Todos los años los distribuidores de pienso para caballos enviaban cestas de Navidad a sus mejores clientes. Sarah fue a buscarla al lavadero, donde la había dejado. Retiró el celofán verde y rojo. La cesta contenía un pudin de ciruelas pequeño, un tarro mini de natillas al brandy con fecha de caducidad larga, una lata de jamón cocido, queso ahumado, un brie entero, galletas saladas, galletas de mantequilla, frutos secos, tartaletas de frutas y chocolatinas. Todo era ligero y de tamaño mediano, perfecto para llevarlo en una mochila, junto con un saco de dormir, una linterna, unas petacas de alcohol, una taza, un cuchillo y un tenedor, más alcohol y una caja de calmantes para el dolor de cabeza.
Sarah colgó la toalla húmeda, recogió la ropa sucia y ensangrentada, la llevó al lavadero y la metió en la lavadora.
Se puso una chaqueta impermeable ligera encima de la camiseta y se caló una gorra.
Tansy estaba arrepentida, y también contenta de hacer algo que entendía. Sarah la ensilló. Tiró fuerte de la cincha y, sin esperar un momento antes de apretar un punto más, como solía hacer, la tensó. Tansy seguramente pensó que era una forma de castigo. Pero no lo era, ni siquiera inconsciente. Sarah no estaba enfadada con Tansy. El golpe en la cara la había impulsado a dejarse de tonterías; dirigirse al monte es lo que debería haber hecho.
Sarah se detuvo un momento y contempló la casa. Las plantas de las macetas a lo largo del porche estaban secándose. Las ventanas necesitaban una limpieza. Brotaban hierbajos junto a los escalones. Había sido la casa de sus sueños. Un rancho acogedor con ventanas de madera y un sencillo tejado de aluminio. El césped que lo rodeaba estaba salpicado de robles jóvenes que un día aumentarían definitivamente la categoría de la propiedad. Sarah también había plantado robles a ambos lados del camino de entrada. Un roble necesita treinta o cuarenta años para hacerse notar. Ella había creído que estaría allí para verlos crecer. La habían despojado de muchos sueños, ideas personales, aspiraciones…
Cerró la casa, guardó el remolque en el cobertizo, lo desenganchó de la F100 y aparcó la camioneta en el garaje. Metió el brazo detrás de los asientos del vehículo para sacar el rifle que guardaba allí. Su única posesión inmune a las habladurías. Retiró la polvorienta tela de lona que lo envolvía. No era un arma vistosa; el cañón tenía ralladuras y el metal había perdido brillo, la madera estaba descolorida y seca. Poca gente sabía que lo tenía siquiera. No disponía de licencia de armas. Sacó de la guantera un pequeño cargador con cinco balas. Se lo metió en el bolsillo y bajó la puerta del garaje.
Desde la verja de atrás de su propiedad se llegaba a un atajo que llevaba a la sierra de Mortimer. Sarah evitó la calle principal de Lauriston; de hecho, todas las calles de Lauriston, que no eran muchas. Lauriston era una población condensada. Quienes no vivían en la arteria principal vivían un poco por encima, en la falda de la montaña, con vistas a los tejados de las tiendas y a los patios traseros de los vecinos. La gente o bien se enamoraba de ese terreno montañoso o bien lo consideraba claustrofóbico. Parecía que la sierra convergiera hacia dentro y comprimiese el cielo. Los días azules y despejados lo tenían difícil para llegar hasta la calle. En todas las épocas del año sin distinción, el fresco de la noche cerrada ya empezaba a colarse a primera hora de la tarde y, en los meses más fríos, la neblina flotaba durante todo el día en los valles y entre los troncos de los altísimos fresnos de montaña. Por otro lado, si el verano era particularmente largo y cálido, el monte se secaba tanto que el aire parecía a punto de combustión, butano puro, como si con sostener en alto una cerilla encendida fuera a arder todo.
Solo había una carretera para entrar y salir del pueblo. Sarah vivía en el extremo más alejado, casi en las afueras, al pie de las estribaciones onduladas, donde las franjas de terreno despejado eran fértiles y relativamente llanas, y las parcelas, más grandes.
Cuando el año anterior un incendio forestal en la sierra de Mortimer estuvo a punto de arrasar la cima de la montaña del Diablo y bajar hasta Lauriston, muchos vecinos pensaron en marcharse del pueblo para siempre, y algunos incluso lo hicieron. Para Sarah era impensable vivir en otro sitio. Quedarse después de aquel incendio requirió bastante valentía. Cuando el calendario se acercaba a los meses más secos y la flecha del cartel de riesgo de incendio forestal iniciaba su continua progresión hacia el rojo, todos los habitantes de Lauriston sufrían el ataque de nervios anual.
Pero esta Navidad, no; este verano era suave y húmedo. La flecha de peligro de incendio no se había movido del verde. Riesgo bajo. Los días previos al de Navidad habían sido placenteros. Para el pueblo. Sarah podía notarlo mientras subía con Tansy a un peñasco y, por entre los árboles, vislumbraba la calle principal. La luz del sol moteada matizaba los escaparates. Hojas húmedas atestaban los canalones. El césped se veía verde, los arroyos fluían, los depósitos de agua estaban llenos. En las calles, los niños subidos en sus monopatines nuevos y montados en bicicletas llevaban un suéter encima del pijama para no enfriarse. Las chocolatinas no se habían derretido en los calcetines de Navidad. La cerveza estaba fría y las chucherías de gelatina habían aguantado. Hoy ningún vecino se agobiaría pensando en marcharse de Lauriston. Excepto Sarah.
Atajó por el extremo del parque local donde se alzaban, como columnas, tres fresnos de montaña inmensos, un anticipo de lo que aguardaba más adelante. Eran los abuelos de los eucaliptos. Sus hojas formaban un dosel en lo alto. Sus raíces sobresalían de la tierra por la fuerza y quebraban los caminos. Cortezas anchas como mantas de cama individual y dos veces más largas se habían desprendido del tronco y se acumulaban en la base, amortajaban los helechos arborescentes que crecían allí, sombreaban la masa de culantrillo, liquen y musgo. Los tres árboles atestiguaban la condición de parque nacional de la sierra. Los leñadores siempre se sentían desafiados ante ellos, y ante árboles como aquellos: instintiva y automáticamente los pies se clavaban en el suelo, echabas la cabeza hacia atrás, separabas los labios, se te dilataban los pulmones, aumentabas el consumo de oxígeno y te quedabas con los ojos abiertos como platos. Era natural, te afectaba. Los seres humanos tienen debilidad por las cosas grandes. «Si la tradición hubiera situado el infierno de Satán en las copas de los árboles, en lugar de en las entrañas de la tierra, y todo el mundo tuviese que alzar la vista al referirse a él, le venerarían», pensó Sarah. Después de ver rodar bolas de fuego de cincuenta metros como mínimo el año anterior, se había preguntado si las copas de los árboles eran el verdadero hogar de Satán. Y si Dios residía en el agua. Todo lo de aquel incendio había olido a infierno.
Había circuitos específicos que los visitantes podían seguir en la sierra. Bajo una señal que decía «Bienvenido a la sierra de Mortimer», había un mojón con flechas que señalaban los diferentes senderos y, en un tablón protegido de la lluvia con una plancha de metacrilato grueso, un mapa de las montañas. El plano era sencillo, simplificado para el gran público. Los circuitos se indicaban con rayitas negras y las zonas vírgenes eran manchas verdes; las crestas, líneas onduladas marrones; los barrancos, trazos grises; los picos de las montañas, un par de triángulos verdes en la parte superior del mapa. El río de las Truchas y los demás arroyos eran imprecisas líneas azules que descendían desde las cumbres y aparecían y desaparecían de los circuitos, como si esas vías fluviales fueran en parte imaginarias. Los puntos de referencia construidos por el hombre se habían dibujado con mayor cuidado: los puentes y las pasarelas, las mesitas de picnic, la figurita mirando por el telescopio que indicaba los miradores. Observando el plano, se podía pensar que las zonas vírgenes eran algo secundario, manchas de color borrosas de camino a las mesas de picnic. La escala de la sierra era completamente errónea. Desde un punto de vista topológico, el mapa era superfluo.
Los senderistas podían escoger entre varios circuitos, cuyo nombre reflejaba el grado de dificultad: la Hondonada Verde, la Ladera de los Cornejos, el Ascenso del Diablo. El Ascenso del Diablo se acompañaba de una advertencia: «Solo excursionistas experimentados, consúltense las condiciones meteorológicas antes de emprender camino».
Aparte de esas rutas forestales estaba la «Excursión de una noche a la Cabaña del Ahorcado». En el mapa se señalaba con una línea continua roja al inicio de la cual se veían dos figuras con mochilas, cantimploras, kits de primeros auxilios y bastones de montaña. La línea iba ascendiendo, alejándose de las mesas de picnic y de los otros senderos, y se afinaba cada vez más hasta llegar a una pequeña cabaña roja cercana a la cima de la montaña del Diablo. Impresa en un trozo de cartón pegado junto a la cabaña, se leía la siguiente información adicional: «Cabaña del Ahorcado: CERRADA POR REFORMAS. Para la fecha de reapertura prevista, consulte en los comercios locales o llame a Parques Victoria 13 19 63».
Sarah dejó atrás el mapa y los carteles. Enfiló un camino de tierra. A menudo, cuando Tansy relajaba el paso como en ese momento, Sarah sentía una punzada de emoción. El valor que concedía a la felicidad de su caballo provenía del pasado del animal. Había fotografías de Tansy que no estaban enmarcadas ni expuestas en las paredes. La hinchazón y las magulladuras de la cara de Sarah hablaban de algo mucho más profundo que la simple tozudez de una yegua; Tansy tenía motivos para temer el espacio cerrado del remolque. Mientras avanzaban, Sarah le acarició el lomo en señal de disculpa y comprensión.
Tras un corto tramo del camino llegaron a una verja cerrada.
Un letrero grande atado al alambre repetía: «Cabaña del Ahorcado: CERRADA POR REFORMAS».
En un cartel más antiguo ponía: «Acceso a la Cabaña del Ahorcado. Solo vehículos autorizados. Únicamente coches con tracción a las cuatro ruedas. Peligro de inundaciones en el camino». Y en letra cursiva y tono de reprimenda: «Al conducir no olvide que comparte este sendero con jinetes». Finalmente, con un matiz más jovial: «¡Deseamos que disfrute de su excursión a la Cabaña del Ahorcado, el famoso lugar donde está enterrado el bandido Sid Gibson!».
Sarah sacó una llave del bolsillo de la chaqueta y se inclinó en la silla para abrir el candado. Tansy, que conocía el procedimiento, se mantuvo cerca del cerrojo. La cadena y el candado resbalaron en cuanto Sarah los tocó y cayeron al suelo con un golpe seco y un tintineo. Alguien había cortado la gruesa cadena.
No era la primera vez que Sarah descubría que habían manipulado la verja. En una ocasión se encontró con que la habían arrancado y tirado a un lado, en señal de protesta. A muchos motoristas y conductores de todoterrenos les molestaba que les impidieran el paso, se creían con todo el derecho a subir hasta la Cabaña del Ahorcado aunque estuviera en obras. Incluso cuando el camino estaba abierto, la necesidad de un permiso era un tema polémico.
Huellas recientes de neumáticos indicaban que un vehículo había cruzado hacía poco la entrada. El eslabón de la cadena que habían cortado estaba limpio y brillante. Sarah inspiró y se preguntó si no percibía incluso un ligero rastro de olor a gasóleo. Aguzó el oído y le pareció captar el acelerón de un motor más arriba, en el camino sinuoso que llevaba a la sierra. Pero una ráfaga de aire meció las copas de los árboles y el sonido desapareció.
Sarah volvió a meterse la llave en el bolsillo y abrió la verja. Una vez que hubo cruzado, desmontó, pasó la cadena rota por la reja y la puso alrededor del candado, tal como la había encontrado. Al menos así parecía cerrada, bastaría para disuadir al próximo que parara el coche y pensase en saltarse las normas.
En el camino de tierra se veían marcas del continuo paso de caballos: huellas de cascos y excrementos secos. La empresa de rutas ecuestres de Sarah disponía de un permiso especial para utilizar el camino de la Cabaña del Ahorcado para sus excursiones. De ese modo, los jinetes podían dispersarse y no congestionaban las rutas de senderismo. Sarah consultó su reloj. Las siete de la mañana.
Antes de reemprender la marcha sacó el móvil. Pero después de mirar la pantalla un momento volvió a metérselo en el bolsillo. Lo que la disuadió de llamar a sus padres no fue la perspectiva de los sermones inconexos de su padre, sino el miedo a que contestara su madre. Una cosa era expresar la decepción a gritos; no expresarla en absoluto era algo totalmente distinto.
Sarah subió a la silla de un salto y puso a Tansy al trote.