Brody no había tocado ni una sola vez a su caballo. Sarah nunca había salido de la caravana y le había encontrado en el establo, haciéndose amigo de Tansy y dándole palmaditas. Él la había tratado como debía hacerlo, con amable naturalidad. Era consciente de la presencia de la yegua y de lo que necesitaba, pero sus atenciones no pasaban de ahí. A Sarah le gustaba eso. Demostraba respeto. Si el perro de Brody hubiera estado vivo, ella no habría tratado de ganárselo.

Y Brody besaba muy bien. Lo cual no era tan irrelevante ni frívolo como podría parecer; cuando ella le había acusado de no contarle toda la verdad, no había tenido en cuenta los besos: todo lo que él no podía decir en voz alta, lo decía con ellos. Besar era su conversación secreta, donde las palabras no complicaban las cosas, las complejidades estaban ahí, las contradicciones eran perfectamente lógicas; complicado, inmoral, obsceno, idealista, romántico, él cerraba la boca y se lo contaba todo, despotricaba contra las normas, le pedía que saltara a bordo con él. Ella lo había hecho: le había besado a su vez y le había dicho todo lo que le costaba expresar con palabras.

Sarah podría haber continuado enumerando las cualidades de Brody y justificando su propio comportamiento, pero de repente el terreno se aplanó.

Tansy también se llevó una sorpresa. Acababa de subir con mucha dificultad un terraplén rocoso, haciendo un gran estruendo con los cascos y emitiendo quejidos desde lo más profundo de su ser, con las venas de la cara a punto de explotar, y de pronto entraba tambaleante en un terreno blando y una explanada poblada de eucaliptos grises. Caballo y amazona enderezaron el cuerpo. Se pararon y observaron el monte y el terreno llano. ¿Lo habían conseguido? Sarah sabía que aún quedaba un poco para llegar a la cabaña y el campamento, pero ¿había terminado el ascenso? Tansy resoplaba. Echaba espumarajos por la boca. Levantó la pata delantera, tocó el suelo con el casco y volvió a bajarla. Sarah se inclinó hacia delante en la silla. Las patas de Tansy habían recibido una paliza en el último tramo del camino, el más rocoso. Tenía arañazos en el cuello y los costados, cortes en el pelaje, una zona ensangrentada y amoratada sobre la cruz. La yegua resollaba.

—Eh. —Sarah la alentó dulcemente a seguir adelante—. Tranquila.

La pendiente por la que habían subido quedaba a su espalda. Sarah miró hacia atrás y se hizo una idea de cómo la habían escalado, de cómo lo había hecho Tansy.

—Estás bien —le dijo, preocupada por el hecho de que no fuera así. Puso una mano sobre el cuello de Tansy y le notó el corazón—. Calma, ya casi hemos llegado.

Las rachas de viento ayudarían a refrescar a la yegua.

Avanzaron a medio galope. Sarah cambiaba de opinión a cada kilómetro: primero pensó que Brody estaba en la cabaña, después pensó que no. Al cabo de un kilómetro se dijo que el lugar estaría abarrotado de policías, luego se dijo que no podían haber subido por el camino tan rápido como ella, y que si no se oía el helicóptero era probable que al llegar al claro se encontrara a solas con Brody. Sus expectativas aumentaban, disminuían, se agitaban en su interior. Tenía la espalda muy dolorida por el peso del gato. Le dolían los hombros.

Delante de la linde del bosque de acacias negras, el camino de los tramperos desaparecía. Con los arbustos meciéndose, era imposible oír ningún sonido procedente del campamento. Sarah se inclinó sobre el lomo de Tansy y se colaron entre las ramas bajas y el denso follaje de las acacias negras. A juzgar por la posición del sol de la tarde, había estado fuera mucho más de dos horas.

Había otro corrimiento, y grande, delante del límite de la arboleda. El lodazal del que había sacado a Brody era ahora un agujero en el suelo. El tronco en el que él había estado sentado se encontraba cubierto de barro en el fondo del hoyo. La tierra, empapada, se había quebrado y se había desprendido de un lado del socavón. Mientras recorrían a galope moderado el perímetro del campamento, Sarah se dio cuenta de que la tierra se deslizaba en dos bloques: uno por encima de la cabaña, y este desgarrón anegado por encima del cobertizo. Este segundo corrimiento atravesaba el centro del helipuerto del monte. El helicóptero de la policía no había podido aterrizar. El espacio despejado estaba desgarrado y abierto, como los puntos sueltos de una herida infectada. Rezumaba agua sucia. No había rastro de nadie, ningún indicio de que alguien hubiera estado allí desde que ella se marchó.

Sarah cabalgó con creciente velocidad hasta la zona firme del campamento. Azuzó a Tansy para que galopara por la franja de tierra que hacía las veces de puente y llegó al cobertizo.

La chimenea de la cabaña no se había derrumbado. El viento barría el claro cuando Sarah desmontó. Parecía que la chimenea oscilaba; con suerte se trataba de una ilusión óptica creada por el movimiento del cielo detrás. La hierba se inclinaba mucho hacia un lado y luego hacia el otro. Sarah se apresuró a llevar a Tansy al establo. Lo cerró con el travesaño. El ruido del derrumbe de una roca y de su impacto contra la chapa le recordó el estruendo de los truenos el día de Navidad. El estampido fue una señal que la exhortó a moverse más aprisa. Se quitó la mochila y corrió con ella en los brazos.

Él no la oyó llegar. El viento silbaba entre las grietas de la cabaña desmoronada, agitaba el hierro suelto y zarandeaba las láminas rotas de madera contrachapada. Otra piedra floja se desprendió de la chimenea y aterrizó sobre la chapa con estrépito. Pero no fue el estruendo lo que le impidió oírla llegar: Brody no la oyó aproximarse porque se hallaba en estado de trance. Tenía los ojos cerrados, la espalda apoyada contra la mampostería de la chimenea, como si la presión de sus hombros fuera lo que la mantuviera en pie, y murmuraba para sí. El techo había descendido tanto que no podía llevar el casco, tenía el cuello torcido y la cabeza ladeada; apenas podía moverse.

Cuando Sarah se acercó con sumo cuidado, oyó que no estaba rezando, sino mascullando la letra de una canción. Gateó hacia él y no pudo por menos que sonreír; Brody tarareaba animosamente canciones country. Cuando una tercera piedra aterrizó con un estruendo metálico sobre la chapa que estaba sobre su cabeza, dejó de cantar, escuchó por si caían más piedras y se preparó para el derrumbe enseñando los dientes, arrugando la nariz, gruñendo igual que un perro, como si odiara intensamente el viento, la cabaña, el techo que cedía sobre él, el modo en que las circunstancias le torturaban, un par de centímetros más abajo cada vez, una piedra detrás de otra, una ráfaga de viento detrás de otra; luego volvió a cantar, desafinando.

—Eh.

Él abrió los ojos de golpe.

—Te dije que volvería.

Bastó con accionar cinco veces la manivela del gato hidráulico. Él sacó el pie de un tirón, se lo tocó, lo movió y luego se deslizó de costado por el hogar de piedra. Parecía que hubiera dedicado las horas que había estado atrapado a decidir dónde colocaría exactamente los pies y cómo treparía en cuanto pudiera. Se detuvo.

—Sarah, déjala.

Ella estaba recogiendo la mochila.

—¡Déjala! —gritó él.

Además del azote del viento y de las piedras que caían, las vigas de madera crujían y se oía cómo el agua se escurría bajo las tablas del suelo.

—Venga —dijo él, sin dar crédito.

Era cuestión de minutos, de segundos. El terreno sobre el que se alzaba la cabaña se había convertido en barro líquido. Si el viento no derribaba la chimenea, el deslizamiento de tierra no tardaría en hacerlo. Brody la agarró de la muñeca y se la llevó de un tirón.

—¡No hay tiempo!

Sarah pensaba en los objetos abandonados mientras salían corriendo entre los escombros… hasta que oyó el crujido de la madera retorcida, el derrumbe de las piedras y el chirrido de la chapa. Notó que la madera y el hierro se escoraban, estaban encima del mar. La tierra se agitaba como un océano, los escombros cabeceaban como balsas en las olas. Con la precipitación y el pánico, de repente los pensamientos de Sarah se ordenaron y serenaron. Pensó que cuanta más vida se concentraba en un momento determinado, más irreal se volvía. Misticismo arremolinado en el barro líquido, y así como un segundo bastaba para sobrevivir, dos segundos bastaban para ponerse a salvo, todos y cada uno de los movimientos contaban, un parpadeo tenía importancia, una exhalación, un paso era inmenso.

Sobre la hierba, Brody tropezó y se tambaleó. Avanzó a gatas.

Sarah gateaba a su lado.

Treparon hasta el terreno firme por encima del deslizamiento. Brody se derrumbó de espaldas en la hierba. Posó una mano en su torso desnudo y dejó la otra junto al costado. En la carrera por salvarse había perdido la bota izquierda, la que Sarah le había atado sin apretar. Llevaba la lámpara de cabeza alrededor del cuello. El polvo le obstruía los orificios nasales. Tosió y carraspeó. Tenía polvo en las pestañas y manchas oscuras en el rabillo de los ojos. Levantó la mano del pecho y se la puso con cuidado sobre la cara. Frunció las cejas. Rompió a llorar.