Tansy echó a correr. Sarah se sujetó fuerte. Subieron por el camino a galope tendido, hacia la bifurcación. Avanzaban como si la cabalgada montaña abajo hubiera sido un precalentamiento. Ahora corrían contra reloj.
Pero al llegar al cruce Tansy se detuvo.
Tres hombres vestidos de negro, con cascos y rifles cruzados sobre el pecho, salieron del monte y se situaron en el camino para impedir el paso hacia la cabaña. Tansy se movió en círculos y relinchó. Un hombre se adelantó. Sarah notaba a la yegua tensa e irritada, apenas controlaba el miedo que sentía. El hombre observó los movimientos atolondrados del animal. Retrocedió unos pasos. Ese hombre tenía un tamaño normal. No había un desfiladero entre ambos. Era real, eficaz y amenazador. Tenía los hombros anchos y andaba con las piernas muy abiertas. Su rostro también era ancho, de facciones orientales. Ojos castaños y mirada firme. Tansy movía las patas, su mole se agitaba inquieta debajo de Sarah.
El hombre estaba lo bastante cerca para ver que lo que Sarah llevaba en la mochila no era un arma. Se lo indicó a sus compañeros: se señaló la espalda y luego agitó la mano en el aire. Pero los otros dos mantuvieron las armas cruzadas sobre el pecho.
—El hombre que les preocupa está atrapado en la Cabaña del Ahorcado —dijo Sarah cuando recobró el aliento.
—Brody —repuso el policía.
—Sí. He intentado decírselo ahí abajo. Está en la cabaña. Brody. —Sarah tartamudeó un poco, no habituada aún al nuevo nombre—. Tiene que decirles a los del helicóptero que está atrapado y dónde deben buscarle.
—Desmonte. —Estaba a medio camino entre una orden y una pregunta.
—Tienen que rescatarle. Dígaselo ya a los del helicóptero. —Ahora Sarah oía más fuerte la aeronave, suspendida en el cielo sobre ellos—. ¿Le han encontrado? ¿Le han sacado?
—La cabaña se ha derrumbado.
Al principio ella pensó que el hombre le confirmaba lo peor, que la cabaña se había venido abajo, pero al fijarse en la firmeza con que aquellos hombres estaban plantados en el suelo, sin suciedad en las botas, con camisas impecables, comprendió que habían estado en el helicóptero, que acababan de depositarles justo donde estaban.
—¿La han sobrevolado? ¿Han visto si se ha caído la chimenea?
—Desmonte del caballo.
—¿Por qué no me escucha?
El hombre entornó los ojos. No le gustaba que le interrogaran ni que le desobedecieran. Tampoco estaba dispuesto a dar explicaciones detalladas.
—Brody no está en el campamento. ¿Usted sabe dónde está?
—¡Dentro de la cabaña!
—Se ha derrumbado.
—Es lo que le estoy diciendo. ¡Él está dentro!
Al hombre le transmitieron algo por un auricular que llevaba dentro del casco. La miró mientras escuchaba.
—Desmonte —ordenó centrando de nuevo su atención en ella—. La llevarán en helicóptero hasta allí.
—¿Y mi caballo?
—Sarah Barnard, baje del animal.
¿El animal? Para agravar la preocupación de Sarah fuera de toda duda, un punto láser bailoteó sobre las orejas de la yegua y se alejó rápidamente. No podía creer lo que había visto. ¿Lo había imaginado? ¿Era un error? ¿Dispararían a Tansy estando ella encima?
Los dos hombres situados cerca del camino tenían los rifles levantados, a punto. El láser no procedía de ninguno de ellos. Por lo tanto, un francotirador apostado en algún lugar del monte apuntaba el punto rojo sobre Tansy.
Sarah solo sabía que, si bajaba de la silla, aquellos hombres dejarían marchar al caballo en el mejor de los casos, y en el peor, le dispararían. De pronto se preguntó: «¿El punto láser está bailoteando entre mis ojos?». Se tocó la frente, como si pudiera notar la luz roja con la yema de los dedos; se miró el pecho, esperando que apareciera ahí.
El hombre de la cara ancha asentía a una orden que recibía por el auricular. Sarah no se quedó para averiguar cuál era la orden.
Si haces equilibrios en la cuerda floja, lo más sensato es no mirar abajo. Sarah concluyó que, si huyes de un cuerpo especial de policía, lo más sensato debía ser no mirar atrás. Ni siquiera echó un vistazo por encima del hombro. Se dirigió al galope hacia la planicie. No le costaba imaginar cómo reaccionarían ellos a su provocación y su huida: apuntarían los tres cañones hacia ella. ¿Qué haría si le disparaban? ¿Qué estaba haciendo?
Solo otra cosa en la montaña tenía la velocidad necesaria para atrapar a Tansy y Sarah. Descendió y voló tras ellas mientras galopaban hacia el coche de Brody. Era como la riada: algo estruendoso y aterrador que avanzaba raudo tras ellas. Sarah se fijó en la piel blanca y las motas rojas de sus nudillos, en el color azul verdoso de las venas de las manos; iba con la boca abierta por la impresión y el aire sabía a la máquina, al aceite y la grasa. Cada giro de las aspas le provocaba una presión enorme y dolorosa en los tímpanos. Tansy no galopó, sino que voló, alrededor de la pila de troncos, alrededor del coche de Brody. Sarah la hizo subir por una especie de camino de cabras hasta el monte. Los árboles se cerraron sobre ellas. Como un moscardón enfadado y frustrado, el helicóptero se elevó y su zumbido se desvaneció. Tansy y Sarah tenían delante una ladera empinada. Sin hierba ni mantillo. Era un camino de tramperos, una parte de la montaña demasiado escarpada para los caballos, un atajo casi vertical hasta la cabaña. Sarah se inclinó sobre el cuello del caballo. Iba a ser una cabalgada en íntima comunión; las galopadas montaña arriba siempre lo eran. Su cuerpo se amoldó al de Tansy, tenía la cara tan cerca que veía cada pelo del cuello de la yegua, percibía su olor, sentía su calor; tenía los pies ladeados en los estribos, notaba la fuerza de los músculos del animal en cada salto que daba ladera arriba.