El golpetazo tiró a Sarah al suelo. Que estaba en posición horizontal fue lo primero que registró su mente; luego llegó la descarga de dolor, que borró cualquier otro detalle. Se le escapó un suspiro de entre los labios y se quedó inmóvil, aturdida por la fuerza brutal del impacto.

Notó el sabor de la sangre, tenía entumecida la parte inferior de la cara y sentía como si los dientes no estuvieran en su sitio. Le ardía la punta de la nariz. Le zumbaban los oídos. Se giró de medio lado. Le entró polvo en la garganta. Se le clavaron piedrecitas en los hombros, luego en los codos y finalmente en la palma de las manos mientras se incorporaba. La camisa y los vaqueros no la habían protegido lo más mínimo. Las botas de montar pesaban como si fueran de plomo. Aunque era de constitución delgada, había perdido por completo la sensación de ser liviana. Se puso de pie y avanzó tambaleante hacia un lado. Una tonta de dos patas, eclipsada por Tansy, un cuadrúpedo impresionante, que daba vueltas cerca, resoplando de arrepentimiento por los ollares dilatados, con la cuerda de la cabezada colgando suelta y un destello de inquietud en los ojos. «Perdona», le decía la yegua, «pero ¿en parte no te lo esperabas?».

Tansy se había detenido en seco al pie de la rampa, había levantado la cabeza en gesto de protesta y el amplio hueso del morro había impactado en la mandíbula, la barbilla y la boca de Sarah. Peor habría sido que le hubiese dado un centímetro más arriba. Sarah se palpó la nariz para asegurarse de que estaba intacta. Comprobó que los dientes siguieran en las encías. Lo que sí había recibido una sacudida era la sustancia blanda del interior del cráneo. Se le empezó a nublar la vista y se acuclilló, con los dedos extendidos en la tierra.

El foco del patio iluminaba el remolque y la vieja camioneta Ford F100 de Sarah. La puerta del conductor del vehículo estaba abierta. La luz amarillenta del interior se reflejaba en el parabrisas y el salpicadero. Más allá de la larga hilera de caballerizas, en la oscuridad, se oían los primeros trinos que anunciaban el amanecer. No corría aire. Aparte del gorjeo de los pájaros, no se oía nada. No llegaba ningún sonido de los corrales a oscuras ni de las caballerizas, y el silencio aumentaba la inquietud de Tansy. Sarah intentó levantarse de nuevo. Esta vez le salió mejor.

Tansy seguía dando vueltas, manteniéndose alejada del haz de luz. La yegua era una silueta borrosa, parecía que su cuerpo no tuviera partes definidas: ni flancos, ni zona interna de las patas, ni cernejas, ni pestañas; un ser azabache, negro como la tinta desde la punta de las orejas hasta el extremo de la cola. Tansy sacudió la cabeza y se oyó el sonido metálico de la anilla de la cabezada. Ahora que prácticamente había noqueado a Sarah, al parecer consideraba más correcto mantener una actitud beligerante, como si fuera reacia a la idea de haber causado daño sin un buen motivo.

Sarah dio unos pasos y se apoyó en el guardabarros de una rueda del remolque. Volvió a tocarse la cara. Todavía notaba zonas entumecidas. Tenía sangre en los dedos. La pechera y los puños abrochados de la camisa estaban moteados de puntos oscuros. Había manchas de sangre en el dorso de la mano izquierda. Salpicaduras rojas en los costados del pantalón. ¿Cómo habían ido a parar allí? Se dio toquecitos en la cara con una punta de la camisa, que llevaba por fuera de los vaqueros.

Ya clareaba y se intensificaron los trinos. Sarah se pasó la lengua por los labios para eliminar el polvo y la sangre. Las urracas comenzaron a graznar. Las polillas que habían revoloteado en torno al foco desaparecieron. Las sombras perdieron densidad. Empezaba a dolerle la mandíbula y el aire frío le provocaba punzadas en el hueso. Le rondaba una jaqueca.

Miró la hilera de caballerizas vacías. Paseó la vista por los cobertizos desiertos y el hormigón barrido, contempló el patio pulcro y las estanterías despejadas del guadarnés. Pensó que su cara magullada armonizaba con ese escenario desolado. En aquel momento, no quedaba ni rastro de la belleza juvenil que aún conservaba a los treinta y cinco. Sarah era morena, pero se sentía canosa y desvaída; tenía una melena lustrosa que le llegaba hasta los hombros, pero los mechones que se habían soltado de la cola de caballo caían lacios sobre la cara; era de tez olivácea, pero ahora se sentía pálida, y notaba carnosa y protuberante la nariz, que era respingona y pequeña. Y los labios, que algunos consideraban su rasgo más atractivo y sexy, estaban muy hinchados, ensangrentados y amoratados; la sonrisa de un payaso. El golpetazo de Tansy no había añadido humillación al daño, sino al revés.

A través de la hilera de manzanos veía la gran estructura de madera reforzada que sostenía el enorme letrero de «Se vende». Una propiedad como esa exigía estrategias de marketing vistosas. El agente inmobiliario había empezado a hablar de las posibilidades antes de que Sarah terminase de estampar su rúbrica en el contrato en exclusiva con la agencia. Los rayos de sol caían sesgados sobre el valle. Bañarían en un resplandor cobrizo, para deleite de quienes pasasen por la carretera, las fotografías de la sala de Sarah, de la chimenea de piedra, de la cocina rústica, de los techos abovedados, de las paredes forradas de madera de cedro. También estaban expuestas, a la vista de cualquiera, imágenes de los patios y de la oficina, y una foto antigua de una fila de caballos con sus jinetes saliendo por la entrada principal.

«¡Casa increíble! ¡Excelente parcela! ¡Negocio local consolidado!», proclamaba el anuncio con burdas letras rojas. Y más abajo: «¡EL TRIPLETE!». Los agentes inmobiliarios se consideraban muy inteligentes por haber dado con ese juego de palabras. Como si las excursiones a caballo tuvieran algo que ver con las apuestas en las carreras. Imbéciles.

Sarah desvió la mirada hacia las montañas y la masa de nubes que estaba formándose en un cielo por lo demás azul. Era un insulto, una afrenta, perder un negocio y una casa, una forma de vida. Era profundamente ofensivo, una completa humillación, sobre todo en una localidad pequeña, donde todos te observan. Junto a la entrada de atrás, Tansy piafaba. Quería ir al cercado grande, el que le permitiría alejarse lo máximo posible de las caballerizas vacías y el remolque.

Sarah soltó en el corral central a la yegua, de cuya cabezada todavía colgaba la cuerda. Metió la rampa en el remolque vacío y la encajó en su sitio. Cerró la puerta de la camioneta y se dirigió hacia la casa.

Tansy relinchó: «Eh, no me dejes colgada». Siguió otro relincho más fuerte: «Sarah, no te vayas…».

Taciturna, voluble, terca, con arranques de mal comportamiento, pero por dentro frágil, propensa a sentirse perdida y rechazada. Una adolescente, ese sería el equivalente humano de Tansy. Sarah se acordaba bien de esos años. Se sentía identificada. Subió los escalones del porche.

En las fotografías desperdigadas por la casa de Sarah (descolgadas de las paredes, apoyadas en el zócalo y en las cajas de embalaje) aparecía Tansy en todas las etapas de crecimiento: una potrilla tímida y negra como el carbón al llegar a su nuevo hogar, una cría juguetona que se iba aclimatando, una yegua joven y cautelosa recién domada, una hembra adulta en el cercado con los demás caballos. En el pasillo se apilaban los dibujos al carbón de Tansy que Sarah había encargado a su pintor de animales favorito. A través del plástico de burbujas y la cinta aislante apenas se distinguía la silueta de la yegua negra, una sombra bajo las capas de envoltorio. En las paredes del dormitorio de Sarah colgaban las cintas de colores brillantes y los certificados de competición enmarcados de Tansy.

Sarah se quitó la camisa, se despojó de las botas a puntapiés y se inclinó sobre la pila para examinar las heridas en el espejo. Adelantó la cara. Le saldrían unos buenos moretones pero, aparte del labio partido y el corte en la lengua, no tenía nada grave. Apretó hacia dentro los labios ensangrentados para hacerlos desaparecer. Con suavidad se cubrió la barbilla con la mano para ocultar la rojez, se soltó la cola de caballo y se acercó el pelo a la mandíbula para tapar la hinchazón. Bajó la mano y relajó la boca. Las gafas de sol no servirían para nada. Una mascarilla de cirujano era la única opción que se le ocurría. Ojalá una epidemia vírica asolara los estados del este de Australia.

Durante unos segundos sostuvo la mirada de su reflejo en el espejo y buscó algo dentro de sí: una chispa, energía, un motivo para… seguir adelante. Apartó la vista.

Se quitó el sujetador manchado de sangre y los vaqueros. Se pasaba el verano en camiseta sin mangas y pantalones largos, como demostraban las marcas de bronceado. Tenía los brazos del color del café solo, el cuello atezado y el escote un poco demasiado tostado, mientras que el pecho y el torso eran de un moreno más claro, quizá café con leche. La ascendencia de Sarah no era tan pura como la de Tansy. Una pincelada de distintas nacionalidades le confería su color de piel. Tenía las piernas largas y de una suavidad aterciopelada. La ropa interior era un triángulo de tela negra transparente. Una buena amazona siempre tenía los muslos, las pantorrillas y el trasero bien torneados, los brazos de una cuidadora de caballos eran bonitos y musculosos. Sarah atraía las miradas en el pueblo, y no solo por las habladurías. Se tomó un calmante y se metió en la ducha para desprenderse de los restos de polvo y sangre, para quitarse de encima la sensación de que la habían derribado.

—Papá, no creo que pueda ir hoy, lo siento.

Sarah se quedó callada, escuchando la respuesta de su padre. Cuando se dio cuenta de que no podría meter baza en un buen rato, conectó el altavoz del móvil y siguió vistiéndose. Escogió unos vaqueros negros y una camiseta ceñida azul marino. Se puso botas altas de montar. Su padre seguía regañándola desde el tocador, un chorro de ira apenas contenida, el tipo de sonido que hace que los perros gimoteen y se escondan.

—Lo siento, papá —contestó ella en dirección al teléfono.

Lo bueno de que la casa ya estuviera recogida y lista para la mudanza era que quedaban pocas señales del otro hombre que imponía su presencia en la vida de Sarah. Todo lo que él había dejado se hallaba en el fondo de una caja o había sido tirado desde lo alto, con fuerza, al cubo de la basura. Ahora, al atravesar las habitaciones sorteando los enseres domésticos agrupados y las pilas clasificadas de ropa de casa, no se tenía la sensación de que Sarah solo fuese la mitad de una ecuación. Los objetos que no se empaquetaban, los de mayor tamaño, eran demasiado comunes para dar pistas: el escritorio del estudio no decía «pareja casada», la televisión no decía «señor y señora», la mesa del comedor no decía «almas gemelas», y tampoco la lavadora-secadora, ni siquiera la cama extragrande. Podía ser que a Sarah le gustase dormir despatarrada, o que llevara una vida sexual muy activa y necesitase un colchón inmenso para sus variadas aventuras de alcoba. Bastante improbable. Ojalá la cama extragrande hubiese sido un volcán de promiscuidad. Ojalá su marido nunca hubiese recostado en ella su enorme cuerpo. Pero entonces tendría que retroceder aún más en el tiempo, ¿verdad?, de modo que nunca hubiesen estado juntos para comprarse la cama. Tendría que retroceder varios años, borrar pedazos de historia: vacaciones, fiestas, innumerables paseos a caballo, cumpleaños, cenas, la luna de miel, la boda, la compra de la finca. ¿O todo se reducía a la cama? Al fin y al cabo, el sexo era el nexo, lo que inicialmente les unió y lo que les había separado.

Su marido, su ex marido, era alto. De adulto siempre había querido una cama extragrande. Finalmente la consiguió. Sarah estaba al pie de ella y el retumbo de la reprimenda paterna, que ahora le llegaba directamente del teléfono al oído, le acentuaba el dolor de cabeza. Desenrolló su cinturón de piel favorito y, con una mano, lo pasó por las trabillas de la cintura y abrochó la hebilla. El problema era que el colchón extragrande no había impedido que su marido se subiera a otros del tamaño que fuese. Nada, ni siquiera el anillo de casado, había puesto fin a eso.

Ya en la cocina, Sarah dijo:

—Papá, tengo que colgar.

Desde la ventana vio, más allá de la entrada principal, a la niña del otro lado de la carretera, que conducía una motocicleta infantil. En el manillar brillaban unas guirnaldas navideñas. La niña llevaba un casco con astas peludas de reno. Su madre, en bata y zapatillas, le hacía fotos desde el arcén. Eran las seis. El día poseía ya ese dulce ímpetu exclusivo de la mañana de Navidad. Como si la buena voluntad hubiera cambiado las cosas a nivel molecular. Todos esos pensamientos de niños sobreexcitados y de padres que rogaban haber acertado con el regalo cargaban la atmósfera.

En casa de Sarah no había ningún adorno. Montar un árbol de Navidad no había sido una tarea prioritaria para ella. Miró el montón de felicitaciones navideñas sin abrir que había en el banco de la cocina.

Su padre no paraba ni para respirar. Continuaba hablando mientras la niña de la motocicleta se subía al bordillo, viraba para esquivar el buzón de Sarah, derrapaba en la grava y caía entre una nube de polvo. La madre corrió hacia ella, le sacudió la ropa, enderezó las astas, la ayudó a montar en la motocicleta (¡de vuelta al sillín!), y su padre seguía hablando.

—No eres la primera que se divorcia, y desde luego no eres la primera que descubre que su pareja es un maldito mentiroso infiel. Tu madre lleva semanas cocinando. ¿Y si todos los que están en pleno divorcio no se presentaran a la comida de Navidad? ¿Y qué me dices de las parejas con hijos? Para ellos es más duro y aun así se las apañan.

—Tienes razón.

—Entonces, ¿vendrás?

—No.

—¡Sarah!

Era el momento en que los truenos y los relámpagos llegaban a la vez y sabías que la tormenta estaba justo encima. Pero solo a los niños y a los perros les asustaba un tiempo así; a los adultos a veces les apetecía salir a empaparse de la furia de la naturaleza.

—Feliz Navidad, papá.

—¿Cómo?

—Y feliz Año Nuevo.

—Juro por Dios que si no mueves el culo y…

Apartó el móvil de la oreja. Sin la debida distancia, la tormenta tendía a alterar un poco los nervios.

Cogió el montón de cartas. Le llamó la atención un sobre dirigido a «Dean y Sarah Barnard». Sacó la felicitación navideña.

Ponía: «¡Felices fiestas, pareja de la montaña del Diablo! Esperamos que todo vaya bien. Tenemos que vernos en cuanto volvamos a Australia. Con cariño, el dúo de senderistas».

Incluía una foto de los dos, vestidos con el equipo de senderismo, en la ladera de una colina, sonrientes, cogidos por los hombros. Sarah levantó la cabeza y clavó los ojos en el otro extremo de la cocina.

Mentalmente vio a su marido entrar por la puerta, con las gafas de sol puestas, la barba recortada y el pelo acicalado con fijador, impecable. Debería haberse dado cuenta hacía años. Los caballos no necesitaban verlo tan peripuesto. Sarah tampoco, a ella le gustaba más en plena cabalgada, sudoroso, con la vista fija en el camino, sin prestar atención a lo guapo que era. Ella adoraba el olor a naturaleza, los perfumes la hacían estornudar, los aromas artificiales le repelían, por tanto, ¿por qué se rociaba él de loción para después del afeitado todas las mañanas y tras cada ducha? ¿Y a santo de qué tantas duchas? ¿Tres al día? ¿Era preciso? Sarah había empezado a preguntarse ingenuamente si padecía un TOC, un trastorno obsesivo compulsivo.

No, no era eso, a menos que TOC también significase trastorno de un obseso por el coito. A los auténticos enfermos de TOC sin duda les horrorizaría tanto contacto íntimo, tanto conocimiento carnal.

Sarah dejó la foto de sus amigos y levantó el teléfono del banco.

—Papá, dile a mamá que lo siento.

Dio por terminada la llamada.

A su padre iba a sentarle fatal que le hubiese colgado, pero a Sarah no podía importarle menos. Se metió el móvil en el bolsillo.