Durante unos pocos minutos borrosos, Sarah estuvo en el sofá de su casa. La sequedad de la boca le resultaba familiar. Conocía muy bien el abotargamiento árido debido al exceso de pastillas, la piel pegajosa, el cuero cabelludo grasiento, el picor en los ojos, la rigidez de las extremidades; ni siquiera el olor a vómito era inusual. Estaba de costado. El sofá de su salón era estrecho y mullido. Las cortinas estaban corridas y la lámpara junto al televisor, encendida. Fuera soplaba el viento. Tansy estaría inquieta; no le gustaba el viento.
La realidad empezó a filtrarse en la mente de Sarah, la verdad apareció rápidamente en cuanto abrió los ojos, y el miedo la invadió al instante. Trató de incorporarse. Estaba tumbada en el banco acolchado frente a la mesa. La puerta de la caravana estaba cerrada. Brody no estaba.
Sarah se puso en pie tambaleándose. Pasó por encima del vómito. Era reciente. No había estado inconsciente mucho tiempo. A través del vidrio tintado de la ventana sobre la pila, distinguió la silueta de Tansy, inquieta en el corral. Vio las sillas vacías delante de la estufa. Abrió con cuidado la ventanita para ver mejor. Se frotó los ojos para fijar la mirada, los entornó y se concentró. Anochecía. Tansy iba de un lado a otro del establo. Brody estaba con ella. Tenía en la mano la brida de la yegua. Sarah se apretó la cara con los dedos. Se masajeó la piel con brusquedad, se frotó para reanimarse, se restregó para librarse del letargo.
Recordó que tenía una bala.
Palpó un bolsillo. Sí.
Espabilado cuando se trataba de conservar la posesión del rifle, Brody lo había sacado de debajo del colchón. Sarah volvió a la ventana del fregadero de la cocina y vio el arma apoyada en la pared trasera del cobertizo, cerca de la entrada del establo.
A Brody le costaba atrapar a Tansy, que relinchaba para que la dejara en paz. Él la seguía cojeando. La yegua corrió al cercado. Sarah oyó a Brody maldecirla.
La sangre se le aceleró en las venas.
Si abría la puerta de la caravana, él la vería, de manera que se le ocurrió salir por la ventana por donde había entrado el día que llegó. Debía de haber adelgazado. Esta vez no le costó deslizar las caderas. Perdió el equilibrio, resbaló y cayó en el suelo de tierra; primero se golpeó la cara, luego el hombro, después el cuerpo y, por último, las manos, que había alzado en una reacción estúpida y tardía, como un borracho que se desplomara. Las ráfagas de viento y los relinchos furiosos de Tansy silenciaron el ruido de la caída. Los calmantes impidieron que notara el dolor del impacto. Se quedó quieta en el estrecho espacio, esperando a que dejara de darle vueltas la cabeza y desaparecieran las arcadas.
—Tansy —oyó gruñir a Brody.
Como si eso fuera a ayudarle a atraparla.
La habilidad de Sarah para moverse con sigilo era escasa. Avanzó con la mano apoyada en la chapa ondulada para mantener el equilibrio. Iba encorvada, con la cabeza gacha. Tansy la vio. Brody la vio, y también vio su oportunidad: aprovechó la distracción del caballo ante la extraña aparición de Sarah para echarle las riendas al cuello a modo de lazo.
Sarah corrió con torpeza hacia el rifle. Solo le separaba de él un compartimento. Le pareció un esfuerzo digno de una prueba de larga distancia. Brody se la quedó mirando y optó por retener a Tansy ahora que la había atrapado.
—Sarah —bramó.
Ella pensó que hablaba igual que su padre.
Cogió el arma. Recobró la compostura.
—No está cargada —le recordó él.
Con los hombros apoyados en la pared del cobertizo, Sarah sacó la bala del bolsillo y se la enseñó.
—Dios santo.
Parecía que estuviera más harto que otra cosa.
Ella cargó el rifle torpemente, como si fuera una niña de cinco años.
—No sabes lo que haces. Suéltalo.
Ella levantó el rifle y le apuntó.
—¡Te verán y te volarán la cabeza! Puede que ahora mismo estén ahí fuera. ¡Suéltalo!
—Te dije que no la tocaras.
—¿Qué? ¿Sarah? Me estoy ocupando de ella, ¿no te acuerdas? La he cogido para atarla. Para que esté a salvo. Quiero ayudarte.
—¿Drogándome?
—No… Intentaba mantenerte a salvo. —Brody estaba tan cerca de Tansy como podía, a modo de protección. La yegua tenía el cuello bien sujeto con las riendas. Sacudía la cabeza, retrocedía asustada, y él la seguía, se apoyaba en ella, permanecía a su lado y dejaba que tirara de él hacia donde fuera—. Sarah, si te vieron en mi coche habrán pensado que vas armada. Y ahora lo estás. Suéltalo. Estás confusa.
—¡No estoy confusa! —chilló ella—. No me digas eso. —Se apartó de la pared y caminó hacia el corral con el rifle levantado, apuntando a Brody—. Eres tú quien está confuso. Te dije que no tocaras a mi caballo.
Él reculó con Tansy.
—Por Dios, no sabes lo que dices…
—Lo sé perfectamente. Eres un mentiroso. Esas fotos…
—Esas fotos no son nada. Esto tiene que ver contigo.
—¿Engañar no es nada?
—Suelta el arma.
—¿Crees que engañar no es nada?
—Te dispararán.
—¿Quedarte con todo y luego quedarte con mi caballo? —Sarah lloraba.
—¿Qué me he quedado yo? ¿Qué estás diciendo? Sarah, yo no soy tu mari…
—No —le amenazó ella. Las lágrimas aumentaban el ofuscamiento provocado por los calmantes, y la emoción le oprimía el pecho hasta el punto de que le costaba respirar—. Sé quién eres. Sé lo que eres. —Se acercó más—. Eres un embustero y un tramposo.
—Por favor —dijo él, con pena en su rostro demacrado—, has de parar. Creo que una parte de ti sabe que has de parar. Yo te ayudaré.
—Lo siento —se disculpó ella, con ironía manifiesta—, pero no es tuya y no te la puedes quedar. —Apuntó el arma a la pierna de Brody más alejada de Tansy.
Él soltó las riendas y dio una palmada en la grupa de la yegua, que se lanzó hacia Sarah. Ella retrocedió, trastabilló y el arma se le escapó de las manos.
Un violento estampido resonó en la cima de la montaña. Tansy se detuvo en seco. El músculo superior de su pata izquierda se crispó y tembló. Durante unos segundos elásticos no pasó nada más. El viento cesó. Los envolvía el aire balsámico de una noche de verano. En el pelaje negro de Tansy no se veía nada. El impacto de la bala, el escozor, el dolor, la perplejidad se reflejaban en sus ojos. El olor acre que salía del rifle tirado en el suelo indicó a Sarah que el arma que se había disparado era la suya. Tansy no entendía nada. Cada vez le dolía más la pata. No era un balazo superficial. Era profundo, penetraba en su interior. Era un dolor expansivo, prolongado, desgarrador.
—Tansy…
La yegua se apartó de Sarah. Corrió hasta el otro extremo del cercado y dio coces al travesaño. Le resbalaron los cascos cuando echó a correr. El miedo se intensificaba a medida que se prolongaba el dolor, que empeoró. Soltó un relincho.
—No…
Tansy intentó saltar la cerca. Su tamaño y su fuerza eran formidables cuando trató de superar el travesaño superior y no lo consiguió. Cayó de espaldas en el cercado, con las musculosas patas en el aire, desprotegido el vientre redondeado, torcido el recio cuello.
—¡Tansy!
Se levantó espantada, pasó como una exhalación junto a Sarah, hacia el establo, calculó mal, o bien el miedo y el dolor le impidieron controlar el paso, y dio un bandazo hacia la pared del cobertizo. Abolló la chapa ondulada al estrellarse de cabeza contra ella, se tambaleó y cayó al suelo de tierra. Se vio algo rojo en el aire y sobre el hocico de la yegua, y una salpicadura de sangre en la pared. Se levantó tambaleante. Tenía un corte profundo sobre los ollares y, en lo alto de la pata, una mancha oscura de sangre, de la que descendía un hilillo hacia el casco. Sarah trató de acercarse, pero ahora Tansy le tenía miedo.
—No, no, cariño… no pasa nada. No te haré daño.
Tansy no vio la puerta del establo abierta; echó a correr y embistió contra la cerca de madera; los sacos de mortero y cemento cayeron y se rompieron, y el polvo se dispersó. Tropezó y trastabilló con los tablones y los sacos abiertos. Sarah pasó por debajo de la valla y corrió para tratar de detenerla. Tansy patinó al alejarse de ella; la pata herida le fallaba y la hacía tambalearse. Se dirigió a trompicones hacia la zona de suelo firme.
Sarah la siguió, vociferando su rechazo a lo que estaba ocurriendo.
—¡No! ¡No!
Tansy se adentró en el monte. En mitad de la franja de tierra que servía de puente, Sarah aminoró el paso. Tenía los ojos muy abiertos y secos.
—No…
De la linde del monte surgían hombres con armas preparadas, un grupo coordinado, con los cascos puestos. Tras ellos se oía el zumbido del helicóptero.
Se agruparon en el borde del terreno firme. Para llegar al monte, a su caballo, Sarah habría tenido que correr entre ellos. No se lo permitirían. El grupo inició un avance táctico y profesional. Ver que se aproximaban como una manada detuvo a Sarah. Se le paralizaron las piernas.
Brody estaba en el cercado, con las manos abiertas a la altura de la cadera, enseñando las palmas vacías.
—Estamos los dos desarmados —gritó.
Los hombres seguían apuntando a Sarah. Se acercaron más.
Ella levantó automáticamente los brazos en señal de rendición. El llanto también fue automático. Una tristeza rápida, súbita… algo que tenía que ver con el aire, el mismo aire que respiraban los demás, el sol poniente, la luna, lo indefectible y absoluto, esas cosas infalibles que no ofrecían nada y aun así parecían lo único en lo que era posible confiar.
—¡De rodillas! —gritaron los hombres que se acercaban—. ¡Póngase de rodillas!
Sarah se arrodilló, con las manos abiertas encima de la cabeza. Miró a Brody detrás de ella.
—Todo irá bien —le dijo él.
El hombre que había aparecido en la bifurcación —caminaba con las piernas más separadas que los demás— se adelantó.
—¡No se mueva! —vociferó una y otra vez. Corrió hacia Sarah, la empujó hacia delante, sobre la hierba, y le clavó la rodilla en la zona lumbar amoratada.