En el rato que tardaron en llegar al cobertizo él empezó a tiritar. No tenía grasa en el cuerpo para regular la pérdida de calor. Al sentarse en el tronco había provocado un descenso de la temperatura del organismo, y el barro helado lo aceleró. Sus movimientos eran descoordinados. Dio los últimos pasos hasta el cobertizo renqueando y tambaleándose. Sarah oyó el tintineo de un juego de llaves en un bolsillo de sus pantalones de camuflaje. En el bolsillo de la otra pernera llevaba algo, un teléfono, o quizá una cartera. Ambos tenían la cremallera cerrada.

—Vaya… —dijo él, asombrado de que su cuerpo tuviera límites—, ahora empiezo a sentir algo.

—Hay mejores formas de atraer a las mujeres.

—Los momentos desesperados exigen medidas desesperadas.

Ese coqueteo a cualquier precio convenció a Sarah de que era un veinteañero. Solo quienes eran lo bastante jóvenes para no avergonzarse de no tener pareja actuaban de ese modo.

Bajo la capa de lodo su cara había adquirido una palidez cadavérica y los labios un tono azulado. Tenía los ojos de un color oliva claro y vidriosos, la mirada errante y desenfocada. Sarah le ayudó a sentarse en la silla más cercana a la estufa.

—Te traeré ropa seca y algo para que te limpies. ¿Estás bien?

—Sí. —Se inclinó hacia delante y cerró los ojos, sintiendo el calor de la estufa en la cara y las manos—. Gracias —dijo sin apenas mover los labios.

Sarah dejó una manta en la silla que estaba junto a él y fue a buscar la cacerola grande que había visto en la caravana.

Cuando volvió con ella, él no se había movido.

—Entrarás en calor más deprisa si te quitas la ropa mojada.

Vertió en la cacerola el agua caliente del hervidor y añadió agua fría. Sumergió un trapo y luego lo escurrió. Él seguía sin moverse.

—Aquí. —Sarah le señaló el cuello de la camisa. Él se echó hacia atrás y Sarah se lo desabrochó.

—Gracias.

Él fijó la mirada en la boca y el mentón de Sarah.

Ella recordó sus heridas y se presionó los labios hinchados con los dedos.

—Esto no me ha pasado en la montaña.

—Tiene mala pinta.

Cuando ella se agachó para quitarle las botas, él oyó a Tansy y escudriñó la penumbra del compartimento contiguo.

—¿Qué es eso?

—Mi caballo.

Él se quedó mirando en aquella dirección. Tansy era una sombra inquieta en las tinieblas, acompañada de resoplidos y ruido de cascos. Él siguió observándola.

—Hace poco que hemos llegado y aún está nerviosa.

Sarah le quitó las botas. Vio que no llevaba calcetines. Al principio pensó que se los había quitado ella al tirar del calzado húmedo, pero cuando metió la mano para pescarlos… solo había barro. Las preguntas empezaban a acumulársele en la mente. Sin embargo, teniendo en cuenta las circunstancias, decidió ser cauta en el modo de plantearlas.

—No me he presentado. Soy Sarah.

El joven seguía mirando en dirección a Tansy. Desvió la vista al suelo y luego hacia la noche. Hizo una pausa antes de decir su nombre.

—Yo soy… Heath.

Su vacilación provocó que Sarah arqueara las cejas sin querer.

Él soltó una risa entrecortada y tembló.

—Lo intentaré otra vez… Soy Heath. Encantado de conocerte.

—Te daría la mano, pero las tengo frías y las tuyas están heladas. No te preocupes por Tansy. —Sarah se puso de pie. Se apartó para no seguir tapando la estufa—. Menudo día ha tenido. Casi se nos lleva la riada… ¿La has visto? ¿Sabes que estamos aislados?

—Sí.

—¿A ti te pilló? Nosotras nos libramos por poco.

—No, yo la vi desde un poco más arriba.

—¿Desde dónde?

—Desde la planicie.

—Creo que vi tus huellas. Subiste en coche por el puente de las Truchas.

—Mmm.

—¿Dejaste el coche para venir andando hasta aquí?

—Sí.

—¿Buscabas cobertura?

—Eso es.

—Pararé de bombardearte con preguntas y dejaré que te desnudes.

Sarah entró en la caravana. La luz de la lámpara sobre la mesa no llegaba hasta el interior, que estaba a oscuras. Había cogido la linterna, pero no la encendió. Se sumergió en las sombras y observó al joven. Él se envolvió con la manta y se contorsionó para quitarse los pantalones. Ella se fijó en el cuidado con que los recogía y los ponía debajo de su silla, en cómo se detenían sus manos en los bolsillos. Le vio echar un vistazo a su móvil, sobre el bloque de madera. Él se quitó la camisa, se acercó la cacerola de agua y se lavó la cara, los brazos y el cuello. A toda prisa. Le quedaron restos de suciedad. Ahora que tenía el torso desnudo, Sarah vio que lucía un tatuaje grande en un costado, formas geométricas entrelazadas que empezaban bajo la axila y llegaban hasta la cadera. El joven volvió a sentarse en la silla y se tapó hasta las rodillas con la manta echada sobre los hombros. Tenía el pelo corto y moreno, más largo y juvenil sobre la frente, rasurado a los lados, dejando ver unas orejas pequeñas. Las cejas eran pobladas y oscuras. La delgadez acentuaba las pronunciadas facciones: cuencas de los ojos hundidas, mejillas enjutas y mandíbula huesuda, pómulos angulosos. Era llamativo más que una belleza convencional, poseía un atractivo ante el cual era imposible no sentirse un poco indefensa.

Sarah encendió la linterna y le llevó un par de bermudas, calcetines y una camisa.

—Supongo que no habrás visto si el agua destruyó el puente colgante —dijo al darle la ropa—. Sé que arrastró el principal. —Sarah buscó la mirada del joven, pero él estaba observando la caravana y la comida navideña sobre la mesa. Ella continuó—: Lo sé porque mi caballo y yo estábamos sobre el puente principal cuando se partió.

Él no asimiló lo que ella había dicho, o no se hizo cargo de la gravedad.

—No volví a bajar para ver si el puente colgante no estaba. Supongo que debió de llevárselo por delante.

—¿Oíste el ruido que hacía el agua?

—Sí, era impresionante.

Sarah se dedicó a echar leña en el fuego mientras él se vestía.

—Nunca había visto ni oído nada igual.

Rellenó el hervidor con el agua de lluvia que había recogido en un cubo. Cuando se dio la vuelta, él había terminado de vestirse. Ahora llevaban ropas idénticas: bermudas, camisas de franela de cuadros azules. Él se envolvió con la manta y regresó a la silla. Le sonrió; tenía los labios finos y blancos como el papel.

—¿Sabías lo de la tormenta antes de venir a la montaña?

—No tenía ni idea. No oí ningún parte.

Ella le observó. Él no le sostuvo la mirada. Estaba más erguido en la silla, con el cuello estirado y los hombros caídos. Al parecer combatía los efectos del frío con mayor determinación que unos minutos antes; estaba mentalizado y decidido a no tiritar.

—¿Has podido ponerte en contacto con tu familia? ¿Saben que estás aquí y van a mandar ayuda? —Mientras hablaba, Sarah empezó a lavarse los pies y las pantorrillas para eliminar el lodo.

Él se calentó las manos.

—No he podido ponerme en contacto con nadie. Me quedé sin batería a mitad de camino. Ya tenía poca cuando salí.

—Es Navidad, estoy segura de que tu familia no tardará en echarte en falta. Estarán preocupados.

—Sí que lo estarán.

Ella se secó las piernas y volvió a ponerse los calcetines.

—Mi móvil no funciona, de lo contrario te lo dejaría. —Señaló el pedazo de madera—. Le ha entrado agua. Aquí arriba suele haber algo de cobertura. Pero, con este tiempo, quizá no. De todos modos, no creo que estemos atrapados mucho tiempo. Mandarán un helicóptero por la mañana. Saben que cualquiera que se quedase atrapado vendría a la cabaña. Verán el humo. Y mientras tanto podemos apañarnos bastante bien. Hay comida en la caravana. Es probable que en Lauriston no haya luz, así que seguramente nosotros pasamos menos frío que los del pueblo. —Matizó la afirmación—: Cuando estés seco, quiero decir; entonces estarás más cómodo.

Sarah acercó una silla a la de Heath y se sentó. Estaban uno al lado del otro, a similar distancia de la estufa, de cara a ella. Sarah tenía el pelo oscuro y húmedo como Heath.

—Al menos verán tu coche desde el aire y se pondrán en marcha.

—El clásico idiota, dejé el coche, no iba preparado, no comprobé nada, como un imbécil, sin el menor respeto por el monte. Podría haberme visto en un buen aprieto de no ser por ti.

—Habrías conseguido llegar al cobertizo.

—No estoy seguro. Se leen casos así en los periódicos, de personas que mueren a pocos metros de un refugio.

Recorrió el cobertizo con la vista, prestando más atención al entorno. Se movió en la silla y miró a Tansy. La yegua tenía la grupa vuelta hacia ellos. La luz del fuego de la estufa se reflejaba en el aceite de su pelaje. Sarah percibía la energía inquieta del animal y su agotamiento. También ella sentía en su interior una chocante mezcla de tensión y fatiga.

—La congelación llega mucho más rápido de lo que crees.

—Tú todavía estás mojada —dijo Heath mirándola de arriba abajo.

Sarah tenía empapada la camisa y mojadas y manchadas de barro algunas partes de las bermudas. No llevaba botas, solo los calcetines.

—No nos queda ninguna muda seca.

—Esta ropa deberías llevarla tú.

—Estoy seca como una pasa en comparación con cómo estaba cuando llegué.

—¿No hay más calcetines?

—Yo no los he visto. La ropa no es mía. Me colé en la caravana. Todo es de los trabajadores. —Sarah cogió el Jack Daniel’s, sirvió un poco a Heath, se lo pasó—. Con esto entrarás en calor.

Él se bebió el whisky. Después de dejar que se asentara, hizo un gesto de asentimiento.

—Me ha sentado muy bien.

—Entonces, ¿tú no eres de aquí?

Él negó con la cabeza.

—No soy de Lauriston.

—¿Pero eres de la zona?

—De Royden.

—Yo crecí en Royden.

—Yo acabo de volver.

—¿Eres de allí?

—Es donde nací, pero he pasado poco tiempo allí. Mis padres viven fuera de la población.

—Ah, ya. ¿Cómo se llaman? Seguro que les conozco.

—No tratan mucho con la gente.

—¿A qué colegio fuiste?

—No estudié en el pueblo.

—Mis padres dan clases en el colegio de Saint Andrews. Es donde estudié yo.

—Sí, lo conozco.

—Mi apellido es Lehman.

—No me suena.

Sarah hizo un leve chasquido con la lengua. Por un momento se planteó si debía seguir sonsacándole información.

—¿Tienes hambre? —preguntó con toda naturalidad—. Yo me estaba calentando un poco de estofado. —Se deslizó hasta el borde de la silla y volvió a poner la cacerola en el hornillo—. El hervidor puede que tarde un poco. Esto se calentará más deprisa. ¿Más whisky?

—Será mejor que coma primero. No quiero emborracharme.

—Yo me lo estaba planteando.

Después de recalentar el estofado, lo compartieron, comiendo directamente de la cacerola, sin molestarse en usar platos, cada uno con una cuchara. Acampar barre los hábitos normales bajo la alfombra incluso en las mejores condiciones, y mucho más en circunstancias extremas como esas. Él seguía mirando de reojo hacia la yegua. Tansy roía el travesaño, con la cabeza baja, las orejas amusgadas, el cuello estirado, el cuerpo grande e indefinido en la oscuridad; su amenazadora silueta iba acompañada de ruido de mordiscos y crujidos. Parecía empeñada en hacer todo lo posible para poner frenético al tipo.

—¿Cómo se llama el caballo?

—Tansy.

Las mejillas del hombre empezaban a recuperar el color. Sus labios pasaban del azul a un rosa intenso. Parecía que se hubiera aplicado con sumo cuidado los churretes que tenía en la cara para aparentar que estaba exhausto tras la batalla, destrozado por la guerra. Tenía una mancha en la frente, una salpicadura de barro en la sien, y las arrugas a los lados de la nariz, negras de mugre. Sus ojos seguían siendo de color verde claro. Ahora que había comido y entrado en calor, Sarah esperaba sus preguntas. Sin duda tendría que preguntarle si había encontrado la forma de dar la voz de alarma. Y si había personas que informarían de su desaparición. Seguro que quería conocer sus circunstancias: dónde, cómo, por qué y cuándo.

Sarah se sirvió varios dedos de whisky en la taza. Como remate al alcohol, una nueva descarga de fatiga recorrió sus extremidades en cuanto se lo hubo bebido.

—Que yo sepa, es la primera Navidad que no recibo ningún regalo —dijo él. Levantó la taza hacia Sarah antes de tomar su segundo lingotazo de whisky.

Ella alzó la suya, aunque estaba vacía.

—Hay que celebrarlo. Nada de marcos de foto cutres ni corbatas feas.

Quizá el hecho de que evitaran los temas importantes describía mejor el día que cualquier otra conversación que hubieran podido tener. Sarah dejó la taza y se reclinó en la silla. Cerró los ojos. No parecía un tipo peligroso. No percibía en él rasgos de perfidia o lascivia. Eso tendría que bastar. No obstante, partes de su cerebro debían de haber estado en alerta máxima para haber llegado a esas conclusiones, trabajando más de la cuenta para calarle: su cara se le representó en la mente con toda claridad. Tenía los labios finos. Su parte más expresiva eran los ojos. Le veía las manos —callos en los dedos, cortes y arañazos de hacía tiempo, uñas cortas y gruesas: manos fuertes de trabajador— y los antebrazos, con músculos nervudos, no de esos que se consiguen en un gimnasio. Recordó el tatuaje, el torso lampiño, los pectorales planos y esos abdominales que sí se consiguen en un gimnasio.

Le oyó moverse en la silla.

Debía de haber consultado la hora.

—Y casi ha terminado. Es casi medianoche.

Sarah no recordaba haberle visto un reloj en la muñeca. Abrió los ojos. Él se recostó en la silla. Los pantalones seguían doblados debajo. Sarah comprendió que él se había inclinado a mirar el reloj de pulsera que llevaba ella. Que le birlara la hora de ese modo le pareció un acto amistoso y excesivamente amistoso a la vez.

—Deberíamos preparar las camas. Ve tú a la caravana, yo tengo un saco y dormiré aquí, delante del fuego.

—Ni hablar de que vaya yo a la caravana. —La miró a los ojos con gesto de cansancio—. Ve tú. Yo me quedo aquí.

—Quiero estar cerca de Tansy, por si se asusta.

—No me parece bien que sea yo quien se acueste en la cama.

—Yo no voy a dormir. Solo quiero tumbarme.

—Entonces tú te quedas las dos mantas. Si no, no acepto el trato.

—De todos modos hay otras dos en la caravana.

—De acuerdo —repuso él, e hizo ademán de levantarse—. Yo me llevo esta y tú te quedas con la tuya y las otras dos. —Se puso de pie envuelto en la manta. Mientras cogía los pantalones y la camisa mojados añadió—: Mañana los lavaré, así que no hace falta que los deje aquí para que se sequen. Gracias otra vez, Sarah.

—Llévate la lámpara de la mesa. Yo tengo mi linterna.

—¿Estás segura?

—Sí.

—Traeré las mantas.

Cogió la lámpara y subió el escalón de la caravana. No cojeaba. Ni siquiera se inclinaba levemente hacia la izquierda. Sarah apartó la mirada, desconcertada al ver sus andares firmes.

Aunque le apetecía retroceder, interponer una repentina distancia entre ellos, se obligó a levantarse y dar un paso al frente. Se quedó en la puerta de la caravana, con un pie sobre el escalón, esbozó una sonrisa dulce y extendió las manos cuando él reapareció con el fardo de mantas en los brazos.

—Gracias, Heath.

—Buenas noches, Sarah.