Los barrotes de la ventana eran sutiles rejas decorativas pintadas de negro. Desde la acera, el palacio de justicia, que ocupaba la mayor parte de la manzana, se alzaba imponente. Aquellos bloques de arenisca parecían decir: «Vuestros delitos no me afectan». Por eso resultaba extraño que alguien hubiera decidido reducir, suavizar y domesticar el interior del edificio, convertirlo en algo más semejante a las oficinas de una empresa, con salas de justicia que parecían salas de juntas. Daba la impresión de que el delito combaba y deformaba las delgadas paredes actuales. El equipamiento moderno temblaba de verdad con cualquier cosa más grave que una infracción menor. En muchos sentidos, Sarah deseaba que su caso se hubiera juzgado en el interior del tribunal original, donde el señor juez presidía la sala sentado en una butaca de orejas enorme y el techo se elevaba sobre ellos, los pomos de las puertas repiqueteaban y las bisagras chirriaban y nada parecía tan poderoso como las austeras dimensiones.
La sala de los acusados donde estaba ella parecía un palco privado. Había reproducciones de Monet en las paredes, un escritorio, moqueta gris, alfombras, cojines mullidos en el sofá. La abogada defensora se estaba retocando el pintalabios. Hacía mohines a su imagen en el espejo. Cerró el estuche de maquillaje con un chasquido.
La abogada rondaba los sesenta. Costaba adivinarlo. Tenía buenos genes: una piel preciosa, el blanco de los ojos límpido, dentadura perfecta. Tenía estilo: traje pantalón entallado y corte de pelo moderno, zapatos de punta estrecha y tacón bajo y puntiagudo.
—¿Viste la cara de Wilson cuando entró Brody? —dijo.
—Le vi mirarle los zapatos —contestó la procuradora de Sarah.
—Mira los zapatos de todos los testigos. Cree que puede adivinar qué tipo de testigo es por el calzado.
—¿Zapatos buenos, buen testigo?
—Es más complejo; las correas significan una cosa, los tacones, otra.
—Yo sé lo que cree que significan las correas y los tacones.
Las mujeres recogieron de la mesa los enseres del almuerzo.
—Sarah, ¿cómo está?
Era la procuradora quien lo preguntaba. Se dio la vuelta y sonrió comprensiva. Sarah estaba sentada en el sofá pegado a la pared. Listas de la compra, horarios de salida del colegio y reservas para cenar, eso era lo que veía cada vez que la procuradora la miraba a los ojos. La mujer siempre llevaba la ropa un poco torcida y nunca iba bien peinada. Probablemente había sido una profesional apasionada en el pasado; ahora era ante todo madre y esposa. Los hijos, el marido, la casa, el coche, la colada, todo parecía imponerse ese día.
—Estoy bien.
—¿Le traigo otro té?
—No, gracias.
—No ha comido, ¿seguro que no tiene hambre?
—Estoy bien.
La funcionaria de prisiones estaba al otro lado de la puerta, hablando con una compañera. Sarah veía sus siluetas a través del vidrio esmerilado. Las oía reír.
—La sesión se reanuda —dijo la abogada defensora. Estaba revisando los papeles de la mesa—. Las cosas irán mucho mejor ahora que Brody está en el estrado.
—Señor Heatherton, ¿cuántos días estuvo atrapado con mi cliente en la montaña del Diablo?
—Siete.
—¿Qué día le quedó claro que mi cliente no era consciente de los hechos de la mañana del día de Navidad?
—Protesto. Señoría, es el jurado quien debe decidir si la acusada era o no consciente del crimen.
—Lo diré de otro modo. ¿Qué día quedó claro que mi cliente parecía no tener conocimiento de los hechos de la mañana del día de Navidad?
—Era como si no se acordara. El segundo día, el veintiséis, habló como si ni siquiera supiera por qué tenía el arma.
—Con respecto al arma, ¿tendría la bondad de explicar al jurado cómo la encontró y cómo acabó en su poder?
Brody bebió un sorbo de agua.
—Vi a Sarah mirar debajo de un palé que había en un rincón del cobertizo. Cuando estábamos construyendo el corral para Tansy, fui a mirar bajo el palé. Vi el rifle y lo saqué. Lo puse en lo alto de la caravana. Pensé que lo más prudente era cambiarlo de sitio.
—¿Se sintió amenazado por el hecho de que ella tuviera un arma?
—Dudaba que fuera a utilizarla. Me pareció que era responsabilidad mía quitarla de en medio.
—Pero debió de pensar en las consecuencias. Mi cliente se daría cuenta de que había desaparecido; ¿no le preocupaba lo que iba a decirle usted y lo que haría ella?
—Sarah estaba… —Brody alargó el brazo y tocó con los dedos el vaso de agua que tenía delante, rozó el borde un momento y luego apartó la mano—. Estaba confusa. Creía que quizá hubiera otra persona en la montaña.
—¿Creía que esa persona se había llevado el rifle?
—Preguntó si estaba ahí fuera, sí.
—¿Qué clase de persona creía ella que había ahí fuera?
—No estoy del todo seguro. Al parecer creía que yo estaba en la montaña haciendo algo ilegal y que esa otra persona tenía algo que ver.
—¿Ella creía que usted tenía un cómplice escondido en el monte? ¿Qué creía ella que estaban haciendo usted y ese delincuente imaginario?
—No estoy seguro. También estaba muy nerviosa por su móvil.
—¿El móvil que se había mojado y no funcionaba?
—Debería aclarar eso —dijo Brody—. Yo había sacado la batería. Me preocupaba que el móvil volviera a funcionar, ella hiciera llamadas y saliera a la luz lo que estaba pasando. Trataba de evitar una confrontación de ese tipo. Pero la principal preocupación de Sarah era secar el interior.
—¿E intentó abrirlo con ese fin?
—Lo rompió para abrirlo.
—¿Podría mostrarnos lo que hizo, por favor?
—Ella… —Brody levantó la mano y la abrió como si sostuviera un móvil, golpeó el objeto imaginario contra la barandilla del estrado— le dio un montón de golpes.
—¿Para abrirlo?
—Sí. Lo destrozó.
—Señor Heatherton, ¿qué le dijo mi cliente sobre su caballo ese mismo día?
—Me contó la leyenda sobre las yeguas negras, que las yeguas negras son inmortales.
—¿Recuerda sus palabras?
—Dijo… que las yeguas negras no abandonan la tierra y que su espíritu pasa a la siguiente yegua negra que nace.
—¿Le dijo que su caballo era inmortal?
—Sí.
—Señor Heatherton, ¿tiene alguna experiencia con personas esquizofrénicas?
—Sí. —Brody calló un momento—. Mi hermano lo es.
—¿Su hermano es un esquizofrénico diagnosticado?
—Sí. —Brody volvió a acercar la mano al vaso. Rozó el borde con los dedos.
—¿Ha visto alguna vez a su hermano durante un episodio de esquizofrenia?
—Sí, le he visto.
—¿Vio usted alguna similitud entre el comportamiento de su hermano durante uno de esos episodios y el comportamiento de mi cliente el día de Navidad y los siguientes?
Absorto en el borde del vaso, Brody respondió:
—Vi muchas similitudes.
—Mientras mi cliente destrozaba el teléfono, un aparato que era de la máxima importancia estando los dos aislados y casi sin comida, una tabla de salvación que usted tenía la intención de tratar de arreglar, ¿le pareció que era consciente de lo que hacía y de que su conducta estaba mal?
—No, no me lo pareció.
—Señor Heatherton, ¿mi cliente le aclaró en algún momento qué tipo de delincuente creía que era usted?
—Alguna vez… —Brody carraspeó— me llamó Sid, el bandido que murió en la cabaña.
Se pellizcó la nariz y miró al suelo mientras se la frotaba. En ese momento, la sala del tribunal le pareció a Sarah más surrealista que nunca. Los ojos se le secaban porque intentaba no parpadear.
—¿Mi cliente no le llamó Brody, sino Sid, el bandido que murió en la cabaña hace ciento cincuenta años?
—Un par de veces —contestó Brody levantando la vista—. De hecho, casi nunca me llamó por mi verdadero nombre.
La pantalla instalada en la sala mostraba la fotografía policial de Sarah, tomada al día siguiente de su detención. No se había cambiado ni duchado cuando se la hicieron. Tenía el pelo alborotado alrededor de la cara; los ojos enrojecidos y entrecerrados; manchas del polvo de la cabaña en las mejillas. Los rasguños de la cabalgada se habían secado y convertido en rayitas de sangre en el cuello.
—Señor Heatherton, tenga la bondad de explicar qué pasó después de que mi cliente le sacara de la cabaña.
—Me dijo que había huido de la policía. Entonces supuse que los agentes actuarían con mayor contundencia cuando llegaran. Además, la había enviado a mi coche, que estaba repleto de armas. La primera vez que llamé a la policía, les expliqué que no había podido cerrar el cajón donde guardo las armas y que no estaban bajo llave. Insistieron en que no la dejara acercarse a mi coche. Yo sabía que si la habían visto rebuscando en él y metiéndose algo en la mochila… las cosas se descontrolarían. Decidí sedar a Sarah con los calmantes que ella había traído consigo.
—¿Le dio usted el alcohol y las pastillas para controlarla?
—Sí, así es.
—¿Qué pasó luego?
—No sirvió para nada. Empeoró las cosas. Estuvo inconsciente un rato, luego volvió en sí…; estaba desconcertada. Estaba aterrada. Mientras yo trataba de agarrar a Tansy ella recuperó el rifle y me apuntó.
—Le apuntó, pero ¿no acababa de salvarle la vida?
—Eso es. Estaba confusa. Estaba convencida de que yo quería llevarme el caballo. Yo intentaba amarrar a Tansy, pero Sarah no lo entendía. La culpa fue mía por drogarla. La culpa fue mía por enviarla allí abajo, a mi coche. La policía no habría sido tan contundente de no haber sido por mí.
—¿Qué hizo usted entonces?
—Dejé ir a Tansy. A Sarah se le cayó el rifle. Se disparó. Hirió al caballo. Tansy echó a correr hacia el monte.
—Gracias, señor Heatherton. El oficial que estaba al mando aquel día ya ha explicado qué sucedió después.
Brody fue a coger el vaso de agua, pero apartó rápidamente la mano. Estaba temblando.
—Señor Heatherton, cuando mira hoy a mi cliente sentada en la sala, ¿le parece la misma mujer con quien se encontró el día de Navidad y la misma mujer con quien pasó siete días atrapado en la montaña?
Él la miró. Sarah no tuvo otro remedio que mirarle a su vez. Se sostuvieron la mirada.
—No —respondió Brody.
—No tengo más preguntas, señoría.