Una intensa descarga de lluvia la despertó. Sarah se incorporó en el saco de dormir. El fuego de la estufa había menguado. Caía una cascada de agua de los canalones desbordados. Había soñado que Heath limpiaba el lodo del barrizal y resultaba ser su marido.

El recuerdo del sueño se desvanecía a medida que Sarah se orientaba. Se le había acelerado el corazón, que ahora volvía a latir más despacio. El estruendo de la riada resonaba en su mente. Completamente despierta pero exhausta, reflexionó. Se rascó el cuero cabelludo, se frotó la espalda arriba y abajo con los nudillos. Le picaba todo el cuerpo. Bajó la vista al regazo y, al tenue resplandor del fuego de la estufa, vio algo raro en la ropa de cama. Se… movía.

Tardó un par de segundos en darse cuenta de que las mantas estaban cubiertas de insectos que reptaban. No chilló, pero emitió un siseo parecido al de una serpiente de cascabel, notó tirante la piel de la cara y frío en los dientes al aspirar. Se levantó de un salto, se sacudió el cuerpo a manotazos, retrocedió a trompicones; estaba demasiado asustada para gritar, tenía un nudo en la garganta, los músculos tensos y el cuello agarrotado. El picor que había sentido en el cuello, los brazos y las piernas, lo que había considerado una comezón normal porque tenía la piel húmeda y no se había lavado, no era eso: habían sido las patitas de los escarabajos y las largas patas de las arañas, habían sido las patas pegajosas de las polillas y las numerosas patas de los ciempiés.

—Oh, mierda —acertó a decir una vez que se hubo alejado del saco, mientras se restregaba las extremidades con las manos para asegurarse de que cada centímetro de su piel estuviera libre de cuerpos trepadores, y también la ropa, los pliegues y los bolsillos de la camisa y los pantalones cortos, y detrás de las orejas. Se pasó los dedos por entre el pelo. Cada cinco segundos se estremecía, la misma cantidad de tiempo que tardaba en decirse que estaba bien, que ya no tenía más insectos encima, antes de que volviera a dominarla el pánico de que hubieran regresado. Siguió pasándose las manos por el cuerpo compulsivamente. La linterna estaba sobre el saco. Al otro lado de la mesa, Sarah pateaba, temblaba y se retorcía. Se armó de valor para acercarse al saco y buscó a tientas la linterna.

Retiró las mantas de un tirón. La linterna rodó por el suelo de tierra. El leve sonido de los insectos al caer fue repulsivo. Sarah encendió la linterna e iluminó el espacio.

—Oh, joder.

Las partes secas del suelo del cobertizo habían sido invadidas por insectos que buscaban cobijo en lugares libres de humedad, como había hecho ella. En las zonas mojadas no había bichos. Sarah no salió de los refugios empapados. Saltó de una franja a otra, se acercó a Tansy y enfocó la luz hacia las patas del caballo. Cuanto más llovía, más empapado estaba el suelo del cobertizo. Una zona húmeda junto a la pared del fondo se había extendido hasta Tansy. El animal estaba sobre una fina capa de lodo. Al menos no tenía insectos encima. Sin embargo, algunos habían llegado hasta las paredes del cobertizo, unos pocos trepaban por el techo, reptaban por las vigas metálicas y amenazaban con caer desde lo alto.

Tansy era consciente de lo desagradable de la situación. Estaba apática, con la cabeza baja, y de vez en cuando coceaba con las patas traseras; el asco se reflejaba en los estremecimientos que le recorrían el flanco, en los espasmos del cuello y los hombros. Tenía el oído más fino que Sarah; si esta oía el ruido repugnante del enjambre de insectos masticando, para Tansy debía de ser un sonido envolvente en estéreo. Tenía las orejas gachas, apuntando hacia los lados, la mejor posición para impedir que entrara el ruido.

Heath había dejado abierta la puerta de la caravana. Sarah supuso que debía llamar de todos modos. Lo hizo. Pero no oyó nada dentro. Subió al escalón y se inclinó hacia el interior.

—Heath… tengo que entrar, lo siento, pero tenemos visita.

Llamó un poco más fuerte con los nudillos. Él no se movió. Sarah mantuvo la linterna enfocada hacia abajo y entró en la caravana. La luz rebotó en el linóleo amarillento e iluminó el interior lo bastante para permitirle ver el contorno de la cama y las mantas. Heath no estaba. Sarah alumbró el colchón. La ausencia de Heath neutralizó por un momento su capacidad de raciocinio, le vació la cabeza y la convirtió en un recipiente hueco, plantada como un zombi con la cara larga y la mirada perdida. Se espabiló. La ropa húmeda de Heath estaba sobre el banco. Faltaban las botas. No vio la linterna de cabeza por ninguna parte. Debía de haber salido al baño.

Sarah esquivó los insectos, se subió a la barra de enganche y se dirigió al otro extremo de la caravana. El suelo de esa parte del cobertizo estaba totalmente mojado, con algunos charcos dispersos. Ahí no había bichos, pero el palé de cemento y mortero se había convertido en una metrópolis de insectos, un montículo negro y marrón que parecía vibrar. Frunció el ceño. Los folletos satinados de la sierra jamás incluían imágenes como esa. «Naturaleza espectacular» nunca implicaba ese tipo de perspectiva. La lluvia arreció. Era un diluvio como el que ella había atravesado a caballo para subir hasta ahí. Sarah iluminó con la linterna el largo cobertizo abierto. Heath no estaba en un costado echando una meada; debía de estar fuera, bajo el aguacero. Sarah era incapaz de imaginar por qué había salido y desechó los posibles motivos que le vinieron a la mente. Pensó en el rifle.

Se había detenido bastante lejos del palé y no quería acercarse más. Desde donde estaba apuntó la linterna para ver si el arma seguía donde la había dejado.

—Oh Dios…

Una serpiente se había refugiado debajo del palé y en ese momento la estaban devorando; se retorcía, luchaba y moría bajo la alfombra de vida reptante. Sarah se acuclilló e hizo una mueca de incredulidad. Enfocó la linterna para tratar de ver más allá de la horripilante escena. No pudo. Si el rifle no estaba, era imposible saberlo. Y, por irónico que resultara, si seguía allí estaba perfectamente escondido y a buen recaudo. No había forma de recuperarlo en breve. Al oír un ruido a su espalda Sarah se enderezó y se dio la vuelta.

Con la linterna de cabeza encendida, Heath se acercaba bajo la lluvia. Se detuvo, pálido y chorreando, dentro del perímetro del cobertizo. Sus ojos reflejaban dolor y arrepentimiento, estaba claro que no se había escabullido para ir al baño… había ido a algún otro sitio. Se había marchado y no tenía planeado volver necesariamente.

Sarah frunció el ceño en un gesto de desconcierto y notó con gran frustración que le dolía. Se dio un masaje en la frente con la punta de los dedos. No tenía derecho a estar ofendida ni desconcertada. Eran dos desconocidos bajo el mismo techo. ¿Y qué si él se marchaba? Debería alegrarse de que quisiera largarse. Probablemente estaría más segura si se quedaba sola; sin duda correría menos peligro sola, a juzgar por cómo se comportaba él.

Aun así, le tocó la fibra sensible que la hubiera abandonado.

Recordó aquel momento en el puente, el ciervo y la conexión que sintió; debería pensar solo en sobrevivir.

—Una noche preciosa para dar un paseo —dijo.

Heath inclinó la cabeza y apagó la linterna. Sarah vio que del bolsillo de sus bermudas asomaba una bolsa de plástico hermética. Lo que quiera que contuviese ensanchaba mucho el bolsillo. Ella no había visto bolsas herméticas al registrar la caravana y todos los cajones y armarios, de modo que supuso que él había venido con sus artículos personales protegidos.

—¿Funciona tu teléfono, Heath?

Él no contestó.

—¿Era eso lo que estabas haciendo? ¿Una llamada? Porque el mejor sitio es delante de la cabaña, cerca de la tumba… si tienes suerte. —Sarah sonrió sin ganas—. Si no quieres gastar batería, dilo. Lo entiendo. No tienes por qué ayudarme.

—No tiene batería. —Él sacó la bolsa hermética del bolsillo. Dentro llevaba la cartera y el teléfono. Sacó el móvil y fue renqueando hacia ella. Volvía a dolerle la rodilla. ¿Acaso era una lesión que iba y venía? Las lesiones de los tejidos blandos a veces eran así.

Él trató de pasarle el teléfono. Ella no lo cogió.

—Quiero que veas que se ha quedado sin batería. —Le mostró el móvil. Era un smartphone de pantalla táctil con una funda contra golpes y todo tipo de inclemencias meteorológicas, como las que usan los obreros. Apretó el botón inferior un par de veces, con la pantalla vuelta hacia ella, y luego el botón superior para encenderlo—. Nada.

—A mí me da igual. El teléfono es tuyo.

—Estaba perfecto cuando llegué. Y… y pensé que a lo mejor tú eras guardabosques.

—Ya entiendo.

—Me entró el pánico. De todas formas, debí decirte que funcionaba. No eres guarda, ¿verdad?

—No.

—Pues qué bien.

—Y que lo digas.

—Seguramente es lo mejor. —Él se secó una gota que le bajaba por el puente de la nariz—. No he conseguido cobertura. He agotado la batería intentando hacer llamadas y enviar mensajes. No ha habido forma.

—¿No has hecho una llamada de emergencia?

—No he podido.

Estaba empapado, apoyaba el peso en la pierna buena, empezaba a tiritar otra vez. Estaban cerca el uno del otro y hablaban en voz alta y clara para hacerse oír por encima del sonido del agua. El ruido no era de la lluvia sobre el tejado metálico; era el de la cascada que se desbordaba de los canalones y salpicaba todo el terreno alrededor del cobertizo. Se curvaba en torno a ellos como unas cataratas del Niágara en miniatura. El agua comenzaba a colarse por debajo de las paredes del cobertizo y encharcaba las partes más bajas del suelo.

La mirada culpable que Heath tenía al aparecer bajo la lluvia no había desaparecido de sus ojos, de modo que, aunque Sarah buscaba pruebas de que mentía, quedaban encubiertas bajo su sentimiento de culpa general. En cualquier caso la experiencia le decía que la verdad surgía a trozos, cachos de sinceridad escupidos como bolas de pelo.

—Debería haber sido más franco, de verdad que lo siento.

—Al menos ahora las cosas están claras. Quería decirte que no me importa lo que estuvieras haciendo en el monte. No sabía cómo decirlo sin que pareciera que en realidad sí me importaba. Pues no.

—No era nada malo —le aseguró él. Miró bajo el palé, hacia donde Sarah había enfocado la linterna. Un atisbo de preocupación le alteró las facciones. Miró por todas partes al ver los insectos—. Hostia…

—En el otro lado de la caravana es aún mejor.

—Esto parece…

—Lo sé. Yo estoy esperando que Harry, Ron y Hermione aparezcan en cualquier momento.

En la mirada de Heath volvió a brillar una chispa de ironía. Reprimió una sonrisa.

Se oyó el chasquido de una rama mojada en el monte, seguido del golpe sordo que produjo al caer en la tierra empapada.

—Y ahí está Hagrid.

Él sonrió.

—Gracias por no estar enfadada. Debería haberte avisado. Prometo que no volveré a marcharme así.

Sarah imaginaba lo desvalida y frágil que debía de parecerle: prendas que no eran de su talla, calcetines arrebujados en los tobillos, suelas empapadas porque se había metido en un charco, ojos inyectados en sangre, pálida, el pelo lacio y la cara magullada.

—Resistiremos juntos —dijo él—, ¿no crees?

—No nos queda otro remedio, diría yo. Al parecer tendremos que compartir la caravana hasta que los bichos trasladen su casa de los horrores a otro lado.

—La compartiremos de todas formas. No quería que empezáramos con mal pie. Te compensaré, ya lo verás. Seremos un equipo, ¿vale?

Esta vez ella tuvo sueños submarinos. No había personas ni imágenes, trama ni tema; simplemente sabía que estaba en el fondo del mar. Se despertó. Estaba oscuro. Seguía lloviendo. Heath se encontraba a su lado en la cama. Sarah advirtió que aún no se había dormido: tiritaba bajo las mantas; le rechinaban y castañeteaban los dientes.

Mientras seguía tumbada, se dio cuenta de que había dormido poco, una cabezada de diez minutos como máximo. El modo de descansar de los animales: breves intervalos de sueño y, luego, alertas de nuevo, con un oído atento al tiempo y el otro pendiente de los demás ruidos.

—Me pregunto si la cosa estará muy mal río abajo —dijo.

—Bastante mal, creo yo.

—Pronto dejará de llover.

—¿No va a diluviar siete días y siete noches?

—Eso parece.

Estaba tumbada boca arriba. Levantó la mano despacio y se tocó la zona dolorida de la mandíbula, se examinó el interior de la boca con la lengua, se chupó con cuidado las partes más sensibles para ver cómo estaban.

Heath debió de adivinar, o notar, lo que hacía.

—¿Te duele la cara?

Sarah volvió a meter la mano bajo la manta y cerró los ojos para protegerlos de la humedad ambiental.

Él seguía tiritando muchísimo y le castañeteaban los dientes. Estaba de espaldas a ella. No les quedaban camisas secas, y no llevaba nada de cintura para arriba. Ella le había dado sus pantalones cortos para que no tuviera que dormir desnudo. Sarah estaba bastante abrigada con la única camisa de franela que quedaba; en comparación con él, tenía calor. La munición del rifle, guardada ahora en el bolsillo abrochado de la camisa, se le clavaba en el pecho.

—¿Cuántos años tienes? —preguntó ella.

—Veintiocho.

Sarah se pegó a la espalda de Heath. Él gimió al sentir su calor.

—Chisss, nada de gemidos.

—Ohhh —él respiró más profundamente y relajó la espalda—, gracias.

—Nada de «ohhh» tampoco.

Él susurró con fingida lascivia:

—Oh Dios, sííí…

Ella no dijo nada. Creyó advertir que él sonreía.

Cuando él volvió a hablar, su tono era serio.

—Siento haberme marchado.

Su voz sonó rota y vulnerable. Sarah fingió que no lo había notado, que no había notado eso ni lo inesperadamente familiar que le resultaba sentir su cuerpo pegado a ella, ni que la lluvia le había limpiado y suavizado el cabello, le había eliminado el lodo y le había dejado un aroma a monte, a hojas mojadas de eucalipto y a corteza empapada, un olor metálico y frío de roca húmeda y el perfume fresco de las frondas de helecho cargadas de agua. Él se había despojado de sus propios aceites y estaba escrupulosamente limpio, no quedaba olor a Heath, o apenas un rastro. Si Sarah se abstraía de los aromas del bosque, sus fosas nasales detectaban el vestigio de algo más cálido. Tampoco les quedaban calcetines secos. Ambos estaban descalzos. Tenía la punta de los dedos sobre el puente de los pies de Heath. Advirtió que él se daba cuenta de que aspiraba su olor.

—Hueles a monte, ¿hasta dónde fuiste para buscar cobertura?

—Más allá del tronco ese. He subido aquí con amigos otras veces y creía recordar que allí había buena cobertura.

—¿Son drogas?

Las palabras quedaron suspendidas en la oscuridad.

Él tardó un poco en contestar.

—No es nada peligroso… lo juro —dijo en voz lo bastante alta para hacerse oír por encima del ruido de las cortinas de lluvia que caían de los canalones, mientras los enjambres de insectos pululaban y torrentes de agua cada vez más anchos recorrían el suelo del cobertizo.