A las diez de la mañana, Della Street le telefoneó a Mason.
—Hola, jefe, creo que tengo una pista.
—¿Está usted en Sacramento?
—Sí. Me las compuse para obtener una atención especial en el registro de la propiedad.
—¿Qué ha descubierto?
—Gladys Foss vendió su automóvil a un tratante de coches de segunda mano en Ventura.
—¿Algo más?
—Ese mismo día, un coche nuevo fue vendido por una agencia de Santa Bárbara a una tal Gladys Amboy que vive aquí en Sacramento.
—¡Diablos! —exclamó Mason.
—Así, pues —continuó ella—, investigué en los servicios encargados de los carnets de conductores para ver si Gladys Amboy lo tenía. Lo tiene. Se lo entregaron hace unos dieciocho meses. La dirección que figura en el carnet de conducir es 928-B apartamentos Dixiewood.
—¡Vaya, vaya! —dijo Mason.
—Comparé la huella del pulgar con la huella del pulgar de Gladys Foss en su carnet de conducir. No cabe la menor duda de que se trata de la misma muchacha.
—¿Qué más? —preguntó Mason.
—Confié esos resultados al representante que tiene aquí Paul Drake y él hizo una rápida investigación y descubrió que Gladys Amboy ha estado viviendo en la dirección indicada durante unos seis meses.
—¿La dirección de Sacramento?
—Así es.
—Pero, ¿viviendo de una manera continua?
—Eso parece. Por lo menos, es lo que he podido entender.
—Déjeme pensarlo —rogó Mason—. Tiene que tratarse de un error. Ella no podía haber estado viviendo aquí. Estaba en la clínica del doctor Malden.
—Sin embargo, ella está aquí y ha estado viviendo aquí.
—No diga usted cosas absurdas —replicó Mason—; no podía haber estado en dos sitios al mismo tiempo.
—Pues lo estaba.
—Está bien, Della —repuso Mason—. Me pondré en contacto con Paul Drake. Quiero que la siga. Esta vez necesito a alguien a quien ella no pueda burlar, pero quiero que se haga con tanto disimulo que no note que está sometida a vigilancia.
Mason colgó el teléfono, se puso en comunicación con Paul Drake, quien inmediatamente ordenó la investigación oportuna. Por la tarde, el abogado tenía un montón de informes, muchos de los cuales resultaban un tanto contradictorios.
Gladys Amboy tenía una residencia en Sacramento. Su marido, Charles Amboy, era un hombre dedicado a negocios de minas. Estaba ausente largos períodos de tiempo, pero Gladys Amboy tenía un empleo «en alguna parte». Los vecinos no parecían saber con certeza dónde era. El sueldo le servía para apoyar a su esposo en su trabajo de prospecciones. De vez en cuando, la señora Amboy se marchaba en su coche para reunirse con su esposo y estaba ausente unos cuantos días seguidos, pero, por lo general, solía estar en casa todas las noches a las nueve.
Los vecinos se explicaban ese horario pensando que tenía que trabajar hasta muy tarde en una oficina y que prefería comer en restaurantes en lugar de venir a casa, cocinar y luego fregar platos. Se levantaba todas las mañanas muy temprano, se hacía el desayuno y luego se trasladaba en coche a su trabajo. Nadie conocía la índole de su empleo, pero debía de tratarse de un puesto de alta responsabilidad que la tenía ocupada la mayor parte de su tiempo. Se jactaba siempre de ser la primera que llegaba a la oficina y la última que volvía a casa.
Mason digirió aquella información, tomó un avión de la tarde para Sacramento y llegó a tiempo de poder cenar con Della Street.
—¿Qué ha aclarado usted, jefe? —preguntó Della
—Hasta ahora, nada —contestó Mason.
—Pero es una cosa imposible. Ella no podía haber estado aquí y estar trabajando al mismo tiempo para el doctor Malden.
—Tengo una idea —anunció Mason—. He de analizarla.
—Bueno —le informó Della Street—, no hay duda alguna en cuanto a lo de las huellas dactilares. Compré una lupa y las examiné cuidadosamente. No me he especializado en huellas dactilares, pero he podido hallar gran número de rasgos idénticos.
—Hay un avión directo que llega a las siete y media, Della —expuso Mason—. Creo que nos convendría charlar un poco con la azafata de ese avión.
—¿Cree usted quizá que Gladys Foss estaba abonada a ese avión?
—¿De qué otro modo, si no, podía llegar ella aquí?
Della Street reflexionó sobre aquella nueva hipótesis.
—Bueno, desde luego —reconoció—, tal como las cosas están ahora, Gladys Foss, al parecer, estaba en dos sitios al mismo tiempo. Evidentemente eso no es posible.
—¿Por tanto…? —preguntó Mason, dejando flotar en el aire la pregunta y lanzando una sonrisa.
—Bueno, de esa forma podría ser —aceptó Della Street.
Mason condujo hacia el aeropuerto y abordó a la azafata del avión de las siete y media que acababa de llegar.
—Estoy interesado —explicó Mason— por una pasajera que viajaba con ustedes con mucha frecuencia y que después ha dejado de viajar.
—¿Gladys Amboy? —preguntó en seguida la azafata—. ¿Qué le pasa? Nos hemos estado preguntando si le habría ocurrido algo. No está enferma, ¿verdad?
—Puede que lo esté —respondió Mason—. Tiene unos veintisiete años, es morenita, con ojos oscuros muy grandes, aproximadamente un metro y medio de estatura y poco más de cincuenta kilos de peso.
—La misma. Viajaba con nosotros casi todos los días. Se marchaba todas las mañanas en el avión de las siete. Su marido se mató en un accidente aéreo. Iba pilotando una avioneta particular, y el aparato se estrelló. Estaba arreglando todas las cosas para hacer un segundo viaje de luna de miel. El había ganado mucho dinero y proyectaba realizar una excursión por Europa. Entonces, de repente, ocurre este accidente aéreo y la señora Amboy quedó desolada. Ella…
—¿Ha vuelto a viajar con usted después de la muerte de su esposo? —la interrumpió Mason.
—No, pero una de las azafatas de este recorrido la encontró cuando iba de Phoenix a Salt Lake City. La señora Amboy se lo contó todo. Estaba medio loca de pena.
—¿No ha visto usted a la señora Amboy desde entonces?
La azafata denegó con un sacudimiento de cabeza. Mason dijo entonces:
—Gracias, parece que concuerda todo. Estoy haciendo una investigación.
—¿Qué pasa? No estará en ningún apuro, ¿verdad?
—De ningún modo —repuso Mason—; se trata simplemente de una cuestión de seguros. La compañía necesitaba poner en claro algunos detalles antes de pagar la indemnización.
—¡Ah, ya comprendo! Bueno, es una muchacha muy agradable. Tranquila, refinada y atenta sólo a sus cosas. Pero el hecho de que estuviese abonada para ir todos los días fuera del Estado y volver es algo de lo que no tengo la menor explicación.
—Supongo que usted nunca se lo preguntaría, ¿verdad?
—La compañía nos paga para atender a los pasajeros, no para hacerles preguntas. Por supuesto, le dábamos un poco de conversación, pero como ella no nos alentaba, no insistíamos.
—Gracias —dijo de nuevo Mason—; creo que con esto están completos todos los informes que necesitaba mi compañía.
—¿Quiere decir que van a pagar ustedes la indemnización?
—Desde luego.
—Bueno, me alegro, porque la señora Amboy es innegablemente una buena mujer. Merece toda clase de consideraciones, si usted me lo pregunta.
—Ése es el caso —repuso Mason, sonriendo—, que se lo pregunto.
—Bueno, pues ya se lo he dicho.
—Y yo se lo agradezco mucho —contestó Mason, agarrando del brazo a Della Street para conducirla hasta la salida.
—¿Qué diabólico enredo —exclamó Della Street— es éste? Está complicándose con una serie de situaciones tan raras, que todo parece un rompecabezas inventado por un loco.
Mason sonrió un tanto complacido.
—Creo ahora —anunció— que estamos ya preparados para poner en claro la verdad.
—¿Cómo?
—Tal vez por medio de las preguntas.
—Pero, jefe —prorrumpió Della Street—, suponga que la señora Malden quería matar a su marido. Suponga que le dio whisky con morfina con la esperanza de que él bebería mientras iba pilotando el aparato.
—Continúe —la alentó Mason—; lo está haciendo usted muy bien.
—Y suponga que fue otra persona la que subió a aquella avioneta, alguna persona que quizás era un desconocido, y que esa persona bebió el líquido con morfina y murió, ¿cuál sería la situación legal?
—¿Por lo que se refiere a la señora Malden?
—Sí.
—Sería culpable de asesinato.
—¿A pesar del hecho de que ella podría ni siquiera haber conocido a la persona que bebió el whisky con morfina y que se estrelló con la avioneta?
—Exactamente. La ley transferiría el daño de su víctima proyectada a la víctima verdadera.
—Entonces no veo lo que puede ganar usted con esa suposición de que el doctor Malden está vivo. ¿Qué pasa luego?
—Luego —respondió Mason—, quizá podamos probar que el asesino fue el doctor Malden.
—¿Qué quiere usted decir?
—Todos los datos que hemos podido recoger sobre el doctor Malden indican que es un pensador cuidadoso y de gran sangre fría, un planeador astuto, un hombre que combina las cosas con una precisión matemática.
—Bueno, ¿y qué?
—¿No se le ha ocurrido nunca pensar —preguntó Mason— que las autoridades encontraron en el frasco de whisky una sustancia identificadora a la que designaron con el número clave 68.249? La teoría de ellos es que la señora Malden tenía acceso a los narcóticos de su marido y que puso morfina en el whisky que, evidentemente, fue consumido por cualquiera que pilotase la avioneta que se estrelló en ruta hacia Salt Lake City. Es una bonita teoría. Lo malo es que pasan por alto un punto muy importante. Había otra persona que tenía un acceso aún más fácil a esos narcóticos que la señora Malden.
—¿El doctor Malden? —Mason hizo una señal de asentimiento—. ¿El muerto?
—El doctor Malden —explicó Mason— es un planeador astuto. Si iba a fingir que estaba muerto, recoger todo el dinero que pudiese y escapar con Gladys Foss, naturalmente necesitaba un cadáver.
—¡Oh, no! —exclamó Della—. Ahora lo comprendo.
—Y —prosiguió Mason— el doctor Malden tenía una visión de la vida que se da a veces en los médicos. Tal vez miraba la vida y la muerte de un modo ligeramente más desapasionado y crudo que otra persona cualquiera.
—¡Cielo santo! —exclamó Della Street—, ¿se da usted cuenta de que ahora se encuentra en la posición del que tiene que intentar probar que fue el cadáver el que cometió el asesinato?
—El mismo que Hamilton Burger va a afirmar que era el cadáver —replicó Mason con una sonrisa.
—¡Pero eso sería sensacional! —prorrumpió Della Street.
—¿Puede usted imaginarse algo que resulte más dramático en una sala de audiencia o más irritante para Hamilton Burger? —preguntó Mason.
Ella sacudió la cabeza dando a entender que no podía imaginar nada semejante. Pero luego insistió:
—Lo malo es que usted no puede probar eso.
—Podemos intentarlo —dijo Mason.
—Pero, jefe, ¿no cree usted que el doctor Malden murió realmente? ¿No cree usted que algo pudo salirle mal y…? Recuerde lo que dijo la azafata de que Gladys Foss estaba completamente desolada y muerta de pena.
Mason sonrió y anunció un plan:
—Yo expondré mi teoría y dejaremos que Hamilton Burger dé las explicaciones.
—Jefe, si el fiscal tiene que anular de nuevo el caso contra la señora Malden, se convertirá en un personaje ridículo y…
—Y, después de eso, no se atreverá a acusarla otra vez —completó Mason.
Della Street hizo una señal de asentimiento. Mason le dio prisa.
—Bueno, ¿qué estamos esperando? Nos queda por delante un largo viaje en avión, Della. Vámonos.