Eucaliptos de cuarenta metros de altura se agolpaban a ambos lados del camino, que se había vuelto más empinado. Los grupos de fresnos de montaña eran densos y el sotobosque, una alfombra de helechos de color verde lima. Tras las hojas oscuras de las enormes acacias empezaban a asomar peñascos y escarpadas paredes de roca. El camino serpenteaba y se enroscaba sobre sí mismo. Gigantes caídos mantenían un equilibrio inestable en lo alto de los riscos, y otros yacían atravesados en diversos ángulos sobre cauces y zanjas. El pelaje de Tansy brillaba, y Sarah notaba que el calor había impregnado todos sus músculos y hacía bombear sangre caliente y engrasaba las articulaciones.
A pesar del calmante que se había tomado, aún le dolía la cabeza. Aflojó el paso para beber y tomarse otra pastilla. Se dio cuenta de que el monte estaba extrañamente silencioso. No se oían pájaros. El poco aire que corría era espeso. La masa de nubes había adquirido un tono gris oscuro. Pero la mayor parte del cielo seguía siendo azul. Si se avecinara una tormenta, las ranas habrían estado croando. En cambio, permanecían calladas. Tansy no paraba de agitar las orejas. Estaba inquieta.
Sarah se acercaba al cruce en el que quería abandonar el camino principal y tomar una de las muchas antiguas pistas forestales en que se ramificaba. Deseaba una comida de Navidad privada en su hondonada favorita, un lugar resguardado en cuyo húmedo suelo crecían helechos de todo tipo y donde se apiñaban como colegas los antiguos bosques de latifolias negras. Pero Tansy tenía otras intenciones. Se apartó hacia un lado y dio un respingo cuando Sarah inclinó el cuerpo para indicar que iban a desviarse.
—Eh —dijo Sarah—. ¿Qué pasa?
Tansy pasó al trote el cruce y siguió subiendo con impaciencia por el camino principal. Sarah cerró la cantimplora y se dejó llevar. No pensaba discutir ni tirar de las riendas. Podían llegar a su hondonada por otros senderos. Tenía en la cabeza un mapa de la montaña mucho más detallado y fiel que el que se exponía para los turistas. De momento Tansy podía guiar la marcha. Sarah no se perdería. Su regalo de Navidad para Tansy sería dejarle dar el paseo que le apeteciese. La yegua también tenía sus lugares preferidos.
Sarah se quedó ensimismada, mirando al frente con los ojos vidriosos.
Pero Tansy no se apartó del camino principal. Su nerviosismo aumentó. A veces vacilaba, como si sintiera el impulso de dar media vuelta.
Entraron en una zona talada. Habían plantado especies nativas para recuperar el paisaje. Los árboles eran frondosos y jóvenes. Los claros permitían ver la zona virgen que acababan de atravesar. También proporcionaban la oportunidad de examinar el terreno montañoso que tenían delante. Sarah frunció el ceño al ver el cielo, que tenía el tono azul turbio habitual, con una masa de nubes negras tan bajas y densas que, en la distancia, parecían enganchadas en el pico de la montaña más alta. Estaban cargadas de lluvia. Sin embargo, descargaban en una zona más alta de la sierra. No parecía un frente tormentoso exactamente; Sarah ignoraba de qué tipo de aguacero podía tratarse. El inquietante silencio y el recuerdo de una quietud parecida la mañana del incendio del año anterior la impulsaron a sacar el móvil. Había creído ver el resplandor de los primeros rayos en la vertiente más seca de la sierra. Abrió la aplicación de la previsión meteorológica. No estaba actualizada, mostraba la misma información que la última vez que la había consultado. La cobertura era irregular en la sierra. Allí, junto al viejo aserradero, siempre era mala.
Sarah pasó junto al cobertizo de chapa oxidada y el montón de serrín. El puente del río de las Truchas estaba más adelante. Allí aparecían a veces dos barras en el indicador de cobertura. Espoleó a Tansy.
Un movimiento veloz atrajo la mirada de Sarah. A su derecha, un ualabí saltaba entre los árboles jóvenes. Remontó una pendiente para dirigirse a un terreno más elevado. Otro ualabí le siguió. De repente, un equidna atravesó el sendero justo delante de Tansy, con toda la rapidez que le permitían sus patitas, demasiado decidido para preocuparse por el caballo y la amazona. Entonces Sarah se fijó en algo realmente extraño: el tronco de una mimosa cercana estaba cubierto por una masa compacta de hormigas. Subían por las ramas y se pegaban a las hojas. Todas las mimosas que bordeaban el camino estaban igual; las ramas se movían, cobraban vida con las hormigas, y las hojas se doblaban y giraban con el peso de los insectos que trepaban. Sarah detuvo a Tansy. Por las ramas subían también insectos más grandes y escarabajos. Salido de la nada, un pájaro solitario cruzó raudo entre los árboles, como si llegara tarde a algún sitio.
La gota que colmó el vaso fue la serpiente negra de vientre rojo que apareció reptando entre las patas de Tansy. Sarah se quedó inmóvil mientras el animal avanzaba por debajo de ambas, en la misma dirección que los ualabíes y el equidna, en la misma dirección que el pájaro. Pensó que Tansy percibiría a la serpiente, la vería, se encabritaría y echaría a correr. Pero la yegua estaba como los otros animales de la montaña; algo más importante le había llamado la atención.
Un incendio forestal parecía imposible. Sarah no olía a humo. Oía la corriente y el borboteo del río de las Truchas. El aire era fresco y húmedo, no seco. El rocío brillaba en las rocas cubiertas de musgo bajo los helechos, había agua y humedad por todas partes, incluso el camino estaba blando; una serie de huellas recientes de neumático, donde un conductor no había calculado lo embarrado que estaba el terreno, así lo demostraba. Todo estaba empapado.
¿Un terremoto quizá? Sarah alzó el teléfono por encima de la cabeza con la esperanza de conseguir señal y espoleó a Tansy hacia el puente del río de las Truchas.
La yegua aplanó las orejas mientras caminaba sobre los tablones del puente. A Sarah se le erizó el vello de la nuca. El móvil consiguió cobertura y emitió una señal de llamada perdida. La aplicación del tiempo se actualizó. A Sarah no le hacía falta mirar el mapa de presión atmosférica; oía qué ocurría. Sus ojos repararon en la masa de actividad meteorológica sobre la región de Mortimer que aparecía en la pantalla del móvil; leyó y asimiló hasta cierto punto el mensaje intermitente de «Peligro: lluvias intensas».
Sarah y Tansy se detuvieron en mitad del puente. El río de las Truchas fluía a sus pies más rápido que nunca. De sus fuentes descendía un rugido por el barranco, un muro de ruido tan intenso y profundo que parecía zarandear el centro de la tierra y el aire al mismo tiempo. Todo vibraba. El sonido giró y volvió a rotar sobre sí mismo, como si la sierra estuviera concebida para contener y ampliar el estruendo. En ese momento, un ciervo irrumpió corriendo en el puente y se paró al lado de Tansy y Sarah. Era grande, seguramente pesaba tanto como el caballo, aunque no era tan alto como este. Sus astas, cubiertas de terciopelo pardusco, estaban lo bastante cerca para que Sarah pudiera tocarlas. El muro de sonido también había golpeado al animal. Sarah lo miró fijamente. Durante esos segundos el ciervo le devolvió la mirada y las diferencias entre ambos desaparecieron; Sarah no era humana y el venado no era salvaje, eran dos seres enfrentados al mismo dilema: cómo escapar de lo que se avecinaba.
Sarah miró más allá del animal. Unos cien metros río arriba, había un recodo en el barranco. La corriente desaparecía detrás de un peñasco. Mientras Sarah observaba, un torrente de agua espumosa y marrón, tan alto como las paredes del barranco, tan ancho como estas, rodeó con ímpetu el risco. Supo de inmediato que ninguna criatura terrestre podría dejar atrás aquella masa de agua. Durante esos segundos el paso del tiempo se distorsionó. Sarah se dio cuenta de cosas que no debería haber tenido tiempo de advertir. Habían cambiado algunos tornillos del puente: los de color gris claro desentonaban entre los viejos y oxidados. Habían repintado de blanco las barandillas protectoras de madera. La llamada perdida era de su padre. El ciervo tenía una larga cicatriz dentada en el cuello. Y un árbol tan grande como los fresnos de montaña del parque municipal de Lauriston venía en su dirección… La fuerza del agua puso vertical el árbol arrancado de cuajo. Si Sarah no lo hubiera visto levantarse en la corriente de ese modo, jamás habría creído que fuera posible algo así. El leviatán del bosque daba volteretas, las raíces sobre la copa frondosa, la cabeza sobre la cola. Los efectos especiales de la madre naturaleza eran tan espectaculares como los de Hollywood. Ya debería haberlo aprendido de los incendios forestales.
En aquellos instantes elásticos, Sarah debió de tener la presencia de ánimo necesaria para guardarse el móvil en el bolsillo. No se le ocurría en qué otro momento pudo haberlo hecho. Tansy y el ciervo estaban de cara a la orilla más alejada del río. Sabían que no debían mirar la ola que venía de tierra adentro. Se precipitaron hacia delante. La fuerza de Tansy al echar a galopar propulsó a Sarah hacia atrás. Se le salieron los pies de los estribos, los dedos le resbalaron del cuerno de la silla, y hubo un momento en que dejó de estar agarrada. En lugar de sentir pánico, solo pensó que Tansy escaparía más fácilmente sola… Ella podía caerse, dejarse caer, y todo habría acabado… El ciervo volvió la cabeza, el movimiento hacia atrás de Sarah le había distraído, ¿o acaso presentía que uno de ellos ya estaba sentenciado? El nítido destello de alarma en sus ojos fue un revulsivo para Sarah. Forcejeó con todas sus fuerzas, los músculos tensos, cada fibra de su ser en lucha contra la gravedad; los dedos le resbalaban mientras se escurría de la silla de montar. Clavó las uñas en el cuero, cerró los dedos alrededor del faldón de la silla. Se dio impulso y se irguió. Se inclinó hacia delante, apretó las piernas, se aferró con fuerza.
El torrente no se precipitó hacia el puente; simplemente apareció donde un segundo antes no estaba. El tiempo, además de enlentecerse de forma extraña, saltaba como un conejo. Hacía un instante el agua se arremolinaba en torno al peñasco, y al siguiente estampaba el árbol contra el puente de madera.
Cuando eso sucedió, Tansy, Sarah y el ciervo aún estaban cruzándolo, más cerca de la tierra pero todavía no en ella, a salvo. Una sacudida violenta impulsó hacia arriba el puente, lo dejó caer, lo zarandeó y tiró de él hasta dejarlo en un ángulo inesperado. Fue como si la esfera terrestre se hubiera desprendido del eje. Tansy y el ciervo trastabillaron, pero recuperaron el equilibrio. El rugido amortiguó el crujido de los tablones al quebrarse y el chirrido de los pilotes en tensión, que luego se partieron. El puente empezó a romperse. A desprenderse de la orilla.
A Sarah no le asustó saber que el puente se astillaba y desintegraba, ver que se separaba de la tierra que tenía enfrente. No chilló. Ahora sabía, al igual que los animales, qué había que hacer. Tenían que cubrir la distancia de un salto o morirían. Lo único que importaba era no morir.
Salvaron los tres, de un brinco, sin detenerse, un espacio de un metro que parecía mucho más ancho y por el que corría lodo líquido y viscoso.
Primero aterrizó Tansy, con Sarah a salvo en la silla, y, una milésima de segundo después, el ciervo. Sobre la tierra seca, por encima del torrente, en terreno firme, Sarah supo que había escapado de algo más que el agua. El ciervo corrió sendero arriba, con pasos raudos y seguros, y desapareció discretamente, libre para esquivar a la muerte otro día.