El ruido seguía siendo una amenaza. Era angustiosamente fuerte. Sarah miró hacia atrás mientras huían. El puente no había desaparecido por completo. El agua se había llevado el tramo desde el que habían saltado, pero parte del otro extremo estaba intacta. El árbol había acabado apoyado en ese pequeño resto del puente. La raigambre quedaba en dirección a Sarah. La copa descansaba sobre la otra orilla, apuntando hacia el camino, de modo que desviaba el curso del agua y creaba un pequeño torrente en el camino de tierra por el que Sarah había subido.
En cuanto doblaron el siguiente recodo, Tansy redujo el paso. Sarah sabía que la yegua no se pararía en un buen rato. El ruido del agua disminuyó. Tansy iba a galope sostenido. Su miedo era palpable. Para ella subir era algo instintivo. Sarah no dispuso ni de un minuto para recuperar el aliento. Los animales no se detienen a reflexionar acerca del dramatismo de los acontecimientos ni a meditar sobre lo increíble de su escapada. Sarah tenía que cabalgar. Cabalgar en condiciones difíciles, además. Los movimientos de Tansy no eran fluidos ni fáciles de prever. Vacilaba y daba sacudidas y tropezaba. Sarah no estaba conectada a su caballo como solía estarlo, el vínculo que compartían era tosco y descarnado; Tansy estaba al mando. Daba la sensación de que si se presentaba otro momento crítico, si la tierra volvía a vibrar y una pared de ruido y agua las perseguía, quizá sería excesivo para Tansy y dejaría que Sarah se las arreglara por su cuenta. Sarah se aferraba a ella y temía que un pequeño susto, como el estampido de un trueno en el cielo cada vez más oscuro, bastara para que la yegua la tirase.
Al cabo de un kilómetro aproximadamente, Tansy volvió a reducir la marcha y empezó a parecerse al caballo que Sarah conocía.
—Estamos bien, no pasa nada, chica.
Tansy aflojó aún más el paso y se puso al trote. Después de varios metros se paró y se quedó quieta en el sendero, dilatando y contrayendo los flancos, con la cabeza gacha.
A Sarah le preocupaba desmontar, temía que, una vez que se hubiese apeado, Tansy se asustara y echase a correr. Las nubes negras se acumulaban en el cielo. A Sarah le temblaban los brazos. Tenía el estómago suelto y revuelto. Se oyeron truenos, un estruendo sordo que rozó las copas de los árboles. En cuanto empezaron, ya no pararon. Al menos no se oían estampidos repentinos. La temperatura bajó.
—Vale —dijo Sarah. Tragó saliva—. Vale… —repitió.
Nadie la escuchaba. A la naturaleza no le importaba que estuviera conmocionada. El monte, antes familiar, se mostraba hostil. Riscos, musgo, piedras, helechos, todo había perdido su cercanía. Soplaban rachas de viento invernal. Ni siquiera las estaciones jugaban limpio hoy.
Sarah recordó que en las alforjas llevaba cerillas y un encendedor, una linterna y una muda de ropa interior térmica. Se volvió y vio que todavía conservaba el saco de dormir, la mochila con comida y agua, y el arma. Llevaba una chaqueta impermeable y calzado resistente. No estaba herida. Se acordó del teléfono y rebuscó en los bolsillos. Lo encontró, comprobó que funcionase y miró cuánta batería le quedaba. Un ochenta por ciento. Le temblaban las manos. Allí solía haber buena cobertura, pero lo único que aparecía en pantalla era «Sin servicio». El mal tiempo lo alteraba todo. Al menos le quedaba mucha batería.
Tansy empezó a avanzar otra vez. Pisaba con cuidado, como si sospechase que la montaña entera estuviera sembrada de minas. Se acercaron a la bifurcación del camino. A la derecha estaba la antigua pista forestal que partía de una planicie talada. Los leñadores no habían podido llegar más allá, a partir de ese punto la naturaleza resultaba demasiado agreste para la maquinaria. A la izquierda quedaba el camino que llevaba a la Cabaña del Ahorcado. Tansy redujo el paso y volvió a pararse. Tal vez concedía tiempo al instinto de Sarah, esa necesidad humana de analizar y evaluar las situaciones. O tal vez estaba confusa; ahí era donde solían hacer un descanso.
Cualquier otro día, con un grupo de personas moderadamente aventureras, Sarah habría optado por la senda de la planicie, donde estaría esperándoles la camioneta de comida de Rutas Ecuestres de la montaña del Diablo, que ofrecía rollitos vegetales y sopa caliente, tartaletas y porciones de pastel, en el sitio ideal para disfrutar de las vistas. Nada de esos lujos hoy. Sarah hizo que Tansy avanzara en círculo mientras ella buscaba un punto con cobertura. La yegua aguzó las orejas y volvió las ancas en dirección al río, negándose en redondo a emprender ese camino.
Cuando los truenos retumbaron con un tono particularmente sordo y gutural, Sarah renunció a seguir buscando cobertura para el móvil. Los truenos le indicaban que no debía pararse. Tenía que concentrarse en encontrar un refugio. Apagó el teléfono y se lo guardó en el bolsillo de la chaqueta. Se subió la cremallera.
Sarah vació la mente, la dejó como una pizarra limpia y luego intentó visualizar la ladera de la montaña y sus arroyos y caminos. El río de las Truchas era el límite de esa zona de la cadena montañosa. En los lugares donde no constituía una auténtica frontera, que envolvía y separaba la parte alta de la montaña y la baja, otros accidentes geográficos cumplían esa función: la loma de las Parejas, los Diez Cerros, el desfiladero del Vértigo. Las habituales crecidas anuales bastaban para aislar la parte superior de la montaña, quién sabía qué podía haber causado el volumen de agua que acababa de ver bajando por el río de las Truchas. Los vados estarían varios metros bajo el agua. El puente colgante que había corriente abajo habría quedado destruido, al igual que otro más pequeño situado río arriba, por encima del puente principal. Se habrían partido. Sarah no tuvo que reflexionar mucho ni muy a fondo para saber que estaban atrapadas.
Se inclinó para acariciar el cuello de Tansy. La yegua temblaba. El sentido de la responsabilidad para con su caballo se impuso y aniquiló el miedo que sentía.
—No te asustes.
Tomaron la senda que llevaba a la Cabaña del Ahorcado. La habían aplanado y nivelado hacía poco. Sarah supuso que las mejoras estaban destinadas a facilitar el acceso de vehículos durante la restauración de la cabaña. En la gravilla reciente aún se veían huellas de neumáticos de los trabajadores. Sin embargo, eran más antiguas que las que ella había seguido al subir por el camino principal.
Sarah miró por encima del hombro. Vio que las rodadas más recientes giraban en el cruce, en dirección a la planicie. Pero ir en busca de un vehículo que podía estar o no estar en la montaña sería perder un tiempo muy valioso.
En aquel momento se hizo de noche. Solo era mediodía. Sarah se puso la capucha de la chaqueta sobre la gorra. Tensó los cordones alrededor de la cara. Las nubes no se abrieron para descender hasta el suelo y aporrear la tierra con agua. Chicken Little tenía razón: el cielo se desplomaba. Sarah y Tansy siguieron subiendo por el sendero mientras el agua les chorreaba por el cuerpo. Sarah estaba calada hasta los huesos. De la visera de la gorra caía una cortina de agua. Su chaqueta no estaba preparada para resistir arremetidas de ese tipo.
Centró toda la atención en llegar a la cabaña antes de que cayera la noche. La cima de la montaña estaba a solo una hora de camino, pero en esas condiciones supondría un gran esfuerzo. Siguieron adelante, hacia arriba, bajo la lluvia.
El agua empapó la ladera de la montaña durante una hora y luego la lluvia amainó. Como una especie de burla, una sonrisa pícara desde las alturas, el cielo azul reapareció y el sol brilló.
Sarah se sentía como si hubiera salido trepando de un pozo completamente vestida. Los vaqueros se le pegaban a las piernas. Las botas estaban empapadas. Bajo la chaqueta, el algodón delgado y frío de la camiseta se le adhería al pecho y la espalda. Le resbalaban gotitas por la cara y el cuello. El sujetador era como una mano húmeda y pegajosa aferrada a cada seno. Cerró un ojo para protegerse del resplandor. Tansy también estaba incómoda. Su cuello y sus hombros emanaban vaho. Le goteaba la crin. Pequeñas moscas negras empezaron a zumbar a su alrededor.
Sarah, preocupada por el estado del móvil, metió la mano en el bolsillo. Esforzándose para no dejarlo caer, se encorvó y lo mantuvo pegado al vientre. Tenía las manos arrugadas y torpes. El teléfono no se encendía. Se había mojado por dentro.
El paso fatigoso de Tansy no mejoró durante esa tregua meteorológica, si acaso se volvió más lento y pesado. Ver de nuevo con claridad no resultaba tan maravilloso. Los riachuelos de la ladera de la montaña se habían desbordado, las hondonadas estaban inundadas. De la cima bajaba un torrente que serpenteaba en todas las direcciones. El agua salía a borbotones de no se sabía dónde, entre las rocas y bajo los troncos podridos. En algunos tramos del camino se habían producido deslizamientos.
Llegaron a una parte de la pista que se había agrietado y desmoronado hasta dejar un socavón del tamaño de un coche pequeño. Sarah tuvo que guiar a Tansy fuera del camino y por la ladera escarpada del margen; los cascos de la yegua resbalaban mientras subían. Dejaron atrás la zona erosionada y bajaron de nuevo al sendero.
Daba la impresión de que la cima de la montaña podría diluirse con solo que lloviera un poco más, pensó Sarah.
Empezaba a sentirse mareada de hambre. Metió la mano en la mochila y buscó a tientas algo para picar. El envoltorio de cartón de las tartaletas de frutas estaba empapado. Sarah lo rasgó y se llevó una alegría al palpar la bolsa de celofán, porque los pastelitos estarían secos. Buscó algún paquete individual. Las chocolatinas iban en unidades. Se comió tres de menta. La cara magullada le dolió solo con chuparlas. No era necesario racionar el agua; bebió de la cantimplora con avidez.
El cielo volvió a cerrarse. Empezaron a soplar ráfagas de viento frío. Sarah animó a Tansy a avanzar a galope sostenido. Tenían que aprovechar la visibilidad antes de que volviera a desaparecer. Empezó a granizar. Siguieron a galope sostenido. Los pedriscos helados golpeaban a Sarah en la cara. Le dolía la mandíbula, ya maltrecha. Bajó la cabeza para que la visera de la gorra la protegiera.
Una lluvia persistente sustituyó al granizo. Sarah tenía demasiado frío para permanecer inactiva. Desmontó y guio a Tansy. Mientras andaba, a fin de no pensar en la situación, recordó épocas mejores en la montaña y a algunos de los personajes más memorables que había conducido a través de la sierra. La equitación solía sacar lo mejor de las personas. Completos desconocidos se habían mostrado cordiales con ella, le habían contado chistes y confidencias. Las barreras de la edad se desmoronaban durante las excursiones ecuestres. Los adolescentes se reían con padres y abuelas. Los abuelos se volvían competitivos y rivalizaban con hombres más jóvenes.
Los pensamientos de Sarah se vieron interrumpidos por el estrépito de un árbol al caer al suelo en el interior del escarpado bosque de eucaliptos grises, junto al camino. Calculó la distancia que les quedaba por recorrer y volvió a pensar en sus clientes; se preguntó qué les habría parecido esta aventura, imaginó qué habría pasado si una de sus expediciones se hubiera complicado de este modo.
Sarah no había llegado nunca a esa altura de la montaña en sus rutas ecuestres. La Cabaña del Ahorcado no era uno de sus destinos. Su negocio iba enfocado a gente de vacaciones y a jinetes novatos. «Turismo a caballo», decían sus folletos, para indicar el carácter relajado de la cabalgada. Las excursiones de dos días o de una semana entera eran otro tipo de negocio, y la sierra de Mortimer no era el lugar más idóneo. Las grandes planicies, las playas y la sabana eran ideales para los recorridos largos. En Mortimer había demasiado terreno inaccesible y zonas que obligaban a avanzar despacio. Sarah imaginó a uno de sus grupos de novatos, un puñado de turistas entusiastas, en el puente del río de las Truchas al llegar la riada. Podían haber estado allí perfectamente. O quizá no, ella habría consultado la predicción del tiempo antes de salir. Lo habría barruntado mucho antes que el enjambre de hormigas. Al revivirlo en ese momento, Sarah supo lo aturdida que había estado, quizá incluso con una leve conmoción cerebral. Los calmantes tampoco habían ayudado.
La lluvia se convirtió en aguanieve. Empezó a nevar. Copos ligeros que se derretían al tocar la tierra húmeda, pero nieve en diciembre al fin y al cabo.
«Quienquiera que le puso el nombre de montaña del Diablo se equivocó», reflexionó Sarah. «Satán no vive en la sierra; Santa Claus, sí». Encontró las fuerzas necesarias para sonreír. Sin embargo, la ocurrencia no consiguió relajarla y se le borró la sonrisa de los labios.