La zarigüeya cuyos gruñidos había oído antes no estaba en el monte, sino que emitía sus ruidos poscrepusculares desde la cabaña. Las zarigüeyas no suelen hablar para sí mismas. Otra zarigüeya se unió al silbido áspero y seco. Ambas conversaban y retozaban en el tejado, parecían ratas enormes con enfisema. Sarah estaba tumbada en el saco, con la vista clavada en la madera contrachapada del techo.

Dio un porrazo en el suelo, en un intento de acallar a los animales. Estos dejaron de juguetear y sisear, pero volvieron a empezar. Cuando Sarah golpeó el suelo por segunda vez, siguieron como si tal cosa. Se incorporó en el saco y cogió un trozo de madera que tenía a mano. Lo estampó contra el suelo; las zarigüeyas se pararon a escuchar, consideraron que aquel ruido también era casual y volvieron a armar jaleo.

Sobre las mantas de Sarah aterrizaron pavesas voladoras. Se apartó de las llamas, arrimó el saco a un montón de postes de acero. Entraban corrientes de aire por ambas puertas —la principal y la interior, que daba a la habitación derruida— y tenía frío. Volvió a levantarse y arrastró la cama un poco más cerca del fuego. Al otro lado de la puerta abierta, Tansy también se movía sin parar, cambiando de postura sobre la hierba húmeda. Ruidos dispersos y golpeteos a lo largo de las paredes de la habitación anunciaron la llegada de las ratas. Se adaptaron a Sarah como habían hecho las zarigüeyas, impávidas ante su presencia tras los primeros y escasos chillidos de sobresalto y carreras. Enseguida se comportaron como si Sarah formara parte del mobiliario. Roedores que no tenían nada más que hacer con su tiempo que trepar por los postes, escabullirse detrás de la madera, corretear a los pies de su cama.

¿Qué animal caza ratas y zarigüeyas?

Sarah se tapó las orejas en un intento de bloquear los ruidos. Decidió, mientras en sus oídos resonaba cada tictac del reloj de pulsera, que el monte australiano estaba descompensado sin lobos de Tasmania. Los grandes felinos, las manadas de carnívoros, habían desaparecido de la montaña hacía tiempo. Los lobos de Tasmania habrían atrapado todas las ratas y trepado al techo para cazar a las zarigüeyas. Si el superdepredador hubiera sobrevivido a la extinción, tal vez Sarah no se habría atrevido a trasladarse a la cabaña. Del mismo modo, si los dingos se hubieran marchado de las regiones llanas y costeras para instalarse en las zonas boscosas y templadas de Australia, Sarah no habría abandonado tan rápidamente la caravana. Con o sin depredadores peligrosos que liquidaran a las ratas y las zarigüeyas, seguro que Heath estaba descansando mejor que ella. Sarah empezó a valorar lo importante que era dormir para la supervivencia. ¿Cómo podía enfrentarse a Heath si desvariaba de agotamiento? Él le había enseñado que la agudeza mental era tan importante como la fuerza física. Tenía que ser más lista. Los mosquitos zumbaban a su alrededor. Le escocían los nudillos y los dedos por sus picaduras. Se tapó hasta la cabeza de forma que pudiera ver. Era un par de ojos mirando desde un montón de mantas.

Probablemente Sid se había ahorcado desesperado por el frío, el barullo de las zarigüeyas, el ruido de las ratas y el ataque de los mosquitos, no por los policías.

Sarah comprendió que no conseguiría dormir hasta que estuviera exhausta. Entonces se le cerrarían los ojos, el sentido del oído se debilitaría, los músculos, ahora rígidos, se agotarían de estar tensos y la mente se rendiría. Hasta entonces solo cabía esperar. Eran las dos de la madrugada, cada vez estaba más cansada de esperar. Ahora costaba distinguir el ruido de las zarigüeyas y el de las ratas; ya no se oían bramidos desagradables, solo golpetazos y correteos, chillidos y gruñidos suaves, que sonaban por todas partes, en lo alto y en el suelo a su alrededor. En ocasiones notaba el peso de una rata a los pies del saco. Cuando eso ocurría, se le arrugaba la barbilla. Se le alteraba la respiración. Chillar sería una tontería. Llevaba horas hecha un ovillo, con las rodillas dobladas a la altura del pecho. Suponía que si las ratas se le acercaban a la cara gimotearía, se rendiría y volvería a la caravana con el rabo entre las piernas. Eso demostraría que, ante la disyuntiva de dormir con criaturas salvajes predecibles e inofensivas (los correteos y los olisqueos eran de esperar, en general las ratas se limitarían a darle un mordisquito movidas por la curiosidad) o dormir con un hombre totalmente impredecible, se sentía impelida a escoger esto último. El cerebro le decía que los animales no representaban una amenaza y que Heath bien podía serlo, y aun así su instinto hacía caso omiso de las complejas conexiones y le decía que se aferrara a su propia especie, para lo bueno y para lo malo. La puerta trasera de la cabaña se abrió con un chirrido.

La voz de Heath llegó del otro lado de la habitación.

—No pasa nada, soy yo —susurró—. ¿Estás despierta?

Las ratas salieron disparadas en todas las direcciones y las zarigüeyas trotaron por el techo como ponis patosos. Sabía que no estaba dormida. Sarah le oyó acercarse. Apareció ante ella. Traía más leña y la mosquitera de la ventana trasera de la caravana. Iba muy abrigado, llevaba puestos los pantalones de camuflaje. Parecía mayor y más guapo con la barba de dos días.

—¿Qué tal estás?

—Bien, estupendamente —masculló ella bajo las mantas.

Heath se quedó junto al fuego mirándola, serio al principio, triste al verla tan abatida, pero luego dio la impresión de que le costaba mantener la expresión hosca.

—No parece que te diviertas mucho.

—Estoy bien. Muy a gusto.

Él trató de reprimir una sonrisa. Las personas guapas deberían tener prohibido sonreír. Era un arma: entorpecía el pensamiento.

—He venido por el cambio de turno. La segunda mitad de la noche me toca a mí. No hay más que hablar.

Puso la leña en el fuego. Sarah salió del saco. Mientras estaba acostada la habitación le había parecido cada vez más grande y espeluznante, las sombras más negras, pero, una vez que estuvo en pie, la estancia recuperó las dimensiones normales y dejó de ser siniestra.

Sarah se sentó en el poyo de la chimenea, de espaldas al fuego.

Heath se sentó a su lado.

Ella cerró los ojos.

—Mola bastante que seas tan tozuda —dijo él.

Sarah buscó un momento de soledad y descanso tras la familiaridad de sus manos. Inclinada hacia delante, con los codos en las rodillas, las manos sobre la cara, respiró en la pequeña cueva que formaban las palmas y los dedos. Heath se sacudió una pavesa encendida de la punta de la bota. Quedó un rastro de hollín. Miró a Sarah y luego alargó el brazo para cogerle la mano. Vio que tenía el dorso y los dedos cubiertos de puntos rojos.

—Mira cómo te han picado.

—Me escuece todo el cuerpo; no sé por dónde empezar.

—No te tocaré —dijo él, y le soltó la mano—. O te picará aún más.

Se quedaron en silencio, contemplando las sombras cambiantes que proyectaba la lumbre.

—No sé si subí aquí para matarme —dijo Sarah. Había excrementos de rata en el suelo. Los observó y luego echó una ojeada para ver si había más, sin interés, sin fijar la vista en ningún sitio ni en nada, solo porque no quería mirar a Heath mientras hablaba. El contacto visual solo provocaría tensión, y de eso ya había de sobra—. No estoy segura de lo que tenía en mente. En el puente… Supongo que se me pasó por la cabeza la posibilidad de que el agua se me llevara por delante. —Arrugó la nariz y se la frotó.

—Yo no te estoy juzgando, lo sabes, ¿verdad?

Después de una pausa Sarah continuó:

—Durante una temporada, un mes más o menos, al despertar por la mañana me quedaba en la cama imaginando formas de quitarme la vida; supongo que lo planeé entonces. Pensé en internarme en el monte y llamar a la policía antes. Me figuré que tardarían en localizarme y que para entonces ya estaría más que muerta. Además, así no me encontraría ningún pobre vecino. Y nadie del pueblo podría señalar el sitio donde lo haría y decir: «Aquí es donde Sarah Barnard se mató». Me planteé hacerlo en una zona apartada del monte. Para ir sobre seguro, pensé que tomaría calmantes y me pegaría un tiro. Esa combinación me pareció el método más eficaz e infalible. Pero tampoco quería que me encontrara un senderista. Siempre tuve claro que yo misma llamaría a la policía. —Miró de reojo a Heath. Estaba inclinado hacia ella, con una postura relajada, la mirada respetuosa y vacilante—. Les mandaría las coordenadas del GPS acompañadas del mensaje: «Sarah se ha suicidado aquí». Me pareció bastante bonito. —Tragó saliva—. Curiosamente, creo que en realidad no tenía la intención de hacerlo mientras trazaba todos esos planes tan complejos. Es como si enterrara la idea para que resurgiera con más fuerza.

—Por lo que veo, no llevabas los auriculares cuando saliste a caballo; por lo tanto, no podías oír los gimoteos de Nina Simone, de modo que seguramente no corrías ningún peligro de todas formas.

—Perdona, Nina Simone no gimotea. —El comentario insolente de Heath la impulsó a sostenerle la mirada—. El maldito… —Sarah intentó recordar el nombre de algún cantante country— Waylon Jennings sí gimotea.

—Eso es lo bueno de la música country, que nunca tienes tantos problemas como el cantante. Acabas compadeciéndote de él más que de ti mismo.

—Más bien te dan ganas de matarlo.

—Eh, no te pases. Estás hablando de «mis muchachos» —dijo él con un deje rústico exagerado.

—O existe el peligro de que te metas una bala en los sesos para acabar con la tortura de escucharle.

Se quedaron callados. Sarah volvió a mirar los excrementos de rata.

—Bastante flojo, ¿verdad? —dijo.

—La tristeza te impide pensar.

—No tengo adónde ir. Mi marido mintió sobre nuestra situación económica y sobre todo lo demás. La empresa estaba a mi nombre, por motivos fiscales, según él, pero quién sabe si esa es la verdadera razón. He tenido que declararme en quiebra. No tengo ni idea de qué voy a hacer. Ninguna inmobiliaria querrá tener tratos conmigo; no puedo alquilar una casa. Los bancos no querrán saber nada de mí. El negocio de excursiones a caballo era mi trabajo; ya no volveré a conseguir nada parecido. La quiebra será oficial dentro de un par de semanas y mi nombre quedará manchado para el mundo de la hípica. Todos los amigos que creía que tenía le han apoyado a él. Se han ocupado de sus caballos, que, por cierto, son míos. Fui tan tonta que dejé que él firmara los cheques cuando los compramos. Ha dicho a todo el mundo que la ruptura le perjudica económicamente más que a mí… qué va.

—¿Y tenía una aventura?

—Por enésima vez. Sí.

El fuego se había avivado y Sarah notaba muy caliente la espalda. Se sentó en el suelo con las piernas cruzadas y contempló las llamas, el enorme hogar, el cañón de la chimenea. Imaginó la cabaña en su apogeo, con piedras de colores vivos, vigas de madera clara, techo de tablillas. Una cabaña nueva, sólida y sencilla, todo lo contrario de esa vieja choza en ruinas. La vida de un bandido era una serie de problemas amontonados unos sobre otros: dinero, cobijo, caballos, clima, comida. Las cosas no habían cambiado mucho.

—Tengo pensado dejar a Tansy en una granja, trasladarme a casa de mis padres y pedirles dinero. No se puede caer más bajo —afirmó—. Recurrir a los padres es como tragarse cuchillas de afeitar.

Heath también cambió de sitio. Se sentó al lado de Sarah.

—¿Cuál es tu veredicto? —preguntó ella—. ¿Hay alguna canción country que hable de esto?

—De hecho esto está pidiendo a gritos que lo conviertan en canción. —Él se acercó más, lo bastante para que se rozaran. Tenía el hombro pegado al de ella—. ¿Quieres oír algo agradable?

—Sí, por favor.

—Tengo setecientos acres por los que Tansy puede correr.

—¿Eso será antes o después de que se me permita saber quién eres? ¿Será un lugar secreto? ¿Me vendarán los ojos para llevarme allí?

—Recibirás las coordenadas escritas con tinta invisible en papel soluble. Te subirán a una camioneta negra al final de un callejón oscuro y tendrás que repetirle las coordenadas a un conductor ciego.

—¿Un conductor ciego?

—Sí.

—Pero ¿no me resultará muy difícil leer la tinta invisible?

—Imposible.

—¿Y luego?

—Descubrirás que el conductor es sordo también.

—Interesante. —Ella se echó a reír.

Heath le dijo en voz baja:

—Si consigo bajar de esta montaña sin escándalo, te prometo que te llevaré a probar el pudin de ciruelas de mi madre.

—¿Así que ahora es un chantaje?

—Te doy mi palabra.