La descripción que Brody había hecho de la destrucción y de las zonas de la ladera arrasadas era exacta. Sarah se guio por lo que él le había explicado. Atravesaron un barranco lleno de lodo, se hundieron en él, a cada paso los cascos de Tansy chapoteaban y se empantanaban. En cierto sentido la devastación las ayudó, pues sin los montones de mantillo, hojas caídas y escombros Tansy no habría tenido nada que la ayudara a afianzar las patas. El helicóptero zumbó sobre ellas durante el primer tramo de la ascensión. Sarah lo vislumbró a través de los árboles, hasta que se elevó y desapareció por completo. Ella supuso que era debido al viento creciente. Las copas de los árboles chocaban y se agitaban. Las ramas se frotaban entre sí y crujían. Sarah se volvía una y otra vez en la silla para mirar la pendiente que tenía detrás. Le parecía que los hombres la seguían, pero aún no había visto ningún indicio que lo confirmara. La prueba podía llegar en forma de una bala. Quizá nunca sabría hasta dónde se habían acercado; moriría antes de saber qué la había alcanzado.

Tenía la esperanza de que la policía no conociera la montaña. Rezaba para que los agentes se hallaran en otro sendero, para que el helicóptero no la hubiera visto entre los árboles y no hubiera sido capaz de guiar a los hombres que iban a pie. Las veredas de los tramperos carecían de lógica para quienes no eran tramperos. Se perdían en la vegetación densa, serpenteaban, se cruzaban y terminaban inexplicablemente en un terreno poblado de maleza. Los tramperos no pretendían tomar la ruta más directa; pretendían ser más listos que los zorros. El camino donde estaba Sarah era una excepción a esa regla: conducía hasta la cabaña. Y cuando un trampero quería llegar a un sitio concreto, actuaba con suma eficacia.

Mientras subía, comprendió cómo Brody, con su naturaleza atlética, había conseguido llegar a la cima en medio de la tormenta aquel día. Debía de haber escalado la montaña rápidamente, incluso bajo el diluvio. No le costaba imaginárselo. La rodilla lesionada había sido una traba constante durante la semana que ella había pasado a su lado, pero no le había impedido apreciar que el chico sabía moverse. La voz de Brody resonaba en sus oídos. Era como si él la guiara por la montaña. Ella tenía su propio auricular, su propio servicio de información y asesoramiento: Brody.

Palmeó y azuzó a Tansy. Todo el esfuerzo recaía en la yegua. Sarah se limitaba a mantenerse en la silla. Le transmitió algunas de las cosas que Brody había explicado: «Más arriba, pasado el segundo barranco, el terreno se aplana». Era preciso que el animal se relajara. Sarah tenía que actuar como lo hacía normalmente, y solía hablar a Tansy al cabalgar. Debía eliminar la confusión de su voz y el estrés de su cuerpo; si no, Tansy se cansaría enseguida y empezaría a avanzar con dificultad. Pero era difícil engañar a los animales. Podían detectar emociones a kilómetros de distancia. Solo había un modo de mentir a un caballo: Sarah tenía que creerse el embuste. En cuanto ella creyera que simplemente participaban en una carrera de resistencia más dura de lo normal, Tansy también lo creería. Los policías eran la gente del puesto de control. El helicóptero era un poco de alboroto el día de la competición.

Tansy corría con una velocidad y una energía extraordinarias.

—Buena chica —dijo Sarah.

Un peñasco las protegía del viento. El camino se desviaba hacia la izquierda, donde antes ascendía por una pendiente más suave a través del monte, pero se había abierto una de esas quebradas de las que había hablado Brody. La corriente se había llevado la tierra blanda de la base del peñasco y formado una sima profunda de veinte metros de anchura cuyas paredes eran inestables. No había manera de cruzarla. Un saliente de tierra desmigajada amenazaba con desmoronarse con la mínima presión. Sarah dio media vuelta y condujo a Tansy hacia la derecha. Aire puro del monte, del que le gustaba a Brody, soplaba a lo largo del camino resguardado. Nada enturbiaba ese aire, era esencia destilada de corteza de árboles, de hojas secas marrones, de hojas tiernas de color verde claro, de largas briznas puntiagudas de hierba y de musgo triturado. Sarah lo aspiró hasta el fondo de los pulmones. Le recordaba a Brody. Él también había llegado a ese punto muerto. Había mirado la lluvia, del mismo modo que ella miraba el viento, y había contemplado la cima del peñasco con los ojos entornados. Había pensado que tendría que volver a bajar la montaña. Luego se había acordado de la cornisa.

Sarah desmontó y condujo a Tansy a través de los matorrales. Colgó las riendas de una rama y volvió sobre sus pasos para cubrir con troncos pequeños y rocas grandes las huellas de cascos que habían dejado. Esparció hojas, tiró unas cuantas ramas y enderezó la hierba aplastada. Cualquier poblador del monte experimentado se habría reído de sus esfuerzos por esconder las huellas. Lo bueno era que apenas quedaba gente que viviera en el monte. Los cuatro policías que la seguían no eran como los de antaño, los que habían perseguido a Sid. Aun así, fue de aquí para allá enderezando arbustos y ahuecando el musgo pisoteado. Eso dio a Tansy la oportunidad de recuperar el aliento. Sarah descansó un momento también. Aunque la mochila era acolchada, el gato se le había clavado en la columna vertebral. Tenía la parte baja de la espalda amoratada y dolorida. Le ardían los músculos del cuello. Dejó la mochila sobre la hierba y se acuclilló al lado. Recolocó los objetos pesados y encontró la bebida.

Tansy le dio un leve empujón. «¿Por qué nos paramos? La carrera no ha terminado, ¿verdad?»

—No, aún falta un poco.

Sarah llevó a la yegua a un terreno pizarroso. Avanzaron entre arbustos que afortunadamente volvían a cerrarse tras ellas. El viento les azotaba la cara y les golpeaba el cuerpo. Delante se extendía una amplia e indómita vista de la sierra. Se hallaban en una cornisa rocosa en lo alto de los Diez Cerros. Más allá había una caída de la altura de un rascacielos. Abajo se veían los árboles con el tronco ennegrecido por el incendio del año anterior y el follaje verde que había vuelto a brotar. La cornisa rodeaba la ladera de la montaña. Era lo bastante amplia para las dos, pero a cada paso se enfrentarían a la posible caída.

Brody había bordeado ese precipicio bajo la lluvia, se había abierto camino a lo largo del corte, a gatas en algunos tramos. Durante una de sus conversaciones había hablado de eso, de la lluvia que caía como una catarata desde el saliente superior y se derramaba sobre él y sobre la cornisa, chorros de agua que tiraban de él, le empujaban, querían arrastrarle consigo. La luz era escasa. Él se había dado cuenta demasiado tarde de lo traicionero que era el desfiladero en plena tormenta; una vez en la cornisa, volver atrás habría sido tan arriesgado como seguir adelante. Lo mismo les ocurría a Sarah y Tansy; una vez que se hubieron puesto en marcha, tenían que continuar avanzando; el espacio era demasiado angosto para dar media vuelta. Brody dijo que nunca había tenido tanto miedo. Toda su vida pasó ante sus ojos. Una vez a salvo y fuera de la cornisa, de nuevo en el monte, la experiencia había permanecido en su interior. Dijo que se había sentado, débil y tembloroso, y se había preguntado: «¿A quién tengo yo?». ¿A qué persona podía considerar suya? Dijo que entonces se había dado cuenta de lo que significaba estar solo. No era que quisiera bajar a toda prisa de la montaña y correr en busca de la Mujer de su Vida; era que de repente había visto cómo podía ser su vida si nunca encontraba a nadie a quien amar.

El viento también convertía la cornisa en algo temible —lo habría sido en cualquier circunstancia, en todo momento—, era como el agua, las seguía, tiraba de ellas, las empujaba. Sarah se enrolló las riendas en las muñecas; consciente de que su cuerpo era más ligero que el de Tansy, pensó que, si el viento la arrastraba, la yegua quizá pesara lo suficiente para retenerla hasta que recuperara el equilibrio. Trató de borrar la imagen de Tansy y de sí misma dando volteretas en el aire, un caballo y su amazona en caída libre, una al lado de la otra. Pero no pudo detener las escenas que desfilaban por su mente: el cuerpo de Tansy estrellándose en las ramas ennegrecidas de los árboles de abajo, la brutalidad del animal con cascos enganchado, atrapado en las ramas carbonizadas de serbal, moribundo durante unos minutos, moviéndose, con la cabeza colgando, la cola y la crin desparramadas; en cambio, la forma humana de Sarah era, por alguna razón, un objeto menos extraño lanzado desde el cielo y caído sobre las copas de los árboles, ¿no podría una mano agarrarse a una rama? Como un mono. Un cuerpo que, si no estaba roto, desangrándose y con todas las articulaciones dislocadas, era capaz de aferrarse y bajar.

Bordearon la cornisa y salieron de nuevo al monte escarpado. Sin tiempo para meditar sobre una vida solitaria como había hecho Brody, no se detuvieron. Se dirigieron otra vez hacia el peñasco. Al llegar a la cumbre recorrieron el borde y contemplaron la quebrada a sus pies. Sarah veía partes de la ladera de la montaña por donde habían subido. Divisó al equipo del cuerpo especial de policía en el monte.

Los cuatro hombres se habían dispersado y trepaban, agachados, agarrándose a brotes de árboles o a lo que fuera para ayudarse. Se habían remangado y la cara les brillaba de sudor bajo el casco. Un día duro en la oficina. ¿O acaso estaban disfrutando? Sarah tiró de las riendas para detener a Tansy. Siguió sentada en la silla y observó a los hombres que se acercaban a la base del peñasco. El viento le impedía oír su conversación. Se reunieron donde antes había estado ella, en el borde de la quebrada. Comentaron qué opciones tenían y miraron a su alrededor, sin saber por dónde había desaparecido Sarah. Uno se alejó en busca de huellas. Los otros tres recuperaron el aliento, con las manos apoyadas en las caderas. El que buscaba el rastro del caballo caminó en círculos. Miró hacia lo alto del peñasco y Sarah tiró rápidamente de las riendas para que Tansy retrocediera un par de pasos. Cuando ella volvió a asomarse, el hombre se había vuelto hacia los demás y señalaba en la dirección equivocada.