Heath cogió el cepillo de dientes y lo limpió antes de volverlo a guardar. Se lavaron la cara con agua caliente del hervidor. Se acostaban temprano porque sentarse junto a la estufa ya se había convertido en un pasatiempo de lo más banal. La tenue luz plateada que se colaba por la puerta abierta iluminaba débilmente el interior de la caravana. Sarah no tenía hambre ni frío cuando se instaló en la cama. El pánico, la inquietud, la preocupación, esas cosas también tenían que descansar a veces. Se tumbó boca abajo, con los calcetines puestos y los pies sobre la almohada. Tenía la cabeza en los pies de la cama. Se arropó con una manta y contempló lo que tenía a la vista: el fondo de la caravana, la despensa y un pedazo del gris espectral del exterior a través de la rendija de la puerta. Heath estaba sentado con la espalda apoyada en la cabecera y una manta sobre las rodillas.

—Te hablaré de mis relaciones fracasadas —dijo— y tú las analizas y me dices qué falló, desde la perspectiva de una mujer.

La vida amorosa de Heath se componía de una sucesión de historias divertidas y episodios sexuales predecibles. Llamarlas relaciones era excesivo. Había salido con un amplio surtido de chicas, o a lo mejor solo lo parecía porque se refería a cada una por un apelativo. La Fiestera quizá fuera un ratón de biblioteca en su tiempo libre, a diferencia de la «muñeca con gafas y pinta de bibliotecaria». Por lo que Sarah oía, nunca había estado enamorado.

—¿Con quién tuviste tu primera relación seria? —le preguntó él.

—¿Hay alguna razón especial para que sigamos con este tema?

—Tú nunca propones ninguno. Te he contado más cosas que tú a mí. Ahora sabes algo de todas las mujeres con las que he salido. Yo ni siquiera sé si tienes hermanos.

—No tengo.

—Solo has hablado de tu padre; ¿tu madre vive?

—¿Qué edad crees que tengo?

—La misma que yo.

—Eres un maldito embustero. —Sarah se echó a reír—. Sí, vive.

—¿Cuánto tiempo estuviste casada?

—Diez años. Me casé a los veinticinco.

El cálculo era fácil.

—Vale —dijo Heath.

—¿Algo más?

—¿Con quién tuviste tu primera relación seria? —dijo él volviendo a su primera pregunta.

—No me acuerdo.

—Sí te acuerdas, pero no quieres decírmelo.

—Tienes razón, no quiero decírtelo.

—¿Por qué no? —Ella captó la dulzura serena de su voz—. Soy un tío comprensivo.

—¿Por qué piensas que es algo que necesita comprensión?

—Porque no quieres decírmelo. Vale, pues cuéntame más cosas de los concursos de resistencia. Sé que de eso sí hablarás. ¿Con qué frecuencia compites?

—Varias veces al año.

—¿Cuándo te metiste en eso?

—A los veintipocos. Tenía otra yegua de resistencia antes que Tansy. Se estaba haciendo vieja y la retiré.

—¿Cuánto vale un buen caballo de resistencia como Tansy?

—Depende.

—¿Cuánto pagaste por ella?

Después de reflexionar un momento, Sarah respondió:

—No pagué nada por ella.

—¿Te la regalaron?

—No. Me la llevé.

—¿Vas a confesar un delito? Bajaré el cono del silencio. —Heath hizo una especie de zumbido mientras movía las manos como si fueran una cúpula que descendiera sobre ellos.

—Fui a uno de los mejores criaderos de caballos de resistencia de Australia porque quería comprar uno. —Al recordar aquel sitio, Sarah arrugó la nariz sin poder evitarlo. Veía la verja, el amplio camino de acceso, una limusina aparcada junto a una hilera de remolques para caballos—. Solo podía permitirme los de los primeros establos. Los mejores, los que valían un millón de dólares, estaban al fondo. Así que me colé allí, por curiosidad, para verlos.

Sarah notaba que Heath la miraba fijamente. La tensión ya se le reflejaba en la voz. Advertía la rigidez que adquiría su cuerpo sobre la cama.

—Estuve haciendo fotos con el móvil disimuladamente, para enseñarle a todo el mundo lo fabuloso que era el lugar; como un hotel de cinco estrellas, pero para caballos… Hasta que di toda la vuelta para regresar a los establos de delante, tratando de meterme en los sitios donde no se oía nada ni había nadie. Entonces oí algo, no era siquiera un relincho, no parecía siquiera un caballo.

Heath suspiró.

—No sé si quiero oírlo. —Lo dijo con ese tono que utiliza la gente cuando ya está resignada a escucharlo de todos modos.

—Estaba chillando —prosiguió Sarah. Se tocó los labios un momento y respiró para contener las náuseas que acompañaban al recuerdo—. Chillando como un niño.

—No, no va a gustarme.

—Estaba en un establo en desuso. Le aplicaban picanas para el ganado. Luego me dijeron que la estaban entrenando, pero evidentemente no era eso. Le hacían daño a propósito, se reían. No te daré detalles. No quiero. No se lo cuento a nadie porque… Tansy es preciosa, esa es la verdad; no es lo que vi en esa cuadra. Era apenas una potranca, una potrilla. Creo que había supuesto una decepción para el criadero porque tenía el pelaje negro. Los mejores para ese deporte son los caballos grises. Su madre era gris. Debían de haber confiado en que Tansy también lo sería. Pero era negra. Los caballos negros tienden a acalorarse en las distancias largas. Los compradores importantes no la habrían querido. El que le hacía daño era el hijo del propietario. Más tarde oí decir que es un cabrón retorcido. Pero no creo que actuara así porque no pudiera venderla a buen precio; simplemente le gusta hacer daño. —Sarah apretó los dientes—. Conseguí sacar unas fotos. Me las mandé por correo electrónico y fui a la oficina central. Les dije que había un incendio… para que acudieran inmediatamente. No quería que tuvieran tiempo de esconderla. Volví al establo con un montón de gente y me negué a irme si no era con ella.

Sarah se calló y recordó aquel día, el cielo azul, los sonidos y los olores, la brisa, el propietario acercándose hecho una furia por una vereda estrecha con un traje blanco y una camisa negra, su bronceado coriáceo y la calva resplandeciente, y su propia voz, clara ahora en sus oídos, airada y amenazante, exigiendo, sin miedo, en una situación que seguramente era peligrosa. Unos jeques, con ondulantes túnicas blancas, observaban la escena desde lejos.

—Pensé que tenía que rescatarla —prosiguió Sarah—. Del mismo modo que tú no abandonarías a un niño secuestrado, que no te quedarías de brazos cruzados ante algo así. —Miró a Heath con el ceño fruncido al decirlo—. Ver que alguien, algo, está siendo maltratado de esa forma y decir «Ah, no pasa nada, ya mandaré ayuda más tarde». No podía marcharme. Me dijeron que estaba loca porque me negué a irme. Los locos eran ellos, por intentar minimizar esa crueldad. Pero no me denunciaron a la policía; sabían que tendrían problemas.

—Hiciste bien en quedarte.

—Sabía que nadie más lo consideraría tan importante, ni siquiera la protectora de animales; ven casos similares a diario. Se habrían interesado, pero al final la habrían dejado. Por otra parte, su traslado habría quedado estancado por trabas burocráticas. Además, era el hijo del dueño; no podían reconocer determinadas cosas ni despedirle. Yo la oí chillar. Oí su miedo. Ante algo así es imposible irse sin más.

—Te entiendo. Yo he oído ese grito. Mi perro, el sabueso, una vez metió la cabeza en la madriguera de un wombat y se quedó atrapado. Yo llevaba horas buscándole. Era un grito de ese tipo, pero amortiguado, subterráneo. No era un sonido animal, era algo más. Nunca lo olvidaré. Yo también habría hecho cualquier cosa por salvarlo… Lo hice, excavé con las manos y lo saqué. Al igual que tú, no podía irme. Ni siquiera fui a buscar una pala, tenía que rescatarlo inmediatamente.

—¿El wombat estaba en la madriguera?

Heath asintió.

—Eso siempre es espantoso. Pero lo sacaste.

Heath abrió las manos y se frotó las palmas.

—Me destrocé las manos, aunque Jasper acabó con más cicatrices que yo. —Sonrió—. El wombat también sobrevivió. Era un malnacido.

Siguió un prolongado silencio hasta que Sarah dijo:

—No podía abandonarla.

—Lo entiendo.

—Acepté no hacerlo público si el criadero me la entregaba de inmediato. Pero de todos modos me ocupé de que corriera la voz. Las personas apropiadas vieron las fotos. El criadero se merecía la reacción violenta que se produjo, sinceramente.

Sarah exhaló un suspiro trémulo.

—¿Cómo se portó cuando la llevaste a casa? ¿Estaba bien?

—Estaba más tranquila de lo que cabía esperar. Fue realmente valiente. Pero no soportaba estar en el establo. Odia los establos aún hoy, odia las paredes y las puertas, los suelos de cemento. Durante muchísimo tiempo no pisó una cuadra. Sé que todavía se acuerda.

Una mosca enorme entró revoloteando. Se oyó el zumbido de las alas mientras realizaba un recorrido por la caravana en penumbra. Con la misma facilidad con que había entrado, salió por la puerta, vibrando.

—¿Puedo tocarte? —preguntó Heath.

Sarah se incorporó en la cama y se dio la vuelta para mirarle. Dobló las rodillas a la altura del pecho y se rodeó las piernas con los brazos.

—¿Por qué has dicho eso?

—Me refería a un abrazo, una caricia. Me ha parecido que lo necesitabas.

—Pues no.

La niebla había ocultado las estrellas y convertido la luna llena en un disco gris borroso. Sarah estaba acuclillada detrás del cobertizo y observaba el inquietante miasma. Heath estaba a la vuelta de la esquina, haciendo pis también. El silencio velado acentuaba el sonido de la orina. Heath empezó a cantar para disimular el ruido. Marcó el ritmo con los dedos de la mano libre, apoyada en el cobertizo.

Ella se puso de pie y se subió las mallas térmicas. Le oyó cerrar la cremallera.

—Te explicaré por qué detesto la niebla —dijo él cuando terminó la canción—. Me recuerda que todo el mundo respira el mismo aire. Da la impresión de que estamos rodeados de una masa de aire estancado y de que todos lo aspiramos una y otra vez. ¿A ti no te lo parece?

Sarah gruñó, como si le diera la razón hasta cierto punto. Encendió la linterna y caminaron juntos hasta el cobertizo.

—Esto te obliga a afrontar la verdad —prosiguió él—. Esta… —hizo un gesto hacia la niebla— sensación de encierro… en el mundo entero, el mismo aire, atrapado por la atmósfera. Yo inspiro lo que otro ha espirado. Las ciudades me oprimen los pulmones. Aquí no me importa tanto, no es un sitio muy poblado y estoy contigo, no me importa compartir tu aire, y además sé que viene de la sierra y que debe de estar razonablemente limpio. Incluso en la playa a veces, al notar el aire en la cara, pienso: ¿dónde ha estado? Es un poco pegajoso, ¿sabes? Me siento más cómodo sabiendo que viene de un valle boscoso. Por eso me encanta el monte, porque en un día claro hueles lo limpio que es el aire. Lo saboreas. Es tan bueno que te dan ganas de bebértelo.

Entraron en la caravana.

—Lo pasaría realmente mal si estuviera atrapado con esta niebla en un bloque de pisos de una ciudad, con centenares de personas inspirando y espirando a mi alrededor. —Se estremeció.

Sarah se sentó para descalzarse y Heath se dejó caer en la cama boca abajo, con las botas puestas. Había renqueado mucho y ella sabía que estaba harto de la cojera. No estaba atrapado por culpa del río, sino de su pierna y la niebla.

—Eres un solitario —afirmó Sarah—. Por eso no tienes pareja. No eres sociable. Por Dios, ni siquiera te gusta respirar el mismo aire que los demás. Eres tú quien guarda las distancias. No quieres que la gente se acerque a ti. Por eso nadie lo ha hecho.

Apartó sus botas y le descalzó a él. Dejó las botas de Heath juntas y bien alineadas, como a él le gustaba. Heath se metió bajo las mantas. Ella apagó la linterna. El colchón ocupaba todo el extremo de la caravana, de pared a pared. La única forma de acostarse era subir por los pies de la cama. En la oscuridad, Sarah gateó hasta la cabecera y se deslizó bajo las mantas. Heath la atrajo hacia sí. Ella dejó que la abrazara. Era un gesto casi fraternal. Él no la acarició, se limitó a estrecharle la cintura con un brazo, pegar el torso a su espalda, hundir la cara en su nuca.

—No me importa estar cerca de ti —dijo.