Acuclillarse en la hierba era una opción más rápida y fácil que ir al baño anexo. Sarah cogió la linterna y fue detrás del cobertizo. Al volver sobre sus pasos se acercó al palé del rincón. Alumbró con la linterna debajo. El cuerpo retorcido y torturado de la serpiente la sobresaltó. Por alguna razón había imaginado que desaparecería con los insectos, como si el ejército hubiera retirado a sus heridos y sus muertos del campo de batalla al partir, llevándose a hombros el reptil.

La serpiente no se había enroscado para morir. Se había desenrollado en su agonía como un alambre largo, con la boca abierta, los colmillos a la vista. Mordida, picada, asfixiada y ahogada por los insectos. Menuda manera de morir. Sarah trató de ver qué había alrededor. Miró detrás del animal, que debía de impedir el paso de la luz, porque ella no veía el arma…

Se tumbó en el suelo y metió el brazo bajo el palé. Con el extremo de la linterna empujó el cuerpo del reptil para asegurarse de que estaba muerto. Tieso como un palo, el cuerpo del animal se movió como una tira gruesa de cecina. Era una serpiente marrón, la más mortífera. No hacen falta un tamaño impresionante ni un vientre escarlata cuando se tiene un veneno tan potente como el suyo. Sarah la apartó para que ningún obstáculo le impidiera ver claramente la zona que quedaba detrás. El rifle no estaba.

Sarah permaneció tendida boca abajo en el suelo, con el brazo extendido bajo el palé, tratando de explicarse la ausencia del arma. La tierra estaba empapada. Las partes del cuerpo que tenía pegadas al suelo comenzaban a humedecerse. Con la mano libre palpó las balas que llevaba en el bolsillo de los vaqueros. Al menos aún las tenía. Las natillas, el pudin de ciruelas y el whisky le borboteaban en el estómago. El corazón le aporreaba las costillas. Heath la había visto enfocar la linterna bajo el palé al regresar de aquel paseo poco claro bajo la lluvia. Además, la había intrigado que él no se acercara al palé cuando estuvieron buscando herramientas. Heath no había dicho ni media palabra del palé ni de lo que había encima, no había considerado útiles los sacos de mortero y cemento, mientras que había aprovechado el resto de los objetos relacionados con la construcción. ¿No podría haber usado esos sacos tan pesados para los postes del interior de la cerca? Habrían sido más útiles que los leños.

—¿Estás bien?

Sarah chilló al oír la voz. Heath estaba detrás de ella.

—Lo siento. No pretendía asustarte. ¿Qué estás haciendo?

Ella se puso de pie. Vio que él no llevaba el arma. En las manos solo tenía la lámpara de la mesa. Sarah desvió la mirada. Los pensamientos daban vueltas en su mente, se perseguían unos a otros, como un perro que trata de atraparse la cola.

—¿Qué hay debajo del palé? —dijo él.

—Nada.

—Estás pálida, ¿te encuentras bien?

—Estoy bien.

—¿Qué pasa?

—Así no vamos a ninguna parte. —Las palabras carecían de lógica; si una parte de ella decía: «Para, piensa primero», no la oía—. No sé qué está pasando.

Él avanzó. Sarah retrocedió, sus talones quedaron a escasos centímetros del palé. Lo esquivó y se dirigió hacia la pared del fondo del cobertizo, que podía recorrer con la espalda pegada a ella, sin dejar de mirar a Heath, hasta que tuviera detrás el campamento, donde podría dar media vuelta y echar a correr… ¿Había construido Heath el corral para que a Sarah le resultara difícil llevarse a Tansy? Ella tendría que ir a por la yegua, ensillarla, conducirla a través de la puerta. ¿Había ideado él una astuta pista de obstáculos para Sarah? Si Tansy estuviera atada, a ella le bastaría con desatar las riendas, montar a pelo y marcharse. Sin embargo, si él era tan peligroso, esa forma de impedir que se marchara parecía bastante complicada y trabajosa.

—Soy yo, que te doy miedo —dijo él—. No sé qué hacer para que te tranquilices. ¿No ves que no soy la clase de persona que va a hacerte daño? Me encuentro en una situación complicada, nada más. Estoy atrapado y esperando. Los dos estamos igual.

—No son drogas —replicó ella.

La parte sensata de Sarah recuperó la voz y gritó en su mente «¡Cállate!», con un estridente tono de alarma. Él tiene el rifle. No discutas con quien está en posesión del arma. Ella tenía el doble de cosas de las que preocuparse: de él y de sí misma, de las estupideces que había dicho.

Heath se acercó al palé y se agachó para mirar debajo. La luz de la lámpara no era lo bastante directa.

—¿Es prudente que meta la nariz aquí debajo?

—¿Por qué no has usado hoy esos sacos para construir el corral?

Él se enderezó.

—¿Estos? —Miró el mortero y el cemento—. No tenemos nada para mezclar cemento.

—Pero los sacos, el palé… ¿no pensaste que podían servirte?

—¿Eso es lo que te preocupa? ¿Que no los usara?

—Ya sabes que no. —Una descarga de miedo y frustración la impulsó a decir—: Has cogido mi arma.

Él frunció el ceño.

—Vaaale. Tienes un arma.

—No. La tienes tú.

—No… yo no.

—Estaba ahí. —Sarah señaló el lugar—. Ha desaparecido.

Él abrió una mano y luego la otra, tras dejar la lámpara a sus pies, y las tendió hacia ella.

—No he tocado ningún arma. Lo juro por Dios. —Alargó las manos, con los brazos extendidos, los dedos separados, las palmas planas—. Me parece un poco inquietante que tuvieras un arma escondida, pero yo no la he tocado.

—No mientas —dijo ella meneando la cabeza.

—¿Qué quieres que diga? Yo no la he tocado.

—No quiero que mientas.

—No miento.

—No está en su sitio.

—Yo no la he cogido.

—¿Insinúas que se la ha llevado otra persona? —La linterna enfocaba el suelo del cobertizo y formaba un círculo luminoso cerca de Heath, pero no sobre él. Sarah la levantó para alumbrarle la cara—. ¿Quién más hay aquí?

Él retrocedió y tapó la luz con las manos extendidas.

—Mierda. Vamos.

—¿Vamos qué? ¿Qué quieres decir?

—Tranquilízate.

—Hay alguien contigo.

—Cálmate.

—No. Mi arma ha desaparecido y tú no quieres decirme quién eres ni por qué estás aquí, ni tampoco me preguntas nada. ¿Por qué no me preguntas nada? No sabes quién soy. No sabes por qué estoy aquí.

—Sé por qué estás aquí.

—Yo no te lo he dicho —replicó ella. Entonces tuvo que esforzarse por hacer memoria: ¿qué le había contado exactamente? Sus pensamientos eran incoherentes, tenía la mente embarullada. Él la estaba confundiendo; la confundía a propósito.

—¿Podrías apartarme la luz de los ojos?

—No.

Con los párpados entornados y la cabeza vuelta, él masculló algo. Sarah solo captó la palabra «matar». Se derrumbó por dentro. Se le heló la sangre. Era lo que su parte más oscura había sospechado, la razón por la que él se mostraba evasivo, por la que no le decía su apellido: asesinato, homicidio; esas palabras habían estado arrastrándose por los confines de la mente de Sarah, ocultas en las sombras, en la niebla.

—¿Qué has dicho? —musitó.

—Apártame la luz de la cara.

Sarah le enfocó el torso.

—¿Qué has dicho?

Tenía el cuerpo preparado para salir corriendo, los músculos de las piernas listos, los brazos y el torso habían perdido rigidez y estaban a punto para seguir a las piernas, y sus ojos examinaban el terreno circundante en busca de la mejor vía de escape.

—He dicho… —él se secó los labios y parpadeó— que has venido aquí para matarte.

Ella seguía lista para correr mientras las palabras de Heath se filtraban a través de sus otros pensamientos.

—No… —escapó de sus labios. Frunció el ceño—. No —repitió. Se le aflojaron los músculos. Las palabras de Heath habían cortado las fibras que unían sus huesos y articulaciones—. ¿Cómo dices? —Pero le había oído.

—Las pastillas, y ahora me dices que tienes un arma. Eso lo confirma en cierto modo. Saliste sola el día de Navidad, al monte, te habían pegado, llevabas calmantes y un arma, y… se te nota en los ojos, Sarah, yo lo veo.

—¿Por qué dices eso?

—Siento que te moleste que sea tan directo.

—No digas constantemente que lo sientes.

—Ahora estás a la defensiva.

—¿Qué?

La miró de arriba abajo. Naturalmente ella se puso tensa al ver que la examinaba de esa manera.

—Si tú me dijeras que he subido aquí para matarme y yo supiera que no es así, no me enfadaría ni me pondría a la defensiva. Simplemente diría que no es así.

—No es así.

—¿Por qué trajiste un arma?

—No es asunto tuyo.

—Tu marido te engañó, te pegó; eso me lo has dicho sin decírmelo. Salta a la vista. Querías suicidarte. No digo que ahora quieras, ni que lo hubieras hecho; creo que salir con vida del puente te cambió, te ayudó a ver las cosas de otra manera. Pero querías suicidarte.

—Vete a la mierda.

Él bajó la mirada.

—Estar deprimido no es una debilidad.

—Ah… ya entiendo. Por eso me contaste lo de tu hermano. Vaya, esto es genial. Estoy atrapada con el consejero perfecto. Eres un experto en la materia. Deduzco que tu hermano también se enfada y se pone a la defensiva, ¿o no?

—Pues sí.

—¿Cuándo llegaste a la conclusión de que quería suicidarme?

—Esta mañana.

—Y durante todo el día no he hecho más que confirmártelo, ¿verdad? Que me pusiera a llorar en la ducha debió de ser decisivo.

—Tú no quieres hablar de eso.

—¿No hablar es el primer o el segundo paso del camino a ninguna parte? ¿Estoy a mitad de camino?

—Yo creo que has llegado un poco más lejos —respondió él con tono firme pero amable.

Ella le miró fijamente.

—No te estoy juzgando, Sarah. Deberías preguntarte por qué te sientes juzgada.

—Mierda, sí, ¿por qué demonios iba a sentirme juzgada? No se me ocurre ningún motivo. —Sarah abandonó el sarcasmo al añadir—: Si tú no has cogido el arma, otra persona se la ha llevado. Esto… —enfocó la linterna hacia el palé, el sitio de donde había desaparecido el rifle— no me tranquiliza. ¿Te ha pasado por la cabeza que si me siento juzgada y me pongo a la defensiva es porque no tengo otro remedio? He intentado cruzarme de brazos y fingir que no eres un mentiroso, y hubiera seguido así, pero tú… —Perdió el hilo de sus pensamientos. El viento y un ruido en la oscuridad la distrajeron. Aguzó el oído: ráfagas y el gruñido de un pequeño marsupial nocturno, una zarigüeya australiana, en el monte. Trató de concentrarse otra vez—. ¿No quieres que sepa nada de ti? Entonces seguramente es mejor que no lo sepa. —Empezó a retroceder, pensó un momento en los peligros de la negrura que se extendía a su espalda y se paró.

La noche la envolvía. La montaña parecía pequeña, como una de esas habitaciones con truco de las casas encantadas de feria, donde da la impresión de que el suelo está inclinado y las esquinas se estrechan; nada era lo que parecía. Sarah comprendió que estaba totalmente atrapada. Todas las salidas estaban cerradas; huir, quedarse, llevarse bien con ese hombre, no llevarse bien con él, creerle, no creerle, en el fondo daba igual, la única escapatoria era el camino por el que había venido, y estaba inundado.

—Creo… que será mejor que me quede en la cabaña.

—No era mi intención… molestarte, Sarah. Pero saliste a cabalgar por las montañas la mañana de Navidad con un arma y calmantes. ¿Qué pensarías tú si estuvieras en mi lugar?

Sarah se pasó la mano por el pelo y lo notó áspero, se tocó la cara, como si tuviera que recordarse a sí misma quién era, se frotó los pómulos, deslizó las manos por el cuello suavemente. Percibió el pulso alterado bajo los dedos. El corazón se mantenía leal, bombeando, indiferente. Su jactancia y fanfarronería empezaron a desvanecerse. Lamentaba haberse enfadado. Al perder los nervios se había puesto en manos de Heath, que había demostrado ser mucho mejor estratega que ella. ¿Y si ni siquiera tuviera un hermano? ¿Se había inventado la historia para pillarla y descolocarla? Lo había conseguido.

—Tansy puede estar atada en la cabaña, conmigo. Tú tienes algún problema. —Señaló hacia la inmensidad de la noche para aclarar esa afirmación sarcástica—. Te dejaré solo para que lo resuelvas. —De espaldas a la oscuridad, de repente se sintió vulnerable. Se arrimó a la pared del cobertizo. Solo consiguió tener la sensación de que la parte delantera de su cuerpo se hallaba en primera línea de fuego—. ¿Hay alguien más? —dijo.

En cuanto esas tres palabras salieron de su boca, no pudo por menos que reparar en la ironía: eran las palabras con que había empezado todo. De no ser por esas tres palabras, ella ni siquiera estaría en la montaña. ¿Qué posibilidades había de que tuviera que volver a preguntar «hay alguien más» estando allí?

Heath la miraba fijamente a la cara.

—Sarah, ¿has cambiado tú el arma de sitio?

—¿Qué?

—No te alteres, por favor —susurró él—. Quizá la has cambiado de sitio y no te acuerdas.

—¿Cómo no iba a acordarme?

—Puede que hayas querido ocultártela a ti misma. Ocultar el motivo por el que pensaste que debías guardarla donde te costara encontrarla.

—Déjame en paz —musitó ella—. Esto va a ser una lata; ya lo veo.

Era absurdo, ¿en qué embrollo pretendía meterla? Él se había llevado el arma, y apostaría lo que fuera a que también había sacado la batería del móvil. Por eso se había negado a abrirlo.

—Abramos mi móvil y solucionemos esto —dijo, sin pensar.