Con la nueva lluvia llegó un tipo de humedad más cálida. Sarah no tenía frío fuera, junto a la estufa, no sentía el helor que la niebla le había provocado a veces. Estaba sentada en su silla con las rodillas en alto. Tansy estaba ensillada y preparada en el establo. Las riendas colgaban enrolladas del travesaño de madera. Eran las cinco de la madrugada. Se irían en cuanto amaneciera. La linterna estaba apagada y el suave resplandor del fuego recién encendido iluminaba a Sarah. Heath había empezado a moverse en la caravana. Abriría la puerta en cualquier momento. Ella no tenía ni idea de qué iba a decirle, ni qué le diría él.

Mientras escuchaba los ruidos que él hacía y esperaba a que apareciera, otro enigma empezó a rondarle la cabeza. Había algo en los chirridos que producía la suspensión de la caravana bajo el peso de Heath… o… no tanto eso como el hecho de que no chirriaba. Todas las veces que Heath había subido el escalón y se había dirigido renqueando a la cama, ella no había oído aquel sonido que recordaba de cuando él se encaramó a la barra de enganche. La última vez que había oído ese crujido característico fue cuando ella estuvo cavando agujeros bajo la niebla el 26 de diciembre. Miró hacia el tejado de la caravana.

Se subió a la silla y se puso de puntillas, levantó el brazo, enfocó la linterna desde arriba y miró con atención la baca mientras movía la luz hacia atrás y hacia delante.

Ahí estaba el rifle. Sarah bajó de la silla y fue hacia la barra de enganche. Como pesaba menos que Heath y era más ágil, consiguió subirse a ella sin que la caravana se inclinara ni chirriara. Desde ahí no llegaba al arma. Estiró el cuerpo, pero le faltaban unos pocos centímetros para alcanzarla.

Bajó y se dirigió a la parte trasera de la caravana, de donde colgaba una escalerilla que le permitiría llegar a la baca. Cuando empezó a subir, Heath abrió la puerta y bajó el escalón. Ella asomó la cabeza por la esquina del vehículo y vio su silueta envuelta en sombras. Él miraba hacia arriba, había visto el haz de la linterna en el techo del cobertizo y no sabía dónde estaba Sarah ni de dónde venía la luz. Ella siguió subiendo. Una vez arriba, echó un vistazo por el borde de la caravana. Heath había adivinado dónde estaba y miraba hacia arriba. Ella le recorrió con el foco de la linterna. Ninguno dijo nada.

Mientras recuperaba el arma, Sarah comprendió que Heath se había ocupado personalmente de desatar la cuerda de la baca porque le preocupaba que ella viera el rifle, y que con toda probabilidad se había lesionado definitivamente la rodilla al bajar de la barra de enganche la primera vez, por lo que no era de extrañar que la segunda hubiera tenido tanto miedo y tanto cuidado y se hubiera mostrado tan reacio a saltar. Sarah acercó el rifle a la escalerilla y empezó a descender. Cuando solo le faltaba un peldaño, alargó el brazo para coger el arma y saltó al suelo de tierra.

Todavía en la parte de atrás, donde Heath no podía verla, Sarah miró si el rifle estaba cargado. No lo estaba. Volvió a deslizar el cerrojo y, al hacerlo, el suave sonido característico se oyó por encima del repiqueteo de la lluvia y Sarah cayó en la cuenta de que Heath no tenía forma de saber si acababa de cargarlo. Sin duda él sabía que ella llevaba munición cuando salió de casa a caballo. Al coger el rifle, debía de haber mirado si tenía balas.

Sarah echó a andar con el arma y comprendió que tenía razón: la silueta estaba rígida. A Heath le costaba mantenerse en su sitio mientras ella se acercaba.

—No eres ágil eligiendo escondites —dijo, y el doble sentido de la frase la hizo sonreír—, ha sido fácil encontrarlo y la rodilla te habría impedido trasladarlo a un lugar mejor. Es genial, hemos tenido un arma sobre la cabeza.

Heath hizo un ruido con la garganta y se sentó a la mesa. Sarah tomó asiento frente a él y se puso el rifle sobre las rodillas.

—Esto da un giro interesante al momento del interrogatorio. Es broma —añadió ella con una sonrisa.

Él no contestó.

—¿No hablas?

—¿Qué esperas, si me apuntas con un arma?

—No te estoy apuntando. La he recuperado; es mía.

—¿Por qué haces esto?

—Da igual que tenga yo el rifle o que lo tengas tú. Me lo quitaste. ¿Acaso esto es distinto de lo que hiciste tú? ¿Te incomoda que lo tenga sobre las rodillas?

—Sabes que sí.

—¿No confías en mí?

—Para.

—¿Qué crees que voy a hacer con él?

—Contigo nunca se sabe.

—Dime… —continuó ella con tono burlón—, ¿habrán encontrado ya tu coche? ¿Dónde dijiste que estaba? Y tampoco recuerdo la dirección de tus padres, ni el nombre de tu hermano, ni tu apellido, ahora que lo pienso. ¿No debería poner Hotel Bravo en tu pierna, Heath, y no al revés? B. H., ¿eh? ¿Brett? ¿Brian? ¿Barry?

Él sorbió por la nariz.

—Me parece una hipocresía —prosiguió ella— que tuvieras el arma y a mí no se me permitiera enfadarme por eso. Tuve que aceptar que tú tomaras las decisiones.

—No puedo creer que hagas esto.

—Tú me lo hiciste a mí.

—Yo no te he hecho nada. —Heath levantó un poco la voz.

—A los tíos os molesta ver amenazado vuestro liderazgo, ¿verdad? Me limito a constatar que hay una doble vara de medir.

—Anoche te dije que estoy enamorado de ti, por Dios. ¿Esta es tu reacción?

Ella dejó el rifle sobre la mesa.

—Si estás más tranquilo teniéndolo tú, toma. Y yo, lógicamente, seguiré guardando las balas.

—De acuerdo, yo lo puse en la baca. Fui yo. Lo hice para quitarlo de en medio. No sé por qué te has empeñado en volver a sacarlo.

—Fui yo quien lo quitó de en medio metiéndolo bajo el palé y tú lo sacaste para cambiarlo de sitio.

—¿Qué se supone que debía hacer? Tú tenías las balas.

Sarah le miró con los ojos entornados.

—¿Tenía?

Buscó la munición en el bolsillo de la camisa. Había notado su peso y forma familiares al vestirse por la mañana, pero no lo había mirado. Lo hizo en ese momento. El cargador estaba vacío.

Sarah dio la vuelta al estuche metálico vacío que tenía en la mano. Solo se había despegado de su cuerpo la noche anterior, cuando quedó en la cama entre el rebujo de ropa. De pronto recordó que Heath había cogido sus prendas y las había dejado fuera de su alcance.

—Esa norma de no quitarnos la ropa te tenía realmente frustrado.

Él tamborileó con los dedos sobre la mesa y meneó la cabeza.

—¿Vas a seguir con lo de «Me limito a ser precavido por tu propio bien»? ¿O probarás algún otro enfoque? Deja la táctica del «Te quiero», es cansina y poco original.

—No pretendo hacerte daño. Ni engañarte. Ya lo sabes.

—Entonces, ¿por qué no me pediste las balas?

—Porque creí que nosotros estábamos por encima de esas tonterías.

Heath cogió el rifle de la mesa, se levantó y entró en la caravana.

Sarah le oyó abrir el cajón bajo la cama. La luz se había abierto paso en el cielo. Llovía mucho. Tansy esperaba, ensillada y con las orejas levantadas; les miraba, oía y percibía el cambio.

Heath volvió a salir. Llevaba la linterna de cabeza, la bolsa hermética, que contenía su cartera y su móvil, una navaja que ella no había visto hasta entonces y la batería del teléfono de Sarah.

—¿De dónde ha salido la navaja?

—Creo que no debemos seguir hablando.

Acercó la silla a la mesa y colocó los objetos encima. Dejó la navaja en su lado del tablero. Se puso la linterna en la cabeza y enfocó hacia abajo para iluminar la superficie.

La navaja tenía muchas herramientas y Heath sacó una hoja delgada para tareas delicadas. Abrió su móvil haciendo palanca con ella. Separó las dos mitades en un minuto, quizá menos.

Sarah se recostó en la silla con los brazos cruzados. Hundió las mejillas.

—Es increíble… si alguien se ha estado engañando a sí mismo, soy yo. Soy yo quien ha vivido en las nubes, creyendo que podía confiar en ti.

—Ya he dicho que seguramente es mejor que no hablemos.

Él intentó encajar la batería de Sarah en su móvil. No tenía la forma adecuada y era demasiado grande, los puntos metálicos de contacto no casaban. Se levantó con la navaja y fue hasta la luz trasera de la caravana, desenroscó la cubierta del intermitente, la sacó y empezó a separar los cables de las bombillas.

Entre los objetos que había dejado en la mesa estaba su cartera. Sarah hizo ademán de cogerla.

—No —dijo él junto a la caravana.

Ella mantuvo la mano encima.

—Sarah, piénsalo… Si me pones entre la espada y la pared…

Ella retiró la mano.

—Esto es el colmo. Tú me has puesto entre la espada y la pared. Me has hecho creer que podía hablar contigo. Es obvio que no tienes un hermano enfermo, o no aprovecharías la debilidad de una persona de esta manera. Me hiciste creer que el alcohol me lo había bebido yo. Me confundiste a propósito, porque sabías que podías.

Él depositó en la mesa todos los cables que había conseguido. Se proponía hacer un puente y llevar la corriente de la batería de Sarah a su móvil. Antes de empezar a conectarlos, se guardó la cartera en el bolsillo.

—¿Eres sincero? —preguntó ella con amargura.

—Sí, lo soy, lo he sido y lo fui anoche; sentía lo que dije. No estoy seguro de que tú hayas hablado con la misma sinceridad.

—¿Cómo puedes ser tan honrado?

—Me asombra que no seas capaz de ver las cosas en su contexto.

—Tú no piensas explicarme el contexto.

Él carraspeó y mantuvo la vista fija en el teléfono y los cables.

—Diga lo que diga, piensas bajar hasta el río. Por eso tengo que hacer una llamada. Siento que estés enfadada. Te quité la batería del móvil porque no tenía otro remedio. Mentí porque no tenía otro remedio. No debería haberme acostado contigo. Lo siento. Probablemente no debería haberte dicho que te quiero. Pero no me amenaces, no me presiones, no impidas que haga lo que debo hacer y, por favor, deja de insultarme; solo conseguirás que haga lo que sinceramente no quiero tener que hacer.

—Detesto que siempre estés diciendo «lo siento».

—Bien, pues eso también lo siento.

Él se levantó, volvió a entrar en la caravana y se puso a desmontar algo. Era un manitas.

Entretanto, Sarah contempló la lluvia y pensó en irse. Pero ¿y si era imposible cruzar el río? Tendría que enfrentarse a una dura ascensión para regresar al cobertizo… con él.

Heath salió con una tira larga de cinta aislante usada en la mano; mantenía con cuidado la parte adherente hacia arriba. Se sentó sin mirar a Sarah y se puso a pegar los cables en las placas conductoras del teléfono.

—Si sabes arreglarlo, ¿por qué no lo hiciste antes? ¿Tenías pensado esperar a que yo lo sacara?

—Si hubiera hecho una llamada o recibido un mensaje te habrías sentido muy incómoda y habría habido un montón de problemas.

—¿Hasta este punto se han deteriorado las cosas?

—Pues sí.

Ella se levantó y se alejó de la mesa.

Era una conexión precaria, pero funcionó. La pantalla del móvil de Heath se encendió.

—Bien —murmuró él con las manos sobre el improvisado artilugio.

De la base salían cables y cinta aislante. Sarah volvió a la mesa. Vio el fondo de pantalla: la foto de un perro sabueso cubierto de cicatrices. Se inclinó para ver cuántas barras de cobertura aparecían. Sin servicio.

—Venga —dijo él con impaciencia mirando el teléfono.

—En la cabaña tendrás cobertura.

Él no miró a Sarah, pero ella advirtió que consideraba lo que acababa de decirle.

—En la caravana hay una fiambrera de plástico. Mete dentro el móvil para que no se moje cuando bajes.

La lluvia no había amainado. Era una cota de malla titilante y ruidosa. El suelo estaría resbaladizo y los pasos de Sarah eran más seguros que los de Heath.

—El teléfono debería llevarlo yo —dijo ella.

—Lo dejarás caer a propósito.

—¿Por qué iba a hacerlo? ¿Por quién me tomas?

Él echó a andar bajo la lluvia, con el móvil dentro de la fiambrera; avanzaba despacio, como si temiera que hubiera explosivos. Sarah se quitó la chaqueta y corrió hasta alcanzarle. Sostuvo la prenda por encima de la cabeza de Heath de modo que formara una especie de toldo delante para proteger el recipiente. Parpadeaba para que el agua no le entrara en los ojos, respiraba de forma entrecortada bajo aquel diluvio. Al cabo de pocos pasos ya estaba empapada. A Heath le costaba bajar por la pendiente. Cojeaba de mala manera, trastabillaba. Sarah le sujetó para impedir que cayera. Él se ablandó.

—Gracias —dijo.

Tras unos cuantos pasos torpes, cedió y le pasó la fiambrera. Ella la mantuvo pegada al pecho.

—Por favor, no hagas ninguna tontería —le pidió él. El agua le chorreaba por la cara de tal modo que le impedía abrir un ojo.

Cuando entraron en la cabaña, no paró de repetir «No corras, ve despacio», mientras sorteaban los postes y leños.

Dentro de la fiambrera sonó un tenue «da dum» que anunciaba un mensaje de texto. Sarah estuvo a punto de dejarla caer del sobresalto.

—¿Lo has oído?

—Funciona.

Sonó un «da dum» tras otro y luego, ante la avalancha, el móvil se paró y emitió un último aviso.

Sarah percibió la excitación nerviosa en la voz de Heath cuando él le dijo que dejara la fiambrera cerca de la puerta principal. Acto seguido corrió él mismo a cerrarla para que el agua no salpicara dentro. Delante tenían el grafiti de Sid con la mujer. Sarah y Heath se miraron. En el dibujo había algo que les afectó. Al ver una levísima chispa de picardía en la mirada de Heath, que se detuvo en la frase «Y folla como un demonio», Sarah dijo:

—No va por ti.

—¿Casi como un demonio?

El momento pasó y él empezó a trabajar, a apilar trozos de madera para improvisar una mesa baja. Puso la fiambrera encima. Sarah temblaba de expectación y de frío. La tapa de plástico estaba cubierta de gotas de lluvia que le impedían ver bien la pantalla. Heath la retiró. El móvil descansaba sobre un lecho de film transparente, pero Sarah no pudo leer la lista de mensajes porque él la apartó de un empujón. Heath se plantó delante de ella y agitó las manos para sacudirse el agua de los dedos. Del pelo le caían gotas que le calaban las mangas de la camisa y volvían a mojarle las manos.

—Lo humedecerás.

Heath se desnudó de cintura para arriba. Puso la tapa de través sobre la fiambrera para que Sarah no viera la pantalla y fue hacia los sacos de arpillera del rincón. Cogió el de arriba y, tras sacudir el polvo y los excrementos de rata lo mejor que pudo, se secó el torso con él. Cuando volvió, olía a rata.

—Ahora tienes que regresar al cobertizo —dijo a Sarah.

—Hemos pasado por esto juntos. Quiero estar aquí cuando hagamos la llamada.

—Sarah, vete.

—Funciona con mi batería.

—Ve con tu caballo. Si viene un helicóptero, se asustará. Está amainando.

Sarah escuchó la lluvia y miró por la ventana; llovía menos.

—Seguramente ya están de camino —añadió Heath—. Has estado preocupada todos estos días; pues bien, ahora es cuando deberías preocuparte. Si no la tranquilizas, se escapará.

Tansy seguía junto a la cerca de madera. La lluvia se había convertido en llovizna. El mar no llegaba hasta el barranco de Sid. El mundo era como lo habían dejado siete días antes, húmedo y verde, con un cielo turbulento y cubierto de nubes de tormenta entre las que se vislumbraba el azul estival. Sarah ató a Tansy a la pared de atrás del cobertizo. No se molestó en quitarse la ropa mojada ni en secarse; caminó de un lado a otro, esperando. Al ver que los minutos se prolongaban, entró en la caravana. El rifle no estaba en el cajón bajo la cama, donde creía que él lo había guardado.

Pero al abrirlo oyó algo que rozaba. En el fondo del cajón se había enganchado un pedazo de cartón o papel que rascaba. Sarah miró en el hueco oscuro. Apenas distinguió el objeto: una cajita de cartón. Metió el brazo en el reducido espacio, lo extendió y movió los dedos para llegar a ella. Estaba muy al fondo. Tenía una solapa abierta, que había quedado atrapada en la guía del cajón. Sarah la arrancó. Palpó el extremo de un plástico fino dentro de la caja. Se hizo una idea de lo que había encontrado.

Se sentó en el suelo con la caja de calmantes en la mano. Heath había sacado todas las pastillas, las había tirado. Los dos blísteres estaban vacíos. Sarah imaginó cómo se defendería Heath si le preguntaba por la desaparición de la caja: esgrimiría los pensamientos de suicidio que ella misma había reconocido; afirmaría que la estaba protegiendo de sí misma. Sarah lanzó la caja con los blísteres vacíos por el suelo de la caravana y vio cómo resbalaban y se deslizaban.

Al abrir del todo el cajón, lo había sacado de las guías. Hizo malabarismos para volver a colocarlo en su sitio y lo cerró de golpe con impaciencia. La caravana osciló. Un objeto pequeño cayó al suelo, a su lado.

Sarah apartó una pelota de film transparente usado. Una bala de plata había ido a parar a un rincón. Heath había tardado tanto en vestirse por la mañana porque la había estado buscando. Las sábanas de la cama estaban retiradas, las almohadas, apiladas en el centro. Sarah le imaginó la noche anterior manipulando el cargador en la oscuridad para vaciarlo, con cuidado de no despertarla, y con tanta prisa que se le había caído una bala. Sarah la recogió y la hizo rodar entre los dedos. Sintió el impulso de tirarla, de lanzarla junto al envase de pastillas vacío.

Tansy relinchó. Sarah se puso de pie y fue hasta la puerta de la caravana. Se metió la bala en el bolsillo. La yegua tiraba del ronzal, encabritada. Coceaba y trataba de soltarse del travesaño de acero.

Sarah corrió hacia el establo mirando al cielo, pero el sonido no venía de arriba, sino que se elevaba de la tierra; no era un helicóptero, sino un retumbo que sacudía el cobertizo. La chapa y el acero tintineaban. Sarah se quedó paralizada. Otra vez no. Era imposible que una ola llegara a la cima de una montaña. Si les caía encima una pared de agua, Sarah sabría que el mundo se había venido abajo y que nada volvería a ser igual. El retumbo cesó tan rápidamente como había surgido. Tansy seguía tirando del ronzal.

—Chisss… no pasa nada…

Sarah percibió un olor extraño. No hizo caso, concentrada como estaba en la yegua. Entró en el establo.

—Eh, no pasa nada.

Tansy no estaba de acuerdo. Reculó y resopló. Relinchó con fuerza para que la desatara. El olor se intensificó. Sarah olisqueó el aire. ¿Polvo? ¿Roca pulverizada? El aroma a tierra. Se dio la vuelta.

Ahora que no llovía, Sarah veía el barranco de Sid y el monte alrededor. Desde donde estaba, no debería ver el barranco de Sid. Normalmente la cabaña lo tapaba. Sarah tardó unos segundos en coordinar la vista y el cerebro. Entonces comprendió. Lo único que quedaba de la Cabaña del Ahorcado era la chimenea. El resto se había derrumbado.