La niebla del destino

Somos el centro. Para cada uno de nosotros —algunos lo llamarán arrogancia o egoísmo— somos el centro, y todo el mundo gira a nuestro alrededor, por nosotros y para nosotros. Esta es la paradoja de la sociedad, la relación entre el individuo y la colectividad, donde a menudo los deseos del primero están en directo conflicto con las necesidades de la segunda. ¿Quién de nosotros no se ha preguntado si todo el mundo no es más que un sueño personal?

No creo que estos pensamientos sean arrogantes o egoístas. Es una simple cuestión de percepción; podemos sentir empatía por otra persona, pero realmente no podemos ver el mundo como lo ve ella o juzgar el efecto que las cosas tienen en su mente y en su corazón, ni siquiera si es un amigo.

Pero debemos intentarlo. Hemos de hacerlo por el bien de todo el mundo. Ésta es la prueba del altruismo, el componente más básico e incuestionable de la sociedad. Ahí radica la paradoja, pues al final, lógicamente, cada uno de nosotros se preocupa más por sí mismo que por los otros y, sin embargo, si como seres racionales seguimos esa tendencia natural, anteponemos nuestras necesidades y deseos a los de la colectividad, y entonces no hay sociedad.

Procedo de Menzoberranzan, la ciudad drow, el paradigma del egotismo. He conocido ese sistema de anteponer el uno al todo, y lo vi fracasar rotundamente. Cuando manda el egotismo, toda la colectividad sale perdiendo, y, al final, quienes se afanan en conseguir sus propios logros acaban sin poseer nada de verdadero valor.

Porque todo lo realmente valioso que hay en esta vida proviene de nuestras relaciones con quienes nos rodean. Porque no hay nada material que pueda compararse a cosas intangibles como el amor y la amistad.

En consecuencia, tenemos que intentar superar ese egoísmo, interesarnos en los demás. Comprendí claramente esta verdad tras el ataque al capitán Deudermont en Aguas Profundas. Lo primero que pensé era que mi pasado había provocado el problema, que la maldición de mi vida había vuelto a causar dolor a un amigo. No podía soportar esta idea. Me sentí viejo y cansado. Más adelante, enterarme de que posiblemente el ataque sufrido por Deudermont era a causa de antiguos enemigos suyos, no míos, me dio más ánimos para la lucha.

¿Por qué? El peligro no era menor para mí ni para Deudermont ni para Cattibrie ni para los demás que venían con nosotros.

Sin embargo, mis emociones eran reales, muy reales, y las percibí y las comprendí, aunque no así su origen. Ahora, al reflexionar sobre ello, entiendo su causa y me enorgullezco. Había visto el fracaso del egoísmo, y había huido de ese mundo. Prefiero morir por culpa del pasado de Deudermont que verlo muerto a él por culpa del mío. Prefiero sufrir dolor físico, e incluso que mi vida termine. Mejor eso que ver que alguien a quien quiero muere por mi causa. Prefiero que me arranquen el corazón del pecho antes que ver destrozado ese otro corazón espiritual, núcleo de la esencia del amor, de la empatía y de la necesidad de pertenecer a algo más grande que mi forma corpórea.

Qué curiosas son estas emociones. Cómo se manifiestan de manera espontánea frente a la lógica; cómo se imponen a los instintos más básicos. Porque, desde la perspectiva del tiempo, de la humanidad, percibimos que esos instintos egoístas son una debilidad, que los intereses de la colectividad deben anteponerse a los deseos del individuo. Solamente cuando reconocemos nuestras debilidades, cuando aceptamos nuestros fracasos, podemos superarlos.

Juntos.

DRIZZT DO'URDEN