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El primer mensajero

El capitán Deudermont parecía estar fuera de lugar mientras caminaba por la calle de los Muelles, la infame, peligrosa y descuidada avenida que bordeaba el puerto de Aguas Profundas. La ropa que vestía el capitán era elegante y se adaptaba perfectamente a su figura alta y delgada; su porte era irreprochable, y llevaba el cabello y la perilla peinados meticulosamente. A su alrededor, los viles lobos de mar que habían hecho escala para pasar sus permisos en tierra salían de las tabernas tambaleantes, apestando a cerveza, o se desplomaban, inconscientes, sobre el polvo. Lo único que les protegía de los muchos ladrones que merodeaban por la zona era el hecho de que no tenían dinero ni nada de valor que robarles.

Deudermont hizo caso omiso del espectáculo que ofrecían los marineros; no se consideraba mejor que aquellos lobos de mar. De hecho, había un aspecto de su estilo de vida que intrigaba al caballeroso capitán: una franqueza que escarnecía a las pretenciosas cortes de nobles.

Deudermont se ajustó más el cuello de su capa para protegerse de la fría brisa nocturna que soplaba de la bahía. Normalmente, nadie habría ido solo por la calle de los Muelles, ni siquiera a plena luz del día, pero Deudermont se sentía seguro. Llevaba su ornamentado alfanje al costado, y sabía cómo utilizarlo. Lo que es más, se había corrido la voz por todas las tabernas y muelles de Aguas Profundas que el capitán del Duende del mar gozaba de la protección personal de los Señores de la ciudad, incluidos algunos hechiceros muy poderosos que buscarían y acabarían con cualquiera que molestara al capitán o a su tripulación mientras estuvieran en puerto. Aguas Profundas era la base del Duende del mar, y por ello a Deudermont no lo preocupaba en absoluto caminar solo por la calle de los Muelles. Sintió más curiosidad que temor cuando un viejo arrugado y flaco, todo él huesos y piel, y que apenas alcanzaba el metro y medio de altura, lo llamó desde la entrada de un callejón.

Deudermont se paró y miró a su alrededor. La calle de los Muelles estaba silenciosa, a excepción del ruidoso bullicio en el interior de las tabernas y el crujido de maderas viejas azotadas por la incesante brisa marina.

—Tú eres «Dudurmonte» ¿no? —dijo en voz baja el viejo saco de huesos, emitiendo un sonido silbante con cada sílaba. Esbozó una ancha sonrisa, casi maliciosamente, y dejó a la vista sólo un par de dientes torcidos en unas encías negruzcas.

Deudermont se paró y miró al hombre con gesto paciente, en silencio. No se sentía en la obligación de contestar la pregunta.

—Si lo fueses —siseó el viejo—, entonces tendría un recado para ti. Una advertencia de un hombre al que temes, y con razón.

El capitán se mantuvo firme e impasible, y su rostro no reflejó ninguna de las preguntas que le pasaron rápidamente por la mente. ¿De quién iba a tener miedo él? ¿Acaso el viejo lobo se refería a Dankar? Era lo más probable, sobre todo teniendo en cuenta las dos carabelas que el Duende del mar había escoltado hasta la rada de Aguas Profundas a principios de semana. Pero muy pocos en la ciudad estaban en contacto con el corsario, cuyos dominios se encontraban mucho más al sur, más allá incluso de Puerta de Baldur, en los estrechos próximos a las islas Moonshaes.

Sin embargo ¿de quién otro podía estar hablando el viejo?

Sin dejar de sonreír, el lobo de mar llamó por señas a Deudermont para que se acercara al callejón. El capitán no dio un solo paso cuando el viejo giró sobre sus talones y echó a andar.

—Vaya, ¿es que también vas a tener miedo del viejo Scaramundi? —siseó el lobo de mar.

Deudermont cayó en la cuenta de que el hombre podía ir disfrazado. Muchos de los principales asesinos de los Reinos podían aparentar un aspecto tan inofensivo como el de este viejo para después hincar una daga emponzoñada en el pecho de su víctima.

El lobo de mar volvió a la entrada del callejón y después atravesó la avenida en dirección a Deudermont.

El capitán llegó a la conclusión de que no se trataba de un disfraz, pues era demasiado perfecto, demasiado completo. Además, recordaba haber visto antes al viejo, por lo general sentado cerca de este mismo callejón que probablemente le servía como casa.

Entonces ¿qué? ¿Sería una emboscada puesta en el callejón?

—Vale, como quieras —resolló el viejo mientras alzaba una mano. Se apoyó pesadamente en su bastón y echó a andar hacia el callejón al tiempo que rezongaba—: Un simple mensajero, eso es lo que soy, y me importa un bledo si recibes el recado o no.

Deudermont volvió a mirar en derredor con desconfianza. Al no ver a nadie por los alrededores, y sin descubrir posibles escondrijos para un grupo de emboscada, se acercó a la boca del callejón. El viejo lobo de mar se había adentrado diez pasos cortos en la calleja y se encontraba al borde de las sombras sesgadas que arrojaba el edificio de la derecha, por lo que apenas se lo veía en la penumbra. Se echó a reír, tosió, y dio un paso más.

Con la mano apoyada en la empuñadura del alfanje, Deudermont se aproximó cautelosamente, escudriñando con intensidad al frente antes de dar cada paso. El callejón parecía estar desierto.

—¡No sigas, ya es suficiente! —dijo Deudermont de repente, haciendo que el lobo de mar se detuviera—. Si tienes que decirme algo, hazlo, y hazlo ahora.

—Ciertas cosas no deben decirse en voz muy alta —contestó el viejo.

—Habla de una vez —insistió Deudermont.

El lobo de mar sonrió de oreja a oreja y tosió, o puede que fuera una risa cascada. Retrocedió unos cuantos pasos y se paró a menos de un metro del capitán.

El tufo del viejo casi abrumó a Deudermont, a pesar de estar acostumbrado a los olores corporales fuertes. En un barco en alta mar no había muchas oportunidades de bañarse, y a menudo el Duende del mar estaba navegando semanas e incluso meses, de un tirón. Sin embargo, la combinación de vino barato y sudor rancio componían un hedor tan desagradable que el capitán torció el gesto e incluso se tapó la nariz con la mano intentando interceptar parte de los efluvios.

Ni que decir tiene que el lobo de mar estalló en carcajadas ante la reacción de Deudermont.

—¡Habla! —insistió el capitán.

No acababa de pronunciar la palabra cuando el lobo de mar alargó una mano y lo cogió por la muñeca. Deudermont, sin asustarse, retorció el brazo, pero el viejo lo mantuvo aferrado con tenacidad.

—Quiero que me hables del elfo oscuro —dijo el lobo de mar, y Deudermont tardó unos segundos en darse cuenta de que el acento de los muelles había desaparecido de su voz.

—¿Quién eres? —inquirió el capitán al tiempo que tiraba del brazo para soltarse, aunque sin resultado. Sólo entonces Deudermont reparó en la fuerza sobrehumana con que lo tenía agarrado; era como si estuviera forcejeando con uno de los grandes gigantes de niebla que vivían en el arrecife que rodeaba la isla Delmarin, en el lejano sur.

—El elfo oscuro —repitió el viejo. Sin apenas esfuerzo, arrastró a Deudermont más al interior del callejón.

El capitán alargó su mano libre hacia el alfanje confiando en que, aunque el viejo le sujetara la derecha con firmeza, podría luchar bastante bien con la izquierda. Pero era algo complicado desenvainar el arma con la mano contraria y, antes de que el alfanje saliera completamente de la funda, la mano libre del viejo se disparó, con la palma abierta, y le propinó un bofetón a Deudermont. El capitán salió lanzado hacia atrás y chocó contra la pared. Sin perder la serenidad, Deudermont acabó de desenvainar el arma, se la cambió a la mano derecha, ahora libre, y arremetió con fuerza contra las costillas del lobo de mar.

La afilada cuchilla del alfanje se hincó profundamente en el costado del viejo, pero éste ni siquiera parpadeó. Deudermont intentó parar el siguiente bofetón, y el que llegó a continuación, pero simplemente le faltaba la fuerza necesaria. Trató entonces de situar el alfanje de manera que frenara las arremetidas, mas su oponente lo apartó de un golpe que lo lanzó por el aire, desarmándolo, y luego reanudó el vapuleo. Las palmas abiertas se descargaron con la velocidad de una serpiente al ataque, y los violentos golpes ladearon la cabeza de Deudermont, que habría caído al suelo de no ser porque el viejo lo agarró por los hombros y lo sostuvo.

El capitán miró a su enemigo con ojos llorosos. El desconcierto asomó a sus severos rasgos cuando el rostro de su oponente empezó a desdibujarse para de inmediato rehacerse en otro distinto.

—¿El elfo oscuro? —volvió a preguntar aquel ser, y Deudermont apenas oyó la voz, su voz, tan aturdido estaba ante el espectáculo de contemplar su propia cara ante él.

—Tendría que haber llegado ya —comentó Catti-brie, que se recostó en el mostrador.

Drizzt comprendió que su amiga empezaba a impacientarse, y no porque Deudermont se retrasara —a menudo al capitán lo entretenían con un asunto u otro en Aguas Profundas— sino porque el marinero que tenía al lado, un hombre bajo y fornido, con una espesa barba y cabello rizado, ambos tan negros como ala de cuervo, no dejaba de tropezar con ella. Se disculpaba cada vez que ocurría, mirando por encima del hombro para observar a la hermosa joven, a menudo guiñando un ojo y siempre sonriendo.

Drizzt se volvió para apoyarse de espaldas en el mostrador que le llegaba a la cintura. El local de Los Brazos de la Sirena estaba casi vacío esta noche. Hacía buen tiempo, y la mayoría de la flota pesquera y mercante había salido. Con todo, había mucho ruido y alboroto, ya que los marineros presentes en el local daban rienda suelta a meses de aburrimiento con bebida, camaradería, mucha fanfarronería e incluso alguna riña a puñetazos.

—Robillard —dijo en voz baja Drizzt, y Catti-brie se volvió y siguió la mirada del drow. El hechicero se abría paso entre la multitud dirigiéndose hacia el mostrador para reunirse con ellos.

—Buenas noches —saludó el mago sin mucho entusiasmo. No miró a sus compañeros mientras hablaba, y tampoco esperó a que acudiera a atenderlo el cantinero, sino que se limitó a hacer un gesto con los dedos y una botella y un vaso volaron mágicamente hasta donde estaba él. El cantinero empezó a protestar, pero en su mano aparecieron unas monedas de cobre. El hombre sacudió la cabeza en un gesto desdeñoso, pues no tenía en mucha estima al hechicero del Duende del mar, con sus arrogantes maneras, y se alejó.

—¿Dónde está Deudermont? —preguntó Robillard—. Despilfarrando mi paga, seguro.

Drizzt y Cattibrie esbozaron una sonrisa de incredulidad. Robillard era uno de los hombres más reservados y cáusticos que conocían, más seco incluso que el general Dagnabit, el hosco enano que servía a las órdenes de Bruenor como comandante de la guarnición de Mithril Hall.

—Sin duda —contestó el elfo oscuro.

Robillard se volvió a mirarlo con una expresión iracunda, acusadora.

—Desde luego, Deudermont siempre nos está robando —añadió Catti-brie—. Siente debilidad por las mujeres guapas y los vinos caros, y se gasta lo que no es suyo.

Un gruñido escapó de los finos labios de Robillard, que se apartó del mostrador y se fue a otro sitio.

—Me gustaría conocer la historia de ése —comentó Catti-brie.

Drizzt mostró su acuerdo con un cabeceo, sin quitar la vista de la espalda del hechicero que se alejaba. Desde luego, Robillard era un tipo raro, y el drow suponía que tenía que haberle ocurrido algo terrible en el pasado. Quizás había matado a alguien accidentalmente, o había sido rechazado por alguien a quien amaba de verdad. O tal vez conocía demasiado los entresijos de la magia y había visto sitios que no estaban destinados a los ojos de un mortal.

El comentario superficial de Cattibrie había despertado un repentino interés en Drizzt Do’Urden. ¿Quién era Robillard, y qué había suscitado su perpetuo aburrimiento e irascibilidad?

—¿Dónde está Deudermont?

La pregunta sonó a un lado del drow, sacándolo de su abstracción. Drizzt se volvió y se encontró con Waillan Micanty, un muchacho de apenas veinte años, con el cabello rubio, los ojos de color canela, y profundos hoyuelos en las mejillas que siempre estaban marcados porque Waillan parecía estar siempre sonriente. Era el miembro más joven de la tripulación del Duende del mar, más incluso que Cattibrie, pero su puntería en la balista era increíble. Los disparos de Waillan se estaban convirtiendo en legendarios rápidamente y, si el joven vivía lo suficiente, sin duda se ganaría una gran reputación a lo largo de la Costa de la Espada. Waillan Micanty había acertado a meter un dardo de balista por la portilla del camarote de un capitán pirata desde cuatrocientos metros de distancia, y había ensartado al capitán mientras éste se abrochaba el talabarte de su alfanje. El impacto del pesado proyectil había lanzado al pirata a través de la puerta cerrada del camarote hasta la cubierta. El barco corsario arrió el pabellón de inmediato, y la captura terminó antes de que la lucha hubiera empezado realmente.

—Lo estamos esperando —respondió Drizzt, poniéndose de buen humor simplemente con ver al sonriente joven. El drow no pudo menos que reparar en el contraste entre este muchacho y Robillard, que probablemente era el miembro de más edad de la tripulación, a excepción del propio elfo oscuro.

—Debería estar ya aquí —comentó para sí mismo Waillan en un susurro, pero el fino oído del drow lo oyó.

—¿Estás esperándolo? —se apresuró a preguntar.

—Necesito hablar con él —admitió Waillan— sobre un posible aumento de la paga. —El joven se puso colorado y se acercó más a Drizzt para que Catti-brie no pudiera oírlo—. Es por una amiga —explicó.

La sonrisa del drow se ensanchó aún más.

—El capitán se retrasa —dijo—. Estoy seguro de que ya no tardará mucho.

—Estaba a menos de doce puertas de aquí cuando lo vi por última vez —informó Waillan—, cerca de Puerto Brumoso, y venía hacía aquí. Creí que llegaría antes que yo.

Por primera vez, Drizzt empezó a preocuparse.

—¿Cuánto hace de eso?

—Llevo aquí desde la última pelea —contestó Waillan, encogiéndose de hombros.

Drizzt se dio media vuelta y se apoyó contra el mostrador. Cattibrie y él intercambiaron una mirada preocupada esta vez, pues había pasado un buen rato desde la última riña. No había mucho que pudiera interesar al capitán entre Los Brazos de la Sirena y el local al que se había referido Waillan, y, desde luego, nada que lo hubiera retenido tanto tiempo.

Drizzt suspiró y echó un buen trago del agua que estaba bebiendo. Miró a Robillard, que ahora estaba sentado solo, aunque había sillas libres en una mesa cercana, ocupada por cuatro miembros de la tripulación del Duende del mar. Drizzt no se sentía demasiado inquieto. Quizá Deudermont se había acordado de algo, o simplemente había cambiado de opinión sobre acudir esa noche a Los Brazos de la Sirena. Con todo, la calle de los Muelles de Aguas Profundas era un lugar peligroso, y el sexto sentido del vigilante drow, aquel instinto de guerrero, le decía que no bajara la guardia.

Deudermont, casi inconsciente, no sabía cuánto tiempo había durado la paliza. Tras adoptar su apariencia exacta, sus ropas e incluso sus armas, aquel ser, fuera lo que fuera, se había sentado en su espalda. La tortura física ya no era tan brutal, pero lo más horrible era que el capitán sentía a la criatura dentro de su mente, tanteando y hurgando en sus pensamientos, descubriendo cosas y detalles que sin duda utilizaría contra sus amigos.

Tendrás un buen sabor, oyó decir Deudermont en su mente. Mejor que el del viejo Scaramundi.

A pesar de lo irreal de toda la situación, de la falta de verdadera sensación, el capitán sintió revuelto el estómago. Creyó saber entonces, en aquel lejano rincón de conciencia, qué monstruo había caído sobre él. Los dopplegangers no abundaban en los Reinos, pero los pocos que se habían dado a conocer habían causado suficientes estragos como para asegurar la perversa reputación de la extraña raza.

Deudermont sintió que lo alzaban del suelo. La fuerza del doppleganger era tal que el capitán tuvo la impresión de no pesar nada, de estar flotando en el aire hasta ponerse de pie. La criatura le dio la vuelta para ponerlo de cara a ella, a su propio semblante, y entonces Deudermont esperó ser devorado en cualquier momento.

—Todavía no —respondió la criatura a sus temores no expresados con palabras—. Necesito tus pensamientos, mi buen capitán Deudermont. Necesito saber lo suficiente sobre ti y tu barco para zarpar del puerto de Aguas Profundas en dirección al suroeste, lejos, a una isla conocida por muy pocos, pero de la que hablan muchos.

La sonrisa de la cosa era hipnotizante, y Deudermont acababa de enfocarla fijamente cuando la cabeza de la criatura se disparó hacia delante y lo golpeó en pleno rostro con la frente, dejándolo sin sentido. Al cabo de un rato —no sabía cuánto tiempo habría pasado— Deudermont sintió de nuevo el roce frío del suelo en su mejilla. Se hallaba atado de pies y manos, éstas a la espalda, y estaba amordazado. Se las ingenió para girar la cabeza lo bastante para ver a la criatura, que, todavía con su apariencia, se inclinaba sobre una pesada reja de hierro.

Deudermont se quedó pasmado ante la fuerza de la criatura cuando ésta levantó la tapa de la alcantarilla, un mazacote de metal que debía de pesar más de doscientos kilos. La criatura lo apoyó sin esfuerzo contra la pared de un edificio, y después se volvió y agarró al capitán, lo arrastró hacia la abertura y lo arrojó por el agujero sin la menor ceremonia.

El hedor era espantoso, peor de lo que Deudermont habría esperado incluso de un sumidero, y, cuando consiguió moverse un poco para sacar la cara de la mugre y el lodo, comprendió el motivo de la pestilencia.

Scaramundi —tenía que ser él— yacía a su lado, cubierto por una costra de sangre reseca. Le faltaba más de la mitad del torso, devorado por la criatura. Deudermont sufrió un sobresalto cuando la tapa de la alcantarilla retumbó al colocarse de nuevo en su sitio, y después se quedó inmóvil, aterrado e indefenso, consciente de que muy pronto correría la misma suerte horripilante que el viejo Scaramundi.