Capítulo 18

La sala del tribunal del juez Telford estaba abarrotada hasta los topes cuando el ujier convocó el caso del Pueblo contra Malden.

—Preparado a favor de la acusada —dijo Mason.

Halmiton Burger contestó el desafío de Mason:

—Preparado para la acusación. —Luego continuó untuosamente—: Con la venia del tribunal, doy por supuesto que el señor Mason no desea someter al condado a un montón de gastos innecesarios.

»Después de todo, este caso ha sido prácticamente expuesto a juicio con anterioridad. Fue necesario anularlo a causa de un motivo técnico. Estoy invitando ahora a la defensa a que se muestre de acuerdo en que las pruebas que se recibieron en el primer juicio preliminar puedan estimarse como que han sido recibidas también en este caso. Tengo una transcripción de ese testimonio y, si ese convenio es aceptado, presentaré la transcripción original al tribunal, entregaré una copia al señor Mason y retendré una copia para mí.

»No veo motivo alguno para repetir todo el procedimiento, que tanto tiempo consume, de la presentación de pruebas que ya se han presentado ante este mismo tribunal en el mismo caso.

—No hay necesidad de discutir —dijo Mason, moviendo una mano con un ademán que quería ser lo bastante comprensivo—. Se acepta el convenio, pero sometido a la condición de que tengo derecho a hacer repreguntas a cualquier testigo que haya comparecido en el primer juicio preliminar.

—Bueno, con la venia del tribunal —objetó Burger—, he de decir que eso puede resultar bastante fastidioso. Esa condición puede invalidar el convenio.

—¿Por qué? —preguntó el juez Telford.

—Porque podría prolongar las cosas exageradamente.

—Pero —explicó el juez Telford con paciencia—, si usted rechaza ese convenio y vuelve a llamar a los testigos y les hace las mismas preguntas, el señor Mason tendrá luego derecho en las repreguntas a hacer las mismas preguntas que hizo antes, y además, desde luego, tendrá derecho a hacer preguntas suplementarias.

—Sí, eso supongo —reconoció Burger.

—Por tanto, el convenio que propone tiene el efecto de ahorrar el tiempo de usted, el tiempo del tribunal y el tiempo de los testigos; pero sigue protegiendo los derechos de su cliente.

—Muy bien —dijo Hamilton Burger de mala gana—, aceptaré ese punto. Puede declarar que en este caso hay aspectos que se refieren a la conducta de la defensa y que tengo el propósito de llevar ante el colegio de abogados, y por esa razón no me importa…

—¡Eh, un momento, un momento! —exclamó el juez Telford dando unos golpes con su mazo—. Considero improcedente ese comentario. Este tribunal tiene el propósito de velar para que no se introduzcan asuntos extraños al caso y que no haya intercambios personales entre la acusación y la defensa. ¿Lo ha comprendido usted, señor Burger?

—Sí, señoría.

—Muy bien. Sobre la base de la estipulación propuesta por el señor Mason, el testimonio que fue ofrecido en el caso anterior del Pueblo contra Malden se considera como prueba en este caso, sujeta a la condición de que el señor Mason tiene derecho a hacer nuevas repreguntas a cualquier testigo que declarase en el juicio anterior. Ahora llame usted a su testigo siguiente, señor fiscal.

—El sargento Holcomb —anunció Burger.

El sargento Holcomb, de la sección de homicidios, se adelantó, prestó juramento, se identificó en cuanto a nombre, residencia y ocupación como sargento de la sección de homicidios.

—¿Ha hecho usted alguna gestión —preguntó Hamilton Burger— para localizar al dentista que se encargaba de cuidar el estado de la dentadura del doctor Malden?

—Sí, señor, la he hecho.

—¿Encontró usted a ese dentista?

—El único dentista al que pude encontrar fue a uno que había llevado a cabo ciertos trabajos en la dentadura del doctor Malden hace unos siete años.

—¿Qué gestiones realizó usted, sargento?

—Me puse en contacto con todos los dentistas de la ciudad y les pedí que mirasen sus archivos para ver si habían llevado a cabo algún trabajo en la dentadura del doctor Malden.

—¿Y a cuántos encontró usted que hubiesen hecho eso?

—Sólo había uno.

—¿Quién era?

—El doctor Reedley Munger.

—Por ahora, eran éstas todas las preguntas que tenía que hacerle —manifestó Burger.

—No tengo que hacer ninguna pregunta —dijo Mason.

—Llamaré al doctor Reedley Munger.

El doctor Munger, un individuo alto, flaco y con aspecto de deshidratado, se adelantó, alzó la mano derecha, prestó juramento, dio su nombre, domicilio y profesión al secretario y tomó asiento en la silla de los testigos.

Burger personalmente llevó a cabo el interrogatorio.

—Doctor Munger, ¿quiere hacer el favor de decirnos cuáles son sus títulos como doctor en odontología?

—Un momento —intervino Mason—, damos por buenos los títulos del doctor Munger como doctor en odontología, sin perjuicio de posteriores repreguntas en caso de que así lo necesitemos.

—Muy bien —dictaminó el juez Telford—. La estipulación da por buena la cuestión de esos títulos. Continúe usted, señor fiscal del distrito.

—¿Conocía usted al doctor Summerfield Malden en vida de éste?

—Sí, señor, lo conocía.

—¿Lo consultó a usted alguna vez el doctor Malden profesionalmente?

—Sí, señor.

—¿Cuándo?

—Durante un período de siete años que terminó hace aproximadamente unos siete años.

—¿Hizo usted un diagrama de la dentadura del doctor Malden?

—Sí, señor, lo hice.

—Le pregunto ahora si vio a un cadáver o los restos carbonizados de un cadáver que recibió en el depósito el número once mil doscientos treinta y uno.

—Sí, señor, lo vi.

—¿Tuvo oportunidad de examinar la dentadura de ese cadáver?

—Sí, señor.

—¿Tenía usted en aquella ocasión un diagrama que mostrase el estado de la dentadura del doctor Malden después del último tratamiento que le había hecho?

—Sí, señor.

—En su opinión, ¿se trataba del cadáver del doctor Summerfield Malden?

—Bueno, vamos a ver, señor Burger —respondió el testigo—, ésa no es exactamente la forma como me hizo usted la pregunta cuando…

—Es la forma en que le estoy haciendo a usted la pregunta ahora —disparó Burger—. ¿Era o no era el cadáver?

Munger frunció los labios y se quedó mirando al fiscal del distrito. El trazo de una línea obstinada se le puso de manifiesto en la comisura de los labios.

—Mi diagrama de la boca del doctor Malden, según mi mejor opinión, no aparecía completo. Yo…

—Limítese a contestar a la pregunta —lo interrumpió Burger, repentinamente enfadado.

Los labios del doctor Munger se apretaron en una línea de ceñuda obstinación.

—No lo sé.

Burger, súbitamente escandalizado por la respuesta del testigo, dijo:

—Bueno, ¿qué es lo que usted sabe?

—Con toda seguridad, sé una cosa —respondió Munger airadamente—. Sé de odontología tanto como usted pueda saber de derecho.

La sala estalló en una carcajada cuando los espectadores, encontrando un alivio a la tensión dramática del momento, dieron paso al jolgorio. Incluso el juez Telford, comprendiendo indudablemente que Burger había provocado aquella réplica del dentista, aguardó unos momentos antes de conminar al público a que se abstuviese de nuevas manifestaciones.

—Lo que yo quería decir —puntualizó Burger con fría rabia— era esto: ¿qué sabe usted sobre la dentadura del cadáver que examinó, comparada con la dentadura registrada en el diagrama?

—El doctor Malden —contestó Munger— tenía una dentadura en un estado insólitamente satisfactorio cuando lo vi por última vez de un modo profesional. El cadáver que examiné tenía una cantidad normal de decaimiento de la dentadura y una cantidad correspondiente de trabajo de reparación. Había habido algunos empastes menores como se muestran en el diagrama que llevo aquí. Ha de recordarse también que el cadáver que vi había estado sometido a un calor extremado. Declararé profesionalmente que era posible que el cadáver que vi hubiese sido el del doctor Malden, hablando por completo a base de una comparación de la dentadura con mi diagrama. También declararé que es perfectamente posible que el cadáver no fuese el del doctor Malden.

Burger vaciló un momento. Luego se dedicó a efectuar una consulta entre susurros con Carl Hurley.

—Repregunte —disparó a Mason.

—¿En qué aspecto la dentadura del cadáver que usted examinó se diferenciaba de su diagrama, doctor?

—Se habían hecho muchos trabajos en la dentadura del hombre cuyo cadáver examiné. Dos de los dientes que correspondían a los que yo había empastado siete años antes habían sido extraídos desde entonces. Por tanto resulta imposible decir nada sobre ellos. Otra de las demás extracciones, esto es, la de una muela del juicio, era una que había hecho yo. Una muela que mi diagrama muestra como empastada era la misma que una de las muelas del cadáver, y el empaste era del mismo carácter y colocación en la muela.

—¿Eran ésos todos los puntos de similitud?

—Sí, señor.

—¿Cuántos otros empastes se habían hecho?

—Cinco.

—Entonces, si el cadáver era el del doctor Malden, se habían hecho arreglos dentales bastante extensos desde que consultó a usted por última vez, ¿no?

—Prefiero no utilizar palabras como la de extensos, señor Mason, si a usted no le importa. Estoy tratando de prestar mi declaración con completa exactitud. Afirmaré que si el cadáver era el del doctor Malden, entonces el doctor Malden había hecho que le practicasen algunos trabajos dentales complementarios en la extensión que he mencionado y que ese trabajo dental se había llevado a cabo desde que profesionalmente lo vi por última vez.

—Pero usted veía al doctor Malden en sociedad, ¿no es así?

—Sí, señor, lo veía.

—¿Cuándo?

—Con más o menos frecuencia. Los dos éramos miembros de un club de comidas.

—¿Le mencionó usted al señor Malden en esas ocasiones que había transcurrido ya algún tiempo desde que le examinó por última vez la dentadura?

—No, señor. No considero que eso resulte profesionalmente decoroso. Pero mis archivos muestran que en varias ocasiones el doctor Malden había recibido una notificación regular y rutinaria de mi enfermera jefe diciéndole que había transcurrido algún tiempo desde que se había examinado la dentadura por última vez.

—¿Le dijo el doctor Malden a usted alguna vez que había recibido esas noticias? —preguntó Mason.

—Protesto, señoría. Ésa es una pregunta incompetente, irrelevante, sin importancia e impropia de una fase de repreguntas —intervino Hamilton Burger.

—Voy a permitir que el testigo conteste a esa pregunta —decidió el juez Telford—. El tribunal está interesado en esta fase del asunto.

—Sí, señor, me dijo algo —contestó el testigo.

—¿Cómo fue la conversación?

—El doctor Malden me dijo que había estado recibiendo mis tarjetas y que cualquier día iría a verme, pero que tenía la dentadura en excelentes condiciones, que durante algún tiempo se había interesado por descubrimientos relativos al uso de cierto producto químico en el agua destinado a conservar la dentadura y que había estado tomando diminutas cantidades de ese producto con el propósito de evitar la caries dental.

—¿Y en ningún momento le expuso a usted algún motivo que le hiciera pensar que había consultado con otro dentista? —preguntó Mason.

—Protesto contra esa pregunta porque tiende a sacar una conclusión del testigo, porque es capciosa e impertinente en la fase de las preguntas —dijo Hamilton Burger.

—Admitiré esa protesta a la pregunta en la forma que se ha hecho, a causa de que no es propia de la fase de las preguntas —decidió el juez Telford.

—¿Le aclaró a usted en alguna ocasión el doctor Malden que había consultado con otro dentista desde la última vez que estuvo usted tratándolo? —inquirió Mason, modificando su pregunta anterior.

—La misma protesta —dijo Burger.

—Se rechaza al protesta.

—No —respondió el testigo.

Mason dirigió una sonrisa burlona al chasqueado fiscal del distrito.

—Eso es todo.

—¡Un momento! —exclamó Burger cuando el testigo se disponía a abandonar el estrado—. ¿Es posible o no lo es, doctor, que desde un punto de vista de comparación dental, el cadáver que usted vio fuera el del doctor Summerfield Malden?

—Es posible.

—Eso es todo —disparó Burger.

—¿Es probable? —preguntó Mason.

—Eso —replicó Munger— creo que es el tribunal quien tiene que decidirlo.

—Y cree usted muy bien —comentó el juez Telford, sonriendo.

—No tengo que hacer más preguntas —dijo Mason.

—Tampoco nosotros —manifestó Burger—, y, con la venia del tribunal, si el señor Mason desea inducir al tribunal a que se deje en libertad a la acusada sobre la base de que no ha habido una prueba concluyente de asesinato, deseo refutar ese punto.

Mason replicó:

—Usted ha estado organizando toda una campaña de publicidad en la prensa sobre el hecho de que tenía a Darwin Kirby como su testigo principal. ¿Por qué no lo hace comparecer y…?

El juez Telford interrumpió la pregunta con unos golpes de mazo.

—La defensa deberá dirigirse al tribunal —dijo—. No toleraré reproches, críticas ni intercambios de cuestiones personales entre una y otra parte. ¿Quiere usted presentar alguna propuesta, señor Mason?

—Es lo que deseo hacer, señoría. Propongo ahora que se libere a la acusada de la custodia a que está sometida y que se anule el caso, sobre la base de que no ha habido ninguna prueba suficiente para inculpar a la acusada con el cargo de asesinato.

Burger se puso en pie. El juez Telford le ordenó que se sentase y luego empezó a explicar:

—No creo necesitar que se me exponga ninguna argumentación sobre el punto que se debate. Tal como el caso está ahora, concediendo todas las inferencias favorables al testimonio de la acusación, creo que se ha probado que hay motivos razonables para opinar que el doctor Summerfield fue asesinado. En otras palabras, que se ha cometido un crimen. Y creo que concediendo a dicho testimonio todas las inferencias favorables que pueden concederse, hay fundamentos razonables para creer que la acusada, la señora Steffanie Malden, fue culpable de ese crimen.

»Pero debo manifestarles a la defensa y a la acusación que aquí la regla es radicalmente distinta de la que rige en un tribunal superior cuando el acusado es sometido a juicio. Allí la acusación debe probar que el acusado es culpable más allá de toda duda razonable, y cualquier inferencia está a favor del acusado. Ésa no es la regla aquí. Sin embargo, para los propósitos de esta moción ahora, y antes de que la defensa haya demostrado nada, el tribunal cree que debe considerar cualquier inferencia justificada como favorecedora de la acusación.

»El tribunal manifiesta muy francamente que si la defensa demuestra algo y el asunto es traído luego a la atención del tribunal sobre si la defensa debe quedar obligada por sus manifestaciones, el tribunal no va a conceder inferencia alguna a favor de la acusación. El tribunal va a considerar las pruebas ateniéndose a las leyes de una probabilidad razonable.

»Sin embargo, por ahora, la moción queda rechazada, y la defensa puede dar los pasos que estime oportunos.

—Que llamen a declarar al señor Darwin Kirby —dijo Mason.

Hamilton Burger se puso en pie.

—Con la venia del tribunal —manifestó—, he de decir que éste es un asunto bastante delicado para que yo pueda dis…

—Pues no lo discuta entonces —lo atajó el juez Telford—. Oigamos la declaración del señor Kirby. Está citado obligatoriamente como testigo para la defensa. Se le ha convocado como testigo para la defensa.

—Señoría, lo siento —expuso Burger—, pero lo que trataba de comunicarle al tribunal es que Darwin Kirby había sido citado también como testigo de la acusación. Desgraciadamente, el señor Kirby no puede comparecer ahora.

—¿Cómo que no puede? —exclamó el juez Telford.

—No sé dónde está. La policía tampoco sabe dónde está. Es evidente que no se encuentra en la sala. Ahora bien, señoría, en vista de las circunstancias, me atrevo a sugerir que si el señor Mason quiere declarar, ante el tribunal y nosotros, lo que espera probar por medio de ese testigo, sería muy posible que la acusación pudiese llegar a un acuerdo con respecto a los hechos de que se trate, porque creo que estoy perfectamente informado de la situación. Conozco el relato del señor Kirby y sé que no se le puede localizar por ahora, lo que no quiere decir que haya inconveniente alguno por su parte para declarar.

—Señoría —dijo Mason—, abogo por un aplazamiento del juicio. Propongo que se expida una requisitoria contra el testigo Kirby y que el juicio se aplace hasta que el señor Kirby pueda ser localizado, y que, mientras se le localiza o no, la acusada quede libre de la custodia a que está sometida.

—¿Hizo usted que le entregasen una citación obligatoria al señor Kirby? —preguntó el juez a Mason.

—Sí, señoría, la defensa lo hizo.

El juez Telford vaciló un momento, luego se volvió hacia Hamilton Burger.

—Después de todo —dijo—, el tribunal no carece de experiencia en estas cuestiones, señor fiscal del distrito. Como he deducido por la lectura de la prensa, el señor Kirby estaba bajo custodia de la acusación, siendo retenido como testigo de importancia. No sólo lo había citado usted, sino que lo retenía en una especie de custodia como testigo.

—Eso es correcto, señoría, pero no lo teníamos en custodia en el sentido ordinario de la palabra. Estaba alojado en un hotel céntrico.

—¿Con un guardia?

—Sí, señoría, con un guardia

—¿Y qué ocurrió?

—El señor Kirby abandonó el hotel.

—¿Cuándo?

—A primeras horas de esta mañana. El guardia cree que el señor Kirby se escabulló. Tengo razones, sin embargo, para pensar, aunque estime que no es pertinente exponer mi opinión personal más que en el sentido de que estoy completamente seguro de ello, que la ausencia del señor Kirby no significa ninguna reluctancia por su parte para aparecer y declarar en este caso, sino que está relacionada con un asunto completamente distinto. Voy a sugerir por tanto que el señor Mason explique con detalle lo que espera probar por medio del señor Kirby y entonces espero verme en posición de llegar a un acuerdo y el juicio podrá continuar.

—Bueno, señor Mason —dijo el juez Telford—, creo que, en vista del hecho de que usted presenta una moción para que se aplace el juicio fundándose en que un testigo citado por usted no puede comparecer, tendrá que explicar al tribunal lo que espera probar con ese testigo y darle a la acusación una oportunidad de llegar a un acuerdo.

—Perfectamente, señoría. La defensa espera probar, mediante el testimonio del señor Kirby, que Darwin Kirby y el doctor Summerfield Malden abandonaron la residencia de este último en la fecha en que se supone que el doctor Malden fue asesinado; que el señor Kirby tenía el propósito de tomar un avión para Denver; que el doctor Malden tenía la intención de pilotar su propia avioneta hasta Salt Lake City; que por eso el doctor Malden se proponía llevar a Darwin Kirby hasta la entrada del aeropuerto, donde el señor Kirby tomaría su avión, y que luego el doctor Malden se proponía ir a otra parte del aeropuerto donde se encuentra el hangar y donde se guardaba su avioneta.

»La defensa espera probar por medio del señor Kirby, cuando éste se encuentre bajo juramento y en el estrado de los testigos, que, durante el curso del viaje al aeropuerto, el doctor Malden sugirió que, puesto que la visita de Darwin Kirby le era tan agradable, los dos hombres podrían trasladarse a Salt Lake City en el automóvil del doctor Malden; que Darwin Kirby podría luego conseguir transporte en avión desde Salt Lake City hasta Denver; que no habría mucho retraso, ya que los dos hombres podrían turnarse en la conducción del coche y podrían llegar a Salt Lake City en un período de veinticuatro horas.

»La defensa espera probar por medio de Darwin Kirby que, seguidamente, el doctor Malden telefoneó a su chófer, el señor Ramón Castella, para que pilotase la avioneta del doctor Malden y la llevase a Salt Lake City. De ese modo, durante el tiempo que estuviese en curso el congreso médico en Salt Lake City, el doctor Malden tendría el coche a su disposición; que el doctor Malden, al terminar el congreso, pilotaría su propia avioneta para volver aquí y Castella volvería en el coche.

»Esperamos poder probar todas estas cosas por medio de Darwin Kirby.

Mason se sentó.

Hamilton Burger, pintada en su rostro una expresión de iracunda sorpresa, se quedó mirando boquiabierto a Mason, luego, de pronto, se puso en pie con un rugido de cólera.

—Señoría —vociferó— la defensa no espera poder probar semejante cosa. Eso es simplemente un golpe de teatro montado para sorprender a los ingenuos. Esto es burlarse del tribunal. Niego la buena fe de la defensa. Lo desafio a que presente un solo ápice de prueba que pueda indicar que las cosas ocurrieron de esa forma. Lo desafío a que diga al tribunal que tuvo alguna vez una conversación con Darwin Kirby que le diese pie para presumir que el señor Kirby iba a hacer una declaración en tal sentido y…

—No se me permitió hablar con Darwin Kirby —interrumpió Mason—. La acusación lo mantenía incomunicado. Era imposible hablar con él.

—Con la venia del tribunal —rugió Burger—, todo esto asume ahora un aspecto siniestro. Querer basar la reputación de la defensa en este golpe de teatro de último momento…

Resonó la maza del juez Telford.

—Absténgase de referirse a la reputación de la defensa —amonestó—. Limítese a la exposición de los hechos, señor Burger, y a manejar los argumentos legítimos que usted desee que tenga el tribunal en consideración. El tribunal no tiene el propósito de amonestarlo a usted de nuevo sobre estas cuestiones. El tribunal tiene un remedio muy drástico que aplicará si lo juzga necesario. El tribunal no desea hacer uso de ese remedio a menos que le parezca absolutamente necesario, pero el tribunal va a cuidarse muy bien de que no haya más recriminaciones personales en la sala. ¿Me ha comprendido usted?

—Sí, señoría.

—Muy bien, prosiga con su argumentación.

—Creo, señoría —empezó Hamilton Burger—, que es una inferencia muy clara, en vista de lo que ha afirmado la defensa, que la ausencia de Darwin Kirby no es perjudicial para el caso de la defensa, sino que va en ventaja suya. Seguramente el tribunal puede calcular el efecto que estas afirmaciones del señor Mason van a tener. Si se dejan sin refutación ni controversia, saltarán a las páginas de los periódicos y crearán una enorme oleada de simpatía pública favorable para la acusada. Insisto, señoría, en que esas afirmaciones no tienen otro fundamento que una esperanza por parte del señor Mason, una esperanza que carece en absoluto de base y que, en realidad, constituye un desprecio hacia este tribunal.

»Afirmaré solemnemente que he hablado en persona con Darwin Kirby; que conozco perfectamente el relato de Darwin Kirby; que reporteros de los periódicos han hablado con Darwin Kirby; que miembros de la fuerza de la policía han hablado con Darwin Kirby; que miembros de mi personal han hablado con Darwin Kirby; que todas las veces el relato de Darwin Kirby ha sido el mismo, relato que no tiene la menor semejanza con esa absurda mezcla de cálculos, conjeturas y falsedades que el tribunal acaba de oír de boca de la defensa.

»Deseo afirmar, para que conste en los autos, que el relato del señor Kirby no ha diferido ni una sola vez. Siempre ha sido constante y consistente. Se reduce a que tomó parte del whisky drogado contenido en el frasco que constituye la prueba número uno; que vio al doctor Summerfield Malden beber de ese whisky; que el testigo Kirby al poco tiempo empezó a sufrir los efectos de una droga. Estos efectos fueron tales que le hicieron perder su avión; que de boca del testigo Kirby es posible probar sin género de dudas que el doctor Summerfield Malden emprendió un vuelo hasta Salt Lake City en su avioneta bajo la influencia de narcóticos que habían sido colocados deliberadamente en aquel whisky con la intención de perpetrar un asesinato.

»Puedo, señoría llamar al estrado a una docena de testigos que declararán con todo detalle cuál fue el relato que hizo Kirby.

—Eso, desde luego, sería basarse en rumores —objetó Mason.

—No para el propósito de esta moción —protestó Burger airadamente.

El juez Telford aprobó con una inclinación de cabeza la réplica del fiscal y dijo luego:

—Creo que en vista de las manifestaciones del señor fiscal del distrito, tendré que pasar la carga al señor Mason. Señor Mason, ¿nunca interrogó a Darwin Kirby?

—Respecto a esta fase del caso, nunca, señoría. Me hallaba interrogando a ese testigo en Denver cuando el señor fiscal ordenó a dos agentes de policía de Denver que me expulsaran del edificio. No se me dio ninguna otra oportunidad de completar aquella entrevista.

—¿Tiene usted algún motivo, señor Mason, por algo de lo que le dijera el señor Kirby, para esperar que declararía aquí en el sentido que usted ha manifestado?

—De labios del señor Kirby, no. No se me permitió interrogarle.

—¿Lo interrogaron otras personas?

—Creo que sí.

—¿Y no ha oído usted decir nada de labios de esas otras personas que sirva para corroborar las afirmaciones que usted acaba de hacer?

—No, señoría.

El juez Telford meneó la cabeza.

—Dadas las circunstancias, señor Mason, forzosamente tiene que parecer que hay algún fundamento para la actitud de la acusación en este asunto. Aquí somos todos realistas y calculamos demasiado bien el efecto que una afirmación como la que usted ha hecho tendría sobre la publicidad relativa a este caso.

—Sí, señoría.

—Seguramente —estalló el juez Telford, exasperado por la impasibilidad de Mason—, debe usted de tener algún fundamento para haber hecho tales afirmaciones.

—Con la venia del tribunal —replicó Mason—, diré que hice entregar a Darwin Kirby una citación obligatoria de la defensa. Tenía mis motivos para creer que Darwin Kirby muy bien podía contar una historia fantástica de lo que había ocurrido cuando fuese entrevistado por el fiscal del distrito y por la prensa, pero que no se atrevería a hacer lo mismo en el estrado de los testigos y después de prestar juramento. Tengo toda clase de motivos para creer, basándome en las investigaciones que he hecho, que su relato era falso y que Darwin Kirby desaparecería antes de que llegase el momento de comparecer en el estrado de testigos. Por eso quise que le entregaran una citación a Darwin Kirby. Y fui amenazado con detención, expulsión del foro y proceso por conducta antiprofesional simplemente porque se me ocurrió aprovecharme de la única oportunidad que se me presentaba para que le fuese entregada, con tiempo suficiente, una citación obligatoria al mencionado testigo.

»Ahora bien, señoría, este testigo ha hecho exactamente lo que yo había calculado que haría. Ha desaparecido.

»El fiscal afirma que soy yo el responsable de esa desaparición con objeto de poner mi caso a una luz más favorecedora. Lo mismo de razonable sería para mí afirmar que el fiscal ha ayudado y promovido esa desaparición, porque se había dado cuenta de que este testigo, al tener que prestar juramento, haría un relato del todo distinto…

—¿Está usted acusándome de ayudar y promover la desaparición de Kirby? —aulló Burger, poniéndose en pie de un brinco.

—¿No me ha acusado usted de ayudar y promover la desaparición de Kirby? —preguntó Mason, volviéndose para mirar hoscamente a Burger.

La maza del juez Telford dio unos golpes sonoros.

—¡Que la acusación y la defensa hagan el favor de sentarse! —ordenó.

Mason y Burger se sentaron. El juez Telford los miró con ojos llameantes. Al cabo de unos momentos, dijo:

—Si tiene usted que hacer otras manifestaciones que puedan dirigirse como es debido al tribunal, señor Mason, relacionadas con su argumentación, puede levantarse y hacerlas.

Mason se puso en pie y contestó:

—Hice que le entregaran un citación obligatoria a ese testigo. Quería interrogarlo por parte de la defensa. El testigo no está disponible. Se me pidió que declarase lo que esperaba probar por medio de ese testigo. No me quedaba otra alternativa para defender a la acusada en este caso sino hacer las afirmaciones que he hecho.

—Pero usted hizo esas afirmaciones sin ningún fundamento, sin ninguna lógica, sin ningún motivo que las respaldase —replicó el juez Telford.

—Hice esas afirmaciones porque creía sinceramente, señoría, que eso es poco más o menos lo que se habría visto obligado a declarar Darwin Kirby si hubiese sido interrogado bajo juramento.

El juez Telford tabaleó sobre la mesa con las puntas de los dedos.

—Esta situación resulta bastante extraña —confesó—. Que yo sepa, es algo sin precedentes. Por lo general, cuando la defensa pide al tribunal que conceda un aplazamiento a causa de la ausencia de un testigo, es porque se trata de un testigo que, de hecho, es favorable al lado del caso representado por la defensa y se supone que, dadas estas circunstancias, sabe lo que el testigo va a declarar y, por consiguiente, la afirmación hecha por la defensa al tribunal para ver si la acusación se avendrá a un convenio en el sentido de que habría sido tal o cual la declaración del testigo debe hacerse con la mayor buena fe.

»Pero aquí ocurre que, como ha contado el señor Mason, le impidieron por la fuerza interrogar a Darwin Kirby. Supongo que la defensa tendrá indudablemente algún motivo, por nebuloso que ese motivo sea, para creer o, tal vez, debería expresarme mejor y decir para esperar, que Kirby habría prestado semejante declaración si hubiese estado presente. ¿No es ese el caso, señor Mason?

—Exactamente, señoría.

—Desafío a la defensa a que presente algo, cualquier chispa de prueba, algo no importa lo remoto y conjetural que pueda ser, que fundamente las afirmaciones que ha hecho —propuso Burger.

—Debo entender —replicó Mason, dirigiéndose ceremoniosamente al tribunal— que la acusación no está dispuesta a convenir que si Darwin Kirby estuviese presente en la sala declararía poco más o menos lo mismo que yo he declarado y que tal declaración sería válida.

El juez Telford se vio obligado a reprimir una leve sonrisa.

Hamilton Burger, puesto en pie, desfigurado el rostro por la cólera, gritó:

—¡No aceptaré ni una sola de esas afirmaciones absurdas! Mantengo sinceramente que esas afirmaciones constituyen sólo un desesperado intento por parte de una defensa que…

La maza del juez Telford impuso silencio a Hamilton Burger.

—Ya está, señor Burger —dijo—. Puede usted sentarse. El tribunal toma nota de su negativa a estipular.

Se volvió luego hacia el defensor. Con voz más suave, lo invitó a hablar.

—Bueno, señor Mason, al tribunal le gustaría conocer algo sobre el razonamiento o los hechos, cualesquiera que éstos puedan ser, que lo hayan inducido a usted a hacer las afirmaciones que ha hecho ante este tribunal. El tribunal opina que debería usted dar muestras de su buena fe.

—Muy bien, señoría —repuso Mason—. Que llamen al estrado de testigos a la señora Charlotte Boomer.

Hamilton Burger se puso en pie como impulsado por un resorte.

—Con la venia del tribunal —prorrumpió, tratando evidentemente de reprimir la extremada exasperación que había en su voz—, sé que la defensa hizo entrega a la señora Boomer de una citación obligatoria. La señora Boomer es una respetable anciana que lleva varios años paralítica. Está paralítica de la cintura abajo, limitada a su silla de ruedas y se encuentra físicamente imposibilitada para venir a la sala.

»Me desagrada tratar de esta cuestión en vista del enfrentamiento que ha habido anteriormente entre la defensa y yo, pero puedo afirmar que estoy preparado para decir ante el tribunal y suministrar pruebas de ello, que el uso de una citación obligatoria para traer a la señora Boomer a la sala en este caso ha sido un abuso por parte de la defensa sin más objeto que lograr una mayor publicidad; que la señora Boomer no sabe nada sobre este caso y que…

—¿Afirma usted que la señora Boomer es incapaz de venir a la sala? —interrumpió Telford.

—Sí, señoría.

—¿Tiene usted un certificado médico que lo acredite?

—Está aquí en la sala el médico que la atiende y que no tiene inconveniente en testimoniar sobre este asunto.

—¿Quién es?

—El doctor Charles Ennis.

El juez Telford reflexionó unos momentos. Dijo luego con cierto mal humor:

—Este caso está tomando rápidamente un cariz que no me gusta nada. No sé si ha habido una extralimitación o una conducta antiprofesional por parte de la defensa o de la acusación. Tengo que manifestar, sin embargo, que ésta es la segunda vez que se hace semejante reproche. Por tanto, voy a sugerirle a la acusación que ordene que el doctor Ennis suba al estrado y se le tome juramento. El tribunal lo interrogará entonces. La defensa y la acusación permanecerán en silencio.

—Doctor Ennis, haga el favor de subir al estrado.

El doctor Ennis, un hombre que frisaba en los sesenta años, con modales que irradiaban una auténtica eficiencia profesional, se adelantó y prestó juramento.

—Doctor Ennis, ¿está usted tratando a la señora Charlotte Boomer? —preguntó el juez Telford.

—Sí la estoy tratando, señoría.

—¿En qué condiciones de salud se encuentra ahora la paciente?

—Sufre de una parálisis total desde la cintura abajo. Se halla confinada en su habitación. Puede dar cortos paseos en una silla de ruedas, pero un viaje en automóvil hasta esta sala sería, en mi opinión, algo de lo que no podría hablarse.

—¿Tendría ello un efecto funesto en su salud?

—Sería muy perjudicial para su salud. Junto a sus demás achaques, hay un desarreglo nervioso. Opino simplemente que no puedo permitir que mi paciente sea sometida a semejante prueba.

El juez Telford reflexionó unos momentos, luego se volvió hacia Perry Mason.

—Señor Mason —dijo—, voy a pedirle que vigile su respuesta con objeto de evitar cualquier materia de controversia, pero voy a pedirle que declare ante el tribunal qué era lo que usted esperaba probar exactamente mediante la testigo Charlotte Boomer de forma que se le dé a la acusación la oportunidad de estipular que Charlotte Boomer podría haber testimoniado así si hubiese sido llamada como testigo.

Mason se puso en pie. El juez continuó:

—Tenga bien entendido, señor Mason, que quiero que esa manifestación de usted sea breve, concisa y concreta. Quiero que manifieste exactamente lo que usted esperaba que la señora Boomer habría declarado si hubiese estado aquí.

Mason asintió con una inclinación de cabeza. El juez Telford puntualizó aún más:

—Es decir, lo que ella habría declarado que hubiese sido pertinente y relevante en cuanto a los hechos que se debaten en este caso.

Una vez más Mason hizo una inclinación de cabeza. El juez Telford se inclinó sobre su mesa para asegurarse de que no iba a perder una sola palabra.

—Muy bien, empiece —dijo.

—Nada —respondió Mason, y se sentó.

Hubo un momento de tenso silencio dramático, luego, lentamente, el rostro del juez Telford comenzó a empurpurarse.

—¡Señor Mason, póngase en pie! —disparó.

Mason se puso en pie.

—¿Hizo usted que le entregaran una citación obligatoria a la señora Boomer?

—Sí, señoría

—¿La conminó usted para que apareciese aquí como testigo por la defensa?

—Sí, señoría.

—¿Sabía usted que la señora Boomer estaba mal de salud?

—Sí, señoría.

—¿Y usted no esperaba que la señora Boomer pudiese declarar nada pertinente a los hechos de este caso?

—Así es, señoría

—En esas circunstancias —dijo el juez Telford airadamente—, parece indudable que ha habido una flagrante extralimitación de procedimiento seguido en este juicio. La defensa se ha hecho culpable de desprecio hacia el tribunal. Al tribunal le corresponde imponer una sentencia por desprecio al mismo y por la flagrante extralimitación mostrada por la defensa y que…

—Espere un momento —interrumpió Mason.

—No me interrumpa usted, señor Mason. El tribunal lo condena a una multa de mil dólares y a encarcelamiento durante tres meses en la cárcel del condado por desprecio a este tribunal y extralimitación en el proceso.

Hamilton Burger se retrepó en su silla con un suspiro de satisfacción. Se volvió y dirigió una sonrisita a algunos de los periodistas que estaban tomando notas frenéticamente.

—¿Puedo tener una oportunidad para exponer una razón legal de por qué no debe ser dictada esa sentencia, señoría? —preguntó Mason—. Creo que es una oportunidad que se concede a cualquier acusado, incluso después que un tribunal lo ha sentenciado a muerte tras un veredicto de culpabilidad.

El juez Telford se contuvo con dificultad.

—Sí, puede usted hacerlo, señor Mason. Pero, por favor, sea breve y no se meta en argumentaciones, sino que haga una mera exposición de hechos.

—Muy bien, señoría. Yo esperaba que la señora Boomer no podía declarar nada que fuese pertinente a este caso y tenía la convicción de que ese hecho sería el argumento más fuerte de que podría disponer la defensa.

—¿Cómo se explica eso? —preguntó el juez Telford, todavía enfadado, pero empezando a mostrar interés.

—Porque —repuso Mason— el doctor Ennis ha declarado que ella no podía realizar un largo viaje a esta ciudad en automóvil sin poner en peligro su salud. Sin embargo, las notas de los guardias que estaban custodiando, o que se supone que estaban custodiando, al señor Darwin Kirby, mostrarán que la señora Charlotte Boomer, que es tía de Darwin Kirby, por lo visto hizo ese viaje en automóvil hasta esta ciudad y, en una silla de ruedas, visitó a Darwin Kirby. Ahora bien, señoría, solicito el favor, que es mi derecho, de repreguntar al testigo, doctor Ennis.

»Con todos los respetos, debo llamar la atención del tribunal sobre el hecho de que antes de que se me diese la oportunidad de repreguntar a este tribunal, el tribunal me pidió que me pusiese en pie, me hizo una pregunta y luego dictó sentencia por desprecio al tribunal. Estoy defendiendo a una acusada a la que se culpa de crimen. Esperaba demostrar, por medio de la señora Boomer, que no sabe nada de este caso, que en realidad no visitó a Darwin Kirby.

»Creo que si el fiscal del distrito se comporta con lealtad ante este tribunal, conferenciará con sus guardias de policía y dirá al tribunal que en efecto Darwin Kirby recibió una visita…

Mason guardó silencio al ver que el sargento Holcomb se adelantaba para bisbisear algo en el oído de Hamilton Burger.

Hamilton Burger se puso en pie de un salto y manifestó:

—El fiscal no tiene el menor deseo de ocultar nada ante el tribunal. Charlotte Boomer visitó ayer a Darwin Kirby. Fue la única visita que se permitió que tuviera Darwin Kirby. Es tía del testigo. Hay un lazo de afecto entre ellos, y la señora Boomer, con grandes molestias, abandonó el sanatorio, hizo un viaje hasta aquí en automóvil y, en silla de ruedas, visitó a Darwin Kirby.

—Entonces —dijo Mason a Hamilton Burger—, ¿cómo se explica que haya presentado usted a un testigo, el doctor Ennis, para que declare que un viaje hasta esta sala, que, desde luego, no está mucho más lejos que el hotel donde paraba Darwin Kirby, sería perjudicial para la salud de Charlotte Boomer?

Hamilton Burger se volvió para mirar lleno de perplejidad al sargento Holcomb.

El sargento Holcomb se encogió de hombros.

—Así, pues —continuó Mason—, vuelvo a presentar mi solicitud, señoría, en el sentido de que se me permita repreguntar al doctor Ennis.

—Tiene usted ese permiso. Repregunte —disparó el juez Telford.

Mason le sonrió al doctor Ennis.

—Doctor —dijo—, usted ha declarado que sería perjudicial para la salud de la señora Boomer abandonar el sanatorio donde está recluida y venir a esta ciudad, ¿no es eso?

—Sí, señor.

—¿Hasta qué punto sería perjudicial?

—En mi opinión, sería gravemente perjudicial.

—¿Y resultaría de ello un empeoramiento de su salud?

—Sí, señor.

—¿Cuándo vio usted por última vez a la señora Boomer?

—La vi a primeras horas de esta mañana.

—¿A requerimiento de quién?

El doctor vaciló un momento, miró a Burger, luego respondió:

—A requerimiento de Hamilton Burger, el fiscal del distrito.

—¿Y cuál era el estado de salud de la paciente?

—Su salud no es buena.

—¿Con relación a ayer?

—Era aproximadamente la misma que la última vez que la vi.

—¿Cuándo fue eso?

—Hace cuarenta y ocho horas.

—¿Y cuál era el estado de su salud con referencia al que había sido una semana antes?

—Aproximadamente el mismo.

—Entonces —preguntó Mason—, ¿cómo se explica el hecho de que viniera a la ciudad, de que hiciese el viaje en automóvil, de que fuese trasladada desde el automóvil hasta una silla de ruedas, de que entrase en un hotel, de que subiese en el ascensor del hotel, de que conferenciase con Darwin Kirby y de que abandonase el hotel en ascensor, de que regresase al automóvil y de que volviese así al sanatorio, sin que nada de esto tuviese efecto perjudicial en su salud?

El doctor Ennis apretó los labios en una línea firme e iracunda.

—No creo que hiciese semejante viaje.

—Quiere decir que no sabe si lo hizo, ¿verdad?

—Estoy convencido de que no lo hizo.

—¿Por qué está usted convencido, doctor?

—Si lo hubiese hecho, creo que ella me lo habría dicho y creo que el personal del sanatorio me lo habría dicho también. El personal tiene órdenes concretas de no permitirse ningún cambio en el tratamiento sin mi permiso y mi aprobación.

—Entonces, usted no cree que saliera del sanatorio, ¿verdad?

—No, señor, no lo creo.

—Y si el sargento Holcomb afirma que lo hizo, ¿es que el sargento Holcomb estaría equivocado?

—Protesto contra eso como capcioso —dijo Burger.

—Se admite la protesta —sentenció el juez Telford.

Mason se sentó con una sonrisa burlona.

—No tengo que hacer más preguntas, señoría.

El juez Telford tabaleó con los dedos sobre la mesa que tenía ante él, luego se volvió hacia el doctor.

—Doctor Ennis —preguntó—, ¿está usted seguro de que esa mujer no salió del hospital?

—No creo que lo hiciera. Por supuesto, no puedo estar seguro. Yo no estaba vigilándola, pero puedo decir que, si lo hizo, es una violación de todas las reglas por las que se rige el sanatorio. Es una situación muy insólita. Además, si ella hubiese realizado tal viaje, estoy absolutamente convencido de que le habría notado una reacción física muy clara esta mañana.

—Mentalmente, ¿en qué condiciones se halla?

—No muy buenas. No es del todo normal. Está como desorientada. Tiene algunas reacciones sintomáticas. Estoy absolutamente convencido de que no pudo abandonar el sanatorio e ir al hotel.

—Muy bien —dijo el juez Telford—. ¿Tiene usted que hacer alguna pregunta, señor Burger?

El fiscal consultó una vez más entre bisbiseos con el sargento Holcomb.

El sargento Holcomb estaba discutiendo vigorosamente un punto determinado, pero Burger no hacía más que sacudir la cabeza. Finalmente, Burger se volvió hacia el tribunal y dijo:

—No tengo ninguna pregunta que hacer, señoría.

Intervino entonces Mason para decir:

—Con respecto a esta moción, desearía que el sargento Holcomb compareciera en el estrado.

El sargento Holcomb parecía ansioso de ocupar el sitio de los testigos.

Después de manifestar las generales de la ley, se volvió hacia Mason.

—¿Conoce usted a Charlotte Boomer, tía de Darwin Kirby?

—Claro que la conozco —respondió el sargento Holcomb.

—¿Cuándo la vio usted?

—La vi ayer.

—¿Dónde estaba?

—En la habitación de Darwin Kirby, en un hotel céntrico, hablando con él.

—¿Le permitió usted que visitara a Darwin Kirby?

—Sí, señor, se lo permití.

—¿Habló usted con ella?

—No mucho.

—Pero, ¿habló usted con ella, sí o no?

—Sí.

—¿Puede usted describir su apariencia física?

—Estaba en una silla de ruedas. La parte inferior del cuerpo la tenía envuelta con mantas. Deduje que era necesario para ella estar abrigada. Llevaba pieles y sombrero. Sobre el rostro le caían mechones de pelo gris.

—¿Puede usted describir su rostro?

—Era más bien de rasgos afilados. Tenía buen color. Lo que más me impresionó de ella fueron sus ojos. Eran unos ojos vivos, inteligentes, penetrantes.

—¿De qué color eran? —preguntó Mason.

—De un gris intenso.

El doctor Ennis, desde el fondo de la sala, gritó:

—¡Sus ojos son castaños!

El juez Telford estaba tan interesado, que ni siquiera se fijó en la forma extraña y poco ceremoniosa de la interrupción.

—¿De qué color son sus ojos, doctor? —preguntó.

—Castaños.

—¡Grises! —protestó el sargento Holcomb—. Los vi con toda claridad.

El doctor Ennis se puso en pie.

—Sus rasgos no tienen nada de afilados, señoría; tiene la cara abotargada. Padece un defecto en la eliminación del sudor y el cuerpo tiene unas condiciones que el profano creería propias de una persona hidrópica. De vez en cuando hay que extraerle líquido.

—Nada de eso; estaba seca como un esparto —interrumpió el sargento Holcomb desde el estrado de los testigos.

—¿Cómo supo usted que era Charlotte Boomer? —le preguntó Mason.

—Porque ella me lo dijo y Darwin Kirby me lo dijo también.

Mason le sonrió.

—No debe usted creer en pruebas de oídas, sargento Holcomb. Eso podría resultarle perjudicial en su carrera. Para que lo sepa, voy a decirle que la persona que visitó a Darwin Kirby y a la que usted permitió la entrada en la habitación de este último y a la que luego dejó escabullirsele entre los dedos era el doctor Summerfield Malden.

Y Mason se sentó.

Hamilton Burger se puso en pie de un brinco, jadeó, cambió de color, se quedó mirando estupefacto a Mason, luego volvió los ojos hacia el sargento Holcomb, finalmente hacia el tribunal y de pronto se sentó como si el efecto de la sorpresa le hiciera flaquear las rodillas.

El juez Telford paseó la mirada del sargento a Mason y al doctor Ennis.

—Doctor Ennis —dijo—, ¿puede usted averiguar si ayer Charlotte Boomer abandonó realmente el sanatorio donde está hospitalizada?

—Desde luego —contestó el doctor Ennis.

—¿Cuánto tiempo tardará usted en conseguir esa información?

—El tiempo de hacer una llamada telefónica.

Hamilton Burger, habiéndose recobrado un poco, se puso en pie.

—Señoría —dijo—, protesto contra esa afirmación absurda de la defensa de que aquella persona era el doctor Malden. No puede probar que lo era.

—Señoría —dijo Mason a su vez—, el fiscal del distrito ha hecho la afirmación de que la persona que visitó a Darwin Kirby era Charlotte Boomer —el abogado recalcó esta última frase y añadió luego—: No puede probar que lo era. En vista de esta afirmación por parte del fiscal del distrito que es manifiestamente incorrecta y que dentro de pocos minutos se probará que es falsa del todo, tengo derecho a hacer mi afirmación de que esa persona era el doctor Summerfield Malden.

Mason se sentó.

Los periodistas formaron un enorme estrépito al correr hacia la puerta de la sala. Sin preocuparse de las voces del juez Telford diciendo que el tribunal estaba reunido en sesión, sin preocuparse de los golpes de la maza del juez, se daban codazos y empellones tratando de ser cada uno de ellos el primero que saliese de la sala y llegase a un teléfono.