—Un congreso —dijo Heath—. ¿Te gusta? Un congreso de salamandras. Creo que es mi favorito. Te las imaginas arrastrándose sobre dos patas, con una chaquetita puesta y la cola detrás.

Alardeaba de su dominio de los sustantivos colectivos después de que hubieran contestado a una pregunta del cuestionario del periódico: el sustantivo colectivo de un grupo de caimanes. Heath lo había acertado. Una manada. Y ahora enumeraba otros.

—Una colonia de… —dijo.

—Ese me lo sé, lo he oído.

—Si quieres, te doy una pista. —Heath movió la mano en zigzag y luego la agitó como si tocara una campanilla.

—Serpientes de cascabel. Una colonia de serpientes de cascabel.

—Un banco de…

—¿Peces?

—Del mismo hábitat.

—Un banco de… unos bichos de mar… cangrejos.

Él alzó los dos pulgares.

—Más —pidió Sarah—. Sin tantas pistas.

Un fuerte retumbo en una zona inferior de la montaña atrajo su atención. Estaban encorvados en las sillas, cerca de la estufa; se enderezaron a la vez y aguzaron el oído. Era el ruido de rocas que caían rodando, lo bastante lejos para no alarmarles, pero aun así era inquietante. Tansy, inmóvil y con las orejas tiesas, escuchaba también. Poco a poco el estruendo cesó. Sarah se levantó.

En un gesto aparentemente automático y protector, Heath le sujetó el brazo. En sus ojos apareció una mirada extraña; quizá le avergonzaba ser tan nervioso. La soltó y se puso de pie a su lado.

La niebla matutina era un velo móvil que se desplazaba y fluctuaba, pero sin disiparse. Sarah tembló.

—Eso no ha sonado nada bien.

—Un desprendimiento de tierra.

—¿Tú crees que lo habrá provocado el equipo de rescate al intentar subir por el camino?

—Espero que no, por su bien. Ha sonado como si se hubiera movido un montón de tierra.

Tansy resopló y cabeceó. Relinchó fuerte, como si plantara cara a lo que ocurría. Sarah se apoyó en Heath y se pegó a él.

—Si estuviera sola aquí, ya habría empezado a preocuparme.

—Quiero decirte una cosa —susurró él.

Ni las palabras ni el tono contribuyeron a mitigar la inquietud de Sarah.

—Me pasé todo el día de ayer y anteayer pensando en cómo decírtelo. No me parece bien ocultártelo, porque tú has sufrido por culpa de un engaño… Yo he engañado.

—Crees que son los del equipo de rescate, ¿verdad?

—Tendrán que venir tarde o temprano, pero te lo digo porque necesito que sepas que me importa lo que pienses de mí.

—¿Qué tipo de engaño?

—Feo. Estando contigo me he dado cuenta de lo feo que es.

Se apartó, apoyó las manos en las caderas y se colocó frente a ella, dispuesto a confesar, pero mirando hacia otro lado. Habló con amargura en la voz, como si estuviera decepcionado de sí mismo.

—Me repugna. Creo que no era consciente de lo doloroso y destructivo que puede ser para cualquiera. Podría destrozar a mi familia. Como ese secreto con tu madre.

—O sea, que no se trata de que engañaras a una de esas novias de tu lista.

—Ojalá.

—¿La mujer de tu hermano? —dedujo ella.

Heath asintió. Torció las comisuras de la boca con gesto de auténtica tristeza. Era incapaz de mirarla a los ojos.

—Creo que me he dado cuenta al ver el daño que te han hecho a ti. Me cuesta creer que pensara que… —meneó la cabeza— no pasaba nada o algo así. No sé qué pensaba. Quizá estaba enfadado con él. No quería portarme bien por una vez en la vida. Pero…, mierda…, a eso lo llamo yo hacer mal las cosas y pasarse.

—¿Cuánto tiempo hace?

Él se limitó a apretar los labios, avergonzado.

—Vaya.

—Pero ahora, estando contigo, esto… —se señaló el pecho y luego señaló el de ella— significa que ha terminado. Y que estuvo muy mal.

Sarah cruzó los brazos y metió las manos debajo, para protegerlas del frío.

—En realidad no habrá terminado hasta que tú le pongas punto final.

—La riada le puso punto final, esto de aquí le ha puesto punto final. He recuperado la sensatez de golpe. Nos habíamos vuelto muy imprudentes. Nos enviábamos fotos al móvil. Nos dejábamos notas y cosas para sorprendernos mutuamente, nos pasábamos de la raya a propósito. Ahora me parece una locura. A veces ella no iba a trabajar al gimnasio, le decía a él que estaba con amigas y se pasaba el día entero conmigo.

—Me duele un poco que me cuentes esto.

—Lo sé.

—Tú no sabes lo que es descubrir este tipo de cosas, enterarte de mentiras como esta. Te destroza.

—Ahora me doy cuenta.

—¿Alguien más está enterado?

—No.

—Tu hermano no te lo perdonará; lo sabes, ¿verdad?

—No puedo decírselo. Él no lo soportaría. Ese es el problema. No es suficientemente fuerte. Sería la gota que colmaría el vaso.

—En ocasiones a mí me gustaría no haberme enterado, al menos no haber conocido todos los detalles. Crees que quieres oírlo pero, una vez que lo sabes, harías cualquier cosa por borrar las imágenes que te vienen a la cabeza. Saberlo es… —reflexionó un momento, buscando la expresión adecuada— es lo peor.

—Por eso él no debe enterarse. Seguramente he sido egoísta al contártelo. Lo he hecho para sentirme mejor conmigo mismo. Para quitarme un peso de encima. De todos modos, Sarah, necesito que sepas hasta qué punto me arrepiento. Yo no soy así. No quiero ser así… ¿Me crees?

—Arrepentirse es fácil.

—No es fácil arrepentirse tanto como me arrepiento yo. ¿Me crees?

—Me parece que sí.

Él se acercó y le acarició los brazos para que ella los abriera y le aceptara. La estrechó con fuerza.

—Cuando bajemos de aquí, quiero que pienses en lo que ha pasado y entiendas las cosas, que me entiendas a mí, que sepas quién soy.

—Crees que no tardarán en llegar. El tiempo se acaba, ¿eh? —Sarah apoyó las manos en los hombros de él—. No pasa nada. Me alegro de que me lo hayas contado.

Él le puso las manos en la parte baja de la espalda.

—Te diré una cosa: cuando subí aquí la mañana de Navidad, no esperaba esto, a ti.

—No, ya me lo imagino.

Sarah tenía la cara curada. Los moratones habían desaparecido. Heath le apartó el flequillo de los ojos y le pasó un dedo por la sien. Al abrazarla le había dado la vuelta. Ahora Sarah estaba de espaldas a la niebla. Heath le recorrió el cuello con la boca, con su aliento cálido y su lengua suave, le rozó la piel con los dientes.

Mientras Heath le besaba el cuello, ella notó que miraba por encima de su hombro hacia la niebla: durante un momento la besó mecánicamente, distraído, como si vigilara los alrededores; luego recuperó la creatividad, el deseo.

El día llegó a su fin sin rescate. La luz se desvaneció. La cena no les llenó. Las provisiones se reducían a dos latas de alubias, un paquete de fideos y raciones de cereales rancios, que tomarían en caso de extrema necesidad. Heath estaba tumbado en la cama, boca arriba, con las rodillas dobladas, los pies separados, las manos juntas en la nuca y el cuerpo tenso, rebelándose contra esa postura relajada. Sarah estaba junto a la puerta, apoyada en los armarios.

—Muy bien —dijo ella—, ya está. No podemos esperar más. Mañana bajaré a caballo a ver si es posible cruzar el río. No me apartaré del camino. Así no me perderé.

—Si hay niebla, te perderás.

—Conozco la montaña. Si tengo que salir del camino, bajaré hasta llegar al río de las Truchas y lo seguiré en dirección al puente.

—Conocías la montaña. Con esta niebla no reconocerás nada. No sabrás en qué parte del río estás. Ni siquiera llegarás a él.

—La niebla no se disipará nunca. Es culpa del calentamiento global. Ha llovido igual en todas partes, todo es un caos y nadie va a venir a buscarnos. Bajaré por la mañana.

—No bajarás.

—¿Ah, no? ¿Piensas impedírmelo?

Heath miró al techo sin decir nada.

—No te preocupes, no me acercaré a tu coche, Heath. No pienso fisgonear para enterarme de lo que no me quieres contar… ¿O es que no quieres que me vaya porque tienes la rodilla inflamada y no sabes cómo vas a bajar?

—¿Qué quieres decir?

—Tansy.

—¡No quiero bajar de la montaña en tu caballo! —Heath habló en dirección al techo—. Métete en la cabeza que no planeo robarte el maldito caballo.

—¿El maldito caballo?

—Yo sé cómo bajar. —Lanzó a Sarah una mirada cortante, de soslayo—. No debes preocuparte por mí.

—A lo mejor no me preocuparía… —replicó ella alzando la voz— si no hicieras ese tipo de comentarios insidiosos.

—Deja que te diga que yo no soy tu principal problema, Sarah.

—¿Y por qué no me dices cuál es mi principal problema?

—La niebla.

—No des a entender esa mierda que te niegas a decirme y luego te eches atrás.

—Me refería a la niebla.

—No es cierto.

—No empieces a ponerte paranoica.

—No empieces tú con eso.

Sarah había estado a punto de pedirle que le devolviera el rifle, de acusarle de dejar la batería del móvil bajo la mesa, pero ¿cómo iba a hacerlo ahora que él había dicho eso?

Rio con sarcasmo.

—Qué bien se te da, ¿eh? Supongo que siendo un embustero tienes que saber cómo reaccionar ante cualquier cosa. Y sabes hacerlo, sin duda.

—Gracias —contestó él con desdén.

—Vaya, esto sí que es un cambio.

—En realidad no. Incluso cuando tenemos relaciones sexuales me siento frustrado. Espera… —chasqueó los dedos—, es verdad, nosotros no tenemos relaciones sexuales. Mierda, no me extraña que esté perdiendo la chaveta.

Ella le fulminó con la mirada.

Siguieron enfadados durante un rato. Luego él se hundió en la cama.

—Eh. —Se volvió hacia ella—. Yo también tengo miedo. También estoy preocupado. Esto me está alterando tanto como a ti. No tengo ni puñetera idea de lo que ocurre allí abajo. Acusamos la tensión, simplemente. La niebla se disipará, solo hemos de esperar.

—No podemos esperar más.

—Sarah, no quiero que nos peleemos.

—La situación ha cambiado, nos estamos quedando sin comida. Nos estamos quedando sin leña seca. Tu rodilla no mejora. Empeora. Hemos de hacer algo. Esta vez no te vuelvas contra mí, porque sabes que tengo razón.

Él cerró los ojos y suspiró.

—Solo nos queda comida para un día.

—Tienes razón. —Él abrió los ojos—. ¿Esperarás un día más?

—No. Bajaré mañana a caballo. Será interesante ver si intentas impedírmelo.

En la oscuridad absoluta y compacta, Sarah notó que Heath se incorporaba de golpe en la cama.

—¿Qué pasa? —dijo.

—Escucha. La lluvia. Está lloviendo.

—Debes de haberte dormido. Lleva así un rato.

—Llueve mucho.

—Es raro que vuelva a llover tanto.

Él se tumbó.

—Sí.

Sarah estaba boca arriba. Con las piernas estiradas, los brazos cruzados sobre el torso y las manos enlazadas entre los pechos, parecía una momia egipcia. Se había tapado con las mantas hasta la barbilla, pero los movimientos de Heath las habían desplazado.

—¿Qué haces?

No le bastó la voz de Heath para saber cómo estaba tumbado. Sarah extendió el brazo y palpó bajo las mantas. Él también estaba boca arriba. Ella le dio unas palmaditas en el pecho para confirmarlo.

—No sabía si estabas boca arriba. —Apartó la mano.

—No me extraña, está muy oscuro.

—El río de las Truchas volverá a desbordarse.

—No digas eso.

—Debería haber bajado para intentar cruzarlo.

—Cuando salgamos por la mañana estaremos rodeados de agua. El mar habrá llegado hasta el barranco de Sid.

—No me cuesta imaginármelo.

Heath giró el cuerpo hacia ella.

—¿Te das cuenta de que somos como un matrimonio de viejos? Primero discutimos y al cabo de un rato charlamos del tiempo en la cama. Incluso empezamos a hablar los dos de forma parecida.

—¿Eh?

—Digo cosas que luego me parece que podrías haber dicho tú.

—¿Como qué?

—Como eso del barranco de Sid.

—Mmm. Supongo.

—A veces tú hablas como yo.

—¿Cuándo?

—Por ejemplo ahora.

—¿Solo ahora?

—Y antes.

La conversación provocó una risita a Sarah. Él también se rio entre dientes. Quizá se debiera al cambio de la presión atmosférica, pero la opresión disminuyó. La naturaleza de la tensión que sentían había cambiado. Sarah se movió.

—¿Qué haces?

—Ver cómo estás tumbado.

—¿No lo habías hecho ya?

—Esta es una inspección más concienzuda.

Él se bajó la cremallera de los pantalones cortos y con un contoneo se los quitó.

—Deja que te ayude.

—Siempre dispuesto a echar una mano… ¿Qué haces?

Él había empezado a desabrocharle la camisa. Le apartó la prenda de los hombros, metió los dedos en la cinturilla elástica de las mallas térmicas y se las quitó también.

—Estás saltándote las normas.

—De todos modos ya no recuerdo a quién le toca estar vestido. —Heath se quitó la camiseta y se estiró para buscar a tientas la linterna.

Cuando la encendió, la luz era demasiado fuerte y Sarah se apartó. Él la enfocó hacia otro lado. Proyectaba sombras siniestras en las paredes de la caravana, como el resplandor de un sórdido callejón.

—No me gusta.

—Iré a buscar la lámpara. —Él bajó de la cama—. No te vistas.

—Me estoy vistiendo.

—Ni se te ocurra.

Se oyó un ruido, como si Heath hubiera trastabillado y chocado con una silla de fuera.

—Mierda, llueve a cántaros —gritó.

—Echa un vistazo a Tansy —le pidió ella a voces.

—Sí, está bien. ¡No hay niebla!

—Me estoy poniendo las mallas… —bromeó Sarah cuando él subió el escalón de la caravana.

—Sarah, no. —Lo dijo con tono serio y un poco dolido.

Cerró la puerta. El ruido de la lluvia quedó amortiguado. Con un pudor poco habitual en él, Heath se tapaba las ingles con la lámpara aún sin encender. Tenía la linterna enfocada hacia abajo.

—¿Por qué has cerrado la puerta?

—Así es más acogedor.

—No deberíamos hacer esto. Las normas son las normas. —Sin embargo, Sarah seguía desnuda bajo las mantas.

Heath apagó la linterna y encendió la lámpara.

—¿Mejor ahora?

La luz era más tenue, un leve resplandor verdoso que les daba una tonalidad similar a la de Shrek pero, dada la situación, no estaba del todo mal. En cuanto a iluminación romántica, no iban a conseguir nada mejor estando en la montaña.

—Sigo pensando que no deberíamos hacer esto.

—Soy un adulto. Puedo controlarme.

—Yo soy adulta… y no puedo.

—Bien.

—Tú deseas que me deje llevar.

Él había traído consigo parte de la humedad y el frío del exterior. Ella empezó a temblar. Él se metió en la cama y se removió a su lado. El cuerpo desnudo de Heath era tabú para Sarah. Ese abrazo, estando los dos desnudos, le pareció lo más sexual de todo lo que habían hecho. Estaban uno en brazos del otro, frente a frente, en silencio, mirándose. Él iba a decir algo, pero se contuvo. Se habían precipitado al prescindir de la linterna. Sarah quería que tuviera la cara iluminada.

—¿Qué pasa?

—Creo que echo en falta la niebla.

—Piensa que para mí la desilusión es mucho mayor —repuso ella—. Solo habré sido un nombre más en tu lista de conquistas, mientras que para mí tú eres… —se pasó la lengua por los labios— el Joven Enigmático y Guapísimo. Perderé el derecho a exhibirte. Me habría encantado pasearme contigo del brazo y hacer un corte de mangas a quien te mirara boquiabierto. ¿Quién me va a creer? Si ahora te parezco una loca, ¿qué pasará cuando desaparezcas y yo diga: «Juro que él estaba aquí, y estaba buenísimo»?

—No me pareces una loca.

Él se acercó más. Le metió la rodilla entre las piernas.

—Es que hay un riesgo importante —susurró ella—. Antes de separarme estuve intentando quedarme embarazada y conozco mis ciclos. Este sería el peor momento para hacerlo.

—Saldré enseguida.

—No tenemos dieciséis años, sabemos que eso no funciona.

Él se tumbó boca arriba y la colocó encima. Quedó inmovilizado debajo de ella. Sarah le puso las manos en los hombros e irguió el torso, con las piernas y las caderas pegadas a él. Le miró.

Conocía el sabor de Heath, lo recordó en un segundo; conocía su aroma, sus diversos grados de excitación; sabía cómo aumentar su deseo y cuándo estaba cerca del clímax; notaba cuándo su cuerpo estaba relajado y cuándo estaba tenso y preparado; conocía las diferentes tonalidades de verde que mostraban sus ojos. Conocía el tacto de la palma de sus manos, el grosor de sus dedos, la suavidad sedosa del empeine de sus pies, de los lóbulos, que eran pequeños; el timbre cansado de su voz por la noche, el tono grave de madrugada. Sabía lo que era notar su sonrisa en los labios; bastaba con que pensara en las veces que él desafinaba al tararear una canción country para que la invadiera una sensación de calidez. Repasar mentalmente lo que él decía, sus ideas y opiniones, se había convertido en el pasatiempo favorito de Sarah, superado únicamente por el de acariciarle.

—Mierda —dijo.

Se dispuso a bajar. Heath la detuvo agarrándole las piernas y tiró de ella hasta ponerla a horcajadas. Sentada encima de él y con la lámpara detrás, Sarah solo le veía la corta barba, el pelo negro y su hermosa silueta.

Tras mirarse un rato en silencio, él dijo:

—No quiero bajar de esta montaña sin saber qué es estar contigo de verdad.

—Búscame cuando nos hayamos ido de la montaña.

—No podré.

—Entonces no deberíamos hacer esto.

Él entrelazó las manos por encima de la cabeza. Se movió debajo de ella. Su postura era firme pero sumisa.

—A mí no me importa el riesgo. Nunca conoceré a nadie como tú. Te aseguro que en los momentos de tranquilidad volveré aquí una y otra vez; volveré mentalmente. ¿Tú no?

Sarah sabía que no podía mentir, por más que quisiera negarlo para enfriar la pasión.

—Yo también.

—Cuando me tocas tengo la sensación de que todo está bien. Cuando no me tocas no consigo poner en orden mis pensamientos. Quiero sentirte del todo. Quiero saber cómo es estar dentro de ti.

—En parte estoy triste porque me han arrebatado la posibilidad de ser madre. No quiero arriesgarme.

—Si crees que se te acaba el tiempo, ¿no deberías aprovecharlo? Nunca entenderé por qué la gente no se arriesga más cuando se hace mayor. Si tuvieras diecinueve años, no serías así; abrirías una lata de vodka con limón, le darías una calada a un porro y me montarías como una auténtica vaquera.

—Yo no era así a los diecinueve años.

—Pero tenías cuatro veces más posibilidades de quedarte embarazada.

—Gracias por recordármelo.

Heath le puso las manos en la cintura, le levantó las caderas, retorció el cuerpo y se retrepó en la cama; volvió a bajar a Sarah, de modo que esta vez su erección quedó plana bajo ella.

—Antes no estaba enfadado porque me asustara el mal tiempo y lo que esté ocurriendo al pie de la montaña. Estaba enfadado contigo. En cuanto hablas de marcharte, me enciendo. No hay ninguna razón lógica; simplemente me aterra la idea de no volver a verte.

—Esto no hará que las cosas sean…

—Creo que me he enamorado de ti.

—Tienes a tu familia —dijo Sarah juiciosamente al cabo de un momento—, a tus amigos, la granja, tienes juventud, nadie ha echado a perder diez años de tu vida… —Mientras hablaba, él le sujetó las caderas y empezó a moverla hacia delante y hacia atrás, a frotarla contra su erección—. No digas esas cosas; no piensas lo que dices, no sentirás lo mismo en cuanto bajes de aquí y vuelvas a tu vida normal.

—Debo de estar enamorado, porque sé que lo que dices es cierto y que si te quedas embarazada será un desastre, pero… —con un hábil movimiento de la mano, Heath se metió dentro de ella y embistió hasta el fondo— la verdad es que solo quiero follarte.

Sarah se quedó inmóvil. Tras días y noches negándose a sí mismos ese contacto íntimo, era extraordinariamente consciente del tamaño y el tacto de él.

—Decirle a una persona que estás enamorado de ella no es la manera de conseguir que el momento resulte más memorable.

Mientras ella hablaba, él se movía en su interior, como si las palabras y la conversación fueran el ritmo que le impulsaba. Arqueó el cuerpo y gimió.

—Esto no es amor.

—Explícame cómo es sentirlo.

—¿El amor?

—No, cómo es sentir mi pene dentro.

Sarah se apartó de él y cogió su ropa. La luz de la lámpara disminuyó y empezó a parpadear por falta de batería.

—Tú nunca has tenido que esperar para hacer el amor. Eso es lo único que sientes, Heath… una leve frustración.

Él le quitó la ropa de las manos y la empujó suavemente en la cama, boca abajo sobre la sábana. Ella tenía la parte superior de la cabeza en la almohada. Él le separó las piernas, se metió entre ellas y se guio con la mano en su interior, se tumbó encima, con el torso pegado a la espalda de Sarah y la boca junto a su oreja.

—Yo no diría que es leve.

La batería de la lámpara se terminó y la caravana se sumió en la oscuridad. Él adquirió un ritmo.

El deseo de Heath no era tan definido y recio como él; era más bien turbio y cautivador.