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El Duende del mar

Drizzt Do’Urden estaba al mismo borde del bauprés, lo más lejos que podía llegar, agarrado fuertemente con una mano a una jarcia del cuarto foque. El navío era muy marinero, perfecto en equilibrio y lastre, y contaba con una tripulación fantástica, pero ese día el mar estaba encrespado, y el Duende del mar surcaba las olas, cabeceando, a toda vela, levantando gran cantidad de espuma.

A Drizzt no le importaba. Por el contrario, le encantaba el contacto del viento y la espuma, el olor del salitre. Esto era la libertad: volar, surcar el agua, saltar sobre las olas. El espeso cabello blanco de Drizzt se agitaba con la brisa, ondeando a su espalda al igual que su capa verde, secándose casi al mismo tiempo que el agua lo mojaba. Las blancas manchas de sal, reseca y encostrada, no deslucían el lustre de su negra piel, que brillaba con la humedad. Sus ojos, de color violeta, oteaban el horizonte y chispearon de júbilo al captar un atisbo de las velas del barco que perseguían.

Drizzt sabía que le darían alcance, pues no había navío al norte de Puerta de Baldur que superara a la nave del capitán Deudermont, el Duende del mar. Era una goleta de tres mástiles, de nuevo diseño, ligera, estilizada, y muy manejable. La carabela que perseguían, con los aparejos de cruz, podía alcanzar una buena velocidad en línea recta, pero cada vez que el navío más pesado alteraba su curso, por poco que fuera, el Duende del mar acortaba camino por el ángulo interior y le ganaba terreno, una y otra vez.

Era lo que se suponía que tenía que hacer. Construida por los mejores técnicos navales y hechiceros de Aguas Profundas y patrocinada por los Señores de dicha ciudad, la goleta era una cazadora de piratas. Drizzt se había sentido muy emocionado cuando se enteró de la buena fortuna de su viejo amigo, Deudermont, con quien había navegado desde Aguas Profundas hasta Calimshan en persecución de Artemis Entreri cuando el asesino capturó a Regis, el halfling. Aquella travesía, en particular el combate en el canal de Asavir, donde el capitán Deudermont había derrotado —con no poca ayuda de Drizzt y sus compañeros— a tres barcos piratas, incluida la nave insignia del notorio Dankar, había llamado la atención de marinos y mercaderes a todo lo largo de la Costa de la Espada. Cuando los Señores de Aguas Profundas hubieron terminado esta goleta, ofrecieron su mando a Deudermont. El capitán adoraba a su pequeño barco de dos mástiles, el primer Duende del mar, pero ningún marino se habría podido resistir a esta belleza. Deudermont aceptó el nombramiento y ellos le concedieron el derecho de bautizar la embarcación y de escoger su tripulación.

Drizzt y Cattibrie habían llegado a Aguas Profundas poco después de este suceso. La siguiente vez que el Duende del mar hizo escala en el gran puerto de la ciudad costera y Deudermont se encontró con sus viejos amigos, no dudó en incorporarlos a su tripulación de cuarenta marineros. De eso hacía seis años y veintisiete travesías. Entre aquellos que controlaban las rutas de la Costa de la Espada, sobre todo entre los propios piratas, la goleta se había convertido en un azote. Treinta y siete batallas victoriosas, y seguía navegando.

Ahora estaba a la vista la número treinta y ocho.

La carabela los había avistado, aunque estaba demasiado lejos para distinguir el pabellón de Aguas Profundas. Eso poco importaba, ya que ninguna otra nave tenía el diseño distintivo del Duende del mar, con los tres mástiles y sus ondeantes velas latinas triangulares. Los aparejos de cruz de la carabela se desplegaron totalmente, y la persecución se encontró en pleno apogeo.

Drizzt estaba en la punta del bauprés, con un pie sobre la cabeza de león del ariete, disfrutando cada segundo. Sentía el poderío del mar corcoveando bajo él, el azote del viento y la espuma. Escuchaba la música, clara y fuerte, pues varios de los tripulantes del Duende del mar eran juglares, y cada vez que se iniciaba una persecución tomaban sus instrumentos y tocaban canciones animosas que enardecían el espíritu.

—¡Dos mil! —gritó Catti-brie desde la atalaya. Era la distancia que todavía tenían que salvar. Cuando su cálculo llegara a quinientos, la tripulación se situaría en sus puestos de combate, tres de los marineros en la gran balista montada sobre un pivote en lo alto de la cubierta volante, en la popa del Duende del mar; dos en las ballestas giratorias, más pequeñas, montadas en las esquinas delanteras del puente. Drizzt se uniría a Deudermont en el timón, para coordinar el combate cuerpo a cuerpo. La mano libre del drow fue hacia una de sus cimitarras al pensar en ello. El Duende del mar resultaba un enemigo temible a distancia. Disponía de arqueros de primera categoría, de un equipo de balistas muy diestro, de un hechicero particularmente desagradable, un invocador repleto de bolas de fuego y descargas de rayos, y, por supuesto, de Catti-brie con su mortal arco, Taulmaril, el Buscador de Corazones. Pero donde el Duende del mar resultaba verdaderamente mortífero era en la lucha cuerpo a cuerpo, cuando Drizzt, junto con su compañera felina, Guenhwyvar, secundados por los otros guerreros avezados, podían entrar en acción.

—¡Mil ochocientos! —anunció Catti-brie. Drizzt asintió ante la confirmación de su velocidad, aunque el avance era realmente asombroso. El Duende del mar navegaba más rápido que nunca, y Drizzt se preguntó si la quilla estaría siquiera mojada.

El drow metió la mano en un bolsillo, buscando la figurilla mágica que utilizaba para invocar a la pantera del plano astral, sin estar seguro de si debería llamarla o no esta vez. Guenhwyvar había pasado a bordo casi toda la semana anterior, cazando los centenares de ratas que amenazaban con acabar con los víveres almacenados en el barco, y probablemente estuviera exhausta.

—Sólo si te necesito, amiga mía —susurró Drizzt. El Duende del mar viró bruscamente a estribor, y Drizzt tuvo que agarrarse a la jarcia con las dos manos. Recuperó el equilibrio y permaneció en silencio, con la mirada prendida en el horizonte, en la nave de aparejo de cruz que aumentaba de tamaño de minuto en minuto. El drow se concentró, preparándose mentalmente para la inminente batalla. Se sumergió en el siseo y el chapoteo de agua bajo sus pies, en la animosa música que hendía el viento, en los avisos de Catti-brie.

Mil quinientos, mil.

—¡Alfanje negro, bordeado en rojo! —gritó la joven cuando, merced al catalejo, pudo distinguir el dibujo del ondeante pabellón de la carabela.

Drizzt no conocía la insignia ni le importaba. La carabela era un barco pirata, uno de los muchos que habían sobrepasado los límites de las aguas jurisdiccionales de Aguas Profundas. Como en cualquier zona marítima con rutas comerciales, siempre había habido piratas en la Costa de la Espada. Hasta hacía unos pocos años, sin embargo, los corsarios habían sido en cierto modo cívicos y habían obedecido unos códigos de conducta específicos. Cuando Deudermont había derrotado a Dankar en el canal de Asavir, había dejado que el pirata se marchara. Era la costumbre, el acuerdo tácito.

Pero eso había cambiado. Los corsarios del norte se habían vuelto más osados y brutales. Los barcos ya no eran saqueados simplemente, sino que sus tripulantes, sobre todo si había alguna mujer a bordo, eran torturados y asesinados. Se habían encontrado muchos cascos de embarcaciones destrozados y a la deriva en las aguas territoriales de Aguas Profundas. Los piratas se habían pasado de la raya.

A Drizzt, Deudermont y toda la tripulación del Duende del mar se les pagaba generosamente por su trabajo, pero el oro no era el motivo de que todos, del primero al último, hombre o mujer (con la posible excepción del hechicero, Robillard) persiguieran piratas.

Lo hacían por las víctimas.

—¡Quinientos! —anunció Catti-brie.

Drizzt salió de su abstracción y miró la carabela. Ahora podía ver a los hombres corriendo por las cubiertas, disponiéndose para el combate, como un ejército de hormigas. Drizzt comprendió que superaban en número a la tripulación del Duende del mar, posiblemente en dos a uno, y que la carabela iba fuertemente armada. Llevaba una catapulta de buen tamaño en la cubierta de popa, y era muy probable que en la cubierta inferior hubiera una balista, dispuesta a disparar a través de las escotillas abiertas.

El drow asintió y se volvió de cara a la cubierta. Los hombres de la dotación de las ballestas y la balista instaladas en el puente estaban en sus puestos; muchos tripulantes se alineaban en la batayola, probando la tensión de sus arcos largos. Los juglares seguían tocando y no lo dejarían hasta que empezara el abordaje. Arriba, por encima del puente, Drizzt divisó a Cattibrie, con Taulmaril en una mano y el catalejo en la otra. Le silbó, y ella respondió agitando la mano, con evidente excitación.

Era de esperar, con la persecución, el viento, la música y la certeza de que estaban realizando un buen trabajo. Con una ancha sonrisa, el drow regresó a lo largo del bauprés y pasó por encima de la batayola para reunirse con Deudermont en el timón. Reparó en Robillard, el hechicero, sentado al borde de la cubierta de popa, y con aspecto de estar aburrido, como siempre. De vez en cuando movía una mano en dirección al palo mayor. Robillard llevaba un anillo grande en esa mano, un aro de plata con un diamante engastado, y el destello que emitió ahora no era sólo producto del reflejo de la luz. Con cada gesto del hechicero, el anillo liberaba magia, lanzando una fuerte ráfaga de aire a las ya hinchadas velas. Drizzt oyó el crujido de protesta del palo mayor, y ello le dio idea de la increíble velocidad que llevaban.

—Carrackus —comentó el capitán Deudermont tan pronto como el drow estuvo a su lado—. Alfanje negro bordeado en rojo.

Drizzt lo miró con curiosidad, ya que el nombre le era desconocido.

—Solía navegar con Dankar —explicó Deudermont—. Era el piloto de la nave insignia pirata. Se encontraba entre los que combatimos en el canal de Asavir.

—¿Fue capturado? —preguntó Drizzt.

—No. —Deudermont sacudió la cabeza—. Carrackus es un pellejudo, un troll marino.

—No lo recuerdo.

—Tiene propensión a quitarse de en medio cuando hay jaleo —repuso Deudermont—. Probablemente se lanzó por la borda y se sumergió en las profundidades tan pronto como Wulfgar hizo virar nuestro barco para embestir el suyo.

Drizzt recordaba el incidente, el increíble tirón de su fuerte amigo que hizo girar en redondo sobre su popa al primer Duende del mar, justo en las narices de los sorprendidos piratas.

—Sin embargo Carrackus estaba allí —continuó Deudermont—. Parecer ser que fue él quien rescató a Dankar en su barco averiado cuando lo dejé a la deriva en las aguas costeras de Memnon.

—¿Y sigue el pellejudo aliado con Dankar? —preguntó Drizzt.

Deudermont asintió con gesto sombrío. Las implicaciones eran obvias. Dankar no podía ir personalmente tras el molesto Duende del mar porque a cambio de su libertad había jurado no vengarse de Deudermont, pero tenía otros medios para ajustar cuentas con sus enemigos: contaba con muchos aliados como Carrackus que no estaban atados por una promesa.

Drizzt supo en ese momento que necesitarían a Guenhwyvar, y sacó la exquisita figurilla del saquillo donde la guardaba. Observó atentamente a Deudermont. Era un hombre alto, de porte erguido, delgado pero musculoso, con el cabello canoso y la barba pulcramente recortada. De costumbres refinadas, vestía de manera impecable, tanto si se encontraba en tierra en un fastuoso baile como si estaba en alta mar. Ahora podía leerse la tensión en sus ojos, tan claros que parecían reflejar los colores que había a su alrededor en lugar de tener tonalidad propia. Durante muchos meses habían corrido rumores de que los piratas se estaban organizando contra el Duende del mar. Con la confirmación de que la carabela era aliada de Dankar, Deudermont no tenía ya duda alguna de que aquello era algo más que un encuentro casual.

Drizzt volvió a mirar a Robillard, que ahora estaba apoyado sobre una rodilla, con los brazos extendidos y los ojos cerrados, sumido en una profunda concentración. El drow comprendía ahora la razón de que Deudermont los hubiera hecho ir a una velocidad tan temeraria.

Al cabo de un momento, una cortina de niebla se alzó alrededor del Duende del mar y veló la silueta de la carabela, que se hallaba ya a unos cien metros de distancia. Un fuerte chapoteo les indicó que la catapulta había empezado a disparar. Pasado un instante, se produjo una llameante explosión delante de ellos, y se disipó en una nube de vapor siseante cuando la nave y la cortina de niebla defensiva la atravesaron veloces.

—Tienen un hechicero —comentó Drizzt.

—No me sorprende —repuso Deudermont, que se volvió hacia Robillard—. Mantén las medidas defensivas —ordenó—. ¡Podemos alcanzarlos con la balista y los arcos!

—Que os divirtáis —respondió el hechicero secamente.

Deudermont se las arregló para sonreír a pesar de su evidente tensión.

—¡Proyectil! —gritó una voz, coreada por varias más, desde la proa. De manera instintiva, Deudermont giró el timón, y el Duende del mar se inclinó a sotavento tan pronunciadamente que Drizzt temió que zozobraran.

En ese mismo momento, el drow oyó un golpe de viento a su derecha cuando el proyectil de la enorme balista pasó como una exhalación y en su recorrido partió un cabo y rozó en el borde de la cubierta de popa, justo al lado del sorprendido Robillard, para luego rebotar y acabar por abrir un pequeño agujero en la vela sobremesana.

—Asegurad ese cabo —ordenó Deudermont fríamente.

Drizzt ya se dirigía hacia allí, moviéndose a una velocidad increíble. Agarró al chasqueante cabo y lo ató rápidamente, tras lo cual se subió a la batayola al tiempo que el Duende de Mar se enderezaba. El drow miró hacia la carabela, que ahora se encontraba apenas a cincuenta metros más adelante, por estribor. El agua entre los dos veleros bullía violentamente; las blancas crestas de las olas escupían agua que el ventarrón levantaba en finas rociadas.

La tripulación de la carabela no reparó en este detalle, así que tensó sus arcos y empezó a disparar, pero incluso las saetas más pesadas de las ballestas fueron desviadas al chocar contra el muro de viento que Robillard había interpuesto entre ambas embarcaciones.

Los arqueros del Duende del mar, acostumbrados a estas tácticas, se abstuvieron de disparar. Cattibrie se encontraba por encima del muro de viento, del mismo modo que lo estaba el arquero apostado en la atalaya del otro barco; era un feo gnoll de más de dos metros de altura, con una cara que más parecía canina que humana.

La monstruosa criatura soltó primero su flecha, un buen tiro que se hundió profundamente en el palo mayor, un palmo más abajo del lugar donde Cattibrie estaba encaramada. El gnoll se agachó tras la protección de madera de la atalaya para aprestar otra flecha.

Sin duda la obtusa criatura se creía a salvo, ya que no conocía las cualidades de Taulmaril.

Cattibrie se lo tomó con calma, manteniendo firme la mano mientras el Duende del mar se aproximaba a la carabela.

Treinta metros.

Su flecha salió volando como un rayo, dejando tras de sí una estela de chispas plateadas, y atravesó la débil protección de la atalaya de la carabela como si fuera una hoja de viejo pergamino. Por el aire saltaron astillas y el desafortunado vigía; el condenado gnoll lanzó un chillido, rebotó contra la verga del palo mayor, y cayó de cabeza al mar, donde se hundió en medio de un gran chapuzón; los barcos lo dejaron atrás rápidamente.

Cattibrie volvió a disparar, apuntando hacia abajo, a la dotación de la catapulta. Alcanzó a uno de los marineros, un bruto semiorco a juzgar por su aspecto, pero la catapulta disparó su carga de brea ardiente.

Por fortuna, los artilleros de la carabela no habían calculado bien la velocidad del Duende del mar y la goleta pasó por debajo de la bola de brea y se encontraba muy lejos de aquel punto cuando el proyectil cayó al agua emitiendo un fuerte siseo.

Deudermont pilotó la goleta en paralelo con la carabela, a menos de veinte metros de distancia. De pronto cesó el ventarrón que arremolinaba las aguas del estrecho canal entre ambos barcos, y los arqueros del Duende del mar dispararon muchas flechas que llevaban en la punta un poco de brea prendida.

Cattibrie disparó a la propia catapulta en esta ocasión, y la flecha encantada abrió una profunda grieta a lo largo del brazo de lanzamiento. La mortífera balista del Duende del mar aceitó con un pesado proyectil justo en la línea de flotación de la carabela.

Deudermont giró el timón a babor, virando en ángulo, satisfecho con el resultado de la pasada. Más proyectiles, muchos de ellos incendiarios, volaron de un barco a otro antes de que Robillard creara una cortina de niebla encubridora detrás de la popa del Duende del mar.

El hechicero de la carabela lanzó un rayo justo al centro de la niebla. Aunque la descarga se dispersó en parte, chisporroteó todo alrededor de la goleta, haciendo que varios hombres se fueran de bruces a la cubierta.

Drizzt, con el cabello ondeando violentamente por la onda expansiva del rayo, se inclinó bastante sobre la batayola en un esfuerzo por ver la cubierta de la carabela; divisó al hechicero en el entrepuente, cerca del palo mayor. Antes de que el Duende del mar, que ahora avanzaba perpendicularmente al barco pirata, estuviera demasiado lejos, el drow recurrió a los poderes innatos de su raza y creó un globo de oscuridad impenetrable que lanzó sobre el hombre.

Apretó el puño cuando vio el globo que se desplazaba por la cubierta de la carabela, pues había dado en el blanco y tenía atrapado al hechicero. Lo seguiría y lo cegaría hasta que hallara algún modo de contrarrestar la magia. Lo que es más, la esfera de tres metros de oscuridad delataba claramente la posición del peligroso hechicero.

—¡Catti-brie! —llamó el drow.

—¡Lo tengo! —contestó ella, y Taulmaril zumbó dos veces consecutivas, lanzando dos estelas plateadas al centro de la bola de oscuridad.

El globo continuó moviéndose. Cattibrie no había acertado al hechicero, pero no cabía duda de que ella y Drizzt le habían dado al mago algo en que pensar.

Otro proyectil de balista surcó el aire desde el Duende del mar y pasó zumbando sobre la proa de la carabela; acto seguido, una bola de fuego lanzada por Robillard explotó en el aire delante de la nave. La carabela, un navío pesado y que ya no contaba con su hechicero, se precipitó directamente en el radio de las explosiones. Cuando la bola de fuego desapareció, los dos mástiles de aparejo de cruz estaban envueltos en llamas como dos velas gigantescas en mar abierto.

La carabela intentó responder con su catapulta, pero las flechas de Cattibrie habían hecho su trabajo y el brazo de lanzamiento se partió en dos tan pronto como la dotación lo flexionó con la manivela y no pudo aguantar la tensión.

Drizzt volvió presuroso al timón.

—¿Otra pasada? —preguntó a Deudermont.

—No hay tiempo para eso —respondió el capitán mientras sacudía la cabeza—. Y menos aún para detenernos y abordarla.

—¡A dos mil metros! ¡Dos barcos! —anunció Catti-brie.

Drizzt miró a Deudermont con franca admiración.

—¿Más aliados de Dankar? —preguntó, aunque ya sabía la respuesta.

—La carabela sola no podía derrotarnos —añadió el avezado capitán—. Carrackus lo sabe, y también lo sabe Dankar. Era la que nos iba a llevar hasta los otros.

—Pero navegamos demasiado rápido para esa táctica —razonó el drow.

—¿Estás listo para luchar? —preguntó Deudermont con malicia.

Antes de que Drizzt pudiera contestar, el capitán hizo una brusca maniobra y el Duende del mar viró a estribor hasta ponerse delante de la carabela, que había perdido velocidad. Las velas cuadradas de los masteleros ardían y la mitad de la tripulación se afanaba en reparar el aparejo para, al menos, conseguir que siguiera navegando a media vela. Deudermont realizó un viraje para interceptar a la nave, cruzando por delante de la proa, en lo que los arqueros llamaban un «barrido de arco».

La dañada carabela no podía maniobrar para alejarse del peligro. Su hechicero, aunque cegado, había mantenido el aplomo suficiente para crear un muro de espesa niebla, la táctica habitual y efectiva en el litoral.

Deudermont calculó el rumbo con cuidado, con intención de situar al Duende del mar justo al borde de la niebla y las aguas agitadas para llegar tan cerca de la carabela como fuera posible. Ésta sería la última pasada, y tenía que resultar devastadora o, de otro modo, la carabela estaría en condiciones de participar en la lucha con las otras dos naves, que se acercaban a gran velocidad.

De la cubierta del velero de aparejo de cruz llegó un destello, una chispa luminosa que contrarrestó el conjuro de oscuridad de Drizzt.

Desde su aventajada posición en la atalaya, por encima de la defensa mágica, Cattibrie lo vio. La atención de la joven ya estaba enfocada en el globo de oscuridad cuando el hechicero salió de él. El hombre de la túnica inició de inmediato la salmodia para arrojar un conjuro devastador en el camino del Duende del mar antes de que cruzara ante la proa de la carabela, pero sus labios sólo habían pronunciado dos palabras cuando sintió un tremendo golpe en el pecho y oyó partirse las tablas de la cubierta a su espalda. Bajó la vista hacia la sangre que empezaba a gotear sobre la cubierta y notó que las rodillas le fallaban; se encontró sentado y después tumbado, y luego todo se volvió negro.

La cortina de niebla que el hechicero había creado se desvaneció.

Robillard lo vio, comprendió lo que significaba, y dio una palmada con la que lanzó dos rayos gemelos que cruzaron la cubierta de la carabela y se descargaron sobre los mástiles, partiéndolos; éstos cayeron y mataron a muchos piratas. El Duende del mar cruzó delante de la carabela, y los arqueros dispararon sus flechas. Lo mismo hicieron los hombres encargados de la balista, pero esta vez no lanzaron un proyectil largo, sino un dardo recortado y desequilibrado que arrastraba tras de sí una cadena jalonada con arpeos de múltiples ganchos. El artilugio giró en el aire mientras lo surcaba, enganchando muchos cabos y enredando el aparejo de la carabela.

Otro proyectil, uno vivo, trescientos kilos de pantera ágil y musculosa, salió lanzado desde el Duende del mar cuando cruzaba ante la proa y llegó al bauprés de la carabela.

—¿Ya estás preparado, drow? —gritó Robillard, que, por primera vez desde que había empezado la batalla, daba señales de excitación.

Drizzt asintió con la cabeza y señaló a sus compañeros de lucha, la veintena de veteranos que componían la dotación de abordaje del Duende del mar. Se aproximaron, presurosos, hacia el mago desde todos los sectores del barco al tiempo que arrojaban sus arcos y desenvainaban las armas para la lucha cuerpo a cuerpo. Para cuando Drizzt, a la cabeza del barullo, llegó cerca de Robillard, el hechicero ya había abierto un campo reluciente —una puerta mágica— en la cubierta, junto a él. Drizzt no vaciló, y cargó a través del acceso con las cimitarras en las manos. Una de ellas, Centella, emitía un fuerte resplandor azulado.

Cruzó el túnel mágico creado por Robillard y apareció en medio de muchos piratas sorprendidos, a bordo de la carabela. Drizzt descargó estocadas a izquierda y derecha, abriendo una brecha en las filas de corsarios, y se lanzó por el hueco con tal rapidez que sus pies apenas se veían. Se volvió bruscamente, cayó sobre un costado, y giró sobre sí mismo cuando un arquero disparó contra él; la flecha pasó por encima del drow, inofensiva. Se incorporó de un salto, se abalanzó sobre el arquero y lo atravesó.

Más guerreros del Duende del mar salieron en tropel por el portal mágico y la batalla estalló en la cubierta central de la carabela.

La barahúnda en la proa de la nave abordada no era menor, ya que Guenhwyvar, que parecía toda ella dientes y garras, lanzaba dentelladas y zarpazos mientras cruzaba entre la masa de hombres que sólo deseaban estar muy lejos de esta enorme bestia. Muchos cayeron bajo sus poderosas garras, y otros cuantos se apartaron de su camino y saltaron por la borda, prefiriendo correr el riesgo de enfrentarse a los tiburones.

De nuevo, el Duende del mar escoró de forma pronunciada cuando Deudermont dio un fuerte golpe de timón a babor para alejarse en ángulo de la carabela y viró hasta situarse de cara a las dos naves que se aproximaban. El alto capitán sonrió al oír el estruendo de la lucha en la carabela que tenía detrás, confiando plenamente en su equipo de abordaje, a pesar de que, probablemente, el enemigo lo doblara en número.

El elfo oscuro y su pantera solían nivelar esas diferencias.

Desde su posición en la atalaya, Cattibrie eligió varios blancos más para sus disparos, cada uno de los cuales derribó a un arquero corsario situado estratégicamente, y otro de ellos atravesó a un hombre y mató a un goblin pirata que estaba a su lado.

Después la joven apartó su atención de la carabela y miró al frente para dirigir los movimientos del Duende del mar.

Drizzt corría, rodaba sobre sí mismo, saltaba haciendo desconcertantes giros de los que siempre salía con sus cimitarras dirigidas hacia las zonas más vitales de un enemigo. Debajo de las botas, en los tobillos, llevaba tiras de relucientes aros de mithril protegidos alrededor con tela negra, que proporcionaban velocidad mediante la magia. Drizzt los había tomado de Dantrag Baenre, un afamado maestro de armas drow. Dantrag los había usado como brazales para dar rapidez a sus manos, pero Drizzt descubrió otro modo de sacarles más provecho. Puestos en los tobillos, le permitían correr como una liebre desenfrenada.

Ahora los estaba utilizando, junto con su asombrosa agilidad, para desconcertar a los piratas, quienes no sabían con seguridad dónde estaba ni dónde iba a estar un instante después. Cada vez que alguno de ellos se equivocaba en sus suposiciones y era cogido por sorpresa, Drizzt aprovechaba la oportunidad y se lanzaba al ataque, descargando golpes con las cimitarras. En conjunto, sus desplazamientos lo iban llevando hacia adelante, ya que el drow buscaba reunirse con Guenhwyvar, la compañera de lucha que mejor lo conocía y complementaba todos sus movimientos.

No acabó de llegar a donde se proponía. La derrota en la carabela era casi total, con muchos piratas muertos y otros arrojando las armas o lanzándose por la borda llevados por la desesperación. Un miembro de la tripulación, el más avezado y más temible, un amigo personal de Dankar, no se rindió tan pronto.

Salió de su camarote, debajo del puente de proa, y tuvo que agacharse porque la estructura del barco era demasiado baja para sus tres metros de altura. Sólo iba vestido con un chaleco y unas polainas cortas que apenas cubrían su piel, escamosa y verde. El cabello, lacio, del color de las algas, le llegaba a los anchos hombros. No llevaba armas forjadas en el yunque de un herrero; sus sucias garras y afilados dientes parecían ser suficientemente mortíferos.

—Así que los rumores eran ciertos, elfo oscuro —dijo, con una voz húmeda y burbujeante—. Has vuelto al mar.

—No te conozco —repuso Drizzt, que frenó su carrera para detenerse a una distancia prudente del pellejudo. Supuso que el corsario era Carrackus, el troll marino del que Deudermont le había hablado, pero no podía saberlo con certeza.

—¡Pues yo sí te conozco! —bramó el pellejudo, que cargó arremetiendo con sus manos garrudas a la cabeza de Drizzt.

Tres rápidos pasos hacia atrás apartaron al drow del camino del monstruo. El elfo oscuro se agachó sobre una rodilla y giró sobre sí mismo al tiempo que descargaba ambas cimitarras, entre cuyas cuchillas apenas había dos dedos de separación.

Con más agilidad de lo que Drizzt esperaba, su oponente se echó hacia el lado contrario y giró sobre una de sus piernas. Las cimitarras del drow apenas rozaron al monstruo en su pasada.

El troll cargó, buscando aplastar a Drizzt cuando se arrodillara, pero de nuevo el drow fue demasiado rápido para una táctica tan simple. Drizzt se puso de pie y amagó hacia la izquierda; después, cuando el pellejudo se tragó el anzuelo y empezó a girar, Drizzt se volvió velozmente hacia la derecha, por debajo del derechazo lanzado por el monstruo.

Centella se hincó en una cadera, y la otra cimitarra de Drizzt se descargó a continuación y abrió un profundo corte en el costado del pellejudo.

Drizzt no eludió el revés propinado por su oponente, ya que sabía que éste, desequilibrado, no podía haber imprimido mucha de su formidable fuerza y peso en el golpe. El largo y flaco brazo rebotó con un ruido sordo en el hombro del drow y a continuación en las cimitarras que Drizzt había levantado en una maniobra defensiva mientras giraba hacia el tambaleante bruto.

Ahora le llegó al drow el turno de atacar, y arremetió veloz y directamente hacia adelante. Dirigiendo a Centella por debajo del codo del brazo extendido del pellejudo, le abrió un profundo tajo, y después enganchó la aguzada y curva cuchilla en el colgajo de piel. Su otra cimitarra arremetió al pecho del troll, eludiendo la frenética parada con el otro brazo.

El monstruo, desequilibrado, sólo podía moverse en una dirección. Drizzt lo sabía, y se anticipó perfectamente a la retirada del pellejudo. El drow aseguró su sujeción de Centella, e incluso apoyó el hombro contra la empuñadura del arma para sostenerla firmemente. El monstruo bramó de dolor y se echó hacia atrás y hacia un lado, justo en la dirección contraria de la mordiente hoja de Centella. La pálida carne y la verdosa piel se desprendieron del brazo del troll, desde el bíceps a la muñeca. El colgajo de epidermis cayó a la cubierta con un desagradable golpe seco.

Con los negros ojos rebosantes de odio y rencor, el pellejudo miró el hueso al descubierto y el trozo de carne caído en la cubierta. Por último volvió la vista hacia el drow, que estaba plantado con actitud tranquila, las cimitarras cruzadas ante sí.

—Maldito seas, Drizzt —gruñó el monstruoso corsario.

—Rinde tu bandera —ordenó Drizzt.

—¿Crees que has vencido?

Por toda respuesta, Drizzt dirigió la mirada hacia el colgajo de carne.

—¡Me curaré, estúpido elfo oscuro! —replicó el pirata.

Drizzt sabía que el pellejudo decía la verdad. Los de su raza estaban emparentados con los trolls, las horribles criaturas famosas por su capacidad regeneradora. Un troll muerto y desmembrado podía renovarse.

A menos que…

Drizzt volvió a recurrir a sus dotes innatas, a esa pequeña parte de magia inherente a la raza drow. Un instante después, unas llamas púrpuras rodearon la imponente figura del pellejudo, lamiendo sus escamas verdes. Sólo era un fuego fatuo, una luz inofensiva que los elfos oscuros solían utilizar para perfilar a sus oponentes. No quemaba ni podía impedir el proceso regenerador de un troll.

Drizzt lo sabía, pero apostó por la posibilidad de que el monstruo desconociera este detalle.

Los horribles rasgos del pellejudo se contrajeron con una expresión de puro terror. Sacudió el brazo indemne contra la pierna y la cadera, pero las tenaces llamas purpúreas no se apagaron.

—Rinde tu bandera y te libraré del fuego para que tus heridas puedan sanarse —ofreció Drizzt.

El troll le dirigió una mirada de puro odio. Avanzó un paso, pero las cimitarras del drow se alzaron ante él. El monstruo decidió que no quería sentir su mordiente filo otra vez, sobre todo cuando el fuego le impedía regenerarse.

—¡Volveremos a encontrarnos! —prometió el pellejudo.

El monstruo giró sobre sí mismo y vio docenas de rostros —los tripulantes de Deudermont y los piratas capturados— contemplándolo con incredulidad. Aulló y echó a correr por la cubierta, haciendo que los que se encontraban en su camino se apartaran precipitadamente. El corsario saltó por la batayola al mar, de vuelta a su verdadero hogar donde tal vez se curaría.

Drizzt se movió con tal rapidez que cruzó la cubierta y logró descargar otra estocada antes de que el pellejudo saltara al agua. El drow tuvo que detenerse allí, incapacitado para continuar la persecución y consciente de que el troll marino se regeneraría por completo hasta sanar del todo.

No había tenido tiempo siquiera de manifestar su frustración mascullando un juramento cuando percibió un movimiento veloz a su lado, un manchón negro. Guenhwyvar saltó por la borda a su lado, y se zambulló en el mar en pos del troll.

La pantera desapareció bajo las azules aguas, y el picado oleaje ocultó de inmediato cualquier señal del pellejudo y el felino que se habían sumergido.

Varios miembros del grupo de abordaje del Duende del mar se asomaron por la batayola y otearon intensamente las aguas, preocupados por la pantera que había llegado a ser una gran amiga para todos ellos.

Guenhwyvar no corre peligro —les recordó Drizzt mientras sacaba la figurilla y la alzaba para que pudieran verla. Lo peor que el troll podía hacerle era enviarla de vuelta al plano astral, donde el felino se curaría cualquier herida y estaría listo para acudir a la siguiente llamada de Drizzt. Con todo, la expresión del drow no era feliz, y examinó el punto donde Guenhwyvar se había zambullido mientras consideraba la posibilidad de que la pantera estuviera sufriendo algún daño.

En la cubierta de la carabela capturada se había hecho un silencio absoluto, a excepción de los crujidos del maderamen del viejo velero.

Una explosión en el sur hizo que todas las cabezas se volvieran en aquella dirección y todos los ojos se esforzaran por localizar las pequeñas velas, todavía lejanas. Uno de los barcos piratas había dado media vuelta, y la otra carabela estaba ardiendo mientras que el Duende del mar navegaba en círculo a su alrededor. En la atalaya de la goleta se veían los constantes destellos de las Hechas plateadas que salían surcando el aire y machacaban el casco y los mástiles del ya maltratado y, al parecer, indefenso barco.

Incluso desde tanta distancia, los que estaban en la carabela capturada pudieron ver que la bandera pirata era arriada del palo mayor en señal de rendición.

Aquello hizo que el grupo de asalto del Duende del mar prorrumpiera en vítores, que se cortaron bruscamente al producirse una gran turbulencia en el mar a un costado de la carabela. En el torbellino vieron una vorágine de escamas verdes y pelaje negro. Del tumulto se alejó flotando el brazo de un troll, y Drizzt pudo vislumbrar lo suficiente de la confusa escena para comprender que Guenhwyvar iba subida a la espalda del pellejudo. Sus patas delanteras estaban firmemente aferradas a los hombros del monstruo en tanto que las posteriores lanzaban zarpazos salvajemente, y las poderosas fauces del felino estaban firmemente cerradas en la nuca del troll marino.

Una sangre oscura teñía las aguas y se mezclaba con trozos de carne y hueso. A no tardar, Guenhwyvar se quedó inmóvil, sin aflojar la presa de sus zarpas y colmillos, flotando sobre la espalda del troll muerto.

—Mejor será que saquemos esa cosa del agua —señaló uno de los miembros del grupo de abordaje del Duende del mar—, o tendremos una tripulación completa de apestosos trolls.

Varios hombres se acercaron a la batayola equipados con bicheros y se pusieron a la desagradable tarea de izar a bordo el cadáver. Guenhwyvar regresó a la carabela con bastante facilidad, trepando por encima de la batayola, tras lo cual se dio una buena sacudida y roció de agua salada a todos los que estaban cerca.

—Los pellejudos no se regeneran si están fuera del mar —le comentó uno de los hombres a Drizzt—. Izaremos a esta condenada cosa al penol de una verga para que se seque, y después la quemaremos.

Drizzt asintió con la cabeza. El grupo de abordaje conocía muy bien su cometido. Se ocuparían de los piratas capturados, soltarían el aparejo y dejarían la carabela en las mejores condiciones de navegación posibles para la travesía de vuelta a Aguas Profundas.

Drizzt miró hacia el horizonte meridional y vio que el Duende del mar regresaba. El barco pirata dañado avanzaba a su costado a trancas y barrancas.

—Treinta y ocho y treinta y nueve —musitó el elfo oscuro.

Guenhwyvar emitió un suave rugido en respuesta, y de una vigorosa sacudida, empapó a su compañero drow.