Precedentes y primeros combates de la guerra de áfrica.
SR. D. PEDRO ANTONIO DE ALARCÓN.
Mi querido amigo: para que sirva de complemento a su DIARIO DE UN TESTIGO DE LA GUERRA DE ÁFRICA, me pide usted la historia de los precedentes diplomáticos y de los primeros hechos de armas de tan gloriosa expedición, considerando que yo debo de estar enterado de todo, por haber tenido la fortuna de hallarme de guarnición en Ceuta antes de declararse la guerra oficialmente, y por haber asistido luego a los combates que se riñeron en el Serrallo hasta la llegada del TERCER CUERPO DE EJÉRCITO, de que usted formaba parte.
Doy a usted las gracias por la confianza que pone en mi memoria y en mi veracidad, y no la defraudaré, ciertamente. Lo único que siento es no ser escritor de profesión; pero usted desea que yo escriba, y, bajo su responsabilidad y cuidado, allá van los antecedentes que me pide.
Vista del Peñon de Velez de la Gomera.
En 1845 celebró España un tratado con el imperio de Marruecos, por la mediación de la Inglaterra, en el cual se fijaron los límites de la plaza fuerte de Ceuta en una línea que, corriendo por la pequeña elevación del Otero, principiaba en el estrecho de Gibraltar y terminaba en el Mediterráneo. El terreno que quedaba adjudicado a favor de la Corona de España, comprendía unos dos kilómetros cuadrados.
El gobernador de Ceuta creyó que, sin faltar a este tratado, podía construir a su inmediación, fuera de las murallas y en el nuevo terreno, un cuerpo de guardia ligeramente fortificado. Empezáronse las obras, y se opusieron los moros con tal tesón, que todo lo que nuestros ingenieros edificaban durante el día, ellos lo destruían durante la noche. Hubo algunos pequeños encuentros, y los moros llegaron, por último, a derribar la piedra que marcaba los límites, y, como testimonio vil de la afrenta que intencionalmente quisieron inferirnos, deslustraron las armas españolas que en dicha piedra estaban grabadas.
Tales excesos indignaron a España entera, principiando por la guarnición de Ceuta y por su gobernador militar. Este hizo adelantar rápidamente las obras del cuerpo de guardia, dejando en él gente bastante para que las custodiase de noche, y saliendo por su parte durante el día con la guarnición de la plaza a los límites de nuestro territorio, para hacerlos respetar.
Entretanto, toda España empezaba a preocuparse de la cuestión de África, y nuestro gobierno seguía una viva correspondencia con el ministro del Sultán, Sidi-Mohamed-el-Jetib, quien declinaba toda la responsabilidad de los sucesos sobre el gobernador de Ceuta, Sr. Gómez Pulido, disculpando a la cabila de Anghera, y solicitando aplazamiento para darnos la satisfacción debida.
Nuestro cónsul general en Tánger, por el contrario, y como era justo, justificaba a aquella autoridad, ponía de manifiesto las afrentas que nos había hecho la cabila angherina, y apremiaba por obtener las reparaciones convenientes.
Vista de Melilla.
Con este motivo dirigió la siguiente nota al ministro del Sultán:
Tánger, 5 de septiembre de 1859.
Alabanzas a Dios único.
A mi ilustrado amigo Sidi-Mohamed-el-Jetib, ministro de negocios extranjeros de S. M. el rey de Marruecos.
La paz sea con vos.
Y después:
El ultraje inferido al pabellón español por las hordas salvajes que pueblan las provincias de Anghera, limítrofe a la plaza de Ceuta, objeto de sus inmotivadas y recientes agresiones, es de naturaleza tal, que ningún gobierno que tenga conciencia de su honra puede tolerarlo.
El de la Reina, mi augusta soberana, está resuelto a obtener la debida reparación, y tan cumplida como exigen la magnitud de la ofensa y el honor de la altiva nación a cuyo frente se halla.
Sobradas contemplaciones; ha guardado, fiada en las protestas de amistad y en las seguridades que en nombre de vuestro monarca me habéis tantas veces dado, de que las plazas españolas enclavadas en vuestros territorios serían respetadas, y castigados severamente los que las hostilizasen.
No os haré el agravio de poner en duda la sinceridad y lealtad de vuestras palabras e intenciones; pero si lo fueron, los hechos han venido a demostrar que el rey vuestro amo carece de la fuerza y del poder necesarios para hacerse respetar y obedecer de sus vasallos.
Fijad por un momento vuestra atención en los ataques que tan repetidamente han dirigido los moros del Rif a las fortalezas de Melilla, Alhucemas y, Peñón; llevadla después a Ceuta, durante tantos días hostilizada por las cabilas a ella vecinas, y decid después si tamaños atentados no han de tener término y si han de continuar siempre cubiertos con el manto de la impunidad.
El gobierno de la Reina está resuelto, sabedlo bien, a que no se renueven; para lo cual exige en desagravio, y no como correctivo, el más riguroso castigo.
Si S. M. el Sultán se considera impotente para ello, decidlo prontamente, y los ejércitos españoles, penetrando en vuestras tierras, harán sentir a esas tribus bárbaras, oprobio de los tiempos que alcanzamos, todo el peso de su indignación y de su arrojo. Pero si no lo es; si se cree aún con los medios necesarios para reprimirlas y castigarlas, es preciso, absolutamente preciso, que lo más antes posible se apresure a satisfacer las justas exigencias del gabinete de Madrid.
Estas son:
Primera.—Que las armas españolas sean repuestas y saludadas por las tropas del Sultán en el mismo sitio donde fueron echadas por tierra.
Segunda.—Que los principales agresores sean conducidos al campo de Ceuta, para que, a presencia de su guarnición y vecindario, sean severamente castigados.
Tercera.—La declaración oficial del derecho perfecto que asiste al gobierno de la Reina para levantar en el campo de dicha plaza las fortificaciones que juzgue necesarias para la seguridad de ella.
Cuarta.—La adopción de las medidas que os indiqué en nuestra última conferencia, a fin de evitar la repetición de los desmanes que han venido a turbar la paz y buena armonía que entre ambas naciones reinaba.
Diez días os doy de término para resolveros.
Transcurridos que sean sin que esta mi demanda haya sido cumplidamente satisfecha, me retiraré de este país con los súbditos todos de la Reina mi señora.
Ya sabéis lo que significa.
Y la paz.—JUAN BLANCO DEL VALLE.
En esta nota se comprendían las condiciones que exigía España para reparar el insulto hecho a sus armas. He aquí ahora la contestación del ministro del Sultán.
Sidi-Mohamed-el-Jetib al cónsul general de España.
Tánger, 7 de septiembre de 1859.
Alabanzas a Dios único.
No hay poder ni fuerza sino en Dios excelso y grande.
A nuestro amigo el ilustrado caballero el representante encargado de negocios y cónsul general de la nación española. Excmo. Sr. D. Juan Blanco del Valle.
Preguntamos por vos, y rogamos a Dios que estéis bueno.
Y después:
Nos ha llegado vuestra nota del 5, en que nos renováis por escrito las reclamaciones que nos hicisteis, primero de palabra y después por medio de vuestro primer intérprete, cuando os ausentasteis de Tetuán. Por el mismo os hice decir que todas serían satisfechas, excepto la relativa a la declaración sobre las obras, por no estar para ello autorizado, y sobre la cual consultaríamos a nuestro amo, a quien Dios asista. Así lo hemos hecho, y cuando recibamos su respuesta os la dirigiremos.
Estoy, sin embargo, en el deber de deciros que las salidas que el gobernador de Ceuta hace con las tropas de la plaza dentro de nuestra línea para batir, a nuestras cabilas, aumentan el fuego de la sedición entre los campesinos, y entorpecen nuestras gestiones en favor de la paz y tranquilidad de ambas naciones.
Si dicho gobernador no se abstiene con lo que vos le digáis, escribidlo a vuestro gobierno para que lo haga cesar en sus actos, que no me permito calificar en honra de vuestra nación. El gobierno de vuestra reina, que se distingue por su ilustración y la rectitud de sus principios, no se negará a lo que la justicia y la humanidad demandan, a lo que reclaman las buenas relaciones de amistad entre ambos países, y a lo que tenemos derecho a exigir por el art. 15 del tratado de 1789, en 1845 ratificado.
Nos, por la presente, protestamos del injusto e impolítico proceder de un funcionario militar que parece complacerse en conmover los ánimos de los moros sus vecinos, y encender entre ellos la tea revolucionaria.
Si, en vez de haber esperado a que el castigo de los primeros delincuentes se hubiese ejecutado, no hubiera salido con sus tropas a clavar una bandera con bélico aparato y a los gritos de «¡Viva la Reina!»; si no hubiera amenazado a los moros, que aquel acto inusitado presenciaban, con levantarla sobre sus cabezas si era derribada; si no los hubiera insultado y ultrajado injustamente; si hubiera tenido en cuenta que se dirigía a gentes ignorantes que no conocen regla alguna, no habríamos llegado a la situación lamentable en que nos encontramos en los momentos mismos en que el Rey nuestro amo se halla en víspera de ser llamado a sí por Dios omnipotente.
El gobernador de Ceuta debe ser a los ojos de vuestro ilustrado gobierno y de la Europa el único responsable de la revolución en que se agitan estos pueblos, y de todo cuanto ha ocurrido y ocurrir pueda.
Vuestro gobierno no puede tener queja del nuestro. Llamadle la atención sobre lo que el art. 15 del tratado prescribe. Recordadle, si no, el convenio que nos empeñamos en celebrar y celebramos, solo por lograr el bienestar y sosiego de los siervos de Dios, cuando el mencionado jefe militar descargaba el fuego de sus cañones sobre los vasallos de nuestro amo y les dirigía la amenaza de construir el cuerpo de guardia con sus propias cabezas.
Nos intimáis que en el término de diez días nos resolvamos a satisfacer vuestras demandas. Vos, que sois un caballero tan ilustrado, comprenderéis que en el estado de gravedad en que la salud de nuestro amo se encuentra, nada puede hacerse ahora. Si así no fuese, todo quedaría arreglado y concluido.
Cuanto nos habéis pedido lo hemos elevado al Rey nuestro amo, cuya respuesta aguardamos y os remitiremos cuando nos sea llegada.
Entretanto, os rogamos escribáis a vuestro gobierno, asegurándole que nuestro señor, a quien Dios proteja, castigará severamente a los culpables. Hacedle conocer la situación delicada en que se encuentra, y que su disgusto por la conducta de los de Anghera no será menor que el suyo. Recordadle también que, durante muchos años, las cabilas sus vecinas no ofendieron a la plaza de Ceuta, y que si ahora la han ofendido, la culpa toda debe recaer sobre el gobernador de ella, que en tan poco tuvo el interés de su pueblo y la amistad que entre nuestros respectivos gobiernos reinaba.
Os rogamos de nuevo que no dilatéis pedirle la prórroga que os demandamos. Ya sabéis las noticias que corren sobre nuestro amo y señor.
Es cuanto os participamos, confiando en Dios alabado que nos haga venir en acuerdo.
Y la paz.—En Tetuán, a 8 de Safar.—Igual a 7 de septiembre de 1859.
Por traducción literal.—El primer intérprete de la misión. Fehía Sicsú.
Por traducción conforme.—El joven de lenguas, Manuel María Guijada.—El segundo intérprete, Abraham Sinsú.
A esta siguió una nueva carta, fechada en 9 de septiembre, del ministro marroquí, en que participaba la muerte del Sultán y pedía al gobierno español que aplazase sus reclamaciones hasta que fuese proclamado el nuevo soberano.
Concediéronse veinte días de plazo; no los consideró bastantes el ministro marroquí; y habiendo solicitado un nuevo aplazamiento, se le concedieron diez días más.
La nota en que se le negaba por última vez el plazo era terminante y enérgica. Decía así:
Tánger, 3 de octubre de 1859.
Alabanzas al Altísimo.
A mi ilustrado amigo Sidi-Mohamed-el-Jetib, ministro de negocios extranjeros de S. M. el rey de Marruecos.
La paz y la ayuda de Dios sea con vosotros.
Y después:
El gobierno de la Reina, mi augusta soberana, cediendo a vuestra demanda de 10 de Safar (15 de septiembre) se presta a ampliaros el segundo plazo que os otorgó por mi conducto en 12 del mismo.
Pero esa ampliación, que debéis considerar como improrrogable, es solo por diez días, que expiran el 15 del corriente mes.
Si para entonces el gabinete de Madrid no ha recibido la decisiva y satisfactoria respuesta que de vuestro ilustrado monarca espera respecto de las justas reparaciones que se ha visto en el sensible caso de exigirle, las relaciones de amistad entre ambos países quedarán rotas definitivamente.
No abriguéis esperanza de lograr nuevas prórrogas, porque será una esperanza ilusoria. Mi gobierno no podría decorosamente, sin faltar a altísimas consideraciones, y sin que la Europa toda se lo afease, condescender con vuestros deseos. Su dignidad se lo veda; la enormidad del ultraje inferido al pabellón español por una tribu salvaje, vasalla de vuestro Rey, se lo impide igualmente.
De vos, de vuestra actividad, de vuestras leales advertencias a vuestro monarca, depende principalmente conjurar la tempestad que comienza a cernerse sobre estos territorios, y que los escandalosos atentados de la más desenfrenada de las turbas han ido condensando, hasta poner en inminente riesgo la paz y buena armonía entre las dos naciones.
Las inculpaciones que con este motivo os permitisteis en vuestra precitada nota contra el digno y pundonoroso militar que se halla al frente de la altamente ofendida plaza de Ceuta, son infundadas y a todas luces injustas.
El gobernador español, a quien tan inmerecidamente agraváis, en vez de provocar, como decís, a los vándalos angherinos, soportó pacientemente, durante varios días, los incesantes insultos y atropellos de quienes, desconociendo la autoridad de su soberano y el derecho perfecto que asiste a mi gobierno para hacer lo que hizo en los terrenos de que es absoluta dueña y señora la reina augusta de las Españas, destruyendo las obras comenzadas, echaron por tierra las garitas donde se albergaban nuestros centinelas, derribaron las armas de Castilla colocadas en la línea divisoria de los dos campos; llegaron, sin tener en cuenta su flaqueza e impotencia, hasta atacar repetidamente los espesos muros de la expresada fortaleza.
Disculpando tan criminal proceder, empeoráis vuestra causa, y demostráis que la imparcialidad, tan necesaria en los que ocupan vuestro encumbrado puesto, os ha dejado de su mano.
El gobernador de Ceuta obró bien, y tuvo razón sobrada para proceder como procedió. Echad toda la responsabilidad de tamaños atentados sobre los inquietos y rebeldes vasallos de vuestro amo, que acudieron en grandes masas a los contornos de la fortaleza española para violar una vez más la ley de las naciones.
Para que semejantes desmanes no se repitan, y no surjan de nuevo los conflictos a que se prestan y dan fácilmente ocasión, como lo demuestran los recientes sucesos ocurridos en aquel campo, la ambigüedad del tratado existente y lo reducido del actual territorio jurisdiccional de Ceuta, es de todo punto indispensable que a la declaración que el gobierno español exige siga inmediatamente un arreglo de dicha plaza, hasta las alturas más convenientes para su seguridad.
Ese arreglo, que es indispensable celebrar para asegurar sobre sólidos y firmísimos fundamentos la amistad de ambas naciones, deberá ser semejante al convenio ajustado respecto a Melilla. Las mismas razones que movieron al difunto Muley-Abd-Errajman a celebrar este, militan para llevar a cabo el que os propongo, porque los moros de Anghera han demostrado con sus inmotivadas agresiones no ser menos rebeldes, turbulentos y salvajes que los del Rif.
La declaración que se desea, suficiente por el momento, será ineficaz en el porvenir para nuestros respectivos países si no recae sobre ella la sanción solemne de un tratado, al cual debéis obligaros al hacerla, única manera de que aquella pueda satisfacer al gobierno de la Reina mi señora.
El día 15 se acerca. Si al ocaso de ese día, postrero del plazo de que el gobierno español os ha hecho merced por un rasgo de generosidad, que forma notable contraste con la magnitud de la ofensa recibida, el Rey vuestro amo no hubiera respondido tan satisfactoria y cumplidamente como exijo, yo seré el primero en pedir, si necesario fuese, que no lo será, porque la resolución de mi gobierno es irrevocable, que nuestras pretensiones sean inmediata y completamente, satisfechas, porque este es negocio que no podemos permitir continúe por más tiempo en el presente estado.
Paz.—Firmado.—J. BLANCO DEL VALLE.
Desde el principio de esta correspondencia dudaba el gobierno español de la paz, y se preparaba para la guerra, y, por de pronto, había mandado formar un cuerpo de ejército de observación, que se situó en Algeciras, y cuyo mando se concedió al excelentísimo señor mariscal de campo D. Rafael Echagüe.
Este cuerpo de ejército se componía de una brigada de vanguardia, que se hallaba en Ceuta, al mando del brigadier D. Ricardo de Lasaussaye, y de una división, mandada por el mariscal de campo Sr. D. Manuel Gasset. En la brigada de vanguardia figuraban el Regimiento de Granada y Cazadores de Cataluña, Madrid y Alcántara. Y en la división del general Gasset (compuesta de dos brigadas, la primera al mando del señor brigadier D. Faustino Elío, y la segunda al de igual graduación Sr. D. Ventura Barcáiztegui) figuraban, en la una, el regimiento de infantería del Rey y los batallones de Cazadores de Barbastro, las Navas y, provisionalmente, el de Simancas; y en la otra, el regimiento de infantería de Borbón y los Cazadores de Talavera y Mérida. Correspondían además a esta división el escuadrón de caballería Cazadores de Mallorca, un escuadrón del regimiento de caballería de la Albuera, cuatro compañías de Ingenieros y tres Baterías de Montaña. En resumen, el primer CUERPO DE EJÉRCITOS, antes de entrar en campaña, contaba próximamente once mil quinientos hombres, ciento cincuenta caballos y dieciocho piezas de artillería de montaña.
Todavía mediaban las notas diplomáticas con el gobierno marroquí, y ya tenían lugar choques terribles en las inmediaciones del Serrallo. Por ejemplo: el renombrado batallón Cazadores de Madrid verificó una salida de la plaza de Ceuta el 22 de agosto de 1859 para castigar a las audaces cabilas de Aughera, que seguían estorbando la construcción del mencionado cuerpo de guardia. Los moros eran muchos en número, y pertenecían a una de las tribus más guerreras del imperio. Se resistieron, pues, con valentía; pero nuestros bravos cazadores apelaron a la bayoneta, y acorralaron e hicieron huir vergonzosamente a los enemigos.
En este primer ensayo, los Cazadores de Madrid, mandados por el bizarro duque de Gor, llegaron hasta la Mezquita, lugar consagrado por la superstición musulmana y sepulcro de uno de sus más venerados santones.
Sin embargo de todo esto, la guerra no estaba todavía declarada; pero seguían en grande escala nuestros preparativos. En los arsenales marítimos y en los parques de artillería se trabajaba sin descanso. Se almacenaban víveres. Se compraban tiendas. Se disponían camillas. Se expedían órdenes a muchos batallones para que estuvieran prontos a ponerse en marcha; y, entretanto, se mandaba reservadamente, aprovechando los últimos días de paz, reconocer y sacar planos de las costas e inmediatas plazas enemigas.
El denodado e ilustradísimo oficial de estado mayor Sr. Latorre pasó a Tánger con este último objeto, y, merced a un disfraz de mercader moro de que se valió, pudo impunemente sacar un exactísimo y admirable plano del codiciado puerto marroquí, plano que hoy existe en los archivos del ministerio de la guerra. Apenas este distinguido oficial terminó su obra, y de regreso ya entre sus camaradas, el cólera lo escogió como una de sus primeras víctimas.
El gobierno español declaró la guerra, y sólo el gabinete inglés (que en esta ocasión, como en otras anteriores, quería mantener la integridad del territorio de Marruecos e impedir que pusiese en él su planta ninguna potencia de Europa) miró con malos ojos nuestra actitud. Pero las dificultades que nos ponía la Inglaterra se vencieron; la guerra fue proclamada también oficialmente en el seno de la representación nacional; todo el país se encendió de santo patriotismo; desaparecieron los partidos, y una sola voz oyose del uno al otro extremo de la península: «¡Al África! ¡Al África!».
Vista de la ciudad de Marruecos.
Dos nuevos CUERPOS DE EJÉRCITO se formaban casi simultáneamente en Cádiz y en Málaga, el uno al mando del teniente general D. Juan de Zabala, conde de Paredes, y el otro al del teniente general D. Antonio Ros de Olano, Conde de la Almina, en tanto que se preparaba la formación de un CUARTO CUERPO DE EJÉRCITO en Antequera, al mando del teniente general don Juan Prim, conde de Reus.
El general en jefe, D. Leopoldo O'Donnell y Joris, conde de Lucena, capitán general de ejército y presidente del Consejo de Ministros, había llegado ya a Cádiz, donde se embarcó a bordo del Vulcano, para reconocer la costa de Marruecos, acompañado del teniente general jefe de estado mayor D. Luis García. Tocó en Ceuta; recorrió todas las fortificaciones de la plaza; visitó los cuarteles y hospitales; salió al campo del moro, y allí se detuvo algunos minutos examinando el terreno y las alturas de Sierra Bullones, aquellos bosques y aquellas montañas que debían ser bien pronto el teatro sangriento de las proezas de nuestros soldados.
El general en jefe subió después a las murallas de Ceuta, y allí arengó a la oficialidad de los batallones que guarnecían la plaza, anunciándoles las rudas fatigas y las grandes privaciones de la campaña que se iba a inaugurar.
El general Echagüe, que había llegado también a Ceuta, procedente de Algeciras, a conferenciar con el general en jefe, regresó a su destino aquella misma tarde a bordo del Alerta, mientras que el general en jefe volvía a embarcarse en el Vulcano y desaparecía por el estrecho.
El general O'Donnell, de vuelta en Cádiz, se encerró en su impenetrable reserva, y todo el mundo siguió creyendo que se pensaba dar un golpe atrevido sobre Tánger, o que el cuerpo de ejército del general Zabala iba a desembarcar, en la Bahía de Jeremías, situada en el Océano y como a dos leguas del puerto marroquí.
El general Echagüe, cuando fue a Ceuta a conferenciar con el general en jefe, había recibido, sin duda, la orden de embarque para el día 18, a fin de inaugurar la campaña el siguiente, esto es, el DÍA DE LA REINA.
Así, el día 18 estaban ya reunidas en Algeciras todas las tropas que constituían el PRIMER CUERPO, las cuales habían estado alojadas en los pueblos colindantes.
Algeciras y Ceuta parece como que se tocan con la mano. Una hora de navegación bastó, pues, al PRIMER CUERPO DE EJÉRCITO para llegar a la africana ciudad, donde desembarcó por la noche silenciosamente, acampando las tropas en la gran Plaza de Armas.
Todavía duraban las sombras nocturnas cuando se oyó el toque de diana. Poco después el CUERPO DE EJÉRCITO se ponía en marcha en el orden mismo que dejamos apuntado, componiendo la vanguardia (al mando del brigadier D. Ricardo de Lasaussaye) los dos batallones del Regimiento de Granada y los de Cazadores de Cataluña, Madrid y Alcántara. Y no había salido el sol, cuando habíamos andado media legua por tierra de moros y plantado la bandera española en la antigua torre del Serrallo, haciéndose en la plaza con las baterías de la DIVISIÓN los honores de ordenanza. ¡Era el DÍA DE LA REINA! ¡Día grande como ninguno en los fastos de su reinado!
Un sol brillante resplandecía en el cielo y alumbraba nuestro triunfo, triunfo que no nos costó sino seis heridos: cinco del batallón de Cazadores de Cataluña y uno del de Madrid. Causáronnos estas bajas los poquísimos moros que guarnecían el Serrallo, quienes abandonaron este derruido edificio así que notaron la aproximación de los soldados españoles, retirándose a intrincados matorrales que cubren las agrias y escabrosísimas laderas de Sierra-Bullones.
La razón de que hubiese tan pocos moros enfrente de Ceuta consistía en que se figuraban que el general O'Donnell y el CUERPO DE EJÉRCITO formado en Cádiz iban a desembarcar en la Bahía de Jeremías o a atacar directamente a Tánger. De otro modo, las difíciles posiciones, que empiezan desde la salida de Ceuta no se hubieran podido ocupar a tan poca costa.
Acampado el PRIMER CUERPO en los alrededores del Serrallo, y fortificado asimismo este edificio, aquella noche pasó sin novedad alguna, y al día siguiente, al toque de diana, después de verificada la correspondiente descubierta, se practicó un reconocimiento en los montes inmediatos, cubiertos de espeso bosque, desde donde algunos moros ocultos nos hicieron a mansalva un muerto, seis heridos y seis contusos, todos del Regimiento de Granada. El resultado del reconocimiento fue designar el sitio en que debía establecerse el primero y principal de los Reductos que habían de formar nuestra línea de fortificaciones frente a Sierra-Bullones.
Trazose el día siguiente 21, y empezó a construirse con el nombre de Reducto Isabel II, sin que se presentase a estorbarlo moro alguno. Pero, ¡ay!, que en este día apareció un enemigo más terrible, más espantoso que toda la morisma entera. ¡Hablo del cólera!
Continuose el 22 trabajando en los Reductos. Las cuatro compañías de Ingenieros que tenía de dotación el PRIMER CUERPO DE EJÉRCITO no descansaban; y, en vista de ello, los moros se resolvieron a atacarnos para impedir la terminación de aquellos trabajos. Dos batallones nuestros había de servicio protegiéndolos; y, en el momento en que el general Gasset subía aquella mañana a las once a examinar el estado de las obras, unos dos mil moros atacaron con tanto ímpetu el Reducto por ambos lados, que llegaron hasta sus mismos fosos… —nuestros dos batallones recurrieron a la bayoneta, devolviendo el ataque con redoblada decisión y energía, y el enemigo se pronunció en completa retirada, después de haber sufrido gran número de bajas, y causándonos a nosotros cuarenta y ocho heridos y seis individuos de tropa muertos.
No hubo novedad el día 23, es decir, no se presentó el enemigo; pero el cólera siguió creciendo. En este día hubo doscientos cincuenta atacados.
El día 24 amaneció encapotado. Una densa y espesísima nube cubría todo el cielo, y además la niebla que se extendía por la tierra no dejaba descubrir una vara más allá de donde se pisaba. Por este motivo la descubierta se verificó con mucho detenimiento y tomándose las más exquisitas precauciones.
Bien pronto los hechos habían de acreditar la oportunidad y la conveniencia de estas medidas. Arrastrándose como culebras, y esquivando encontrarse con nuestros gruesos puestos avanzados, salieron del bosque los moros a las tres de la tarde, y atacaron briosamente y en gran número a una compañía de cazadores del Regimiento del Rey que estaba de avanzada. Defendiose la compañía con indomable esfuerzo, hasta que llegaron en su auxilio las demás del batallón y el de Cazadores de Barbastro, que restablecieron el combate en condiciones bastante ventajosas para recobrar algunas posiciones perdidas y dar tiempo a que los demás batallones llegaran al sitio en que había cargado toda la fuerza de los moros.
En este momento la tempestad, que había estado cerniéndose toda la mañana sobre el Serrallo, estalló con espantosa violencia; y cuando el cielo se serenó, el enemigo había desaparecido de nuestro frente. Contamos nuestras bajas, y resultaron ser ocho muertos de la compañía amenazada y treinta y uno entre heridos y contusos del primer batallón del Regimiento del Rey y del batallón Cazadores de Barbastro.
Un gran hecho de humanidad y de valor había tenido lugar durante la refriega. Un soldado del Rey vio caer herido a su camarada, el cual iba ya a ser cogido por la morisma. «¡Oh morir todos, o salvarnos todos!», exclamó aquél, precipitándose entre los enemigos, decidido a perecer en la demanda o recuperar a su compañero. Semejantes acciones arrastran siempre a los que las contemplan: el valiente y nobilísimo soldado fue seguido de otros; pero él fue quien se introdujo el primero entre los marroquíes, les arrancó a su camarada herido, se lo echó al hombro, y tuvo la gloria de presentárselo al batallón con todo su armamento.
El heroico soldado se llama Francisco Consejero, y, por resolución del general en jefe, ha sido agraciado con una Medalla de oro que regaló el Liceo de Cádiz para el que diese en África mayores pruebas de valor y de humanidad.
El memorable día 25 de noviembre se presentó mayor número de moros que en ninguno de los precedentes combates. Ya desde por la mañana se les veía hormiguear encima de las sombrías crestas de Sierra-Bullones, apareciendo u ocultándose por el Boquete de Anghera, frente a la Casa del Renegado, en las montañas vecinas y en las entradas del bosque. A eso de las doce del día rompieron el fuego.
Los malditos estaban perfectamente situados. Habían rebasado nuestros Reductos; se habían interpuesto entre ellos y nuestras tiendas, situadas en torno del Serrallo; nos hacían un fuego horroroso, y nos amenazaban por los dos flancos a un mismo tiempo.
Acción en las alturas del Serrallo.
Nuestros bravos batallones, después de recibir las órdenes convenientes, empezaron a avanzar.
El batallón Cazadores de Alcántara pasó a ocupar una posición importante y difícil en el Boquete de Anghera, sobre el Barranco del Infierno, punto de ataque y paso único de los moros; pero apenas llegó el batallón al sitio que se le había señalado (serían las dos de la tarde), cuando vio instantáneamente envueltos sus flancos y su frente por el enemigo, que pudo hacerlo casi por impunidad por hallarse apostado en aquel cerradísimo bosque, en que nada se ve a quince pasos.
El batallón rompió el fuego, desplegando en guerrilla la escuadra de gastadores y la primera compañía, cuyo bizarro capitán cayó herido en la cabeza a los primeros disparos, gritando a sus soldados: «¡Viva la Reina!».
Entonces se les echó encima el grueso de los moros, en número cinco veces mayor al suyo; pero el batallón, con una general e instantánea carga a la bayoneta, logró contenerlos y rechazarlos sucesivamente, aunque sufriendo dolorosas y grandes pérdidas.
Rehechos los moros, no tan sólo contuvo Alcántara su tercera embestida, sino que avanzó a la bayoneta valerosamente, y logró salvar a unos cien hombres que, al retirarse del combate por estar heridos, habían sido atacados por más de doscientos moros.
Conseguido aquel resultado, y apoyado oportunamente Alcántara por el batallón Cazadores de Talavera, avanzaron juntos hacia el enemigo, que no se atrevió a esperarlos, y desapareció completamente por aquel lado.
En una de las cargas a la bayoneta murió el teniente D. Juan Malavila, visto lo cual, su asistente, Ramón Torrillo, se arrojó sobre el matador de su amo, atravesándole de un bayonetazo e hiriendo a otros dos más. También el padre capellán D. Nemesio Francés, que seguía a unos heridos para prestarles los auxilios de la religión, habiendo sido acometido y resultado contuso, recurrió a una carabina para defenderse, y mató a su agresor.
Entretanto, a la izquierda del Boquete de Anghera se encontraba situado el batallón Cazadores de Madrid, apoyándose en el Reducto de la Mona. Sus primeras guerrillas fueron atacadas por el enemigo, que subía hacia este punto, y todo el batallón hizo prodigios de valor, cargando repentinamente a la bayoneta contra enemigos numerosísimos, que, conocedores del terreno, y guiados por la rabia de la desesperación, querían apoderarse de los Reductos a toda costa.
El nuevo jefe de este batallón, el malogrado y bizarrísimo Piniers, que ha dado su nombre a uno de los Reductos, en cuya proximidad murió noblemente, alentaba y dirigía a sus soldados; pero las balas enemigas no respetaron tanto denuedo y tanto valor. Allí, a su lado, cayeron también, muertos o heridos, otros distinguidos y bizarros oficiales, y no muy lejos fue herido el mismo general Echagüe, que, acompañado de sus ayudantes, se dirigía hacia aquel punto para alentar a las tropas.
¡No se sabe cómo Echagüe no cayó en poder de los moros! ¡No se sabe cómo no lo mataron! La descarga de que resultaron herido él y muerto su caballo, se la hicieron a quema ropa. ¡Los moros estaban encima; sus alaridos feroces atronaban los oídos! La herida del general fue en el índice de la mano derecha, y se le cayó la espada; uno de los ayudantes la cogió y se la entregó enfrente de los enemigos. A cuatro pasos de distancia se encontraban ya estos, entretenidos en cortar la cincha del caballo para recoger la hermosa silla de que se había desmontado Echagüe, cuando llegaron refuerzos y se rechazó a aquellas fieras.
Otro de los batallones que con más bizarría se condujeron fue Cazadores de Cataluña. En él se hallaban los hermanos Labastida, que nos han legado una historia de heroísmo y de lágrimas. Herido uno de ellos, se arrojó el otro, tratando de salvarlo; mas, ¡ay!, que el último resultó también herido en aquel mismo instante, y de mayor gravedad, pues a los pocos días moría en uno de nuestros hospitales de sangre.
Los regimientos de línea, Borbón, Rey y Granada, se cubrieron de gloria, con sus coroneles Berrueco, Caballero de Rodas, García, Rodríguez y Trillo.
Las pérdidas de los moros fueron mucho mayores que las nuestras, pues además de los muertos en la refriega, perecieron otros muchos, cortados después por la rapidez de la marcha de aquellas tropas, y pasados a cuchillo sin compasión…; vengando así la suerte que había cabido a algunos soldados españoles, a quienes los barbaros y crueles marroquíes habían degollado y puesto en cruz, como escarnio hecho a Jesucristo.
Nuestras pérdidas consistieron en ochenta y nueve muertos en el campo y trescientos treinta y seis heridos. Habían entrado en fuego siete batallones tan solo.
El general Echagüe se había trasladado a Ceuta para curarse su herida, quedando el general Gasset al frente del PRIMER CUERPO. Este, con las pérdidas de los combates y con las del cólera, que seguía arreciando, estaba reducido a siete mil quinientos hombres útiles, es decir, a la mitad que sacó de España.
Así llegó el día 27, en que el nuevo sol nos hizo probar una inmensa alegría, que se comunicó a jefes, oficiales y soldados…
Una escuadra española venía por el Estrecho con dirección a Ceuta, y uno de sus buques, el Vulcano, enarbolaba una insignia que indicaba la presencia a bordo del general en jefe.
¡Era, sí, el general O'Donnell, y con él llegaban el SEGUNDO CUERPO DE EJÉRCITO, mandado por el general Zabala, y la DIVISIÓN DE RESERVA, mandada por el general Prim!
¡Qué inmensa conmoción, qué grato júbilo se extendió por el campamento en cuanto desembarcó el general O'Donnell! Los soldados cantaban, reían, se abrazaban, tiraban sus roses al aire, empujaban al caballo del ilustre guerrero, y gritaban con entusiasmo: «¡Viva el General en Jefe!».
O'Donnell, casi con las lágrimas en los ojos, y sonriendo a la par, preguntaba a los soldados: «Hijos míos, hijos míos, ¿habéis sufrido mucho? ¿Qué tal los moros? ¿No es cierto que los habéis escarmentado?».
Y la verdad es que con su presencia cobraba el ejército nuevo aliento. No parecía sino que en la persona del general O'Donnell venía la patria entera.
Los moros quisieron conocer bien pronto a nuestro general en jefe, y el 1.º de diciembre nos presentaron una grande y reñida acción.
Serían las dos y media de la tarde, cuando el estampido del cañón anunció la proximidad del enemigo, que iba disparando algunos tiros sueltos, como señales para reunir sus huestes. En el momento en que el cañón se dejó oír, el general O'Donnell montó a caballo, y, acompañado de su estado mayor, se situó en el Reducto de Isabel II, desde donde dirigió todas las operaciones.
No quiero hacer mención especial de nadie, pues todos los que entraron en fuego, pertenecientes a la división de vanguardia del PRIMER CUERPO, rivalizaron en valor y bizarría.
Los batallones Cazadores de Simancas, Barbastro, Arapiles, Navas y otros batallones de los regimientos de línea Rey y Borbón, fueron los que principalmente sostuvieron la acción.
Las tropas de los generales Zabala y Prim tomaron posiciones durante la acción, pero no entraron en fuego.
El general O'Donnell concedió algunas gracias sobre el mismo campo de batalla por hechos que había presenciado. La serenidad que manifestó el general en jefe, la atención y la precisa y matemática exactitud con que dictaba las órdenes, coadyuvaron al mejor resultado del combate, entusiasmaron y animaron al ejército de África.
El SEGUNDO CUERPO, mandado por el general Zabala, reemplazó al PRIMERO en el penoso servicio de guarnecer el Serrallo y los Reductos, que constituían nuestra línea de defensa frente a Sierra-Bullones.
El día que se verificó el relevo de uno por otro cuerpo de ejército, los moros se subieron a las cumbres de esta salvaje sierra, y desde allí observaron nuestro movimiento. Creían, sin duda, que íbamos a atacarles…
Por lo demás, el objeto de este cambio se explica naturalmente. El PRIMER CUERPO necesitaba descanso; el SEGUNDO necesitaba foguearse.
El general Ustariz (De fotografía).
Así llegó el 9 de diciembre, en que volvieron a atacarnos los moros, y en verdad que se batieron en este día con una inteligencia, con una astucia y con un valor que nos dejó sorprendidos.
Colocados en acecho, apenas la aurora se anunció en el horizonte, tras una noche fría y húmeda, se precipitaron los moros sobre nuestros Reductos, cuyos defensores no tuvieron tiempo ni siquiera de dar la voz de alerta.
El Reducto de Isabel II se hallaba defendido por tres compañías del regimiento infantería de Castilla, mandadas por el segundo comandante D. Rafael Bermúdez de Castro, y una de artillería de montaña, a las órdenes del capitán D. Gaspar Goñi. El Reducto Rey Francisco estaba defendido por tres compañías del Regimiento de Córdoba, a las del comandante fiscal D. José Fernández.
Ataque del reducto de Isabel II.
Como bola de nieve que a cada paso toma más cuerpo y amenaza con mayores estragos, así los enemigos aumentaban en número; su furor crecía; su deseo de arrojarnos de nuestras posiciones les daba cierta rabia salvaje; y extendiéndose velozmente, y avanzando siempre, a pesar del mortífero fuego de nuestros soldados, envolvieron los Reductos rebasándolos por ambos lados.
Favorecíales en extremo para llevar a cabo su intento, ya lo quebrado y áspero del terreno, ya los espesos bosques que lo cubren. Pero pronto se conoció que trataban de colocarse en las posiciones mediantes entre los Reductos de Isabel II y Rey Francisco y el campamento del Serrallo, que ocupaba entonces el SEGUNDO CUERPO de ejército.
No había, pues, tiempo que perder. Los moros crecían en empuje y en número. Estaban encima de los Reductos. Atacaban ya hasta con piedras. Se hallaban tan cerca, que no podía dañarles el fuego de los cañones. Nuestros soldados no podían asomarse a la barbeta de la fortificación, porque sus cabezas servían de seguro blanco. Nuestros fuertes estaban en grave peligro. La bandera roja enarbolada lo indicaba así.
Esta señal terrible puso en alarma al general Zabala, quien desde el Serrallo, y a consecuencia del violento levante que reinaba, no había oído el fuego vivo que se cruzaba por las alturas de su campamento. Montó, pues, a caballo con su cuartel general, y envió un parte al general en jefe.
¿Qué sucedía entretanto?
La guarnición de los fuertes resistía con heroísmo. Tres veces llegaron los marroquíes hasta los fosos, y otras tantas fueron rechazados. Diez o doce cadáveres moros tendidos allí daban vivo testimonio de su arrojo y de su temeridad y de la impavidez de nuestras tropas.
Y mientras esto sucedía en los Reductos, las fuerzas restantes de los regimientos de Castilla y de Córdoba y el batallón de Cazadores de Figueras, que salieron con el brigadier D. José Angulo a verificar la descubierta, se encontraron con aquel número inmenso de moros que brotaban de las peñas, de los árboles y de las malezas, y se trabó por allí también una sangrienta lucha.
El choque fue duro y terrible. La morisma crecía; los nuestros caían y no eran reemplazados; cada uno de aquellos héroes tenía que luchar casi cuerpo a cuerpo con dos o más enemigos a la vez; pero acometieron con tanto brío y decisión, que los arrojaron a las cañadas y bosques que se hallaban al otro lado de nuestras posiciones avanzadas.
El general Zabala, al tiempo de salir para el sitio del peligro, había dispuesto que le siguiese el resto de su primera división, a las órdenes del general Orozco, y toda la segunda, que manda el general D. Enrique O'Donnell.
Cazadores de Arapiles fue el primer batallón que llegó al sitio del combate, y el general Zabala le hizo cargar por el bosque inmediato al Reducto Isabel II, desde donde hacía fuego un gran núcleo de fuerzas enemigas, causándonos gran número de bajas.
Aquel bizarro batallón se coronó de gloria, pues dio una brillantísima carga a la bayoneta, que despejó de moros el bosque. El batallón estaba apoyado, al dar esta carga, por el segundo de Castilla y el primero de Saboya.
Los enemigos no tardaron en rehacerse, sin embargo; se precipitaron de nuevo en el bosque, y volvieron a tratar de envolvernos.
El general en jefe, que mandaba ya la acción, dispuso que salieran el general García y el brigadier Villar. Acompañaban al primero el batallón Cazadores de Alba de Tormes y unas compañías de Córdoba, apoyadas por el primer batallón de León y el regimiento de la Princesa. Seguían al segundo, el batallón Cazadores de Figueras y una sección de la Guardia civil.
Unas y otras fuerzas dieron brillantísimas cargas a la bayoneta, con tal ímpetu, que no solo desalojaron el bosque, sino que arrojaron al enemigo a gran distancia, con lo que la acción terminó en la parte de los Reductos.
Pero el enemigo quería forzar nuestra derecha, como lo adivinaba el general O'Donnell, que envió sus avisos al general Zabala, para que no se descuidase por aquel lado. Los moros, en número de cuatro o seis mil hombres de infantería y de ciento a ciento cincuenta caballos, se precipitaron por allí, en efecto; y no pudiendo el batallón de Chiclana sufrir este terrible choque, empezó a retroceder. Entonces los batallones primero de Navarra y segundo de Toledo, mandados por el general Rubín y brigadier Conde la Cimera, marcharon en su apoyo. Rehízose el batallón de Chiclana, y, avanzando de nuevo, briosamente impulsado por el brigadier Mackenna y el coronel D. Francisco Ceballos, primer ayudante del general en jefe, la posición perdida volvió a nuestro poder.
La acción había terminado en toda la línea, y el triunfo era nuestro, pero nos había costado sensibles pérdidas.
En el instante en que subía el general Zabala a los Reductos, tres de los oficiales de su cuartel general habían caído heridos o muertos. Muerto cayó también, en brazos del conde de Corres, el valiente capitán de ingenieros señor Mendizábal, tan entendido como valiente. El señor marqués de Ahumada y el sr. Jiménez, ayudantes, fueron heridos. El coronel de ingenieros, sr. O'Rian, en el momento que gritaba a un batallón que salía a la bayoneta: «¡Viva la Reina!», era herido en un muslo, y el sr. Goñi, que mandaba la batería del Reducto más avanzado, fue herido en el rostro y en una oreja, a pesar de lo cual no quiso retirarse de su puesto.
Terminada la acción, tuvo lugar una escena patética y solemne, cuando el general en jefe concedió algunos premios sobre el campo de batalla y se presentó a los batallones que defendieron los Reductos.
El primer premiado fue un corneta de órdenes de Saboya, llamado Domingo Montaña. Había salvado al ayudante del brigadier Angulo, señor D. Eduardo Alcayna, que había caído en poder de tres moros. El corneta mató a uno de ellos con el tiro de su carabina, a otro le atravesó con su bayoneta, y al otro le ahuyentó. El ayudante, sin embargo, salió herido en una pierna.
—En nombre de la Reina —dijo al corneta el general en jefe—, concedo a usted la cruz de San Fernando, con la pensión de treinta reales al mes.
—Mil gracias, mi general —contestó el muchacho.
—¡A la Reina, señor corneta! —replicó O'Donnell.
Después fueron premiados otros soldados y jefes.
Esta acción fue reñida como ninguna. El general Zabala, que tantos y tan grandes peligros había corrido con verdadera temeridad durante la guerra civil; el general Zabala, el digno émulo de León, confesaba, en el seno de la confianza, que nunca había oído tantas balas como al subir al Reducto Isabel II.
Calculo que las fuerzas del enemigo debieron haber sido de diez a doce mil hombres; su caballería, unos trescientos jinetes. Por nuestra parte, no entraron en fuego sino quince batallones.
Nuestras bajas no debieron subir mas allá de ochenta muertos y trescientos heridos. Las del enemigo debieron ser horrorosas: nuestra artillería les causó un daño indecible.
A los dos o tres días no era ya para nadie un secreto que nos dirigíamos a Tetuán.
Pero, bien lo sabe usted, amigo mío: aquí no había ni tan siquiera sendas. Jarales inmensos y hondos barrancos impedían todo movimiento desembarazado al ejército; y como no eran aves nuestros soldados, que volando pudieran salvar la distancia que los separaba de Tetuán, había que proceder lenta y trabajosamente a abrir un camino, sobre todo para la artillería.
El general Prim, que, con su DIVISIÓN DE RESERVA, había protegido la construcción de anchos y hermosos caminos para poner a los Reductos en comunicación unos con otros fuera de la vista del enemigo, era el que estaba encargado de proteger también la construcción de la vía de Tetuán.
Este camino adelantaba prodigiosamente, y el día en que llegase el TERCER CUERPO DE EJÉRCITO (que estaba organizándose en Málaga, y al que usted ha pertenecido), nuestros campamentos podrían adelantarse más de una legua sobre las posiciones que ocupábamos.
¡Oh, ese día no podía retardarse sin grandes peligros para el éxito de la campaña! El cólera y la paralización nos consumían y desalentaban en las inmediaciones del Serrallo. «¿Cuándo llegará el TERCER CUERPO DE EJÉRCITO?», nos preguntábamos, al asomar el primer rayo de la aurora, fijando nuestra mirada en las vastas soledades del mar y en dirección de las costas de Málaga. «¿Has adelantado hoy mucho el CAMINO?», preguntábamos por las tardes a los soldados que se retiraban de los trabajos de la vía de Tetuán. Y una y otra idea nacían de la impaciencia que nos devoraba por abandonar aquellas posiciones, por seguir adelante, por salir de un terreno apestado, por agrandar el teatro de nuestras operaciones, por entusiasmar a la patria con el anuncio de grandes y magníficas victorias.
Ahora bien; figúrese usted la santa y purísima emoción de júbilo que estremeció todos nuestros campamentos cuando, al rayar el sol del 12 de diciembre, vimos anclada ya en la bahía de Ceuta a la escuadra en que venía el TERCER CUERPO DE EJÉRCITO.
Solemne y gratísimo sería el momento en que ustedes, los que venían en los buques y ardían en impaciencia de participar de las fatigas y de las glorias de la campaña, pudieron saludar de lejos el suelo africano; pero grande e inmensa fue también nuestra alegría cuando contemplamos anclados en las aguas de Ceuta a los veinte magníficos vapores que componían tan brillante escuadra.
«¡Bien venidos seáis (decíamos desde el fondo de nuestra alma), nobles hermanos, soldados del TERCER CUERPO DE EJÉRCITO, que nos traéis con vosotros la imagen de la patria y sus santas bendiciones! ¡Bien venidos seáis los que estáis impacientes por probar al enemigo el temple de vuestras armas, el arrojo de vuestro corazón! ¡Bienvenidos seáis los que, con la alegría en el rostro, venís a nuestro campo, habitado por el cólera y empapado de sangre! ¡Bienvenidos seáis los que pedís al cielo que os depare pronto ocasión de pelear en sustitución de éstos vuestros hermanos, los que os precedieron en la vía de la gloria y de la amargura!».
He concluido: los demás hechos de la Guerra de África están consignados en su DIARIO de usted. Réstame solo pedir perdón a sus lectores por el desaliño de estas páginas, y queda de usted verdadero amigo-X.