—Buenas y malas noticias. —Ronald juntó las yemas de los dedos y dejó el cuaderno de notas y el bolígrafo un momento—. Primero las malas… Tu solicitud de un día de permiso ha sido rechazada.
El despacho del psiquiatra de Sarah daba a la rampa de entrada al recinto hospitalario. El perfil de la ciudad quedaba a la derecha, y el cinturón verde de la reserva ribereña se extendía abajo. A la izquierda, la zona residencial se escalonaba en las laderas de colinas semidomesticadas. Era un día cálido; sin embargo, hacía fresco en el despacho, a media luz y con aire acondicionado. Ronald llevaba sandalias, pantalones largos holgados y una camisa de manga corta; un pequeño pendiente en el lóbulo izquierdo y una melena gris y ondulada hasta los hombros. Era de esa generación: activista en el pasado, y en la actualidad cualquier cosa menos eso.
—¿Qué sientes? —Su voz también salía directamente de los años setenta. Igual de apacible.
¿Qué sentía? Se sentía aprisionada, encerrada, rodeada de personas con las que no podía identificarse y con quienes nunca se relacionaría, pacientes que jamás habían montado a caballo ni pasado temporadas en la montaña, o que si lo habían hecho no hablaban de ello, y enfermeras que podían malinterpretar cualquier conversación, pero especialmente las relativas a ese tema, e informar a Ronald de que estaba demasiado obsesionada con Tansy y la sierra. Pero ¿por qué no iba a añorar esas dos cosas? Tal vez el período de hospitalización le hacía algún bien: las emociones no solían desbordarla como antes. Era capaz de controlarlas. La terapia le había proporcionado sus propios límites; ahora tenía un tiempo atmosférico particular, un clima interior propio. Todo eso de charlar y compartir, el análisis, tenía el efecto de aislar; la había convertido en una isla, ¿o en una montaña quizá? Mejor no usar esa analogía con Ronald.
—Me lo esperaba —dijo ella—. Estoy decepcionada; pero no pasa nada. Sabíamos que era poco probable.
—Las cuestiones que ha tenido en cuenta el comité son las que ya esperábamos: falta muy poco para Navidad, ciertas cosas podrían desencadenar ideas y sentimientos. El comité preferiría que tu primer día de permiso fuera en un mes menos significativo. Y ahora las buenas noticias… Al denegar el permiso de un día, el comité ha demostrado su fe en otro método más importante. —El psiquiatra volvió a coger el cuaderno de notas y se lo puso sobre una rodilla. Sarah observó su peculiar modo de escribir, al revés, propio de un zurdo—. Han decidido trasladarte a un apartamento independiente. —Rodeó con un círculo algo que había escrito y levantó la vista—. Te sacan del pabellón, Sarah.
Ella llevaba un vestido de verano y zapatillas de lona, el pelo recogido en una cola de caballo y la cara sin maquillar. De repente le resultó difícil controlar sus sentimientos. La invadió la emoción; se movió en la silla tratando de reprimirla.
—¿Cuándo?
—Consideran que es mejor que tengas cierto grado de independencia y responsabilidad durante el tiempo que te queda. Te trasladarán a la sección menos controlada la semana próxima. A tiempo para Navidad. —Ronald sonreía mientras escribía—. Tienes permiso para estar nerviosa.
Sarah se tapó la boca para ocultar su sonrisa de oreja a oreja.
—Hostia —dijo detrás de la palma de la mano.
—Efectivamente. Has trabajado mucho. Has impresionado al comité de evaluación. Esto es un voto de confianza enorme. Yo estoy de acuerdo con su decisión, naturalmente. Ellos confían, bueno, todos confiamos en que un entorno menos controlado será perfecto para que te conviertas en la persona más fuerte que puedes ser. Nos tendrás a mí y al personal del departamento, gozarás de la seguridad del recinto y dispondrás de tu propio espacio.
—Creo que voy a llorar. —De hecho ya se enjugaba los ojos.
—Debo decirte, Sarah —añadió Ronald mientras escribía— que nos impresionan tanto las veces en que te derrumbas como las veces en que digieres los acontecimientos tranquilamente. —Subrayó la última línea de lo que había escrito. Levantó la vista—. Deberías estar muy orgullosa de tus progresos.
La Clínica de Salud Mental Vera Hudson se componía de distintos edificios y departamentos independientes. Como paciente del Pabellón C en el edificio con un nivel de seguridad media (la «zona de precalentamiento» lo llamaba Sarah), no le habían proporcionado información clara sobre la estructura del recinto ni una visión general de la institución. Sarah había deducido por su cuenta cómo funcionaban las cosas oyendo lo que decían las visitas y el personal. El Pabellón C se extendía en el círculo interior, el sanctasanctórum (el vacío, más bien); había que pasar dos puestos de control, salvar un par de obstáculos y saltar unas pocas vallas para entrar y salir. En los diez meses que Sarah llevaba allí, era la primera vez que caminaba por los pasillos con Ronald. Se sentía como una alumna de primaria que se dirigiera con el director hacia la sala de profesores, a punto de conocer los entresijos del sistema. Andaba deprisa para no quedarse atrás; la cabeza le daba vueltas.
Recorrieron los largos pasillos y pasaron ante la zona del personal, donde una enfermera pulsó un botón para abrirles la primera puerta. Enfilaron otro pasillo largo, este con despachos y salas con rótulos que decían «Cuarto de Servicio 1», «Cuarto de Servicio 2», les abrieron otra puerta, pasaron por un detector de metales a cargo de un guardia de seguridad armado y entraron en la sala de visitas del Pabellón C. Parecía la sala común de una residencia de ancianos. Y olía igual. Había diversos sillones y sofás de dos plazas, en los que se sentaban, dispersos, pacientes aturdidos y desaliñados, sobre cuyas cabezas flotaba un aire rancio. Sus visitantes, en comparación, parecían conejitos a pilas: mejillas sonrosadas, piel resplandeciente, pelo sedoso; hablaban deprisa para llenar los silencios incómodos, desviaban sus ojos brillantes hacia las ventanas y de vez en cuando miraban las cámaras de seguridad colgadas en las esquinas del techo. Había un árbol de Navidad junto a la chimenea. El aroma fresco de las agujas de pino mitigaba un poco el fuerte olor de la sala.
Después de otra puerta cerrada con llave, otro detector de metales y otro guardia de seguridad armado, estaba el vestíbulo. Vera Hudson, la benefactora, debía de haber amasado una buena cantidad de dinero. El vestíbulo era impresionante, con columnas de mármol y una pequeña catarata sobre un estanque con peces. En el centro, debajo de una claraboya, había una losa de mármol y, sobre ella, una cuadriga dorada tirada por caballos dorados. ¿Los pacientes eran las cuadrigas impulsadas hacia delante por el poderoso corcel, el hospital? Sarah imaginó que quería simbolizar eso. La imagen de los caballos tirando de la cuadriga estaba estarcida en oro en las puertas de vidrio. Los jóvenes detrás del mostrador de recepción llevaban chaquetas oscuras con el mismo motivo bordado con hilo de oro en los bolsillos; parecían recepcionistas de un hotel y se comportaban como tales.
Ronald condujo a Sarah a través del vestíbulo y se detuvo ante una puerta blanca sencilla. Pasó una tarjeta para abrirla. Sarah notó al instante un cambio en el aire: entraron en un área del hospital donde la atmósfera era real, el aire estaba oxigenado y corría. Caminaron por delante de salas que tenían ventanas de las que se abrían. Ronald volvió a pasar la tarjeta, esta vez para acceder a un vestíbulo pequeño que daba entrada a otro pabellón, con una reproducción a escala menor de la cuadriga y los caballos dorados sobre el mostrador.
—Tú debes de ser Sarah —dijo la mujer corpulenta detrás del mostrador, y aplaudió emocionada con las manos bajo la barbilla, como una niña.
—Esta es Julia —la presentó Ronald—. Julia es la mamá gallina de aquí.
—Bienvenida, Sarah, el equipo tenía verdaderas ganas de que te unieras a nosotros.
Ronald dio media vuelta a Sarah para colocarla de cara a las puertas correderas de vidrio que daban al exterior. Ella vio una franja de césped y escalones que bajaban a un aparcamiento. La zona estaba rodeada de una alambrada alta. Había una caseta al final, junto a la barrera de acceso.
—Tendrás que explicar a tus visitas que los controles para acceder a este pabellón son igual de rigurosos, o más, que los de los pabellones principales. Pueden traerte ropa, comida, enseres domésticos, de manera que los registros han de ser concienzudos.
—¿Cuál es el horario de visitas?
—De diez a diez —respondió Julia.
—¿Todo el día?
—Y una visita puede quedarse a pasar la noche cada quince días.
—A pasar la noche.
—A todos les gusta la idea de tener compañía por la noche. —Julia se echó a reír.
—Lo entiendo.
Ronald condujo a Sarah alrededor del extremo del mostrador hasta una hilera de cuatro puertas de cristal. Julia apretó un botón que abrió la del final. En el vidrio grueso estaba grabado «Apartamento independiente 4». En letras blancas sobre una placa de plástico azul ponía SARAH LEHMAN.
Sarah cruzó el umbral y sintió el bochorno del día. El brusco golpe del calor le recordó la salida de las terminales de aeropuerto, esa impresión de realidad tras un tiempo pasado en aviones y salas de embarque con aire acondicionado, el viaje olvidado en ese instante, como si alguien diera a un interruptor y la vida tuviera luz verde para volver a empezar. Por encima de Sarah, una pareja de libélulas apareadas volaba bajo el techo de chapa. El viento caliente arrastraba pétalos de rosa sobre el cemento a sus pies. Estaba en una zona cerrada y cubierta, un callejón estrecho que conducía a su apartamento. Delante, a unos pocos metros, había una puerta azul con el número cuatro. Su apartamento era el último de una hilera de cuatro.
¿Vida independiente? ¿O alojamientos de una habitación en un barracón de ladrillo? No es que ella estuviera en posición de quejarse. El aire, el calor del verano, las libélulas y un atisbo del cielo, esas cosas no podían decepcionarla. La vida estaba tan cerca, al alcance de la mano, y llegaba hasta ella a través de la alambrada. Ruidos de autopista se filtraban en los terrenos del hospital. El canto de los pájaros era alegre. Ronald hacía todo lo posible por dar un tinte positivo a la entrada con barrotes y a las puertas carcelarias.
—Tienes acceso a un jardín y un huerto propios, y desde allí puedes pasear sin vigilancia por una amplia zona del recinto. Sé que eso te gustará.
Se oyó un zumbido al abrirse la puerta de su unidad. Sarah miró a sus espaldas. Una cámara de la pared estaba fija en ella y en Ronald.
—Las visitas pueden traerte vídeos, música y libros. O puedes pedirlos al servicio de biblioteca móvil. —Ronald se inclinó para recoger un periódico del felpudo—. Reparten el periódico todos los días. ¿Qué te parece?
—Un lujo —dijo Sarah.
Él entró y buscó el interruptor junto a la puerta. Solo había una ventana, por lo que ella veía, y las cortinas estaban corridas. Hacía calor y la habitación estaba a oscuras. Olía a desinfectante y a aspirador, como si el personal de limpieza se hubiera marchado cinco minutos antes. Un único globo en el centro esparció una luz débil.
Sarah tenía un banco, una cocina, un fregadero, un hervidor, un microondas, una mesa, una cama de matrimonio. Tenía un televisor colgado de la pared; una puerta estrecha daba acceso a una ducha y un lavabo. No había puerta trasera. Entró y descorrió la cortina. El sol invadió el interior. Sarah entornó los ojos y sonrió ante la intensidad de la luz. Su piel se había vuelto pálida; absorbió los rayos. No había barrotes en la ventana, solo una malla de alambre, reforzada y bien atornillada. Sarah abrió la ventana de guillotina. Era una experiencia nueva; se echó a reír.
—No la cerraré nunca.
—Hay aire acondicionado —le indicó Ronald, sin entender a qué se refería.
Al otro lado de la ventana había una gran caída hasta un patio desierto y cerrado. Había elementos disuasorios por todas partes, pero no eran más que eso. Si de verdad quería, podía cortar el alambre, saltar por la ventana, encontrar el modo de salir del patio, huir al recinto, esquivar las cámaras, trepar por la alta alambrada, confiar en la suerte y sortear las alarmas… pero ¿por qué iba a hacerlo? La libertad era un hogar en ese momento. Al cabo de unos meses, de un año, podría marcharse y nunca volverían a arrastrarla y meterla, drogada, entre rejas.
Ronald dejó el periódico en la mesa.
—Creo que han traído lo necesario para preparar té. Nos tomamos una taza y resolvemos los trámites.
Mientras él llenaba el hervidor, Sarah continuó evaluando su nueva casa. Había un calentador eléctrico en la pared sobre la cama. El único espacio donde secar la ropa que vio era un tendedero plegado cerca de la ventana. Al parecer, una zona de estantes hacía las veces de armarios y cajones. En un estante había tazas y platos. Los cuchillos y tenedores estaban en un recipiente transparente al lado del fregadero. La Clínica de Salud Mental Vera Hudson no era partidaria de que sus pacientes tuvieran armarios, cajones, cajas, cómodas ni espacios privados. Todo tenía que quedar a la vista.
—¿Cuánto tiempo suelen estar aquí los pacientes?
—Depende.
—Pero ¿este es el último paso?
—No hay último paso, Sarah. Ya hemos hablado de eso; es un proceso continuo. Seguirás el tratamiento fuera de la clínica. Puede que esta unidad represente un cambio mayor de lo que imaginas. Cocinarás tú misma, te lavarás la ropa, organizarás tu horario. Tendrás que relacionarte y tratar con tus vecinos, empezarás a tener días de permiso…; todo eso puede resultar abrumador después del sistema del pabellón. Como siempre, tendrás que mostrarte sincera y abierta respecto a tus sentimientos y compartir cualquier incertidumbre.
Sarah dejó de escucharle. Había demasiado que ver por la ventana, demasiado placer en el calor pegajoso del día y en el sudor que brotaba de su piel.