Sarah llegó a la cabaña antes del anochecer y se encontró con la acogedora imagen de una caravana metida en uno de los cuatro enormes compartimentos de un cobertizo alargado. Una especie de milagro de Navidad. El cobertizo era una construcción de cubierta plana sin puertas, con una pared posterior y cerramientos en los extremos. La parte frontal quedaba abierta. Como un soportal. Junto a la caravana había una estufa de leña. El conducto que salía por el techo del cobertizo no habría podido tener mejor aspecto en contraste con el cielo inhóspito, salvo quizá si hubiera estado expulsando humo blanco.
Sarah caminó hacia allí por la hierba alta y húmeda. Había un baño anexo recién construido, un montón de leña al lado de la estufa y una tonelada de astillas de madera junto a la cabaña. Esta estaba hecha un desastre. Faltaba una pared de piedra, un andamio cubría la parte posterior de la estructura catalogada como patrimonio. Vio que solo habían llevado a cabo la mitad de la restauración. Pero no importaba, ahí estaban la caravana de los trabajadores, aparcada de forma tan conveniente, y el resto de las instalaciones alrededor de la obra acabada.
El viento helado azotaba el claro. Fueron derechas al cobertizo. Se había construido como refugio extra para campistas, para albergar los caballos y para que los motoristas aparcaran sus motos al abrigo del mal tiempo. Sarah había sido uno de los empresarios locales a quienes el comité de parques se había dirigido en busca de propuestas para la reforma, que ellos consideraban necesaria. Le habían enseñado planos, informado de las obras. Sin embargo, ella no había seguido el proyecto en los últimos meses, no se había enterado de que habían avanzado tanto.
Sarah soltó las riendas de Tansy y se derrumbó en el primer pedazo de suelo seco que encontró. La yegua dio un par de pasos dentro del cobertizo y luego se detuvo también.
Ninguna de las dos se movió ni hizo ruido. La luz quedó reducida a una neblina gris y ya no varió. Todavía faltaba para la puesta de sol. Rachas de lluvia tamborileaban sobre el tejado del cobertizo.
Sarah se reinició por pasos: movió el pie, se sacudió la suciedad de la palma de las manos, aspiró, parpadeó, echó un vistazo a Tansy. La yegua tenía la cabeza vuelta, no le interesaba observar nada; el día había sido una sobrecarga de sensaciones. Sarah hizo un esfuerzo para ponerse de pie. Se desabrochó la cremallera de la chaqueta y se acercó a la estufa que había junto a la caravana. La portezuela estaba abierta y dejaba ver un lecho gris de carbón frío en su interior. La caravana tenía el chasis muy alto, neumáticos todoterreno. Una placa junto a la puerta decía «Bush Master 2». Si había una caravana que pudiera considerarse para machos, era esa. La barra de enganche era sólida; las barras laterales y la trasera, de acero galvanizado, y el escalón, una plancha cuadrada y gruesa.
Había sillas plegables y una mesa de camping al lado de la estufa de leña; sobre la mesa, dos tazas de café y un plato polvoriento. En el suelo había un par de latas de cerveza vacías y la base de papel de plata de un pastel de carne. Mientras Sarah estaba plantada allí, un remolino de viento frío empujó las latas, que rodaron por el suelo de tierra.
En el compartimento de Tansy se advertían indicios de un segundo campamento, rodadas y hendiduras de los postes de un anexo. Más trabajadores, o quizá solo dos hombres que dormían en espacios separados. Sarah dejó la chaqueta en el respaldo de una silla. Le castañeteaban los dientes. Echó un vistazo a la caravana pensando en la ropa que quizá hubiera dentro. La esquina superior de la puerta estaba cubierta de telarañas. Movió el picaporte. La caravana estaba cerrada con llave. En una caja junto al escalón había una pila de periódicos viejos. Sarah la volcó y buscó llaves, cerillas o un encendedor. Se enderezó con las manos vacías.
Empezó a despojarse de las diversas capas de ropa húmeda mientras echaba un vistazo alrededor de la estufa y la pila de leña. Después de los incendios de Mortimer era comprensible que los hombres no hubieran dejado material combustible tirado por ahí.
Quitarse los vaqueros empapados y rígidos fue una tortura que dejó a Sarah sin respiración. Notaba pinchazos en las manos congeladas. Se las llevó al cuello para calentarlas. El sabor de sangre fresca de las encías inflamadas le llenaba la boca. Estaba de cara a la parte posterior de la cabaña. El andamio había resistido bien el viento y la lluvia. Algunos canalones se habían combado. El extremo de la cabaña, donde faltaba la pared de piedra, quizá no había aguantado tan bien. Pero a primera vista, bajo la luz turbia, la lluvia no había destrozado nada ni inundado ninguna zona del claro. La única agua corriente que Sarah veía procedía del tubo del depósito desbordado. Un riachuelo diminuto atravesaba la explanada cubierta de hierba y descendía hacia el bosque. En la pared oriental de la cabaña, la chimenea seguía tan recta y robusta como Sarah la recordaba. Siempre había pensado que el resto de la cabaña no hacía honor a esa noble columna vertebral que era la chimenea.
En su misión en busca de cerillas, la chimenea era la tercera parada obligada. La segunda era su alforja, aunque tenía pocas esperanzas de que las cerillas estuvieran secas. En cuanto a su fiable encendedor Zippo, Sarah había recordado a medio camino hacia la montaña que se lo había dado como recuerdo al mozo del establo cuando este se marchó.
Sarah se quedó en ropa interior y volvió a ponerse la chaqueta. El móvil seguía sin funcionar, de manera que lo depositó con cuidado sobre una viga de madera para que se secara. Escurrió el agua de los calcetines y los dejó en el escalón de la caravana. Se calzó otra vez las botas húmedas y volvió con Tansy.
Las cerillas de la alforja eran una masa pastosa. Empezó a desensillar a Tansy. El cuerpo de la yegua ya estaba caliente, mucho más que el de Sarah. Notó el calor que despedía el animal. Deslizó las manos por el pelaje de Tansy para eliminar toda el agua que pudiera. Colgó la manta de la silla en el travesaño que estaba frente al caballo. Construyó un hogar a la yegua con todos los objetos familiares: le acercó la silla de montar, ató las riendas en la riostra de madera más próxima. Cuando Tansy apoyó todo el peso de su cuerpo en un costado y relajó una pata trasera, a Sarah le embargó la emoción. Los ojos le escocieron por las lágrimas.
—Ya lo ves, estamos bien.
Temblando de frío, Sarah cogió la mochila, la ropa interior térmica empapada que había sacado de la alforja y el rifle, y lo llevó todo a la caravana. Apoyó el arma en el escalón. Salió con la linterna para enfrentarse de nuevo a las inclemencias del tiempo, intentando no pensar en el cielo plomizo.
La hierba vencida formaba una alfombra y evitó que las botas chapotearan y se hundieran demasiado. El terreno despejado del campamento alrededor de la cabaña había actuado como una esponja, se había empapado de agua y la había retenido. Sarah descendió por la leve pendiente hasta la choza y se agachó para pasar bajo el andamio.
La Cabaña del Ahorcado tenía dos puertas —delante y detrás— y dos cuartos; el principal era el de la chimenea. Habían retirado la puerta entre las habitaciones. La pequeña era la de la pared derruida y tenía el suelo podrido. Una cinta amarilla cruzaba la entrada para impedir el acceso.
Había tres ventanucos: dos delante y uno detrás. El techo era de tablas de madera contrachapada. Rudimentario sería una exageración. Ni siquiera había un porche que añadiera un poco de encanto. Las puertas originales, los marcos de las ventanas y el mobiliario habían desaparecido a causa del abandono y el paso del tiempo, y los materiales baratos utilizados para sustituirlos habían rebajado el estilo aún más.
Sarah enfocó la linterna hacia la chimenea. Los trabajadores habían guardado en la cabaña los maderos para la reforma y los andamios sobrantes. Se encaramó a los tablones y postes y alumbró con la linterna el hogar de piedra de la chimenea. Excrementos secos de zarigüeya australiana formaban una costra sobre los bloques de granito.
Después de pasar el haz de luz por la repisa vacía de la chimenea, Sarah bajó del montón de maderos. La linterna alumbró el contrachapado de la puerta principal. En la parte de atrás estaba escrito «Sid stuvo akí», en referencia al bandido que se había ahorcado en la cabaña. Alguien había añadido: «Y folla como un demonio», y bajo la frase había un dibujo bastante bueno de un esqueleto sonriendo de oreja a oreja mientras montaba a una mujer desnuda.
Encima de Sarah estaban las vigas de madera noble originales, de las que se había colgado Sid. Fue hacia la ventana desde la que el bandido, supuestamente, había visto a la policía subir por el sendero. La cima de la montaña estaba envuelta en lluvia y neblina luminosa.
El barranco de Sid era un afloramiento rocoso que abría una grieta en el monte. Debía de haberse erosionado a lo largo de los años, porque había enraizado una vegetación densa y el follaje impedía ver el sinuoso camino que subía por la montaña. La lápida de Sid estaba delante de la cabaña, de cara al barranco, de forma que el bandolero pudiera mantenerse ojo avizor por toda la eternidad.
Sarah escuchó un momento la lluvia y el agua que goteaba de los canalones.
Volvió al cobertizo, rodeó la caravana y vio que la ventana de atrás estaba abierta. Tuvo que ponerse de lado para meterse entre la pared del cobertizo y el vehículo. Alumbró con la linterna la abertura de la ventana. Vio una tentadora perspectiva de la cama y las mantas. Después de escoger un leño puntiagudo del montón junto a la estufa, lo usó para golpear y finalmente empujar la tela metálica de la ventana. La malla cayó sobre las almohadas de la cama. Sarah tendría que contorsionarse para entrar, así que se deshizo de las botas a puntapiés y se quitó la holgada chaqueta.
Con un hábil contoneo y metiendo a presión las caderas poco a poco, consiguió pasar y cayó sin elegancia sobre la cama. Se envolvió con la manta que había arriba. Estaba impregnada del olor desagradable de un desconocido. Se cubrió con otra manta y se sentó hecha un ovillo sobre el colchón. Durante un momento concentró toda la energía hacia dentro, deseando entrar en calor. Estaba a oscuras. Sacó la linterna entre los pliegues de las mantas y enfocó alrededor.
La caravana tenía lo básico: un fregadero, una neverita, un fogón, un microondas, una mesa de cocina, un banco y la cama. Extendidos sobre la mesa había planos y croquis de la obra. Apoyadas en la pared había palas y una palanca, junto a unos cuantos cascos de obra y un cubo lleno de gafas protectoras.
Sarah enfocó la luz hacia arriba, por encima de las latas de comida apiladas sobre el estrecho banco. Alumbró las cacerolas y sartenes limpias del fregadero, el protector solar sobre el escurridero y el Jack Daniel’s sin abrir, con un lazo navideño pegado a la botella.
Abrió un cajón junto a la cama y un cosquilleo de placer incrementó la sensación de calor. Calcetines gruesos y varias camisas de franela. En el cajón contiguo, bermudas.
El propietario de la ropa no era un hombre corpulento. A Sarah le quedaba bien la camisa. Los pantalones cortos también le servirían con ayuda de su cinturón. Se puso dos pares de calcetines gruesos, se echó la liviana manta polar alrededor del cuello, como hacía con las toallas de playa cuando era adolescente, y buscó en los cajones de la cocina algo para encender fuego.
Al cabo de unos minutos abrió de golpe la puerta de la caravana. Estaba a punto de anochecer y el viento ululaba. Tansy se movía en la penumbra. Sarah levantó el encendedor de gas en forma de pistola que había encontrado y apretó el gatillo varias veces seguidas. El último clic mantuvo la llamita encendida. Tansy relinchó.