La oscuridad se había convertido en noche cerrada. Sobre la mesa, la lámpara de pilas que había encontrado Sarah iluminaba el pequeño surtido de comida navideña que había sacado de la mochila. Faltaba una tartaleta de frutas del paquete. La estufa irradiaba bastante calor. Su ropa se estaba secando, las botas se calentaban en una silla, el agua del hervidor bullía, el estofado de lata estaba al fuego. Había descubierto que habían desconectado la bombona de gas de la caravana y se la habían llevado. Había indicios de que también habían retirado y trasladado un generador. Sarah se deshizo la cola de caballo y se secó el pelo con una toalla.

Acercó el móvil al calor para que se secara más rápido. Había dejado un cubo de agua al lado de Tansy y le había cubierto el lomo con una manta.

Sarah entró en la caravana y volvió a salir con dos tazas, una bolsita de té, una cuchara y la botella de Jack Daniel’s. Se sirvió un buen trago y se lo bebió de golpe. Se sirvió otro. Ya notaba un hormigueo en las extremidades, se le habían quedado heladas y ahora empezaban a entrar en calor. La abrasadora dosis de alcohol incrementó la sensación.

Se preparó una taza de té y dejó la cacerola del estofado en el suelo de tierra para que se enfriara. Se sentó en una silla, se echó una manta sobre la espalda y los hombros e inclinó el torso entre las rodillas para comer un par de cucharadas de estofado.

Sostuvo la taza de té con ambas manos y sopló el vapor, dio un sorbo y pensó. Cogió el teléfono y miró una vez más si funcionaba. Quizá la pantalla vacía contuviera un mensaje: «Coge este tiempo y aprovéchalo». La ascensión había puesto distancia entre ella y el caos de los últimos meses. Tenía una visión panorámica de lo ocurrido, y desde arriba era más fácil ver las mejores vías para salir adelante. Sarah volvió a dejar el teléfono sobre el bloque de madera. Pensó también en esos arneses que usaban para aerotransportar animales grandes, le preocupaba el impacto que la experiencia tendría en Tansy. ¿Volar era algo tan antinatural que los animales eran incapaces de asimilarlo? ¿O les aterrorizaba? Tansy no entendería que la estaban rescatando.

Tansy tiró del ronzal. La tromba de agua había amainado y dado paso a una tormenta. Se oían todos los sonidos correspondientes: el golpeteo de los helechos empapados y la hierba alta contra las paredes del cobertizo, el tintineo del acero ondulado, ráfagas de viento, el balanceo de los arbustos y el crujido de las ramas, el tamborileo de la lluvia oblicua sobre el tejado. Entre esos ruidos, Tansy había oído algo que desentonaba. Sarah prestó atención para captarlo. El caballo tiró con fuerza. Sarah dejó la bebida caliente. Si se avecinaba otro fenómeno climático extremo, solo pensó: «Ya no hay otro sitio adonde ir». No podían subir más arriba. Entonces oyó el silbido. Era humano. Volvió a oírlo, flojo, luego fuerte, una declaración amistosa. Llegaba entre las ráfagas de viento. Parecía que venía del claro, de detrás del cobertizo.

Sarah no se puso de pie automáticamente, no corrió a ver quién lo emitía. Le vinieron a la mente otras cosas. Apartó despacio la silla de la estufa y se puso la chaqueta medio seca. La munición del rifle seguía en el bolsillo de los vaqueros húmedos. La sacó y guardó el cargador en el bolsillo con botón del pantalón corto. Cogió la linterna, se puso las botas de montar mojadas. Pensó en la cadena cortada de la verja, en las huellas de neumáticos, en las rodadas en el barro antes del puente del río de las Truchas y en esas mismas rodadas que giraban en dirección a la planicie. Dudaba que un apacible hombre, o mujer, de familia saliera a cortar troncos la mañana de Navidad y subiera a las montañas en un todoterreno. Si se trataba de la persona relacionada con el vehículo, Sarah ya desconfiaba de ella.

Antes de sumergirse otra vez en el aguacero, cogió el rifle del escalón donde estaba apoyado. Rodeó la caravana hasta el otro extremo, lejos de Tansy, y enfocó con la linterna un palé de madera que había en un rincón del cobertizo.

Sobre él se apilaban sacos de cemento y mortero. Sarah se acercó y metió el rifle en el espacio entre las tablas inferiores del palé y las superiores, cubiertas de sacos. Lo deslizó hasta el fondo, donde no se veía, a menos que tuvieras una linterna y te pusieras a cuatro patas, como hizo ella en ese momento para ver el aspecto del arma en su escondite. Se veía peligrosa y amenazante, razón por la cual había pensado en quitarla de en medio. Se puso la capucha de la chaqueta y fue en busca de quien había silbado.

No le costó encontrarlo. Llevaba una linterna de cabeza parpadeante. Al acercarse ella, convirtió la luz intermitente en un haz fijo y bajó la cabeza para que incidiera en el suelo que tenía delante y no en los ojos de Sarah. Estaba sentado en un tronco, con la cabeza gacha.

—Cuidado —dijo sin alzar la vista—, está embarrado.

Habló con un tono grave y firme. De lo cual Sarah dedujo que no sufría un dolor intenso ni se estaba congelando. Más bien parecía relajado. Sarah se detuvo a un par de metros de él. El suelo alrededor del tronco en el que estaba sentado se había convertido en una papilla. Sarah lo comprobó con la punta de la bota. La hierba se hundió y una masa de agua sucia llenó inmediatamente la hendidura que ella había creado. La zona pantanosa rodeaba al hombre. Sin embargo, la distancia podía salvarse de un salto. Sarah le alumbró con la linterna. Vio que llevaba pantalones de camuflaje, pero no rústicos, sino elegantes, a la moda, y una camisa negra ceñida de manga corta. El tipo estaba en forma. Tenía que estarlo para aguantar ese tiempo con una ropa tan ligera sin que en apariencia acusara el frío. Tenía las botas y la mitad inferior de los pantalones cubiertos de lodo. Se hallaba en una especie de isla, rodeado de un barrizal. Sarah se preguntó por qué no intentaba saltar al otro lado.

Él reguló de nuevo la linterna para que emitiera una luz más suave y difusa antes de levantar la cabeza.

—Hola.

La luz grisácea de la linterna, al alumbrarle desde arriba, le deformaba las facciones y creaba manchas oscuras y sombras alargadas en su cara.

—He visto el humo y he pensado que probaría a silbar para pedir ayuda antes de arrastrarme. No sé qué me he hecho en la rodilla. —Se dio unos golpecitos con los nudillos en el muslo izquierdo, por encima de la rodilla—. Se ha reventado algo. No puedo cargar peso sobre ella. Pero… —sonrió, fue un gesto lascivo y macabro por culpa de la linterna—, hola.

—Hola.

—¿Qué me dices de eso? —Hizo un gesto hacia el aguacero.

—¿Tienes mal la rodilla? Esta parte es bastante firme. —Sarah dio un pisotón—. ¿No puedes saltar?

A fin de mostrarle el problema, él hizo un esfuerzo para ponerse en pie y probar cuánto le costaba apoyarse sobre la pierna izquierda.

—No sé lo que he hecho. Cedió bajo mi peso.

Sin demasiada sutileza, Sarah le iluminó con la linterna de arriba abajo. Quería saber con quién estaba a punto de pasar una noche en la montaña. El tío tenía un cuerpazo. No era musculoso como esos hombretones fornidos, sino esbelto y recio. Algo la llevó a alumbrar la vegetación que había detrás de él. Era una masa de hojas relucientes de acacia negra. Las ramas de los árboles se extendían hasta el suelo del bosque formando un seto alrededor de ese recóndito margen del claro. Mucho más allá, la pista de senderismo desembocaba en el campamento. Sarah no lograba adivinar de qué parte del monte había venido ese hombre y cómo había llegado hasta donde estaba. Si había subido por la pista de los senderistas, solo le habría quedado un trecho relativamente corto y directo hasta el cobertizo, y si había venido por el camino para vehículos, como ella, habría estado en condiciones de ver el cobertizo y habría ido derecho a él.

El hombre apoyó una mano en el tronco e, intrigado, se volvió hacia el bosque para ver qué estaba mirando ella.

—¿No hay nadie contigo?

Él se volvió hacia Sarah.

—Estoy solo.

Ella empezó a quitarse las botas.

—No quiero que se llenen de barro.

—No cruces. ¿Tú no estás con gente?

—También yo estoy sola.

—No te ensucies. Pensé que quizá habría hombres contigo que pudieran echarme una mano. Quédate ahí.

Antes de que Sarah tuviera la oportunidad de insistir en ayudarle, él se dio impulso con la pierna buena, saltó por encima de la zona más embarrada y cayó sobre el costado derecho en mitad del lodazal. El agua sucia salpicó a su alrededor. Se palpó la rodilla.

—Vaya… cómo duele.

Se quedó quieto un momento. Tenía la cara cubierta de agua sucia y barro en la lente de la linterna de cabeza. Habría sido mejor que tratara de cruzar reptando. Empezó a arrastrarse y luego se detuvo, con la respiración entrecortada, dolorido.

—Maldita sea —masculló.

Sarah se quitó las botas y los calcetines y se metió en el cenagal. Inmediatamente se hundió hasta las rodillas. Una tierra gélida y espesa le envolvió las piernas. El instinto de conservación la hizo salir con la misma naturalidad con que había entrado.

—Es más peligroso de lo que parece.

—Pues sí.

Sarah iluminó con la linterna el terreno circundante en busca de palos y leños. Solo vio ramitas delgadas o grandes ramas muertas, que pesaban demasiado para arrastrarlas. Se quitó la chaqueta, se desabrochó la camisa y se la quitó también. La franela era más resistente que la tela de la chaqueta. Se enrolló una manga en la muñeca y lanzó la otra al hombre para que se agarrara.

Él se la enroscó en la mano.

—Muévete todo lo que puedas, para ayudarme. —Sarah se agachó y tiró hacia atrás.

Él se retorció y se impulsó con la pierna buena. Como no era un peso muerto, Sarah logró arrastrarle varios centímetros cada vez hasta sacarle.

Una vez fuera del cenagal, él se sentó, estiró la pierna lesionada y, arrastrando el culo, llegó a terreno más firme. Sarah le ayudó a ponerse de pie. Estaba cubierto de lodo. Aguantándose sobre una pierna, se quitó la linterna para limpiarse. Sarah le ofreció el hombro para que se apoyara. Al ver que él trastabillaba, le rodeó la cintura con el brazo. La cinturilla del pantalón le había bajado a la altura de las caderas. Se le había subido la camisa, de modo que los dedos de ella tocaban la piel cubierta de barro. Sarah llevaba las botas de montar en la otra mano. Él le sacaba una cabeza.

—Puedo cargar algo de peso en la rodilla. A lo mejor no es tan grave como pensaba… —De repente se le dobló. Se aferró al hombro de Sarah—. O quizá sí.

—Te habrás lesionado el cartílago.

La lluvia había amainado. El viento se había aplacado. Como él ya no llevaba en la frente la linterna, que ahora alumbraba desde otro ángulo, las sombras de su rostro habían cambiado y su edad era más evidente. No debía de haber cumplido los treinta. Aún aterido y maltrecho, tenía un brillo juvenil en los ojos, chispa. Cualquiera habría pensado que estaba disfrutando de la intensidad de la experiencia, exactamente como haría un hombre joven, para el que todo era una aventura. La sonrisa que dedicó a Sarah brotó nítida de la máscara de lodo.

—Te prometo que no soy Ted Bundy.

—¿Cómo?

—El asesino.

—¿Qué?

—El asesino que fingía que tenía una pierna rota para atraer a las mujeres.

Sarah frunció el ceño.

—Una broma de mal gusto —dijo él.