Una lechuza ululó en la noche. Se oía muy lejos, en la cima de alguna montaña despejada de niebla, como si fuera de otro mundo. Las ranas croaban de forma intermitente, con largos intervalos de silencio.

Muy pocos pájaros cantaban al alba para anunciar el comienzo de un nuevo día. Tansy estaba en el corral exterior, rodeada de niebla, con la mirada lánguida y soñolienta. La pila de leña iba menguando.

Heath hacía dibujos con el dedo en la espalda de Sarah. Estaban tumbados en la cama, encima de las mantas. Él esbozaba escenas de su infancia. Ella las adivinaba: él dando saltos en un trampolín, él en una piscina y en un desfile, él jugando a críquet y a fútbol australiano. Heath metió la mano bajo la camiseta y dibujó las escenas directamente sobre su piel.

—Dibújame tú algo en la espalda —le dijo cuando ella empezó a contestar con desgana.

—No me apetece.

—Cuéntame algo.

Sarah seguía de espaldas a él.

—No se me ocurre nada.

—Sí se te ocurre.

Él se sentó y empezó a desenrollar el vendaje plástico de la rodilla.

—Tuve mi primera relación seria con un amigo de mi padre.

—¿Cuántos años tenías?

—Diecisiete.

—¿Y él?

—Cuarenta y ocho.

—¿Todas tus historias hay que digerirlas con una bebida fuerte?

—Pues deja de preguntar —repuso ella a la defensiva. Se apartó aún más—. No todo el mundo ha tenido una vida maravillosa.

—No te enfades.

—Lárgate.

—No puedo. —Heath apuntó—: Él tenía cuarenta y ocho, tú tenías diecisiete y… —Suspiró al ver que ella no contestaba—. Tener un hermano enfermo no es una vida maravillosa. Es ser constantemente el hijo bueno, no equivocarse jamás, no ponerles nunca las cosas difíciles a mamá y a papá. No dejar ver en ningún momento que estás triste o enfadado, no hacer nunca la más mínima locura. Es que todo el mundo dé por sentado que vas a perder los papeles por muy bien que te comportes. Si no eres absolutamente cuerdo y perfecto al cien por cien, impones una presión excesiva a tu familia. —Ella le oyó tragar saliva—. Yo quiero a mi familia. No deseo provocarles más estrés, no deseo decepcionarles, pero a veces… ser el sano es una especie de camisa de fuerza.

—Era el mejor amigo de mi padre —explicó Sarah—. Sigue siéndolo. Estaba separado de su mujer y cuando yo era adolescente pasaba mucho tiempo en nuestra casa. Mi padre sigue sin saberlo. Mi madre lo descubrió justo antes de que se acabara; probablemente se acabó por eso. Entró cuando estábamos los dos juntos en el baño, se disculpó, cerró la puerta y se fue. No sé… —añadió Sarah encogiéndose de hombros—, solo noté que estaba enfadada conmigo, y que se enfadaría aún más si yo sacaba el tema. Tardé mucho en darme cuenta de que todo aquello fue un error, y de lo errónea que fue su reacción. Pero no se lo reprocho; ella no sabía qué hacer.

—¿Eso ha influido en la relación con tus padres?

—Oh Dios, sí. Bueno, con mamá desde luego. No hablamos de eso, no hemos hablado nunca de eso, pero está presente siempre que estoy con ella.

—¿Él sigue viendo a tus padres?

—Come con ellos el día de Navidad todos los años.

Heath no había vuelto a tumbarse. Por el ruido que hacía, Sarah dedujo que había hecho una pelota con el film transparente y se la pasaba de una mano a la otra. Imaginó que probablemente tenía la cabeza vuelta y estaba mirándola, mirándola como ella no le miraría a él.

—La relación de mis padres se iría a pique si papá se enterara —prosiguió—. Es muy controlador. Me llevo bien con él, pero… siempre impone su voluntad. No física, sino emocionalmente. A veces da miedo. Si descubriera que le hemos ocultado ese secreto durante todos estos años, no sé qué haría, la verdad. De ahí el rencor de mamá: me culpa de lo que tiene que esconder.

Sin pedir permiso esta vez, Heath apoyó la mano sobre la pantorrilla de Sarah y la deslizó sobre la fina lana de las mallas térmicas. Apretó y frotó con los dedos. Sarah cerró los ojos.

¿Cómo podía saber por qué el corazón le latía más deprisa en ese momento? En medio de la niebla, bajo la tenue luz de la caravana, en la montaña, era difícil saberlo. Después de la conversación que habían tenido, era imposible saberlo. El ardor que provocaba la caricia, la necesidad de que esa caricia continuara, el deseo de algo más, sumado al absurdo impulso de llorar, procedían de un lugar confuso. Sarah inspiró apenada. Heath era peligroso porque la hacía sentir así, porque la hacía hablar. Él subió la mano. El colchón se hundió con su peso. Durante casi una hora él había estado tocándola, insensibilizándola al tiempo que agudizaba su sensibilidad. Sarah abrió los ojos y miró al techo cuando él la tumbó boca arriba.

—Dime qué quieres.

Heath lo dijo como si fuera muy fácil. Ella buscó en su interior una respuesta igualmente directa. Él se tendió a su lado, tuvo la prudencia de no arrodillarse junto a Sarah, se colocó a su nivel, acercó la cara a la de ella y le puso una mano en el vientre.

—¿Doy la impresión de ser una persona manipulable?

—Das la impresión de ser fuerte y sexy.

—No, no es cierto.

Él movió la mano hacia delante y hacia atrás entre los huesos de la cadera de Sarah y la subió por el torso para palparle las costillas; pasó el pulgar entre los pechos al tiempo que apretaba los labios contra su hombro, que la besaban, con los ojos fijos en el lado de su cara.

—Sí lo es.

Deslizó los nudillos por debajo de los senos. La lana gris era una segunda piel. A ella le hervía la sangre, tenía la mente en blanco. Él pasó los dedos por la curva de los pechos. Sarah se mordió el labio inferior. Se arqueó bajo la mano de Heath. Él murmuró complacido, sin apartar los labios de su hombro.

Separó los dedos para abarcar más partes del cuerpo de Sarah, le acarició el muslo y el costado. Le recorrió el vientre con los dedos. Ella volvió la cara. Cerró los ojos con fuerza. El deseo era veloz, intenso e incómodo. La necesidad era indudable, ya fuera necesidad de él o necesidad en general; era muy difícil determinarlo.

—Esto está bien —dijo él.

Su voz se había vuelto grave y ronca. Sarah se frotaba contra su mano. Él la había tenido una fracción de segundo entre las piernas de ella, que había levantado las caderas para alcanzarla. Frotándose contra él tenía la impresión de que la incertidumbre no existía. Sin embargo, no le resultaba fácil responder a la pregunta de si aún albergaba dudas.

—Sarah —dijo él, y le alzó la barbilla para obligarla a mirarle.

Era un Heath distinto, más auténtico, menos contenido. El contacto visual le permitió asegurarse de que ella estaba bien. Sarah no sabía su apellido, él tenía el rifle, le había mentido sobre eso, se estaban quedando sin comida y tal vez nunca llegaría a averiguar quién era, pero… se sentía mejor con él de lo que se había sentido con nadie. Heath deslizó la mano bajo las mallas. La acarició suavemente por encima de la ropa interior.

Durante los cinco minutos más o menos que condujeron a Sarah al orgasmo, se produjo una enorme marea de sensaciones inconfundibles. Ella le rodeó la muñeca con la mano y le guio los dedos. Giró el cuerpo hacia él. Se arrimó más. Él le levantó la camiseta, bajó la cabeza y le besó los pechos. Sarah pronunció su nombre, porque «Heath» era como un grito de rebeldía contra todos los «él» de su vida. «Heath» era un motín contra el clima y la montaña, contra Lauriston, contra el mundo. Tuvo un orgasmo intenso.

Fuera, junto al fuego y bajo la suave luz matizada por la niebla, Sarah observó el tatuaje del torso de Heath. Estaba sentado en una silla, de cara a la estufa. Ella se acuclilló entre sus rodillas y le hizo inclinarse hacia atrás. Recorrió el tatuaje con los dedos y luego con el pulgar. No era un dibujo original; era parecido a los de la mayoría de los jóvenes, símbolos prestados de otras culturas y diseños sacados de una página web o una revista. Lo recorrió con los dedos y le acarició el pecho.

—Tienes un cuerpo magnífico —le dijo.

Había varios elementos dignos de admiración: los finos poros de la piel, el tacto y el aspecto de los músculos y huesos de debajo, la línea de vello negro que ascendía hasta el ombligo, el hermoso contorno de los hombros, un cuerpo que no era predecible como los tatuajes, sino único, grácil y masculino. Todo en él era proporcionado y nada destacaba especialmente. Pero tampoco era perfecto. Tenía las tetillas pequeñas y pálidas, vello moreno que comenzaba a crecer en el pecho y un leve sarpullido provocado sin duda por un depilado a la cera, fruto de la vanidad. El vello facial le llegaba hasta el cuello y dejaba a la vista algunas zonas de piel rojiza e irritada.

Después de respirar de forma regular durante un rato, Heath inspiró hondo, expandió el pecho e hizo un ruidito con la garganta. Ella le miró. Las pupilas dilatadas de él le recordaron dónde se encontraba y qué estaba haciendo. Él se inclinó hacia delante y la besó. Antes, en la caravana, solo le había besado los pechos, los hombros y el cuello. Ahí estaban ahora la sacudida y la chispa de electricidad que acompañan a la novedad del primer beso, junto con una ternura que la dejó sin respiración. Él le puso la mano ahuecada en la nuca y ladeó la cabeza de modo insinuante. La premura y la pasión que imprimió al beso tenían que halagarla. Tal intensidad podía llevar a pensar que se hallaban en otro lugar, que eran dos personas en una discoteca o que se besaban después de una cena romántica. Ella se apartó. Le desabrochó el botón de los pantalones y le indicó que se levantara. Él se los bajó hasta los tobillos, sacó un pie de una pernera y dejó que la otra cayera alrededor del otro. Sarah volvió a sentarle y le separó las rodillas para meterse otra vez entre ellas. El tatuaje del muslo representaba una especie de dagas retorcidas que formaban las palabras «Bravo Hotel». Sarah se fijó también en el otro muslo, desprovisto de tatuajes.

Le gustaron las reacciones del cuerpo de Heath cuando le recorrió las piernas con los dedos. Y también le gustó lo que él decía, su aparente empeño en convertir el momento en especial. El romanticismo era dulce y tranquilizador. Los sonidos que salían del pecho de él eran sensuales. Le alteraron la respiración. La envalentonaron. Sarah acarició la erección a través de la ropa interior de algodón. La aturdía estar acariciándole acuclillada y vestida, con el día frío a la espalda y la montaña detrás. Lo comparó con su marido. La erección de Heath no era tan grande pero sí mejor, más dura; el pene parecía más en consonancia con él, no un órgano con vida propia. Además, era mucho más sensible al tacto. Cuando estuvieron piel contra piel (la mano de Sarah bajo la cinturilla de los calzoncillos), él tomó la iniciativa un momento para enseñarle cómo debía tocarle, de forma menos directa, el método que él prefería. Le gustaban las caricias lentas e incitantes. Si algo tenían era tiempo. Ella le bajó un milímetro la ropa interior, le pasó un dedo por el pene, lo apretó con los labios pero no lo lamió, luego lo lamió pero no lo chupó, y así sucesivamente. No es de extrañar que ella se excitara al notar que él se debilitaba y que al mismo tiempo el miembro palpitaba visiblemente.

Seguía vestida, con las botas y la muda térmica puestas, una camisa encima de la camiseta. Si él intentaba tocarla, ella se apartaba.

—Esto es lo que hemos de hacer. Uno de los dos tiene que estar vestido; si no, nos despistaremos y tendremos sexo.

—En este momento, regalaría toda la comida a cambio de un condón.

—No, no lo harías. Yo no te dejaría.

Ella se enderezó y le besó el cuello, se quedó de pie a su lado y le echó la cabeza hacia atrás, saboreó su piel y le mordió suavemente. Le besó los labios con la boca cerrada, frotándola contra la de él, y luego bajó otra vez por su cuerpo, sintiéndose libre de presión, sin movimientos obligados; eso no era sexo común y corriente. Heath gemía como si le doliera. Con la caricia más inocente, se retorcía en la silla.

—Estate quieto.

Tansy no paraba de relinchar porque no entendía qué hacían o porque le impacientaba que no terminaran de una vez.

Durante aquel día y el siguiente, esos momentos superaron a cualquier otro método para matar una hora sin problemas, incluido dormir.