido y decorada con runas arcanas así como con extravagantes imágenes. Estas últimas eran, de hecho, figuras esquemáticas que representaban hechiceros en el proceso de ejecutar conjuros, algo que un aspirante a mago a la avanzada edad de cinco años podría dibujar en un libro de hechizos de juego. Drizzt también reconoció el rostro barbilampiño, casi infantil, del hombre —todo hoyuelos y enormes ojos azules—, y el cabello castaño, largo y liso, sujeto tras las orejas, muy orante, de manera que éstas sobresalían de su cara casi en ángulo recto.

—¿Qué es? —preguntó Deudermont al drow.

—No «qué» —lo corrigió Drizzt—, sino «quién». —El elfo oscuro soltó una corta carcajada y sacudió la cabeza con expresión de incredulidad.

—Entonces ¿quién? —demandó Deudermont, tratando de que su voz sonara severa, aunque las carcajadas de Drizzt eran tranquilizadoras y contagiosas.

—Un amigo —repuso el elfo oscuro, que hizo una pausa y alzó la vista hacia Catti-brie—. Es Harkle Harpell, de Longsaddle.

—Oh, no —gimió Robillard a sus espaldas. Como todos los magos de los Reinos, Robillard había oído las historias de Longsaddle y de la excéntrica familia Harpell, el grupo de hechiceros más indeliberadamente peligroso que jamás había alumbrado el universo.

A medida que pasaban los segundos y el banco de niebla seguía disipándose, Deudermont y su tripulación se tranquilizaron. No tuvieron ni idea de lo que le había ocurrido a la carabela hasta que la niebla casi hubo desaparecido, pero entonces divisaron al barco pirata navegando a todo trapo y alejándose más y más. Deudermont estuvo a punto de ordenar largar velas para reanudar la persecución, pero vio que el sol estaba muy bajo, calculó la distancia entre su nave y el barco pirata, y decidió que éste había conseguido escapar.

El hechicero, Harkle Harpell, era claramente visible ahora, a escasos doce metros de la proa, por estribor. Deudermont entregó el timón a un tripulante y se acercó con Drizzt y Robillard hacia el punto más cercano al mago. Cattibrie bajó de la atalaya para reunirse con ellos.

Harkle mantenía una actitud impasible, con la barbilla en la palma de la mano, y la vista clavada en el punto donde había estado la carabela. Se mecía con las olas, arriba y abajo, y no dejaba de dar golpecitos con un pie en el agua. El resultado era curioso, ya que el agua se apartaba de él, pues el encantamiento de caminar sobre agua impedía que su pie entrara en contacto con el salado líquido.

Finalmente, Harkle volvió la vista hacia el Duende del mar, a Drizzt y a los demás.

—Nunca imaginé que pasara eso —admitió mientras sacudía la cabeza—. Supongo que apunté la bola de fuego demasiado bajo.

—Fantástico —rezongó Robillard.

—¿Subes a bordo? —preguntó Deudermont al mago, y la pregunta, o la súbita conciencia de que no se encontraba en el barco, pareció sacar a Harkle de su abstracción.

—¡Ah, sí! —respondió—. Una idea excelente. Me alegro de haberos encontrado. —Señaló sus pies—. No sé durante cuánto tiempo más durará mi…

Mientras hablaba, el hechizo, aparentemente, llegó a su fin, ya que el mago se hundió en el mar con un chapoteo.

—Menuda sorpresa —comentó Catti-brie, que se acercó a la batayola para reunirse con los demás.

Deudermont ordenó a unos hombres que cogieran los bicheros y sacaran al mago del agua; después miró a sus amigos con incredulidad.

—¿Se ha aventurado a adentrarse en alta mar con un encantamiento tan poco seguro? —preguntó, sin salir de su asombro—. Podría no haberse cruzado nunca con nosotros, ni con ningún barco aliado, y entonces…

—Es un Harpell —repuso Robillard como si con eso lo explicara todo.

—Harkle Harpell —añadió Catti-brie, recalcando el comentario del hechicero con su tono sarcástico.

Deudermont se limitó a sacudir la cabeza, sintiéndose un poco más tranquilo por el hecho evidente de que Drizzt, de pie a su lado, lo estaba pasando en grande con todo esto.