En la orilla, excavadoras y cargadoras frontales retiraban el lodo y los árboles arrancados de raíz. Una grúa levantaba un bloque de cemento nuevo para el puente. Detrás de las máquinas que removían la tierra había aparcados vehículos de menor tamaño: camionetas del servicio de emergencias y dos todoterrenos de la policía. La actividad se centraba en el otro lado del arroyo, un hervidero de vehículos en movimiento y hombres con chalecos reflectantes. El enorme árbol que había caído y destrozado el puente estaba partido en dos, serrado por debajo de la frondosa copa, la cabeza seccionada, los pedazos apartados a un lado para dejar el paso libre. El camino que discurría detrás estaba recién aplanado y cubierto de grava. Llegó otro vehículo.

Sarah y Tansy aminoraron la marcha al acercarse desde su solitario lado del río. Un reducido grupo de trabajadores del servicio de emergencias formaban un corrillo en una loma junto a la orilla. Señalaban río arriba. Dos de ellos vestían de negro e iban provistos de arneses y cascos. Llevaban rifles colgados a la espalda. Un agente de policía que estaba en el grupo se apartó al llegar el nuevo vehículo. Era un equipo de noticias de televisión. Dos agentes uniformados bajaron del furgón policial. Como una patrulla, los tres agentes del orden se acercaron a los medios de comunicación.

Las máquinas, los hombres, la policía, el equipo de televisión, el trabajo en marcha, la mera dimensión de este, todo aquello era como una película muda ante Sarah; había sonido, pero era monótono y mecánico, crecidas átonas y vientos incoloros que soplaban veloces entre los árboles. La escena no era tan real como había esperado. No se sentía más cerca de la civilización. Los hombres eran como enanos. Las máquinas eran lentas. El bloque de cemento, a merced del viento, era difícil de manejar y oscilaba como un péndulo. La montaña del Diablo seguía afirmando su poder.

Espoleó a Tansy. El estruendo mecánico aumentó y ahogó los pasos de la yegua, el chasquido de las riendas y el leve golpe de la correa de los estribos cuando Sarah la puso al trote. Detuvo a Tansy a una distancia prudente del borde blando de la orilla hundida. Había una caída de treinta metros hasta el agua. El arroyo era como un cañón de paredes lisas. Sarah estaba a solo cincuenta metros del rescate, el largo de una piscina la separaba de la libertad, pero no era fácil salvar la brecha.

Un hombre que manejaba una cargadora frontal fue el primero en verla. Paró el motor y bajó a toda prisa de la cabina. Sarah le siguió con la mirada. Le vio correr hacia el grupo del servicio de emergencias, gritando y gesticulando, señalando hacia ella. Los hombres se volvieron a mirar. Un miembro del equipo de emergencias se separó del resto, gritando y gesticulando como había hecho el primero; corrió hasta las demás máquinas que removían la tierra, haciendo el gesto de rebanarse el cuello.

Las máquinas pararon una por una. A Sarah le aturdió pensar que todo aquello estaba relacionado con ella, que en parte lo hacían por ella. Cada motor estuvo al ralentí un momento mientras se enfriaba y luego quedó en silencio. Los conductores abrieron las puertas de las cabinas, pero no bajaron. Un policía, designado portavoz, corrió hasta la ribera y se detuvo justo enfrente de Sarah.

De repente ella fue consciente de lo flaca que estaba, de que respiraba débilmente, de que tenía las uñas sucias de barro, los labios agrietados, el pelo alborotado por el viento, la mirada brillante y angustiada, mientras por dentro no sentía nada.

—¡Sarah Barnard! —gritó el policía por encima del ruido del agua y el viento.

—Sí —dijo ella, demasiado bajito.

—¿Está herida?

Ella alzó los pulgares para indicarle que estaba ilesa.

Él hizo bocina con las manos y dijo:

—Sarah, quédese donde está. ¿Hay alguien con usted?

Sarah negó con la cabeza.

Su respuesta causó consternación. El portavoz miró a sus espaldas. Había otros agentes detrás de él, casi fuera de la vista. Comentaron algo rápidamente.

—Sarah —gritó el portavoz volviéndose hacia ella—, ¿hay un hombre con usted?

—Está atrapado en la cabaña. Dígaselo a los del helicóptero. —Sarah señaló la cima de la montaña—. Tienen que ir a buscarle a la cabaña derruida.

—¿Me oye? ¿Hay un hombre con usted?

—Está atrapado en la Cabaña del Ahorcado —gritó ella más fuerte. Pero su voz era débil. El viento se la llevó—. Dígaselo a los de allí arriba. Hay que rescatarle.

Sigiloso, como una manada de chacales, el equipo de televisión se acercaba. Al llegar a una excavadora empezaron a grabar. Estaban encorvados, el técnico de sonido miraba hacia arriba, al micrófono y la jirafa de la que colgaba, pendiente de que no sobresalieran, pues no quería que les viera el conductor de la excavadora. Para no ser menos, y quizá con la intención de dar al traste con la exclusiva de los reporteros, el maquinista de la grúa grababa disimuladamente la escena con el móvil; le delataba la posición del aparato, colocado en horizontal. Tenía la mano levantada junto al hombro, miraba la imagen de la pantalla y de vez en cuando echaba ojeadas nerviosas alrededor.

—Sarah, ¿me oye? —gritaba el portavoz.

Le interrumpió otro policía que le pasó un megáfono.

El modo en que el segundo agente se inclinaba hacia delante desde su posición a cubierto, tratando de mantenerse atrás, alertó a Sarah de un par de hechos. Los policías normales se habían retirado. Los agentes que veía ahora pertenecían a alguna unidad especial. El portavoz llevaba un chaleco antibalas debajo de la chaqueta negra, pantalones de camuflaje oscuros y botas de montaña. Los hombres del servicio de emergencias con chalecos reflectantes habían desaparecido de la ribera, y los que operaban las máquinas no permanecían en las cabinas para contemplar la escena a vista de pájaro (excepto quizá el conductor de la grúa, ansioso por hacerse famoso en YouTube); les habían dicho que no se movieran. Mientras Sarah miraba, otro policía vestido de negro y con chaleco antibalas subía a las cabinas, obligaba a bajar a los conductores y, actuando él mismo como escudo, los alejaba del lugar.

—Necesitamos saber dónde está el hombre —gritó el portavoz, sin utilizar todavía el megáfono que le habían dado—. ¿Está con usted?

Tansy se puso nerviosa. Dio varios pasos inquietos hacia atrás. Alzó la cabeza de golpe.

En el monte que se extendía tras la loma donde habían estado los hombres del servicio de emergencias, algo atrajo la mirada de Sarah. Una ráfaga de aire movió la maleza y apareció la silueta de un policía acuclillado. Miraba a Sarah con unos prismáticos y hablaba por un dispositivo que tenía en la palma de la mano. A su lado había un segundo hombre tumbado, con un casco negro y un rifle apoyado en un pequeño trípode que tenía delante; no apuntaba con el arma, pero la tenía lista, preparada para disparar.

El peso y la incomodidad de las herramientas que llevaba en la espalda recordaron a Sarah que el mango de la cizalla asomaba por encima de su hombro derecho. Quizá fuera eso lo que provocaba el pánico. Fue a cogerla, estaba a punto de levantar la cizalla para enseñarles que no era un arma, pero la mano se le quedó paralizada al lado de la cabeza al ver la reacción que desencadenó el gesto: los hombres se agacharon, sacaron las armas.

Tansy retrocedió más.

Sirviéndose del megáfono, el portavoz dijo:

—Sarah, baje la mano. Desmonte.

El estruendo de la voz amplificada inquietó más a Tansy. Se asustó y dio media vuelta. Sarah la tranquilizó y la obligó a ponerse otra vez de cara al arroyo.

—Sarah, no se mueva. Quédese ahí.

—¡Él está en la cabaña! —gritó ella—. ¡Está atrapado! Dígaselo a los del helicóptero. —Su voz sonó débil en sus propios oídos y distorsionada por las ráfagas de viento.

—Baje del caballo.

—Está debajo de toda aquella chapa, no le verán. Tienen que rescatarle.

Cada vez resultaba más difícil mantener quieta a Tansy. Sarah tiró de las riendas para que se pusiera de cara al arroyo; la yegua no quería.

Corriente arriba, en la zona hacia donde habían señalado los del servicio de emergencias, Sarah vio unas guías de alambre que atravesaban el río, una arriba y otra abajo, un arnés y un sistema de poleas sujeto a un árbol. Tansy se encabritó. Sarah se aferró a ella y en ese momento observó, entre los arbustos que crecían por debajo del camino en la orilla donde ella estaba, que los dos hombres a quienes había visto con arneses y armas colgadas a la espalda se acercaban a toda velocidad, moviéndose sin temor a través de la maleza.

Entonces Sarah comprendió: el hecho de que el helicóptero estuviera arriba no significaba que fuera a aterrizar o a lanzar a un equipo de rescate. Había cometido un error, había hecho exactamente lo que Heath le había dicho que no hiciera. Le había fallado a Heath. Se le paró un momento el corazón.

A través del megáfono el portavoz dijo:

—Sarah, no se mueva.