Alas y caparazones y pequeños cadáveres de arañas patas arriba eran los únicos indicios de que el enjambre de insectos había estado allí y se había ido. La lluvia había cesado. La niebla descendió como un pesado telón hasta posarse firmemente en el suelo, ocultando la cabaña, los árboles, la cumbre, el cielo, el sol, el mundo más allá de la montaña.
Sarah y Heath estaban confinados en el cobertizo y el recinto del campamento. Tansy, atada al grifo junto al tanque de agua, era una silueta etérea en la niebla. Pastaba la hierba alta que rodeaba el depósito. El aire denso intensificaba todos los sonidos; se oía cada vez que Tansy arrancaba hierba y cada vez que mascaba, al igual que los pasos renqueantes de Heath en el suelo encharcado.
Transportaba montones de leña de la pila que había junto a la cabaña y la dejaba en el cobertizo para que se secara. Desaparecía en la niebla, reaparecía, sin quejarse de que la rodilla le obligase a ir más despacio o le doliera. Sarah dedujo que había acarreado mucha leña en su vida. La tiraba, la amontonaba, la levantaba con total seguridad.
La estufa ardía. Sarah se había despertado y había encontrado a Heath avivando el fuego al bajar de la caravana. Con la misma destreza que mostraba ahora, él había abierto la portezuela, retirado la ceniza y puesto unas cuantas ramitas sobre las pocas brasas que quedaban, y en un pispás habían prendido.
Sarah removía la crema de calabaza en un cazo. Esa mañana tomarían un cuenco cada uno y una galleta salada en lugar de pan. La responsabilidad de racionar las provisiones le había tocado a ella, seguramente porque era quien había descubierto la caravana. Hizo gestos para indicar que la sopa estaba lista. Heath dejó su tarea y se acercó.
Llevaba una camisa seca, los pantalones cortos con los que había dormido y las botas. Una hilera de pares de calcetines se secaban junto a la estufa. Un bigote y una barba incipientes le sombreaban el labio superior y la mandíbula. Cuando las personas delgadas pierden ni que sea un kilo, se nota, y se le veía más enjuto que la noche anterior. Quizá ella también parecía más flaca. Sarah se sentía demacrada.
Heath se sentó a la mesa. La masa de niebla se inflaba a lo largo del lado abierto del cobertizo y reventaba. Espirales de neblina se colaban dentro.
—Da la impresión de que va a estar igual todo el día —dijo Sarah—. Si sigue así, no vendrá ningún helicóptero.
—¿Has ido a la cabaña?
—Estuve ayer. ¿Por qué?
—Hay un montón de madera y andamios que no se han usado. Estaba pensando —sorbió por la nariz y alzó los hombros— que podría intentar construirle un corral a Tansy, si quieres.
Sarah se sentó ante su cuenco de sopa. La mesa era cuadrada, del mismo tamaño que las de una cafetería. Las patas metálicas desplegables estaban salpicadas de óxido. Sarah había guardado los artículos de la cesta de Navidad en la caravana, con el resto de la comida. Había recogido los desperdicios de los trabajadores y limpiado el polvo.
—Oh —se limitó a decir en respuesta al ofrecimiento.
—Con el andamio podríamos levantar una cerca. No creo que sea muy difícil. —Heath tenía hebras de corteza húmeda pegadas a la camisa. Volvió a sorber por la nariz; le goteaba por culpa del frío. Tomó una cucharada de sopa—. Con los tablones podría hacer una valla en el compartimento del extremo del cobertizo y cerrarlo por fuera; así tendrá un establo y un corral. —Dejó la cuchara, señaló la zona de la que hablaba y dibujó con la mano un cuadrado delante del último compartimento del cobertizo—. No tendría que estar siempre atada.
—¿Cuánto tiempo crees que estaremos aquí?
—No lo sé. —Volvió a la sopa.
Sarah desmenuzó la galleta salada en el cuenco. A Heath debió de gustarle el sistema, porque lo copió.
—¿Has pensado qué vas a hacer si vienen y no pueden rescatar a Tansy? Seguramente tendremos que construir un corral. Pase lo que pase.
—Pensaba quedarme con ella hasta que el río baje lo suficiente para que podamos cruzarlo.
—Eso podría tardar muchísimo en ocurrir. —Heath removió los trocitos de galleta—. Si dispone de un corral y un lugar cubierto, podrían lanzarle balas de paja y bajar a alguien para que la alimente y vea cómo está hasta que pase la riada. O eso, o tendrán que aerotransportarla.
—No quiero que la transporten por el aire. Y no la dejaré encerrada en un corral si no estoy yo con ella. ¿No te duele la rodilla? —Sarah empezó a comerse la sopa.
—No mucho, pero tampoco está fuerte. No sé… es molesto, nada más.
—Probablemente la estás dañando al forzarla.
—¿Te parece buena idea construir un corral? Así estará más cómoda mientras estemos aquí. ¿Lo intentamos?
Sarah asintió.
—Gracias por pensar en ella.
—Es mi forma de conquistarla. —Heath inclinó la cabeza sobre el cuenco y cogió una cucharada de la capa más fría de la sopa—. Sigue mirándome mal.
—Si no eres aficionado a los caballos ella lo sabe; no perderá un minuto contigo.
—¿Quién dice que no soy aficionado a los caballos? —preguntó él arqueando una ceja.
—Pues dime de qué raza es.
Heath se frotó los labios y miró a la yegua con los ojos entornados, aunque apenas se veía nada con la niebla.
—¿Cuarto de milla?
—Inglés. Es un caballo de resistencia.
—¿De resistencia? ¿Para rutas de montaña?
—Para rutas de montaña no, más rápido. Competición. Rutas de montaña con anabolizantes. Distancia. Velocidad. Sin parar.
—¿Eso es un deporte?
—Desde luego. Puedes competir en todo el mundo.
Heath meneó la cabeza, parecía impresionado.
—¿Una especie de Dakar para caballos?
—Más o menos. Y ella es la mejor del país. Lo será dentro de un par de años, en cualquier caso. Los árabes la desecharon. Se equivocaron.
—Ahora sí que tengo ganas de ser amigo suyo. ¿La montas tú en las competiciones?
—Sí.
—Debes de ser muy buena amazona.
—Lo soy.
—Mmm. —A Heath le brillaban los ojos. Esa mañana tenían un tono verde más oscuro y habían recuperado profundidad e intensidad. Los realzaban unas pestañas cortas y negras.
Sarah se preguntó de qué serviría saber cómo se apellidaba. Ella había adoptado el apellido de un hombre y aun así había estado en la inopia. No necesitaba conocer el pasado de Heath, sus gustos y sus fobias, a su familia, a sus amigos; se puede saber todo eso y sin embargo no conocer a un hombre. El amor la había engañado hasta hacerle creer que podía entender a una persona y confiar en ella. Visto en perspectiva, le parecía de una ingenuidad tremenda. ¿Por qué había creído tan ciegamente que su marido se había mostrado vulnerable y había desnudado su alma ante ella? No lo hizo. Si acaso, todas esas mujeres, las conquistas de una noche, las habituales, las prostitutas que solo le habían conocido por el nombre de pila, habían visto sus interioridades más que ella, habían percibido sus debilidades y sus sombras, y esas dos cosas eran más reveladoras que la fortaleza y la bondad de una persona. O eso creía ella. Sin duda estaba amargada.
Sarah, que miraba fijamente a Heath mientras reflexionaba, de pronto se dio cuenta de que él no había desviado la vista. El rato que había estado sumida en sus pensamientos, él había estado estudiando su rostro, observando sus ojos abiertos y absortos, escudriñando en su interior.
El calor subió despacio por el cuello de Sarah y le invadió las mejillas. Bajó la vista.
—Y yo que temía que me robaras la yegua para ir a echar un vistazo a tu campo de adormideras. En cambio, te sientas y me dices que quieres construir un corral para que esté a gusto. No te entiendo.
—Las adormideras no crecen en este clima.
—Claro que no.
—Pues yo pagué caro el descubrimiento. Me llevé un buen palo.
—Valía la pena intentarlo, supongo.
Sarah le oyó reír entre dientes. Se comió la sopa.
—¿Tomaremos café después? —dijo él.
—Solo queda un poco en el bote, además de unas pocas bolsitas de té.
—Supongo que es mejor que gastemos con prudencia lo que tenemos.
—Por si acaso, pienso yo.
Parecía que él volvía a comer; Sarah no levantó la vista para averiguarlo.
Los trabajadores se habían llevado casi todas las herramientas. Sarah y Heath buscaron alrededor y dentro de la cabaña, la caravana y el enorme cobertizo. Él utilizó la palanca para levantar unas cuantas tablas de la puerta del baño anexo de estilo colonial. Tras echar una ojeada a las paredes de madera y al suelo de hormigón, examinar las pintorescas duchas de chapa ondulada, ver los accesorios nuevos diseñados para que parecieran antiguos, las tuberías a la vista y las pilas independientes, no consiguieron encontrar nada. Seguían faltándoles las herramientas básicas. Les habría venido bien un martillo. Una llave inglesa. Alambre. Una caja de clavos. Una carretilla habría sido un regalo del cielo. Al igual que sierras, tenazas, todos esos utensilios sin los cuales tendrían que arreglarse. Lo que tenían, y valoraban muchísimo debido a la falta de otras herramientas, eran la palanca y las palas.
En la Cabaña del Ahorcado, Heath dividió los elementos del andamio en diferentes montones según su tamaño y apartó los postes con acoplamientos o ensamblajes incorporados. Sarah trasladó los tablones de madera. Para dejar espacio en el suelo, apoyó las vigas y los maderos en las paredes de piedra. Era un trabajo pesado. La niebla se les pegaba como sudor frío. Lo humedecía todo. De vez en cuando hablaban; unas veces era Sarah quien rompía el silencio, otras era Heath; observaciones espontáneas, comentarios de carácter práctico.
—¿Crees que necesitaremos estos trozos pequeños de madera?
—Seguramente no, pero apílalos de todos modos.
Una vez seleccionados los materiales, Heath comenzó a poner piedras delante del cobertizo para indicar dónde debían clavar los postes de aluminio.
—Sin pensar, dime tu disco favorito —dijo.
—Nina Simone. Concierto del Carnegie Hall.
—Vaya. —Él se echó a reír.
—¿Lo conoces?
—Más o menos. No me lo esperaba.
—¿Qué quieres decir, que parezco…?
—Una chica aficionada al country.
Ella fingió una arcada.
—Oye, que a mí me gusta el country.
—Perdón.
Sarah reconsideró su opinión sobre él. Quizá el brillo era eso, ese fervor casi evangélico por la vida que tenían ciertas personas de campo. Gente optimista. Supuso que con sombrero y pantalones largos, Heath podía tener cierto aspecto rural. Era difícil saberlo porque ambos iban vestidos como una pareja de marginados de Deliverance. Llevaban bermudas holgadas a juego, botas y las pantorrillas al aire. Se habían abrigado lo mejor que habían podido, se habían puesto calcetines, Sarah llevaba la chaqueta impermeable encima de la camisa y Heath dos camisas.
—¿Qué coche tienes?
Ella solo quería saber si el coche de Heath completaba la imagen de chico de campo: una camioneta que llevara en la ventanilla trasera esa pegatina de los cuernos de la marca R. M. Williams. Sin embargo, al oír la pregunta él le dio la espalda bajo la niebla.
—Uno muy corriente.
—Pero ¿tiene tracción a las cuatro ruedas?
—Sí.
—¿En qué parte de la planicie está?
—De hecho la crucé. —Seguía de espaldas a ella—. Y me desorienté un poco en las pistas del otro lado.
—Si está en una pista será más difícil que lo vean desde el aire, ¿verdad?
—De todos modos, como tú dijiste, sobrevolarán el campamento y nos verán. Supongo que da igual que encuentren o no mi coche.
La niebla era tan densa que Sarah no veía a Heath mientras ella sostenía los largos postes por un extremo y él por el otro. Era como si un fantasma aguantara la otra punta. Sacaban los postes y los tablones por la puerta trasera de la cabaña, subían la pendiente y se dirigían al cobertizo pasando por delante del lugar donde Tansy estaba atada a una estaca puntiaguda bien hundida en la tierra. Sarah percibía la presencia de Heath durante esos viajes, oía sus pasos y su respiración, su voz le llegaba clara entre la niebla cuando hablaba, pero él era invisible. Charlaron del tiempo, de la tormenta, recordaron el color de las nubes y el estruendo constante de los truenos, la fuerza de la lluvia y el volumen de agua. La conversación fluía sin problemas. Sarah le habló del puente. Él se acercó y escuchó. Ella le veía bien ahora y observó que su reacción ante el relato era la que había esperado la noche anterior: separó los labios y abrió los ojos como platos en señal de incredulidad; ella no estaba exagerando, ¿verdad?
—¿El árbol chocó unos pocos metros detrás de ti?
—Sí.
—¿Y era muy grande?
—Grande como alguno que he visto en la sierra. Como los del parque de Lauriston.
—Joder. —Él ladeó la cabeza y apoyó una mano en la cadera—. ¿Y… y qué hiciste después?
Ella le contó que Tansy había echado a correr. Por la razón que fuera no mencionó al ciervo. No lo excluyó de la historia a propósito, solo hacia el final pensó en hablar de él, pero entonces le pareció que quedaría raro: «Ah, sí, y había un ciervo enorme». ¿Acaso el animal era su secreto? ¿Quería que aquel momento especial quedara entre el ciervo y ella? Nadie entendería lo que había pasado entre ellos.
Heath habló sin reservas de su caminata hasta la cabaña. A ella le pareció que había sabido exactamente dónde se encontraba al producirse la riada y cómo llegar al sitio al que se dirigía.
—Tomé un antiguo camino de tramperos. Mientras subía se formaban torrentes, de golpe aparecían ríos. Me costó mucho cruzar algunas zonas. Y como desde entonces ha seguido lloviendo no me sorprendería que no solo nos sea imposible acceder a la falda de la montaña, a Lauriston, sino también al río de las Truchas. Eso creo yo. Podemos ir a ver cómo está el camino, pero sé que ahora será imposible bajar por donde yo subí. Creo que ni siquiera podremos volver a la planicie y a aquella parte.
—Hubo deslizamientos en algunos tramos del camino. Pero me parece que se podría ir a pie monte a través.
—Te digo que se han abierto auténticos barrancos. La cima de la montaña se ha desmoronado. No lo he dicho por no asustarte pero, por lo que veo, el único modo de salir de aquí es que nos saque un helicóptero. Por eso hemos de construir el corral. No debemos dejarnos llevar por el pánico… Tal como dijiste, tenemos comida y un techo, y vendrán a rescatarnos, pero durante cierto tiempo nadie podrá entrar ni salir a pie.
Sarah se puso a cavar los agujeros para los postes en los lugares marcados. Heath, incapaz de excavar porque tenía la rodilla débil, se apartó y empezó a construir la valla divisoria en el interior del cobertizo. Estaban aislados en sus respetivas tareas, la niebla les impedía verse, mantenían solo un contacto verbal, nada más.
Al cabo de un rato Sarah se percató de que no le llegaba ningún ruido del sitio donde Heath estaba trabajando. Se detuvo y aguzó el oído. Percibió movimiento en el otro extremo del cobertizo, no donde debería estar él.
Gritó envuelta en la niebla, en tono de broma para disimular su recelo:
—¿Eres tú, Sid?
—Sí, ciertamente —contestó Heath desde algún punto próximo a la caravana.
—No sabía que Sid fuera pirata además de bandido.
—Sí, no sé por qué he pensado en Jack Sparrow.
—Espero que no estés birlando comida.
Sarah vació la pala de tierra empapada y escudriñó la niebla con los ojos entornados. No corría ni una pizca de viento que la dispersara, y era más sofocante a medida que avanzaba la mañana. Tansy resopló. Del monte llegaban tímidos trinos y gorjeos, vacilantes cantos de pájaro; ninguna ave grande —las cucaburras, los verdugos, las urracas y los cuervos— había regresado aún.
Sarah oyó chirriar la suspensión de la caravana. Se palpó los bolsillos. Llevaba el cargador encima, pero tenía el móvil en el vehículo. Lo había dejado en el banco la noche anterior, cuando le dio a Heath sus bermudas para que se las pusiera, y no lo había cogido por la mañana. Sarah iba a moverse, pero se contuvo. Si se acercaba a la caravana quedaría claro que le estaba vigilando. Esperó a que él le contestara.
No lo hizo.
—Estás robando comida, ¿verdad? —Su expresión no se correspondía en absoluto con el tono desenfadado.
—Me estoy cambiando los calcetines.
Habían puesto a secar los calcetines junto a la estufa, no estaban en la caravana. Sarah clavó la pala en la tierra blanda y la dejó en vertical junto al agujero. Entró en el compartimento del cobertizo más cercano y echó un vistazo a la valla interior que él estaba construyendo. Había montado cuatro postes con troncos de leña, equidistantes entre sí, y les había dejado hendiduras para encajar los extremos de las vigas y tablas sin necesidad de clavos. Había hecho mucho en muy poco tiempo. Cerca de la pared del cobertizo había dejado una zona abierta para acceder al establo y al corral. Sarah siguió caminando hasta la estufa: ni el menor indicio de que Heath hubiera cogido o cambiado de sitio un solo calcetín. Se acercó a la puerta de la caravana.
Él salió al umbral. Llevaba en la mano un rollo de film transparente.
—Recordé que lo había visto —dijo alzándolo—. Lo usaré para vendarme la rodilla.
Era un rollo de tamaño industrial, de plástico más grueso y resistente que los que se venden en los supermercados.
—Buena idea. Iba a decirte que si te molesta la rodilla tengo calmantes.
—Creo que esto me ayudará. Guarda las pastillas.
Heath bloqueaba la entrada de la caravana.
—Quiero probar el móvil. Ver si ya funciona.
Él se apartó, ella pasó a su lado y entró. El teléfono estaba en el banco, donde lo había dejado, tan muerto como antes. Había unas pocas manchas de tierra y trocitos de corteza sobre el banco. Las huellas de las botas embarradas de Heath se concentraban en esa zona del suelo. Sarah supuso que era de esperar que también él quisiera ver si el móvil funcionaba… Pero el aparato, ¿no lo notaba más ligero en la mano? ¿No estaba su peso un poco descompensado?
Heath estaba apoyado en el extremo del banco, con la pierna herida extendida en el estrecho pasillo. Palpaba el rollo en busca del borde del film transparente.
—Tú tienes uñas. ¿Puedes buscar el extremo?
Ella cogió el rollo.
—¿No hay suerte con el móvil?
Sarah encontró la punta del film y le devolvió el rollo.
—No.
Después de vendarse la rodilla, Heath hizo lo que había prometido: construyó un corral. Fue extraordinario verle trabajar. No perdió el tiempo levantando una estructura demasiado grande o complicada: su objetivo era mantener a Tansy en un lugar seguro. Se esforzó sobre todo en que fuera resistente. Ciertamente lo consiguió. Trabajó deprisa y sin más pausas.
El principal problema era el suelo enfangado. Los agujeros que Sarah había cavado se llenaban de agua. La tierra húmeda no quedaba compacta alrededor de los postes de las esquinas. Para compensarlo, Heath añadió un larguero al pie de la cerca. Extendió postes del andamio sobre la hierba y los fijó a la base de los de las esquinas. Ahora la cerca tenía un larguero arriba y otro a ras del suelo, que reforzaba la estructura.
Como toque final para asegurar el corral, Heath colocó de través varios postes cortos en las esquinas y los sujetó con las fijaciones y los codos del andamio. Los que escogió eran lisos, sin junturas ni tornillos que sobresalieran, para que Tansy no se hiciera daño. Cuando hubo cavado los agujeros, Sarah se puso a ayudarle. Era su aprendiz, estaba a su lado, esperando instrucciones, pasándole y yendo a buscar lo que le pedía, sin estorbarle. Era difícil pensar mal de él viéndole trabajar con tanto ahínco por su caballo. Aun así, una vocecita dentro de la cabeza de Sarah se preguntaba si con esa amabilidad esperaba algo a cambio: «Mira lo que he hecho por ti; ahora lo único que tienes que hacer tú es no interrogarme».
Heath acabó muy sucio, con las rodillas embarradas y la ropa empapada. Gotitas de niebla le perlaban los mechones de pelo y tenía la cara pegajosa de sudor. Se dio golpes en los dedos, se los pilló, se rascó la piel del brazo, se arañó el codo. Era exasperante que la niebla no se disipara. Sarah sentía una opresión en el pecho, y él también: contenía la respiración y meneaba la cabeza para intentar despejarla.
—Más que bruma parece contaminación.
A pesar de que habían hablado de ahorrar provisiones, empezaron a comentar lo que comerían después.
—¿Y si celebráramos la Navidad? —propuso Sarah—. Nos la hemos perdido.
—Yo me muero de hambre.
—Yo también.
—Pero ¿no trajiste tú toda esa comida navideña? Es tuya.
—Como si no fuera a compartirla.
—Supongo que es lo que se estropeará antes.
—El queso y el jamón tenemos que comérnoslo hoy.
—Sí, deberíamos.
Una vez fijada la última juntura y colocadas todas las barras, les venció el hambre y se decidieron: después de trabajar tanto se merecían un premio. Era media tarde. A Sarah le gruñía el estómago. Heath levantó la mano para mostrarle cómo temblaba.
—Nuestra verdadera reserva de provisiones será la comida de los obreros —dijo ella.
Saber que iban a comer bien bastó para aplacar los retortijones del hambre durante un rato. Terminaron y recogieron. Heath apoyó en la pared trasera del cobertizo los postes que no había utilizado. Con bloques de madera y tablones sobrantes, Sarah improvisó unos bancos donde depositar la silla de montar y otros objetos importantes que no quería dejar en el suelo. Heath salió del cobertizo para contemplar su obra desde distintos ángulos y observó con ojo crítico el corral. Empujó el travesaño superior con ambas manos y descargó en él todo su peso. La pieza no se movió.
—Heath, es estupendo.
—No sé…
—¿Estás de broma? Míralo.
La mitad de los corrales permanentes que Sarah había visto en su vida no estaban tan bien construidos. Le gustaba lo limpio y simple que era. La valla de tablas y leños del interior del cobertizo se veía más chapucera, pero al menos tenía la ventaja de dar un aire rústico y hogareño a la zona techada.
Él se pellizcó la nariz y se la frotó.
—Aguantará lo que aguante el punto más débil. La puerta y la valla del interior del cobertizo no están bien…
—Pero esa parte no está al aire libre y podemos fijarla y repararla en cualquier momento. Lo más importante es la cerca exterior, por si vuelve a llover… Así que ¿podemos ir a buscar a Tansy?
—Creo que sí.
La yegua había madurado durante las últimas veinticuatro horas. Sarah lo veía y lo notaba. Mientras que la antigua Tansy se habría pasado el día tirando del ronzal y piafando indignada en la hierba crecida y cargada de agua, la nueva Tansy había pastado como mejor había podido y ahora estaba plantada pacientemente entre la niebla. Percibía la necesidad de un cambio de actitud. Ahorraba energía. Y quizá también la niebla fuera como unas anteojeras que la sometían.
Sarah y su ropa olían a Heath. Tansy acercó el hocico a su hombro y olfateó la manga de la chaqueta.
—No pasa nada —le dijo Sarah muy bajito—. Te hemos construido un corral precioso. —Le acarició un lado de la cara y le dio una palmadita—. Nada de cabezazos, ¿vale?
Heath se encontraba junto a la entrada del establo. Había dejado abierta la puerta improvisada: un simple tablón atravesado. Estaba de espaldas a ellas, concentrado en quitarse el barro seco de la palma de las manos.
Esa actitud relajada demostraba que había dicho la verdad sobre una cosa: estaba acostumbrado a tratar con caballos. En comparación con el modo en que había actuado al ver a Tansy la primera vez, eso revelaba cierto sentido común. Seguía sin mirarlas. Se examinaba las manos y se las frotaba para eliminar el barro seco. Tansy estiró las orejas hacia delante y Sarah percibió un cambio en ella. En un abrir y cerrar de ojos la yegua pasó de la indignación a la curiosidad. Se quedó quieta y alzó la cabeza para mirar a Heath. Verlo tan ensimismado despertó su interés. Se inclinó hacia él. Heath se agachó para examinarse el vendaje de la rodilla, lo toqueteó, y la yegua se inclinó más. Al ver que él no la miraba, se impacientó y relinchó.
Sarah la llevó hacia la entrada.
—Vamos. Te está ignorando a propósito… Es el truco más viejo del mundo.
Como él seguía sin darse la vuelta, Tansy hizo lo que ningún caballo bien educado haría: se alzó de manos, bajó suavemente las patas delanteras y coceó con las traseras; no estaba asustada, sino que exhibía su agilidad.
Sin volver la cara, Heath sonrió. Sarah le oyó espirar levemente, contento.
—Es preciosa.
—Estaba pensando que quizá hubiera madurado. Ahora ya no estoy tan segura.
Heath se apoyó en la valla y contempló el establo desierto. Se acodó en el travesaño superior, como si dispusiera de todo el día para examinar el corral vacío.
—¿El nombre se lo pusiste tú? —dijo sin mirar atrás.
—Ya tenía nombre, un nombre largo. —Sarah pasó la mano por el hocico de Tansy—. Se lo cambié. Tansy significa «eternamente».
A la yegua no le gustó que hablaran de ella sin hacerle caso. Se lanzó hacia delante, dispuesta a acercarse a Heath para olisquearlo, o para empujarle descaradamente, pero Sarah le tiró de la cabeza, la condujo hacia la puerta y la metió en el establo. Una vez en el recinto, Tansy se interesó sobre todo por el aspecto y las vibraciones del lugar donde iba a estar encerrada. Tensó el cuerpo y volvió la cabeza para asimilar sus nuevos límites. Sarah desató la brida y se la quitó para que explorara el espacio por sí misma.
—No pasa nada, cariño.
Aunque el caballo estaba lejos de casa, sin brida y en un corral, Sarah se sentía más tranquila. Tansy se dirigió a la parte exterior y bajó la cabeza para olisquear la tierra y la hierba. Fue hasta el extremo más alejado de la cerca y dio un respingo al notar y olisquear por primera vez el travesaño metálico. Relinchó y brincó en el reducido espacio.
Heath la observaba con atención.
—Es completamente negra.
—Sí.
—Es preciosa.
—Chisss, te oirá y se volverá aún más creída.
Él siguió mirándola.
—Tiene algo, ¿verdad? Algo especial.
—La creencia popular sobre las yeguas negras, quizá es eso lo que ves.
—¿No soy amante de los caballos si no entiendo lo que quieres decir?
—Las yeguas negras viven eternamente.
—Vaya, pues está muy bien para su edad —comentó Heath entre risas.
—Dicen que cuando una yegua negra muere su espíritu no abandona la tierra; pasa a la siguiente yegua que nace, y así sucesivamente…
—¿Tú no lo crees?
—No, pero eso es la reencarnación; en realidad eso es lo único que dice la leyenda popular. Hay mucha gente que cree en la reencarnación. ¿Y si fuera una maldición? Yo no sé si querría ser una yegua negra eternamente.
—¿Y los sementales negros?
—Según la creencia popular, están demasiado concentrados en una sola cosa para recordar el pasado. Obsesionados con el sexo. Eso sí me parece creíble.
—¿Cómo se porta cuando la montan otras personas?
—¿Por qué?
—Esas adormideras no se cosechan solas —contestó él sonriendo.
—Entonces más vale que te lo advierta —repuso Sarah sin sonreír—. No dejará que la monte nadie salvo yo. Te tirará al suelo, te harás daño en la otra pierna y te quedarás atrapado en la montaña con dos rodillas hinchadas.
—Me alegra que hayamos aclarado este punto.