Sarah tuvo la presencia de ánimo necesaria para coger una pala y una palanca antes de precipitarse bajo la lluvia en dirección a la cabaña. Se paró en seco después del baño anexo (todavía intacto), en el lugar donde antes se extendía una leve pendiente y ahora había un corte abrupto en el terreno. La parte baja del campamento se había deslizado uno o dos metros. Se había abierto una enorme brecha en la tierra empapada. El corrimiento había derrumbado las paredes de la cabaña. Esta vez ni siquiera la chimenea había resistido bien a los elementos. Estaba inclinada, amenazaba con desplomarse sobre las partes del edificio que seguían en pie.
—Heath —gritó Sarah hacia la estructura derruida—. ¡Heath!
Caminó en paralelo al deslizamiento y luego corrió hasta la zona en obras. El polvo de roca y el mortero triturado enturbiaban el aire húmedo. Sarah avanzó a toda prisa entre el caos. Arrastraba la pala y la palanca. Algunas partes de la cabaña habían quedado reducidas a montones de piedras. La zona alrededor de la puerta principal estaba derruida. Primero se abrió paso por ahí, apartando con cuidado las piedras y las vigas de madera, sin asegurarse de que los escombros aguantaran su peso. Una fuerza poderosa actuaba contra ella y contra Heath. La racha de mala suerte duraba demasiado y parecía que la tierra ya no quería acogerles. El mundo no solo no se preocupaba por ellos, sino que iba a hacer todo lo posible por echarles a patadas. Pero Sarah no debía pensar así. El derrumbe de la cabaña no era una cuestión de mala suerte; era natural que el terreno del campamento se hubiera movido, pues no había árboles cuyas raíces lo mantuvieran firme y absorbieran el agua. Pensándolo bien, la auténtica anomalía era que por lo general el agua y la tierra, las riadas y el fuego, los bichos y las serpientes, las alimañas, se mantuvieran a raya. En cuanto asomaban, provocaban un revuelo. No debería ser así. Sarah debía considerarse afortunada por no tener que enfrentarse a un corrimiento de tierras todos los malditos días de su vida.
Oyó un grito. Dejó de gatear.
—¡Heath!
Escuchó.
El grito amortiguado provenía de una parte medio derruida de la cabaña, debajo de la chimenea. Sarah se olvidó del peligro y trepó por el tejado. El polvo se le metía en la nariz. La chimenea de piedra se inclinaba amenazadora.
—Estoy aquí, estoy aquí, estoy aquí… —gritaba él.
Sarah bajó a la parte de la cabaña que todavía aguantaba. Se agachó entre las piedras caídas y los pedazos de madera contrachapada que cubrían el suelo.
—Estoy aquí. —Ahora le oía mejor, y parecía que él la veía.
Pero ella no le veía a él. El aire estaba lleno de polvo y de partículas de madera fibrosa. Oír la viveza de su voz era esperanzador; más que esperanzador: era un manantial de emoción ardiente en su interior, un puro clamor en su corazón y, en su mente, la rotunda conciencia de que él le importaba, y mucho. Sarah agachó la cabeza y avanzó con cuidado hasta una zona donde el techo seguía intacto pero había bajado a menos de un metro del suelo.
—Por aquí…
Ella reptó por debajo de una viga partida.
Heath tenía una auténtica habilidad para apoltronarse, para relajarse cuando se hallaba en peligro; estaba sentado en el poyo de la chimenea, cubierto de polvo, con la espalda reclinada en la piedra que rodeaba el hogar, una pierna levantada y el codo apoyado en ella. El techo caído le rozaba la coronilla.
—No sé tú, pero yo empiezo a pensar que Sid se está burlando de nosotros.
Sarah se levantó. Podía estar de pie, medio erguida.
—No, eres tú, que intentas desaparecer de forma tan espectacular como apareciste.
—He fracasado.
Estaba con el torso desnudo, lúcido, a cubierto, pero atrapado. Tenía la pierna izquierda, la de la rodilla lesionada, bajo una larga viga de madera, un extremo de la cual estaba entre un montón de escombros; el otro seguía empotrado en el techo caído. No le presionaba la pierna, pero se encontraba firmemente apoyada en el suelo, y Heath tenía el pie aprisionado entre ella y el hogar de piedra.
—Bien, vamos a apartar esto.
Desde su posición a cubierto, Heath no era consciente de la gravedad de su situación; la chimenea inclinada, las piedras, la masa de agua y cemento, el caos de vigas gruesas, chapa, postes de andamios, todo indicaba que sacarle no sería una tarea tan fácil como él creía. Puso las manos sobre la viga y la empujó.
—Mete la palanca debajo.
Para liberar el pie había que hacer palanca. Sarah se agachó y deslizó la barra bajo la viga. La levantó mientras él empujaba. La viga pesaba mucho, como un coche; no daba la impresión de pesar tanto y, si en la posición adecuada era posible desplazarla un poquito, existía la tentadora posibilidad de que se moviera…; aun así, con la fuerza de dos personas no conseguirían nada. Sarah sacó la palanca. Los dos tosieron y recuperaron el aliento.
—¿Te has puesto en contacto con alguien? ¿Vienen a rescatarnos?
—Lo que viene es mal tiempo.
—¿De qué tipo? —Sarah se cuidó de no levantar la vista al preguntarlo.
—Vendavales.
La cara de Sarah debió de revelar algo, o bien él dedujo lo que había ocurrido.
—¿La parte que se ha derrumbado es la restaurada? Ha cedido la parte nueva, eso es lo que ha pasado, ¿verdad?
Hasta entonces Sarah daba por supuesto que él sabía lo que había sucedido; no fue lo bastante rápida para ocultar su sorpresa al ver que no era así.
—¿Es un corrimiento?
—Ya ha terminado.
Él empezó a empujar otra vez la viga con todas sus fuerzas y al cabo de un segundo tenía la cara roja.
—Dame la barra, tenemos que apartar esto…
—No te dejes llevar por el pánico.
—Todo esto puede ceder en cualquier momento. ¿Es muy grande el desprendimiento?
—Hasta el barranco de Sid, solamente.
—Joder. ¿El cobertizo ha aguantado?
—El corrimiento empieza después del baño.
—¿La chimenea se ha caído?
—Sí, se ha caído —mintió ella.
—No puedo esperar de brazos cruzados a que el suelo se deslice debajo de mí. Esta maldita viga me cortará el pie. Me lo arrancará.
—¿El móvil?
—No —se limitó a decir él.
—¿Lo dejaste al lado de la puerta?
—Sí. Pensé que se caía la pared reformada… —Miró alrededor para revaluar su apurada situación—. Corrí hacia aquí para apartarme. ¿Cuánto terreno se ha movido?
—No es un desprendimiento grande. ¿Cuándo empezará el viento exactamente? ¿Te lo han dicho?
—Pronto. ¿Por qué?
Sarah se agachó para mirar de nuevo la posición del pie y calcular cuánto espacio tenía. Heath había conseguido quitarse la bota y el calcetín por sí solo. Tenía el pie pálido y el tobillo arañado y ensangrentado en la zona que se había rascado con las rocas de la chimenea al tirar para sacarlo. Ella palpó el hueco con los dedos. Heath levantó el pie e intentó sacarlo. Lo colocó en todos los ángulos posibles. Al ver cómo respiraba, Sarah dedujo que le dolía al moverlo.
—Falta muy poco —masculló él.
—Tú eres bueno en situaciones como esta; piensa, trata de no dejarte llevar por el pánico y piensa, tenemos que levantar la viga y empujarla un poco hacia aquí. Debemos hacerlo antes de que empiece el viento. ¿No había sierras ni nada de eso cuando miramos?
—No.
—¿Un cincel?
—Me habría fijado.
—¿Puedo mover la viga haciendo contrapeso con algo?
—¡Mierda! ¡No puedo pensar!
—Chisss, te sacaremos.
Él frunció el ceño.
—¿El suelo que hay bajo la viga es firme?
Sarah miró.
—Sí. Pero se ha metido tierra debajo, así que no podemos pasar nada bajo los tablones, aunque… De todos modos, creo que no podemos dejar caer la viga; si baja un poco más podría aplastarte el pie.
—¿Pero el suelo es firme?
—Sí.
Ella se quedó callada para dejarle pensar.
—La roldana, en la caravana —dijo Heath—, quizá baste con eso; podemos meterla debajo y usarla como gato.
—¿Aguantaría?
El techo crujió y se movió sobre ellos. Cayó una lluvia de mortero pulverizado.
—¡Ve a buscarla!
Sarah subió a toda velocidad por la ladera hasta el cobertizo. Cayó de rodillas al lado de la barra de enganche. La polea estaba sujeta a ella con una cadena y un candado. Tal como había imaginado. Frustrada, dio un puntapié al candado. Levantó la cabeza y trató de pensar con claridad. ¿Había visto llaves para el candado? Si estuvieran en la caravana, las habrían encontrado hacía días. Para colmo, la roldana era un robusto cilindro de acero, la manivela era sólida; parecía que podía servir para lo que Heath quería. A lo mejor él había visto las llaves y se las había quedado. A fin de cuentas, había cogido cuanto había encontrado.
Después de meter varias cosas en una caja —comida y agua, mantas, ropa seca, la lámpara de cabeza, la linterna, todos los cuchillos afilados e instrumentos puntiagudos que halló, cascos, gafas protectoras—, al buscar el juego de llaves de la polea (un último intento desesperado, por si acaso), encontró el rifle. Heath lo había metido debajo del colchón. Al lado del arma vio la cuerda que había estado atada a la baca de la caravana.
Sarah desperdició unos segundos preciosos mirándola.
Había dormido durante todo ese tiempo sobre una cuerda enrollada. ¿Puesta ahí para atarla? ¿Para que Heath pudiera, en cualquier momento, sujetarle las manos en la oscuridad y atarla sin que ella supiera qué estaba haciendo?
Sarah volvió a la cabaña y encontró a Heath inclinado hacia un lado, con el cuerpo estirado. Recogía todas las piedras sueltas que podía y las metía en un saco de arpillera que había sacado de debajo de los escombros y que tenía junto a la pierna, para que llenara el hueco entre la viga y el hogar de la chimenea.
—¿Para qué es eso?
—Es una barrera para impedir que la viga me aplaste la pierna si el suelo vuelve a moverse.
Sarah le pasó un casco.
—Está sujeta con un candado.
—¿No recuerdas haber visto llaves?
—Confiaba en que tú las hubieras visto.
Él agachó la cabeza para ponerse el casco.
—No.
Sarah dejó la caja junto a él, en el hogar.
—He encontrado un par de cosas. —Sacó la cuerda del bolsillo y la tiró a la caja—. Imagínate si me hubieras atado, Heath. Habría sido bastante irónico. Habría estado inmovilizada y amordazada, y no habría podido bajar aquí a salvarte el pellejo.
Él miró la cuerda en la caja.
—Joder, ¿no podríamos centrarnos en una sola cosa cada vez? ¿Ha aumentado el corrimiento? ¿Se ha deslizado más tierra?
—Por lo que he visto, no.
—Sarah, no pensaba atarte.
Ella se fijó entonces en que estaba encorvado, mientras que antes podía sentarse derecho. Volvió a sentir una oleada de pánico. Oyó ruido de escombros que se movían y caían en alguna parte de la cabaña derruida.
Él hurgó en la caja, en busca de instrumentos para cortar y serrar. Le temblaban las manos.
—¿Te he comentado que desde que saqué a Jasper de la madriguera del wombat mi peor pesadilla es ser enterrado vivo?
—¿Estás seguro de que el equipo de rescate no va a venir?
—Las ráfagas de viento alcanzarán los cien kilómetros por hora; no pueden venir. La chimenea sigue en pie y está inclinada hacia aquí, ¿verdad? Por eso te preocupaba el viento.
—A lo mejor podemos apuntalar esto. —Sarah tocó el techo caído—. Traeré los andamios y haremos una caja a tu alrededor; así estarás a salvo hasta que lleguen.
—El andamio no servirá de nada, solo para dejarme aprisionado aquí dentro. —Se palpó los bolsillos—. ¿Cuánto tardarías en llegar a caballo hasta la planicie y volver?
—Yo… Depende de cómo esté el camino.
—¿Cuánto tardarías?
Heath bajó la cremallera de un bolsillo lateral y sacó un juego de llaves.
—Quizá… dos horas. Una para bajar y otra para volver, si voy rápido.
—Yo intentaré romper esto mientras tú bajas. —Le dio las llaves—. Mi coche está allí. En la planicie. —Se calló y esperó a ver cómo reaccionaba ella. Su mirada sencilla y franca indicaba que era consciente de la situación en que se había metido él solo.
—De acuerdo.
—Está atascado en el barro detrás de aquellos troncos apilados, ¿los has visto?
—Sí.
—En la parte de atrás de la camioneta hay un gato hidráulico dentro de una bolsa roja. No te olvides de coger la manivela. Estará en la bolsa, pero asegúrate. Espero que te quepa el gato en la mochila. Coge también la cizalla que hay dentro del coche, para la polea, por si acaso.
—¿Crees que puedo dejarte solo durante tanto rato?
—Podemos trastear por aquí e intentar varias cosas, pero sería una pérdida de tiempo. El gato la levantará.
De las cuatro llaves del llavero, la mayor era de un Toyota. Tenía la marca impresa en el metal. Los dientes estaban descoloridos y gastados. Había una llave verde, otra plateada y lisa, y una especie de llavín de un armario, roto, con la punta partida. El llavero era un juego de pesas en miniatura con «The Fitness Club» escrito sobre la plaquita metálica.
—Sarah…
Ella dejó de mirar las llaves.
—¿Volverás?
—Claro.
—No. —Él se quedó callado un momento, con gesto serio—. ¿Volverás pase lo que pase?
—No te dejaré en la estacada.
—Si vuelves, nunca lo olvidaré.
Ella se quitó el reloj y se lo dio.
—Si tardo más de dos horas será por culpa del camino y de los deslizamientos de tierra.
—Ayúdame a ponerme la bota. A lo mejor me salva el pie si esta cosa se mueve.
Le pasó la bota y el calcetín. Sarah se tumbó boca abajo y deslizó la mano bajo la viga para ponérselos. Si el suelo se movía en aquel momento y la viga caía, le aplastaría las manos y los brazos.
Le ató la bota sin apretar demasiado. Él metió la mano en el hueco y empezó a rascar la viga con la cuchilla de su navaja. Sonaba a madera compacta, tersa y densa. Heath utilizó una piedra del tamaño de una mano para golpear el otro extremo de la navaja. Debido a la estrechez del espacio, esa acción resultaba prácticamente imposible.
—Desde la planicie divisarás el río de las Truchas. Verás los equipos de rescate y la maquinaria. Ellos saben que estamos aquí, Sarah. Han intentado reparar el puente para cruzar el río. Pero, por muy cerca que estén, no podrán llegar hasta aquí tan rápido como tú con Tansy. Tú lo sabes, pero ellos no. Si te ven, tratarán de detenerte.
—Cogeré el gato y volveré, no haré nada más.
—No dejes que te vean o te detendrán.
—Heath, voy a volver.
—No me llamo Heath.
Sarah se irguió. Mantuvo la mirada baja. Se concentró en la misión que tenía entre manos, la misión que la aguardaba.
—No sé si quiero oír nada más en este momento.
—Cómo me siento contigo, lo que siento por ti, es la razón por la que todo esto se ha ido al carajo. Si no me importaras, no estaría aquí. No estaría así.
—Si empiezas a contarme cosas ahora, no sé, Heath, puede… —Se calló al recordar que ese no era su nombre—. Eso no ayudará —concluyó.
—¿Quieres saber mi verdadero nombre?
—No. Ahora no. Podría hacerme sentir que eres un desconocido.
Él asintió, como si ya lo supiera.
—Si te sirve de consuelo, Heath es el apodo que me pusieron en el colegio. Heathy. —Parpadeó y trató de sonreír.
Ella se limpió el polvo que le obstruía las fosas nasales; al toser expulsó ese mismo aire seco de la garganta.
—Tápate la cara con la camisa que he traído para no inhalar este polvo. Humedécela y respira a través de ella.
—Sarah…
Ella no podía mirarle.
—Las mentiras eran… palabras que cubrían todas las cosas que realmente quería decir.
—De acuerdo.
—¿No piensas mirarme?
—Te miraré cuando vuelva.
—Hazlo por mí… vuelve, y te juro que estaré a tu lado. ¿Cuánto necesitas para saldar la deuda? ¿Necesitas un terreno para Tansy? ¿Cuarenta acres, un establo? —Le tendió la mano—. Chócala.
—Aparta la mano. No hagas eso.
—No vas a volver.
—Volveré.
—No te dejarán si te ven.
—No dejaré que me vean.