El viento cesó durante las primeras horas del día 27 y volvió la niebla. Sarah llevó a Tansy al establo. Esta vez la yegua entró en el recinto con entusiasmo. Sarah regresó a la caravana con una sensación de alivio similar. Heath trasladó sus cosas. Había retirado la botella de whisky y las petacas, las había guardado en un sitio discreto. Sarah estaba sentada en la cama, inmóvil. Heath se tumbó junto a ella. Ya tenía su lado preferido, el derecho, y ella el suyo, el izquierdo. Se tendieron de costado, Sarah de espaldas a Heath, él con el cuerpo curvado junto al de ella. Ninguno de los dos durmió. No estaban incómodos, pero tampoco cómodos del todo. Tenían dudas, pero al menos no les dominaba la incertidumbre. Él tenía la mano apoyada sobre el muslo de Sarah. Ella llevaba la muda térmica, la suave lana gris le cubría del cuello a los tobillos y hasta las muñecas. Él llevaba los pantalones de camuflaje, una camisa negra y calcetines gruesos. Tenía la rodilla vendada. Había dejado las botas a los pies de la cama. Estaba preparado para huir. Sarah estaba preparada para quedarse.
En todo el mundo, la gente mataba el tiempo y esperaba. Los días posteriores al 26 de diciembre y previos a Año Nuevo eran como días perdidos. El Parlamento estaba cerrado, no se redactaban ni se modificaban leyes, no se celebraban juicios, los financieros invertían sobre seguro hasta que la bolsa volviera a abrir. Todo el mundo vivía en una especie de neblina. Todo el mundo vivía abotargado. Sarah estaba sentada en su silla junto a la estufa, con la portezuela abierta para ver las llamas. Como si el fuego fuera una televisión, contemplaba el espectáculo de las brasas ardientes y las pequeñas llamaradas. Heath había encontrado un periódico viejo y lo estaba leyendo, palabra por palabra. La niebla era densa. En el monte reinaba un silencio opresivo. Solo oían a Tansy pacer en su corral, los chasquidos de la estufa, el siseo de la leña húmeda al arder.
Contestaron el cuestionario del periódico.
—¿En qué Juegos Olímpicos consiguió una medalla el australiano Steve Hooker? ¿De qué país asiático fue capital Nara?
Cuando lo terminaron, se hizo el silencio y se dieron cuenta de que habían respondido las preguntas demasiado rápido. Deberían haberlas racionado a una por hora.
—Joder —dijo Heath.
Con el crucigrama fueron más cautos. Los trabajadores habían resuelto el más fácil, pero solo habían escrito dos palabras del críptico. Sarah se acercó a la mesa y quedaron con las cabezas juntas sobre la página. Heath tenía el bolígrafo. Se le daba mejor solucionar los enigmas, proporcionaba pistas a Sarah y esperaba, porque ella tardaba el doble en encontrar la respuesta. Heath escribía en letras mayúsculas pequeñas y nítidas, apretando mucho el bolígrafo sobre el papel.
Sin embargo, volvió a pasarles lo mismo: después de prolongarlo tres horas, se echaron hacia atrás y contemplaron el crucigrama resuelto, satisfechos de sí mismos durante un par de minutos y luego molestos por no haberlo alargado más.
Eran las doce del mediodía.
Sarah se puso a leer el periódico. Heath se inclinó sobre la mesa y empezó a colorear las oes de las páginas que ella había terminado. Dibujó cuernos de diablo y bigotes a las caras de las fotografías. Convirtió en cejijuntos a los retratados. Necesitaba estímulos mentales y físicos en mayor medida que Sarah. Se levantó y empezó a dar vueltas, por hacer algo. Cojeaba. Apoyó el peso en la pierna buena y contempló la niebla, levantó los brazos por encima de la cabeza, entrelazó las manos en la nuca, acercó los codos a las orejas y respiró hondo.
—Ya te ha entrado el agobio de estar aislado.
En ese sentido Heath no era como un gato; no se amodorraba y dormía para matar el tiempo.
—¿Qué dijiste de los sacos de cemento? Hagamos una cosa —dijo—. Derribemos la parte chapucera de la cerca y reconstruyámosla con ellos.
—¿Yo voy a cargar todos esos sacos? —Sarah era algo más felina y aceptaba sin demasiados problemas no tener nada que hacer. Había colocado los pies sobre otra silla y arrancaba la corteza de un palo hasta dejar al descubierto la ramita tierna que había debajo—. ¿No deberíamos ahorrar energía?
—Yo la quemo cuando me aburro. Te iré pasando sacos.
—Solo trasladaré uno cada vez. A diferencia de ti, yo no quiero desgarrarme un tendón ni tener una distensión muscular.
Tansy disfrutó con la actividad repentina y viéndolos trabajar cerca de ella. No paraba de meter el hocico y de estornudar por culpa del polvo que desprendían los sacos de cemento y mortero.
—Yo podría conseguirte un trabajo —dijo Heath, como si hubiera llegado a esa conclusión al ver a Sarah transportando los pesados sacos—. No será muy interesante, solo para que salgas del apuro. Nuestro vecino tiene una vaquería y siempre busca gente para ordeñar. Te gustará. Las vacas tienen su propia personalidad. Acabarás conociéndolas.
—Gracias —dijo Sarah sinceramente—. Me gustaría ese trabajo.
Él estaba desmontando una parte de la antigua cerca y, tras hacer el ofrecimiento, dejó de trabajar. Absorto en sus pensamientos, tenía una expresión triste y reflexiva. Sarah comprendió que durante un momento Heath había olvidado cómo eran las cosas. La oferta de trabajo había sido sincera, pero en realidad él no podía conseguirle un empleo. Ni podía acoger a Tansy en su finca. Sarah creía que a Heath le gustaría ayudar, pero no veía cómo podía hacerlo. Ella nunca iría a comer a su casa el día de Navidad, ni probaría el pudin de ciruelas de su madre. El desenlace más probable: no volvería a ver a Heath después de aquello.
Los veintitrés pesados sacos del palé, combinados con leños, se convirtieron en cuatro buenos postes robustos. Entre ellos insertaron los extremos de los travesaños de madera. Los sacos de mortero y cemento se podían moldear un poco, como los de arena, y consiguieron comprimirlos y adaptarlos tal como Heath quería. Una vez colocados los travesaños, Heath empujó las tablas para ver si aguantaban; no eran ni la mitad de resistentes que las barras metálicas de fuera, pero suponían una gran mejora respecto a lo anterior. Tansy podía derribar de una coz esa parte si quería; sin embargo, eso no era malo. Sarah se quedó tranquila sabiendo que la yegua tenía una forma de salir si ella se planteaba en serio huir. Así debía ser. Tansy necesitaba una escapatoria.
Una vez vaciado el palé, era evidente que el rifle había desaparecido. No estaba al fondo, oculto por lo que fuera. La serpiente muerta seguía allí.
Sarah se sentó a descansar en el palé vacío. Pensó en lo que le había dicho a Heath la noche anterior en la cabaña. Exhausta, agotada emocionalmente, a las dos de la madrugada, ¿se había abierto demasiado? Él había cogido el rifle; no cabía duda. Estaba claro: quería el control del arma. Y era lógico. Al fin y al cabo ella tenía la munición. Sarah no podía discutir. No tenía derecho a discutir; fingiendo que no tenía el arma, él había conseguido esquivar ese problema con astucia.
Habían reñido a voces y pactado una tregua. La niebla era importante. La comida era importante. Las riadas eran importantes. Llevarse bien era importante. La verdad tendría que esperar.
Sarah entró en el corral de Tansy, recogió el estiércol con la pala y lo tiró sobre la hierba del otro lado de la cerca. Heath partía leña menuda.
Pasaron la tarde juntos en la caravana revisando la comida. Fue uno de tantos inventarios nerviosos. Las provisiones parecían mucho más escasas después de cada período de veinticuatro horas. Había ocho latas: tres de salchichas con verduras (por lo visto, uno de los platos favoritos de los albañiles), una de sustancioso estofado de carne, una de sopa de tomate, dos de alubias y una plana de mejillones ahumados en aceite. Quedaba la mitad de un paquete de galletas saladas, un paquete entero de cuatro raciones de fideos instantáneos con pollo y tres cuartas partes de un paquete de cereales rancios. No había leche. Cuando habían colocado los productos de la cesta navideña al lado de los víveres de los trabajadores, el banco había quedado lleno de comida. Ya no estaba lleno, ni mucho menos.
Heath cogió una lata de salchichas con verduras.
—Así que esta es la cena de hoy. A partir de mañana comeremos dos latas y un paquete de fideos al día.
Dividió los alimentos en raciones diarias.
—Comeremos dos veces al día, a última hora de la mañana y a última hora de la tarde, una galleta salada por cabeza con la lata de sopa, la mitad de los fideos cada uno, y compartiremos una lata para cenar. No moriremos de hambre. Tenemos para cuatro días más. Hasta Año Nuevo. A esas alturas ya habrá pasado algo.
Sarah sacó a Tansy de la cerca para que paciera. La hierba del corral estaba pisoteada y no duraría mucho. La niebla era tan densa que Sarah se sirvió de los ruidos que hacía Heath para orientarse. Él estaba en el cobertizo desmontando el palé con la palanca; arrancaba los tablones y les quitaba los clavos. Sarah caminó despacio con la yegua a su lado, tranquila al verla comer a dos carrillos y masticar con energía. Había pasto de sobra alrededor de la cabaña y el cobertizo. Tansy no pasaría hambre.
Cuando Heath dejó de hacer ruido, Tansy pastaba en una zona cubierta de un verde uniforme. Sin puntos de referencia que la guiaran, Sarah se desorientó en cuestión de segundos. Se limitó a abrir los ojos como platos, aterrada ante la blancura que la rodeaba, y a esperar a que Heath volviera a hacer ruido. Tansy seguía paciendo, impertérrita. A Sarah se le aceleró el pulso durante ese intervalo de silencio. Apretó las riendas que tenía en la mano y se acercó más a la yegua.
Heath solo había parado para beber o descansar la pierna un momento. El sonido de madera arrastrada y de la palanca partiéndola volvió a poner las cosas en su sitio. Sarah se dio la vuelta hacia el lugar de donde procedía el ruido y condujo a Tansy en esa dirección.
Heath la llamó desde el interior del cobertizo.
—¿Sarah?
—Estoy aquí.
—Esta niebla te cae encima en cuestión de segundos —le advirtió él.
Ella le imaginó con la palanca en la mano, la pierna lesionada un poco doblada, la cabeza alzada, los ojos entornados. Sus labios parecían más suaves con la barba de dos días.
Después de dejar a Tansy en el corral, Sarah caminó despacio hasta la estufa de leña y se quedó allí. Heath estaba destripando y quitando la bolsa de veneno a la serpiente muerta. Preparó un lecho en la ceniza y las brasas para depositarla.
—Olía bastante y pensé: ahora o nunca —le dijo.
Acordaron asar mucho la carne, hasta que se chamuscara, para matar cualquier microbio dañino.
Partieron el reptil con unas tenazas, separaron la piel escamosa con un tenedor y mezclaron la carne cocida con la comida de lata. Era correosa.
Con la madera del palé Heath había hecho un entablado alrededor de la estufa que llegaba hasta la puerta de la caravana. La mesa y las sillas ya no estaban sobre el suelo de tierra. Ya no tendrían que esquivar zonas polvorientas o embarradas, al menos en su saloncito y su cocina al aire libre.
—Vaya, qué refinados somos —dijo Sarah, y restregó los pies sobre las maderas limpias que tenía bajo la silla mientras se comía el guiso de serpiente.