Diversas tonalidades de gris se filtraban en la niebla, aunque todavía faltaban unas horas para el atardecer. Sarah cogió el cepillo de dientes del albañil (el único que había, de marca blanca, con el mango rojo) y hundió las cerdas en el agua caliente del hervidor. En la otra mano tenía un tubo de dentífrico y la ropa interior térmica. Heath estaba en el baño anexo, lavándose y cambiándose, sin cepillo de dientes. Se había llevado la pastilla de jabón. El sonido del agua de la ducha llegaba a través de la niebla.

Sarah tenía un problema: quería ducharse, pero no al mismo tiempo que él y, por otra parte, la intranquilizaba dejarle solo con Tansy. Si Heath se parecía un poco a Sarah, aprovecharía ese rato a solas para actuar de forma abiertamente furtiva… como acababa de hacer ella. Ya había examinado su móvil (no vio ningún indicio de que hubiera sido manipulado ni supo abrirlo para mirar la batería), había buscado el teléfono y la cartera de Heath (no los encontró), había guardado la brida de Tansy detrás del depósito de agua potable, había desatado la cincha de la silla de montar, la había doblado y se la había metido en el bolsillo de la chaqueta. Colega, intenta alejarte con Tansy sin bocado, riendas, brida ni silla. Estaba a punto de dejar el cepillo de dientes en remojo e ir a echar un vistazo al rifle cuando el ruido de la ducha cesó.

Caminó presurosa por la hierba en dirección al baño anexo.

—Voy a entrar —dijo. Se coló de lado por el hueco de la puerta y se internó en la penumbra de la construcción de madera sin ventanas.

—Eh…

—No miro, no te preocupes. —Sarah volvió la cabeza y levantó la mano. Con el rabillo del ojo vio cómo el cuerpo desnudo retrocedía a toda velocidad hacia el cubículo de la ducha, atisbó el tatuaje y vislumbró otro en la parte superior del muslo, en el mismo lado del cuerpo.

—Mmm… si no te importa esperar, yo no tardaré mucho.

—Tranquilo.

Había dos duchas, una al lado de la otra. Sarah calculó que si se apresuraba podría ducharse mientras él se vestía y luego secarse cuando él se marchara. De ese modo se sentiría presionado, sin tiempo para husmear, robarle el caballo o realizar cualquier otro acto furtivo al que parecía abocado.

Les separaba una fina lámina de chapa ondulada, y Sarah se alegró de que la luz del baño fuera débil. Se sentía más vulnerable que cuando se había acostado medio desnuda junto a él. Se desvistió y dejó la ropa sobre los grifos del lavabo para que no se mojara, lo que la obligó a salir un poquito del cubículo. Él respiraba sonoramente, resoplaba, se recuperaba de la ducha fría. Ella le oía frotarse el cuerpo con energía para secarse.

—¿Estás lista para que te pase el jabón?

Desnuda, Sarah se preguntó de repente si estaba loca. ¿De verdad estaba en cueros en el lóbrego baño, aislada en una montaña con un completo desconocido? Y joven, además. ¿Cómo había podido pensar que era prudente ducharse con ese hombre, desnudarse a su lado, acurrucarse en una cama con él la noche anterior? El tiempo pegaba saltos de conejo, como había sucedido en el puente. La cabeza le daba vueltas, porque tenía la sensación de que apenas un segundo antes se había duchado con agua caliente en su propio baño, sola.

Por un lado de la mampara de chapa apareció la mano de él, con el jabón en la palma.

—Iba a colarlo por debajo, pero he pensado que sería mejor que no tuvieras que agacharte.

Sarah le había visto la muñeca desnuda antes, pero en ese momento, al surgir del cubículo de la ducha, le pareció muy desnuda. Era muy consciente de que la mano y el antebrazo de Heath estaban unidos a su cuerpo sin ropa. Quizá la desnudez del hombre era lo que le había llevado a pensar que aquello era una buena idea: mojado, helado y temblando, circunstancias difíciles para mostrarse agresivo. Pero ahora eso no bastaba para aplacar el miedo. El cuerpo y la mente de Sarah unieron fuerzas y acordaron que la situación era mala. Solo pensaba, su cuerpo solo sabía, que ese hombre era un desconocido, más fuerte que ella, incluso con una pierna lesionada, y que ella no llevaba ni un centímetro de ropa encima. Eso, y esa frase inmemorial: no había nadie que la oyera gritar.

—¿Sarah?

Ella echó un vistazo a su ropa y se abrazó los pechos con fuerza. Juntó las piernas. Su cuerpo no le resultaba femenino ni sexy, en absoluto. Se sentía pequeña, inútil, y con un cuerpo que la perjudicaba. Quería que él se marchara, que la dejara en paz, que dejara a su caballo en paz, que desapareciera en la niebla.

Él adivinó el problema.

—Eh —susurró. Su mano desapareció tras la mampara. Siguió un breve silencio, mientras ordenaba sus ideas y rumiaba lo que iba a decir—. Sarah, te juro que no tienes por qué preocuparte. Has entrado aquí porque pensaste que no había ningún problema, y tenías razón. —Trató de bromear—. Si pudiera pasar ahí y demostrarte que todo está bien, lo haría. Y cuando digo que está bien quiero decir… realmente impresionante. Es una broma. No te preocupes, no voy a pasar. ¿Sarah? No pasaré.

Una oleada de agotamiento se adueñó de Sarah. Se tapó la boca con la mano y cerró los ojos. Le caían lágrimas por las mejillas. Se presionó los labios con la palma, se clavó los dedos en la cara y apretó los dientes para contener la emoción. Si tenía que estar atrapada, si su mala suerte no había terminado aún y Dios, o quien fuera, había decidido que necesitaba recibir unas cuantas lecciones más, ¿por qué no podía hacerlo sola? ¿O con una mujer? Habría sido agradable tener compañía femenina.

Heath intuyó que estaba llorando. Inspiró.

—La culpa es mía. No quieres dejarme solo con Tansy porque no confías en mí. Pero no tienes que preocuparte. No pienso llevarme el caballo. Te aseguro con toda sinceridad que no quiero hacerte daño, en ningún sentido. De hecho, ahora que te conozco mejor, deseo lo contrario. Me pareces realmente fantástica, Sarah. De veras. Si te digo… si te digo que sé que no he sido del todo claro, pero que trato de ser todo lo sincero que puedo… ¿sirve de algo que te lo diga?

Sarah no contestó.

—Supongo que no. No hace falta que digas nada —añadió al ver que ella no hablaba—. Me iré para que te duches. Te dejaré el jabón en este lado. Tarda todo lo que quieras… aunque el agua está helada; no digas que no te he avisado.

Sarah levantó la vista de la comida un par de veces y vio que Heath contemplaba la niebla con la cabeza ladeada, escuchando. Estaba limpia, abrigada y seca, llevaba la ropa interior térmica debajo de los vaqueros y la camisa. Tansy pastaba en el corral. Heath ya tenía su silla favorita y Sarah la suya; ambos tenían un lado favorito en la mesa: ella de cara a Tansy; él de cara a la caravana y, más abajo, la cabaña. Cuando comían, acercaban la mesa a la estufa. Sarah tenía la cara roja por el calor, los ojos y las mejillas especialmente calientes, la piel hinchada y con manchas debido a las lágrimas del ataque de nervios en la ducha: su momento «femenino». Se habría dado con gusto una patada por ser tan débil.

Eran las cuatro de la tarde. En los platos tenían lonchas gruesas de jamón cocido y gran cantidad de porciones de queso rico en calorías, la mitad de un brie cada uno y pedazos de gouda ahumado del tamaño de pastelitos. El postre estaba entre los dos. Se estaban terminando los platos, se acercaban poco a poco al pudin de ciruelas, las natillas y las tartaletas de frutas que había en el centro de la mesa.

—¿Puedo preguntar en qué trabajas? —dijo ella.

—En este momento, en nada en concreto. Hago algún trabajillo de granja.

—¿Tus padres tienen una granja? ¿Eres de una familia de granjeros?

—Sí.

Por un momento pareció que iba a extenderse. No lo hizo.

—Deberíamos tener fichas con temas de conversación. Yo podría escribirlas, tú las repasas y vetas los temas.

—Tienes mucha paciencia, Sarah.

—Normalmente no.

Ella apartó el plato vacío. Sacó el whisky. Necesitaba una copa. Sirvió una cantidad generosa en cada taza.

—Es una granja de ganado —informó él de pronto—. Vacuno. La heredaré yo. Hasta entonces intento hacer de todo en otros sitios, adquirir experiencia fuera de la propiedad. Mamá y papá me echaron de casa con toda la amabilidad del mundo. Para que con el tiempo no me canse del lugar. Para que lo valore cuando vuelva. —Se le había soltado la lengua de forma espontánea. Todavía no había probado el alcohol. En ese momento bebió un sorbo.

—¿No tienes hermanos?

—Tengo un hermano. Pero no quiere la granja.

—¿No le va la ganadería?

—Tiene ciertos problemas. —Heath se había manchado de grasa de jamón una comisura de la boca. Se la limpió con los nudillos. Miró a Sarah entre las pestañas—. Es depresivo.

—Ah.

—Está casado —prosiguió Heath motu proprio—. Tiene una hija. Al verle nadie diría que no está bien. Dirige un gimnasio con su mujer, tienen una casa impresionante, de más de tres mil metros cuadrados. —Estiró el brazo para apoyar la mano junto al plato. Empezó a frotar el borde esmaltado con el pulgar—. Cuando pasa por un mal momento acaba en la granja. Todo se le viene encima. Se limita a esforzarse para evitar que todo se desmorone.

—¿Tienes una buena relación con él?

—Es difícil tener una buena relación con él. Es curioso, porque me quiere, me quiere de verdad, pero yo… —Heath se calló y el remordimiento se reflejó en sus ojos. Sarah comprendió que estaba a punto de decir que él no quería a su hermano del mismo modo—. No sé por qué me quiere tanto. Se pueden contar con los dedos de una mano las veces que hemos hecho algo juntos.

—¿Es mayor que tú?

—Cuatro años.

—Quizá se siente culpable por no ser el hermano mayor que querría ser.

—Cuando está bien, se esfuerza al máximo en ser hijo, marido y padre, pero nunca, jamás, es fraternal. Él… —Heath levantó las manos y empujó una pared invisible—… guarda las distancias.

—Puede que no quiera agobiarte con su tristeza.

—Tal vez. —Heath dio un sorbo de whisky.

Sarah intuyó que reflexionaba sobre lo que había dicho y que quizá se arrepentía de haberse mostrado tan franco.

Sirvió el postre. Tenían los platos más llenos ahora que antes. Sarah añadió un poco de agua fría al whisky para que le durara más y dio un sorbo para probarlo.

—Cuando en una familia hay alguien con una enfermedad como esa, debe de ser duro ser el sano.

—Es más duro ser el enfermo, creo yo.

—¿Se parece a ti?

—Se nota que somos parientes. La gente dice que tenemos la misma voz. Pero él es muy guapo.

—¿Y tú no? —exclamó Sarah con sorna—. Caramba, pues debe de ser espectacular. —Se le escaparon las palabras. Apretó los labios; demasiado tarde. ¿Cómo podía decir eso, pensar eso, cuando hacía un ratito estaba a su lado en la ducha paralizada de miedo? ¿Qué demonios le pasaba? Se le presentaba la oportunidad de resaltar la naturaleza platónica de las cosas, y tenía que enlodarla con comentarios como ese. Parecía que quisiera introducir entre ellos un elemento de «quizá sí, quizá no». Si él le hubiera lanzado una de sus resplandecientes miradas verdes, Dios sabe de qué tonalidad de rojo intenso se habría teñido su rostro.

Él levantó el plato y examinó el contenido. Como si hiciera caso omiso del cumplido para no avergonzarla.

—Siento un cosquilleo en el estómago. Esto tiene una pinta estupenda. Y eso que a mí no me gusta el pudin de ciruelas.

A Sarah se le aceleró el pulso… era ridículo. La ropa interior de lana le daba calor, la piel le picaba. Le sudaban las palmas de las manos. Por primera vez en muchos años se sentía soltera. Ni casada, ni socia, ni machacada, escupida, embaucada, utilizada y dolida. Solo soltera. Y menudo momento para sentirse así. Ese era el problema de las personas con un atractivo notable: se hacían notar. Hasta que llegabas a conocerlas, solo veías su belleza exterior. La familiaridad moderaría el aspecto físico de Heath, pero la información que le proporcionaba gota a gota no lo conseguía; más bien aumentaba su atractivo. Sarah recuperó la compostura. Se dijo que no era que Heath le pareciera atractivo; es que lo era, lo cual era muy distinto.

Él movió la silla y apoyó los pies en un pedazo de madera, con el plato contra el pecho.

—¿Cómo irá el partido de críquet de hoy? Daría cualquier cosa por saber el resultado.

La barba incipiente se había vuelto más tupida. Tenía las mejillas rojas por el calor. Sarah observó cómo cambiaba de posición. De no ser por la cojera, se habría percatado mucho antes de que Heath movía el cuerpo como un gato. Vio que estiraba un solo grupo de músculos mediante un lento bamboleo del hombro, un leve giro de la cabeza. Estaba cómodo con su tamaño y su altura, y a menudo levantaba los brazos y arqueaba el cuerpo para extenderlo. En el establo se oía a Tansy sacudir el cuerpo. También ella se sentía cada vez más a gusto, menos alerta y más cómoda.

—Mmm… —Heath se arrellanó en la silla y se llevó a la boca un poco de postre—. Mis gustos están cambiando a medida que mastico.

Sarah apartó su plato. Se bebió el whisky.

—El pudin de ciruelas es una de las cosas que más me gustan. El mío lo guardo para luego.

—Debes de ser una adulta. Mamá dice que el pudin de ciruelas solo les gusta a los adultos. En Navidad me obliga a comerme el helado de chocolate en la mesa de los niños. Creo que después de esto tendré una silla en la de los mayores.

—Será divertido si conozco a tus padres. ¿La granja está muy apartada? ¿Fuiste a una pequeña escuela rural?

—Fui a un internado.

—Ah, un esnob educado en la ciudad. Suerte que no nos conocíamos; me habrías mirado por encima del hombro.

—No lo creo.

—Mi propiedad de Lauriston ha estado en venta —le contó—. La compraron hace una semana. La verdad es que no sé adónde iré después de esto.

—A mí gustan las montañas.

—Eso lo dices ahora. Puede que no opines lo mismo si seguimos aquí un par de días más.

—Qué va. Toquemos madera y todo eso… —Golpeó el bloque de madera con la punta de la bota—. De todos modos, esto no está mal. Tengo toda la vida para ver críquet tumbado en el sofá. Los momentos como estos se recuerdan siempre.

—Es una forma de verlo.

—Ya sé que para ti es distinto. Porque eres una mujer, vulnerable y todo eso.

—Eso es un comentario sexista.

—Me he expresado mal.

—Antes de que te pusieras en plan leñador rudo, estaba tentada de pensar que para mí también era un momento bastante agradable.

—Y entonces voy yo y te destrozo el estado zen. —Heath sonrió con la cuchara vuelta del revés en la boca.

La vaga atracción que había sentido Sarah por él ya había pasado. Pero él la avivó de nuevo con su sonrisa burlona.

—Yo no lo calificaría de estado zen. —Sarah cogió la botella. Se sirvió un poco de whisky en la taza—. Solo digo que yo tampoco estoy segura de que vaya a volverme loca de alegría cuando vea al equipo de rescate.

—Nos rebelaremos y exigiremos nuestro derecho a quedarnos aquí para siempre.

—Hasta que nos den lo que pedimos. Yo quiero recuperar mi granja. Y mi negocio. Y también mis caballos. Tengo toda una lista.

—Eso parece.

—¿Tú qué pedirías?

Él tuvo que pensarlo.

—¿Aparte de cinco millones en billetes sin marcar?

—Eso por descontado. Acordamos que iríamos a medias, ¿verdad?

—Pues mi perro —dijo él—. Quiero recuperar a mi perro. Quizá parezca un poco pobre al lado de tus exigencias.

—En absoluto.

Heath pensó qué otras cosas podía añadir.

—Nada más, solo mi perro.

—¿Lo perdiste?

—Murió hace poco. De viejo. —Heath comió más despacio—. Creo que ahora no tendría un perro, porque sufres mucho cuando se muere. O sea, quiero tener uno, pero no quiero encariñarme demasiado con él. —Sonrió con dulzura—. No sé cómo la gente se atreve a tener hijos, cuando a mí me asusta cogerle cariño a un perro.

—Yo quiero a Tansy como si fuera mi hija. Me pasa lo mismo que a ti. Solo de pensar que pueda ocurrirle algo… —Sarah meneó la cabeza.

—Te conquistan por completo.

—¿Cómo se llamaba el perro?

—Jasper.

—¿De qué raza era?

—Una mezcla. Básicamente era un sabueso.

Sopló una ráfaga de viento, lo bastante repentina para espantar a Tansy y lo bastante fuerte para levantar un trozo de cuerda atada a la baca de la caravana. La cuerda serpenteaba y azotaba el vehículo. Tansy echó a correr hacia el cercado buscando la seguridad de los espacios abiertos.

Heath observó la cuerda suelta. Con el viento, la niebla empezó a aclararse, o se había ido disipando poco a poco mientras hablaban, pero Sarah no se dio cuenta hasta entonces.

—Se va a levantar la niebla. —Consultó su reloj.

—¿Qué hora es? —preguntó él.

—Poco más de las cuatro y media.

Heath escudriñó la niebla, cada vez más fina. Ahora se distinguían las siluetas de la cabaña y del baño.

—Oiremos un helicóptero —dijo Sarah.

Una nueva ráfaga barrió el suelo del campamento. La cubierta de chapa del cobertizo repiqueteó y la cuerda desprendida fustigó la caravana.

—O se levantará demasiado viento para que venga el helicóptero —añadió—. He vivido un par de rescates en la montaña. Siempre les retiene el viento o la niebla. Lo uno o lo otro.

—No suele ser el viento —argumentó Heath, con la seguridad de quien tiene experiencia de primera mano—, sino la niebla. La visibilidad. No pueden volar con poca visibilidad. El helipuerto —señaló por encima del hombro hacia la pared posterior del cobertizo, para indicar el terreno despejado que había al otro lado— es una de las pistas de aterrizaje de montaña más peligrosas de la zona por eso, porque la niebla se cierra de repente aquí arriba.

Sarah se lo quedó mirando un momento. En parte deseaba que él contara su historia con franqueza —¿conocía la montaña o no la conocía?—, porque cada vez que se apartaba de su versión ella volvía a inquietarse.

—¿Y si intentáramos secar mi móvil por dentro? —propuso—. ¿Por qué no? Tal como está no funciona. Si lográramos repararlo, al menos sabríamos cómo está el tiempo y qué pasa en los pueblos, cuándo podrán venir.

Cada vez era más difícil pasar por alto los latigazos de la cuerda. Heath se puso de pie y se subió a la barra de enganche para alcanzar el extremo atado a la baca. La suspensión de la caravana chirrió bajo su peso. No llevaba el vendaje de film transparente en la rodilla. Colocó la pierna hacia fuera en un ángulo extraño e intentó desatar la cuerda con una mano, mientras se sujetaba con la otra para mantener el equilibrio.

—Puedo hacerlo yo —dijo Sarah, y se levantó.

—Ya la tengo.

Las facciones de Heath se crisparon y palidecieron de dolor cuando se apoyó en las dos piernas sobre la barra de enganche. Ella vio que tensaba y movía la mandíbula hacia atrás y hacia delante, incómodo, mientras acababa de desatar la cuerda. No cabía duda de que se había hecho daño, pero era tan tozudo como lo sería ella en esas circunstancias.

—Es la cuerda en la que los trabajadores tienden la ropa. —Sarah levantó la vista hacia las vigas del techo—. Debieron de atar el otro extremo ahí arriba.

Heath se enrolló la cuerda suelta en la mano. Parecía que no tenía muy claro cómo bajar. Sarah se acercó y le ofreció el hombro para que se apoyara, como había hecho en el lodazal. Él seguía sin saber cómo dar aquel saltito. Ella se volvió y le ofreció la espalda.

—Sube.

—Tengo que vendármela otra vez —dijo él, un tanto abochornado por la situación.

La maniobra no implicaba que montara a caballito, sino más bien que se deslizara. Sarah se encorvó y él apoyó el cuerpo sobre su espalda. Ella empezaba a acostumbrarse a su peso después de tirar de él para sacarle del lodazal, ayudarle a llegar al cobertizo, sentarle en la silla. Cuando se enderezó, él se dejó caer suavemente en el suelo. Al principio se aguantó sobre un pie y luego apoyó el otro con mucho cuidado.

—Está peor. —Tenía la cara blanca, por la preocupación o el dolor, o por ambas cosas.

—Te ayudaré a vendarla.

Él se metió la cuerda en el bolsillo. Puso las manos alrededor de la rodilla. Por primera vez Sarah vio en sus ojos una mirada de miedo indisimulado.

—Ve a la pata coja hasta la silla.

Él así lo hizo.

—¿Dónde guardaste el film transparente?

—En el cajón bajo la cama.

—¿Necesitas un calmante?

—No, no —respondió él.

No era fácil encontrar el cajón bajo la cama de la caravana. Estaba escondido y Sarah no lo había visto en los primeros registros. Empujó un panel que había a los pies y apareció un cajón alargado. Dentro estaba la ropa con la que había llegado Heath, limpia, seca y bien doblada. Apretó las prendas para ver si había algo en los bolsillos. Pero sin sacudir los pantalones era difícil saberlo. Y la meticulosidad con que estaba doblada la ropa le indicó que Heath notaría que había estado rebuscando en sus cosas. El rollo de film transparente también estaba en el cajón, junto con una cantimplora que Sarah había visto sobre el armario de la cocina y un montón de bolsas de basura apelotonadas que él debía de haber sacado también de algún armario.

Cuando volvió donde estaba Heath, llevaba su móvil además del rollo de film transparente.

—Quizá se te dé mejor que a mí abrirlo.

Le pasó el teléfono. Se acuclilló junto a la pierna de Heath y empezó a despegar el film transparente del rollo. Al parecer él dudaba si coger o tocar siquiera el móvil. Lo dejó a su lado sobre la mesa.

—Temo estropearlo al abrirlo.

—Ya está estropeado. Voy a abrirlo de todos modos. —Sarah desenrolló un pedazo de film—. Si consigo que funcione, les diré a los del equipo de rescate que no pienso abandonar a mi caballo, que solo necesito que me tiren comida y suministros. —Sarah dirigió la mirada hacia donde estaba Tansy—. No lo digo por decir… no voy a abandonar a mi caballo. —Quizá fuera el whisky, pero de repente sintió la seguridad necesaria para decir—: Si he de convivir con alguien, me alegro de que sea contigo, Heath. Si no quieres que diga nada sobre ti, no lo haré.

—Lo que pasa es que no creo que el móvil vaya a funcionar si lo abrimos.

—Tiene que secarse, nada más.

Sarah esperaba ver una hinchazón en la rodilla de Heath, pero solo había un bultito sobre la rótula, probablemente una carnosidad normal. Tendría que ver la otra pierna extendida para poder comparar. Heath tenía la otra rodilla doblada y una mano apoyada encima. No podía decirle de pronto que confiara en ella y a continuación pedirle que le enseñara las dos piernas para que pudiera juzgar por sí misma la gravedad de la lesión.

—¿He de vendarla de algún modo especial?

—Dame. —Él se inclinó hacia delante y cogió el rollo—. Por encima y alrededor.

Ella se quedó acuclillada mirando cómo lo hacía.

Heath hizo un vendaje en forma de rombo evitando la rótula. Al estar inclinado hacia delante, su cabeza quedaba a la misma altura que la de ella.

Hay mujeres que, al casarse, no arrinconan la habilidad de mirar a un hombre, de lanzar una mirada directa de significado inequívoco; el contacto visual que hiende la camaradería, las convenciones, la buena educación, que lo disuelve todo por un momento. «Tú tienes algo que me gusta». Sarah había tirado a la papelera esa mirada hacía mucho. No había sido un acto consciente. Leal por naturaleza, había perdido sus aptitudes para ligar mucho antes del altar, antes del anillo de compromiso, había pensado que no necesitaría volver a ligar en el momento en que su marido le dijo «Te quiero» y ella le respondió lo mismo, con fe ciega en el Amor Único. Otros diez años de polvo se habían posado sobre su mirada, sobre sus aptitudes para ligar. Debía de tenerlas oxidadas. Heath apenas la miró. Rasgó el film transparente y remetió el extremo.

—Sí que me tomaría un calmante. ¿No te importa?

Probablemente era mejor que no se fijara en ella. Sarah daba bandazos de un sentimiento a otro, cambiaba de rumbo a mitad de camino, se agarraba a cualquier cosa que le pareciera un posible bote salvavidas. Estar constantemente en dos cabezas la mareaba.

Los calmantes estaban en la alforja. Soplaban ráfagas de viento cada pocos minutos. A través de las finas capas de niebla se vislumbraba un cielo gris de última hora de la tarde. Sarah fue hacia la silla de montar. Se tambaleaba. La comida no había sido suficiente para impedir que el alcohol se le subiera a la cabeza.

Sus calmantes no eran de los que se venden sin receta. Sarah había padecido la primera migraña de su vida semanas después del derrumbe de su matrimonio. Tres días en cama, vomitando y postrada por el dolor de cabeza. Temía el ataque de aquel transatlántico de dolor, la proa de aquel crucero que avanzaba trabajosamente dentro de su cráneo. No se fiaba del paracetamol después de la migraña. Últimamente, en cuanto sentía la primera punzada en la cabeza recurría al armamento pesado. Cortaba de cuajo.

—Puede que solo necesites media pastilla —dijo al volver a la mesa—. Son fuertes. No eres alérgico a la morfina, ¿verdad?

—¿Qué?

—Son realmente fuertes.

Sarah le enseñó la caja. Él dio un respingo.

—¿Qué son?

—Nordoxin.

—Yo pensaba en un par de Panadol…

—Solo tengo esto.

—Pues paso. —La miró a la cara—. Gracias de todas formas.

Sarah volvió a llevar las pastillas a la alforja y las guardó. La reacción de Heath había dejado clara una cosa: no era un traficante de drogas. Se diría que nunca había caído bajo el embrujo de nada más fuerte que las vitaminas.

—Creo que iré a acostarme —le gritó él.

Heath se levantó y entró en la caravana antes de que Sarah tuviera tiempo de contestar. Ella se dejó caer de lado sobre la silla de montar y se quedó mirando la mesa vacía. Era un aspecto de la soltería que había olvidado: la absoluta confusión y el carácter voluble de todo, el aguijón del rechazo, incluso en esa situación, en que era mejor ser rechazada.

Cuando volvió a la mesa, tapó la botella de whisky y la guardó, para no tenerla a la vista. Se comió el postre. El móvil estaba en el lado de la mesa de Heath, abandonado, rechazado, un poco como ella. El exceso de alcohol se manifestaba como un sonido uniforme en sus oídos. Intentó pensar con claridad. No pudo. Sí se fijó en que Heath se había llevado el rollo de film transparente y en que el trozo de cuerda había desaparecido.