Las ráfagas de aire eran como un viento de cola que empujaba a Sarah hacia delante en la silla de montar e impulsaba a Tansy a galopar más rápido. Cubrieron el terreno a esa velocidad mientras pudieron, la parte más empinada quedaba más adelante, al igual que las franjas de tierra arrastrada por la corriente; a Sarah le sorprendió el buen estado del camino. Las torrenteras que se habían formado en la grava eran poco profundas; las zanjas abiertas a ambos lados habían cumplido su función de recoger el agua; eran hondas y estaban limpias. Sarah se dijo que no debía confiarse.

La cabalgada, la velocidad de Tansy, su conocimiento del terreno, su energía y su ritmo…; procuraba que todo eso ocupara el primer plano de su pensamiento. Realizó un rápido repaso mental de su condición física: estaba hidratada y no demasiado cansada, a pesar de no haber dormido. Llevaba vaqueros, se había puesto una camisa seca. La grava, su chirrido húmedo al deshacerse bajo los cascos de Tansy, el avance, el aire que expelían los ollares de la yegua, el terreno que tenía delante, las cuestiones logísticas ocupaban el pensamiento de Sarah.

A un lado del camino, un terraplén empinado se había venido abajo e impedía el paso. Arbolitos y arbustos se mezclaban con la tierra y las piedras. Sarah tuvo que dar media vuelta y retroceder cincuenta metros, hasta la parte en que el terraplén estaba intacto y era menos abrupto. Condujo a Tansy por la pendiente y la espoleó para que entrara en el monte que se extendía por encima del camino. El terreno era irregular. Había troncos que esquivar. Arbolillos que le azotaban las piernas y hojas que le rozaban los hombros y la cara. Se agachó para pasar bajo las ramas.

En cuanto pudo, tiró de las riendas para que Tansy bajara de nuevo al camino, que a lo largo de varios kilómetros estaba bordeado de eucaliptos que se inclinaban hacia él. El suelo estaba cubierto de ramas pequeñas y otras más grandes, de palos y vástagos; no había tiempo para sortearlos; saltaron por encima.

Las ráfagas de viento eran cada vez más fuertes y comenzaban a formarse masas de nubes grises. No hacía frío; una brisa continental cargada de humedad soplaba del norte. El pelaje de Tansy brillaba de sudor. La yegua mantenía el ritmo y sabía qué hacer, conocía su deber. Sarah no tenía que espolearla. El camino era empinado y cada paso provocaba una sacudida en las patas delanteras de Tansy, pero nada aminoraba su ritmo. Llegaron a un derrubio del tamaño de un coche y lo atravesaron como lo habían hecho siete días antes: redoblando la velocidad y sin mirar atrás. El camino empeoró a partir de ahí. Cuanto más descendían, mayor era la cuenca de drenaje que quedaba encima y, por lo tanto, más agua había y mayores eran los daños. Tuvieron que dejar el camino otra vez y cabalgar por el monte.

Algunos tramos eran tan escarpados que bajaron de lado, resbalando. Tansy se resistió en un par de sitios y tuvo que templar los nervios antes de avanzar por el terreno abrupto, con las ancas prácticamente al nivel del suelo y Sarah aferrada a la silla. Superaban los obstáculos uno por uno, con tenacidad; Sarah iba recostada sobre el caballo, como el protagonista de El hombre de río Nevado, pero sin el estallido del látigo ni la velocidad suicida.

Tansy tropezaba, más de una vez Sarah estuvo a punto de caerse; estaban al límite de sus capacidades. Pero Sarah había llegado a un estado en el que nada le preocupaba; cuestas prácticamente verticales, obstáculos y troncos cubiertos de musgo, socavones, una roca puntiaguda oculta bajo los helechos, todo eso eran cosas que debía salvar, nada más. Tansy se tambaleó y Sarah se vio lanzada hacia delante; se agarró a la crin mientras recuperaba el equilibrio. Sus dedos se aferraron a la crin, sus piernas presionaron los costados de la yegua, el vientre se le contrajo, tensó el cuello y la espalda para resistir el impulso durante un par de segundos, hasta que volvió a estar en la silla y pudo moverse de nuevo al unísono con la yegua.

Regresaron al camino tras lo que pareció una hora de lento descenso por el monte. El sol estaba más alto. Las ráfagas de viento eran más fuertes. Con suerte, el trayecto por el monte no había durado tanto tiempo como parecía.

El agua había arrastrado la grava del camino, que se amontonaba a ambos lados. La pista parecía el lecho de un arroyo seco. Avanzaron a medio galope por el centro, saltaron ramas arrancadas por la lluvia, salvaron zanjas; el paisaje empezaba a ser más familiar, vistas a las que Sarah estaba más acostumbrada. El monte era cada vez más imponente, con altos eucaliptos y el sotobosque reducido a una capa de hierba baja. Un ave lira voló delante de ellas. Pájaros más pequeños rebuscaban en los montículos de mantillo y hojas arrastradas por la lluvia. El dolor muscular y de las articulaciones se convirtió en algo más que había que superar. Dar media vuelta para subir otra vez a la montaña completaría la sesión de ejercicios. Los músculos y las articulaciones que aún no estaban afectados lo estarían en el viaje de regreso, y para ciertas partes de su cuerpo supondría una dosis doble de esfuerzo.

Cuando faltaban pocos kilómetros para llegar a la bifurcación, Sarah cambió de criterio: dejó que Tansy cogiera las últimas curvas y rectas a su aire y ella se puso a pensar en lo que la aguardaba, en la planicie, en el coche de Heath. Imaginó que cabalgaba hasta allí, visualizó el vehículo (bien equipado, con tracción a las cuatro ruedas). Hizo conjeturas y se dedicó a preguntarse: «¿Y si…? ¿Y si hubiera drogas? ¿Y si hubiera pruebas de algo más?». En su imaginación, reaccionaba a todas esas cosas de forma similar: tras vacilar un momento, decidía seguir adelante, cogía el gato y volvía a subir a la montaña.

La bifurcación estaba más adelante. Por eso Tansy iba más despacio. Bufaba a cada paso, tenía motas de espumarajos en las comisuras de la boca, y la baba, al volar hacia atrás, le había manchado la cruz y se le había pegado a la crin. Avanzaron a medio galope hasta la bifurcación y tomaron el ramal que llevaba a la planicie, una pista plana de un kilómetro donde pudieron correr a toda velocidad. La planicie estaba salpicada de tocones, producto de la última tala de gigantes del bosque. El terreno entre ellos era pantanoso, la hierba estaba vencida y los helechos, que se beneficiaban de la humedad y el espacio abierto, crecían altos y muy verdes. Al otro lado del claro de veinte acres, la pila de troncos de color pálido brillaba a la luz del mediodía. Sarah se dirigió hacia allí a medio galope. Mientras lo hacía, buscó un claro en el monte que se extendía debajo para echar un vistazo al riachuelo. No había oído nada, pero notaba que Tansy había detectado ruidos de actividad humana. La yegua se movía con brío renovado, como si creyera que la pesadilla estaba a punto de llegar a su fin.

Un camino con dos roderas atravesaba la planicie. Lo siguieron. Heath debía de haberlo recorrido con su vehículo. A Sarah le dio un vuelco el corazón al ver la puerta trasera del coche. Detuvo a Tansy a un par de metros de él.

Sarah desmontó y ató la yegua a uno de los troncos. El vehículo de Heath era una camioneta negra con dos cabinas, equipada con todos los extras: defensa frontal, enganche para remolques, cabestrante, barras laterales, antena multibanda. Las ruedas traseras estaban hundidas en el barro hasta el eje. Heath había extendido la cuerda del cabestrante y la había atado a un tocón que había delante del coche para moverlo. Algo le había detenido, el ruido de la riada quizá, o el diluvio, y había comprendido la inutilidad de sacar el vehículo. Aun así, lo había dejado preparado para moverlo cuando las condiciones lo permitieran.

Sarah sacó las llaves del bolsillo. Era el tipo de coche del que imaginaba a Heath bajando. Capaz de circular campo a través, pero igual de adecuado para ir por carretera. Con ese objeto tangible de Heath delante, él se convirtió en un ser real. El vehículo era cuanto él había dicho que era y cuanto aparentaba ser. Sarah expandió el pecho al tomar aliento. Libre del fuerte viento, empezaba a sudar bajo la ropa y le ardía la cara.

Una imagen apareció ante sus ojos: la de un hombre muerto en el otro extremo del coche, de bruces en el suelo, disparado por la espalda. Era tan clara y detallada —una herida de bala en la nuca, un reguero de sangre en la piel pálida, una acumulación de sangre oscura en el cuello de la camisa de cuadros— que Sarah se paró en seco y dio un respingo de miedo, como si tuviera la escena delante. Parpadeó para borrar la imagen y echó un vistazo alrededor de la camioneta. La hierba alta estaba intacta. No había ningún cadáver.

Sin embargo, seguía asustada por aquella imagen. Su incertidumbre estaba abriendo una caja fuerte de miedos y dejaba salir todos los pensamientos sombríos. Si no iba con cuidado, esa marea de dudas la dominaría y la llevaría a perder la perspectiva.

Abrió la puerta trasera. La caja de la camioneta estaba equipada con grandes cajones de acero galvanizado que se deslizaban sobre guías. Los cajones podían cerrarse, pero en la ranura de la cerradura había la punta de una llave rota. Sarah abrió el primer cajón. Contenía equipo de acampada, muy bien envuelto, utensilios de cocina, un pequeño hornillo de gas, una silla plegable. Abrió el segundo cajón: tres rifles y una escopeta, cuchillos de caza en fundas, cuchillos de carnicero, munición. Cerró el cajón con el alijo de objetos mortales. Volvió a abrir el del equipo de acampada y encontró el gato. Estaba en una bolsa roja de algodón, como él había dicho. La manivela estaba dentro. Metió el gato en la mochila, se dirigió a la puerta del copiloto y abrió el coche.

En el suelo de la parte del copiloto había una cizalla, y sobre el asiento, una gran caja hermética gris. El salpicadero estaba equipado con radios, escáneres y aparatos eléctricos. El interior estaba bastante limpio, olía a tapicería de cuero frío y a plástico. Los dos asientos delanteros tenían protectores negros de piel de carnero. En el trasero había una bolsa de deporte abierta, llena de regalos de Navidad, con un par de chancletas al lado y un pack de seis latas de cerveza en el suelo. Intrigada por el contenido de la caja hermética, Sarah la sacó y la dejó sobre la hierba. Tenía una etiqueta adhesiva: «Propiedad de Parques Victoria 13 19 63».

Abrió los cerrojos y retiró la tapa. Dentro había varios objetos de tamaño similar envueltos en tela para protegerlos. Sarah se acuclilló en la hierba y desenvolvió uno con cuidado. Era una cámara de vigilancia, de las que los tramperos y cazadores colocaban en los árboles a fin de conocer los desplazamientos de los animales por la sierra. Las cámaras detectaban el movimiento en el monte. Cuando un animal pasaba al lado, se accionaba el obturador y hacían una serie de fotos. Eran más grandes que las cámaras normales, con forma de caja, resistentes al agua y recias. Esta tenía detrás una pequeña pantalla, debajo de la cual había un nombre y un código de serie: «Área C 05 (Hondonada del Molino). Propiedad de Parques Victoria, contacto: B. Heatherton, 0427 944 405».

Sarah apretó el botón de encendido.

El aparato se había colocado para que tomara fotografías de lo que a Sarah le pareció una charca para ciervos. Las primeras mostraban a una hembra por la noche, de cuello y cara esbeltos, ojos brillantes, cuerpo pálido y espectral. Había una serie de imágenes diurnas de pájaros desdibujados y otras en las que no se veía ningún animal, solo ramas oscilantes que quizá habían disparado el obturador. Luego había imágenes borrosas de un ciervo en la oscuridad. Al principio estaba parado en el borde de la charca, después caminaba por el centro; la calidad de las imágenes era mala, pero Sarah distinguió una cicatriz en el cuello. Era el animal que había estado con ella en el puente. Una sonrisa apareció en las comisuras de sus labios. Volvió a envolver la cámara y la dejó en su sitio. Pero al cerrar la tapa de la caja recordó algo: en la caja de la camioneta había visto un objeto envuelto que parecía otra cámara. Volvió a la parte trasera del vehículo y abrió el cajón con el equipo de acampada. Había una cámara detrás de la silla plegable. Estaba envuelta de cualquier manera, a diferencia de las otras.

Retiró la tela. El código de serie decía: «Área C 03 (planicie), propiedad de Parques Victoria, contacto: B. Heatherton».

Apretó el botón de encendido. En las primeras fotos no había nada: árboles borrosos movidos por el viento, una serie de instantáneas nocturnas en las que no se veía nada. Las siguientes se habían tomado de día, por la mañana, y eran más claras; en el indicador de hora ponía 9.43. En ellas se veía a una mujer. Estaba apoyada en un árbol, mordiéndose las uñas tranquilamente. Llevaba pantalones cortos, zapatillas de deporte, una camiseta con unas pesas estampadas sobre el pecho y «The Fitness Club» escrito encima. Era difícil saber su edad debido al grano de las fotografías, pero no parecía especialmente joven ni mayor; era una mujer atractiva con aspecto de estar en forma. Llevaba el pelo recogido hacia atrás. Los shorts eran muy cortos. Tenía las piernas largas, los pies cruzados a la altura de los tobillos. Había un montón de fotos que la mostraban plantada allí, ajena a la cámara, esperando, con pinta de aburrida. Al fin veía la cámara. En la secuencia de fotografías se la veía andar hacia ella, inclinarse, mirar directamente la lente y desaparecer, quizá para echar un vistazo detrás del aparato. Luego reaparecía en unas pocas más, sonriendo, con la cara borrosa porque se movía deprisa. Era rubia. En las imágenes jugaba con la cámara, posaba, se daba la vuelta y se palmeaba el trasero, se reía por encima del hombro, enseñaba los pechos, se los juntaba, sacaba la lengua. En las últimas, acercaba los labios a la lente y se los cruzaba con un dedo para hacer «chis»; entonces se veía un anillo de casada. Luego desaparecía. Las fotos siguientes eran de pájaros que revoloteaban en la zona de monte ahora desierta. En el indicador de fecha ponía 24 de diciembre.

Sarah se quedó detrás del coche, pensando. Volvió a envolver la cámara pero, en lugar de dejarla donde la había encontrado, cerró el cajón y la llevó a la parte delantera del vehículo. La depositó sobre el salpicadero. Subió a la camioneta y alcanzó los regalos de Navidad.

En las etiquetas de los que estaban en la parte superior de la bolsa, Heath había escrito: «Mamá, con cariño, Brody», «Papá, con cariño, Brody», «Jamie, con cariño, Brodes», «Mia, con cariño, tío Brodes». Sarah abrió la guantera. Encontró un impreso de renovación del registro de animales mugriento y arrugado, dirigido a: «Brody Heatherton, Apdo. de correos 204, Royden». Más abajo figuraban impresos los datos del animal en cuestión: «Perro. Edad: 12. Sabueso». La factura estaba impagada y caducada.

Un carnet de estudiante hecho jirones era la prueba definitiva de que Heath era Brody Heatherton. En la foto era mucho más joven, llevaba corbata, camisa blanca y chaqueta granate de uniforme, tenía el pelo más largo y sonreía satisfecho con los labios cerrados. El tipo de chico que a ella le habría gustado en el colegio, pero de quien en última instancia se habría mantenido alejada. Un chico privilegiado que no habría necesitado ni deseado nada, y mucho menos que una chica se fijara en él… debía de haberlas tenido a montones.

En apariencia, la vida de Brody era ordenada e inmaculada —el interior del coche limpio, la bolsa de regalos, las pertenencias bien colocadas—, pero por otra parte estaban las fotos almacenadas en la cámara de vigilancia, el pánico que revelaba esa llave rota en la cerradura; todo eso no tenía nada de ordenado e intachable.

Era complicado cargar con la cizalla. Sarah metió la larga y pesada herramienta en la mochila. La cremallera no se cerraba del todo, el mango negro sobresalía. Meditó un momento si llevarse la cizalla; el gato ya pesaba bastante. Pero si este fallaba por alguna razón y tenían que recurrir a la roldana, no se perdonaría nunca no haberla cogido. Se llevó también la cámara de vigilancia, bien guardada en el bolsillo. Dejó la caja con el resto de las de cámaras en el asiento del copiloto y cerró el coche con llave.

El río de las Truchas era un tajo gris que cruzaba la ladera de la montaña más abajo. A lo largo de las riberas se acumulaban árboles caídos. La corriente de agua sucia que bajaba por el cauce era un hilillo comparada con la que había causado el desastre. Tansy bebía de una charca de la planicie y Sarah volvía a estar sentada en la silla de montar. Mucho más abajo, en la falda de la montaña, se veían los tejaditos y el parque de Lauriston como una miniatura. La riada no había arrasado el municipio. El viento soplaba y agitaba la crin de Tansy. La yegua alzó la cabeza y escuchó un momento, luego volvió a bajar el morro y arrancó una mata de hierba que crecía junto a la charca. Cuando el viento llegaba de una dirección determinada, traía consigo el sonido amortiguado de las máquinas que removían la tierra. Se oían pitidos y golpeteos metálicos y el chirrido de las bombas hidráulicas más abajo, en algún lugar cercano al río.

De pronto se oyó otro ruido: un helicóptero.

Sarah miró hacia arriba. No lo veía, el viento empujaba y dispersaba el ruido y las nubes, pero estaba allí: ese sonido vibrante característico que había deseado oír todos los días. Procedía de lo alto de la montaña, cerca de la cumbre.

Sarah galopó con Tansy hasta la bifurcación, pero no tomó el ramal de la cabaña. El helicóptero cambiaba la situación. Si estaban en el campamento, podían rescatar a Brody mucho más deprisa que ella. Pero primero tenían que saber que estaba atrapado. Dirigió la yegua montaña abajo. Tansy se puso contenta. Les separaban cuatro kilómetros del puente de las Truchas. El camino era más ancho, el recorrido, más fácil, la pendiente, menos abrupta, de modo que podían ir deprisa.