Poco antes de medianoche, dos automóviles se apartaron del edificio en que Edward Duarte tenía su bufete.
Perry Mason, sentado en un taxi a la boca de una callejuela, se inclinó hacia delante para dar instrucciones al taxista.
—Siga a esos dos coches —dijo—. No demasiado cerca, pero sí lo bastante para que pueda usted ver adónde se dirigen.
El chófer inclinó la cabeza indicando que había comprendido, puso en marcha el motor y apartó el taxi del bordillo de la acera. Con rápida competencia profesional, empezó a moverse entre el tráfico de la madrugada, siguiendo a los dos coches que lo precedían.
—Si se ve usted detenido por un semáforo —le advirtió Mason—, no deje que esos coches se le escapen. Sáltese la señal y recogeremos el volante y pagaré la multa, pero no quiero perder de vista a esos coches. Si llegamos a una señal que usted cree que pueda volverse contra nosotros, acorte distancias de forma que quede inmediatamente detrás de los coches.
—Está bien —respondió el taxista—, usted es el que manda —y apretó el acelerador—. Hay un semáforo al final del bulevar —advirtió—. Los demás están en intermitente a esta hora de la noche, pero ése…
El taxi aceleró, siguió a los coches hasta colocarse a pocos metros detrás de ellos y reanudó la marcha segundos antes de que estuviera cambiando la luz del semáforo.
—Ahora, sígales sin perderlos de vista —ordenó Mason—. Concédales la distancia necesaria para que no llamemos la atención, hasta que se acerque usted a otro semáforo, entonces acelere y acorte de nuevo la distancia.
Los coches que iban a la cabeza doblaron a la izquierda por un bulevar y el taxista se vio obligado a acelerar con objeto de mantenerse detrás del coche de cola.
—No deje que se le escape —indicó Mason.
—Hay un regulador en el motor —se quejó el chófer—. Puedo tener algunas dificultades si lo lanzo por la carretera.
—Sáquele todo lo que pueda —le dijo Mason.
—Haré hasta el máximo.
—Usted no me dijo que había un regulador en el motor cuando lo contraté para un viaje.
—No sabía que íbamos a ir por las carreteras.
—Bueno, ya no vale la pena discutir sobre eso. Haga todo lo que pueda.
El taxi se puso en una difícil tercera cuando la comitiva se deslizó por el bulevar. Lentamente, los dos coches que iban en cabeza se apartaron del vehículo que los seguía.
De pronto, las luces pilotos de los coches que iban delante flamearon con un rojo brillante al aflojar la marcha los vehículos y torcer a la derecha.
—Disminuya la luz de sus faros —dijo Mason al taxista.
El chófer obedeció la orden de Mason y torció a la derecha en el momento justo de ver que los dos coches que iban delante hacían un giro a la izquierda.
El taxista aceleró su coche, torció a la izquierda y pisó el freno cuando vio a los dos coches aparcados junto al bordillo de la acera.
—Pare —advirtió Mason—. Apague los faros.
Aparcaron a una media manzana detrás de los otros dos coches. Vieron a hombres que salían de los vehículos y que entraban en un edificio residencial hecho de ladrillos.
El taxista le preguntó a Mason:
—Oiga, jefe, ¿está usted seguro de que no nos están siguiendo?
—¿Por qué dice usted eso? —preguntó Mason.
—Porque un coche que no traía los faros encendidos se ha parado a media manzana detrás de nosotros —respondió el taxista—. No se ha apeado nadie. Yo estaba mirando por el espejo retrovisor. Estaba demasiado ocupado para vigilar mientras iba conduciendo.
Mason lanzó una mirada a través de la ventanilla trasera del vehículo. Pudo distinguir el oscuro contorno del coche al que el taxista había hecho referencia.
—Ya no podemos hacer nada —dijo—. Probablemente no tiene importancia. Tengo que correr ese riesgo. Está bien, conductor, espéreme aquí.
Mason salió del taxi, hizo un breve reconocimiento y luego se apresuró a dirigirse hacia el sitio donde los dos coches estaban aparcados y subió la escalinata de piedra de la casa de ladrillos.
La puerta de la calle no estaba cerrada con llave. El picaporte cedió a la presión de Mason. Éste pudo oír voces que llegaban del interior. El abogado cruzó el vestíbulo y se encaminó hacia una habitación iluminada.
Al detenerse tras la puerta de aquella habitación, oyó una voz que decía:
—Señor Darwin Kirby, le hago entrega de la presente copia de una denuncia y citación en el caso de Kirby contra Kirby.
Mason retrocedió por el vestíbulo, abrió la puerta de un retrete y entró.
Podía oír voces en un murmullo de conversación normal. Una o dos veces las voces se alzaron ligeramente como si hubiese surgido una pequeña disputa. Luego, bruscamente, las voces cesaron. No hubo signos de despedida, sólo el sonido de pasos por el corredor.
La puerta de la calle se cerró de golpe. Al cabo de unos momentos, Mason pudo oír el ruido causado por un único coche que se marchaba.
Dos hombres estaban hablando en la habitación iluminada. Un hombre estaba dándole instrucciones al otro con voz baja y monótona, luego hubo unas rápidas buenas noches y pasos de alguien por el corredor al cruzar junto a la puerta del retrete.
Mason abrió la puerta después que los pasos hubieron cruzado, y vio a un hombre alto que llevaba una cartera y que abrió la puerta de la calle y se marchó.
Una vez más, Mason aguardó hasta que hubo escuchado el ruido de un coche que se marchaba, entonces salió del retrete, caminó por el corredor y abrió la puerta de la habitación iluminada.
Un hombre delgado, de finos rasgos, se hallaba ante una mesa de comedor sujetando frente a él un documento legal, un documento de varias páginas de extensión reforzado con el grueso papel azul tan característico de los bufetes. Un mechón de oscuro cabello ondulado coronaba una alta frente de intelectual. Había una sonrisa suavemente sarcástica revoloteándole en las comisuras de una boca bien cincelada. El hombre no tenía puestas gafas, y la mano que sostenía el documento se mostraba firme, de dedos largos y delgados.
Mason penetró en la habitación.
—Buenas noches, señor Kirby —saludó.
El hombre entró en acción inmediatamente, empujando atrás su silla y soltando los papeles.
—Tómelo con calma —le aconsejó Mason, quien avanzó hasta la mesa, agarró una silla y se sentó.
—¿Quién es usted y qué desea? —preguntó Kirby.
—Soy Perry Mason —fue la respuesta—. Soy abogado. Da la casualidad de que estoy defendiendo a Steffanie Malden, acusada del asesinato de su marido, el doctor Summerfield Malden.
—¿Asesinato? —exclamó Kirby.
—Así es —confirmó Mason—, y creo que usted puede decirme qué fue lo que sucedió.
Hubo un momento de silencio. Evidentemente, Kirby estaba barajando a toda prisa diversas reflexiones en su cabeza. Mason insistió:
—Usted había reservado un billete en avión desde Los Ángeles a Salt Lake City.
Kirby no habló. Se limitó a asentir con una inclinación de cabeza. El abogado continuó:
—¿Por qué no hizo usted uso de ese billete?
—Cambié mis planes en el último momento.
—Entonces, ¿por qué no se lo notificó a la compañía para que le devolviesen el importe del billete?
—Eso es una doble pregunta, señor Mason —repuso Kirby sonriendo—. En cuanto a lo de por qué no hice la oportuna notificación a la compañía fue por el simple hecho que no tuve ninguna oportunidad para hacerlo sino después de haber despegado el avión. Sabía que ya no podría conseguir nada. En cuanto a por qué no pedí una devolución el motivo es que había comprado el billete para todo el trayecto. No había muchas posibilidades de conseguir la devolución de un corto trayecto del viaje, especialmente teniendo como tenía la intención de utilizar el billete desde Salt Lake City en adelante, y, después que dejé de notificar a la compañía que no iba a tomar el avión, no hice más intentos.
—¿Cómo fue usted a Salt Lake City? —preguntó Mason.
Kirby vaciló. Colocó su mano izquierda sobre la mesa, tapando los documentos que había estado leyendo.
—Antes de que responda a esa pregunta, señor Mason, necesito saber un poco más sobre usted. Necesito saber cómo me ha localizado. Necesito saber cómo entró en la casa.
—Sin ninguna complicación. La puerta de la calle no estaba cerrada con llave.
Kirby aprobó aquella afirmación inclinando la cabeza.
—La dejé sin cerrar para que la persona encargada de traerme unos documentos pudiese entrar. ¿Qué interés tiene usted en el caso?
—Ya se lo he dicho. Soy el defensor de la señora Malden.
—¿Cómo es que la han acusado de asesinato?
—Usted está tratando de ganar tiempo —reprochó Mason.
—Bueno, ¿qué tiene eso de malo?
—No sé si vamos a disponer de mucho tiempo.
—¿Cómo sabía usted que yo estaba aquí?
—Sabía que le iban a entregar a usted unos documentos y seguí al encargado de hacerlo.
—Supongo que eso significa que ha hablado usted con mi esposa, ¿no?
—Sí.
—Y seguramente ha llegado usted a la conclusión de que soy un perfecto sinvergüenza, ¿verdad?
Mason sonrió.
—No he oído más que una de las partes. Tendría que oír la otra.
—Quiero que quede una cosa bien en claro, señor Mason —dijo Kirby—. Hice lo único que me era posible hacer, dadas las circunstancias.
Mason no hizo ningún comentario. Kirby continuó:
—Mi esposa era una buena muchacha. Pero luego empezaron a intervenir mis parientes políticos. Comenzaron haciendo pequeños comentarios, diciendo que tales o cuales cosas que yo hacía estaban mal. Finalmente se desataron en una crítica constante que empezó a tener efectos desastrosos. Produjo abismos en nuestra felicidad matrimonial.
»Yo estaba amargado, reconozco que lo estaba. Según ellos, no había nada que supiese hacer. Yo era piloto y un buen piloto, además. Vi que había una salida para mí en las fuerzas armadas. Decidí presentarme voluntario. Pero antes quise tener la seguridad de que mi esposa podría bandearse ella sola. Un amigo mío nos dio la oportunidad de montar un negocio de restaurantes. Permanecí en el negocio el tiempo necesario hasta convencerme de que mi esposa lo dominaba ya lo suficiente para desenvolverse ella sola.
»Yo comprendía que lo que ella necesitaba era estar ocupada, verse metida en una cosa de negocios que le absorbiera todo su tiempo. Yo estaría ausente, pero tenía la intención de que los familiares de mi esposa no se aprovechasen del negocio y terminasen por despojarme de todo.
»El plan funcionó tal como yo había esperado. Mi esposa estaba ocupada. Es una buena negociante. Hizo florecer el negocio que habíamos puesto en marcha antes de yo irme. Ganaba más de lo necesario para vivir. Realmente se está desenvolviendo muy bien.
»Al principio, yo tenía la intención de pedir el divorcio. Me proponía mantener un completo silencio. Pensaba que, si no le escribía, ella terminaría por darse cuenta de cuáles eran mis agravios, que empezaría a buscar la causa y gradualmente iría comprendiendo los motivos de queja que yo tenía contra mis familiares políticos. Con posterioridad, fui notando lo tranquilo y apacible que resultaba vivir mi propia vida sin tener que darle cuentas a nadie. Durante mi servicio en las fuerzas armadas, tuve ocasión de ver muchas islas del Pacífico. Cuando me licenciaron, me establecí en una de ellas. Llevo una vida muy simple. Puedo pescar lo suficiente para completar una dieta de aguacates, mangos, frutos del árbol del pan y bananas. No hay necesidad ninguna de someterse a la tensión nerviosa que exige la vida convencional aquí en los Estados Unidos. Cuando quiero leer un libro, leo un libro. Cuando quiero dormir, duermo. Cuando quiero nadar, nado. Cuando quiero tenderme al sol, me tiendo al sol, y cuando lo que quiero es descansar a la sombra y no hacer nada, la sombra está allí y yo estoy allí.
»Eso es mil veces mejor que precipitarse en metros y taxis, consultando un reloj de pulsera cada cinco minutos para ver si llegaré a tiempo a una cita, hacer un montón de llamadas telefónicas, tener que discutir con trabajadores, inhalar una cantidad terrible de monóxido de carbono y soportar a los parientes de mi esposa mirándome de arriba con aire de inaguantable superioridad.
—Deduje que financieramente no está usted nada mal —comentó Mason.
—Y no lo estoy. Hice el convenio del que le habrán hablado a usted para que mi esposa no pudiera alzarse con todas las ganancias y entregárselas a su familia. Tengo un cuñado que es un aguililla en lo que se refiere a sacar dinero de las mujeres. Al principio, mi idea fue simplemente la de proteger a mi esposa. Luego, cuando vi que los restaurantes estaban funcionando en plena forma, caí en la cuenta de que ése era el modo de protegerme a mí mismo. Después de todo, señor Mason, aunque sea ella la que esté encargada de la administración de los restaurantes, fui yo quien eligió los locales, quien induje a Winnet a que los comprara, quien le propuse la idea y…
El sonido del timbre de la puerta de la calle se impuso en la vivienda. Momentos más tarde, sonaron golpes perentorios en esa puerta y luego Mason pudo oír cómo se abría y cómo sonaban pasos en el vestíbulo.
Kirby se puso en pie de un salto, empujó atrás su silla y miró a Mason con ojos llameantes.
—¿Qué clase de doble juego es éste? —preguntó—. ¿Qué cree usted que…?
La puerta del comedor fue abierta de una patada que la hizo golpear violentamente contra la pared y temblar los goznes.
Mason vio cómo Hamilton Burger, otro hombre al que no reconoció y dos policías uniformados de Denver penetraban en tromba en la estancia.
—¡Vaya, vaya, vaya! —exclamó Burger—. ¡Esto es realmente interesante, Mason! Por fin nos ha traído usted hasta el hombre que necesitábamos.
Kirby contemplaba atónito aquella escena. Burger se volvió hacia él.
—Usted es Darwin Kirby y recientemente estuvo de visita en casa del doctor Summerfield Malden, ¿no es así?
—¿Quién diablos es usted? —prorrumpió Kirby.
Hamilton Burger, con solemnes movimientos, avanzó y se sacó una cartera del bolsillo.
Kirby retrocedió unos pasos.
Uno de los policías uniformados ordenó:
—No haga tonterías, Kirby. ¡Mantenga las manos bien visibles!
Hamilton Burger abrió triunfalmente su cartera ante los ojos de Kirby.
—Puede usted echar un vistazo a estas credenciales y sabrá quién soy —dijo—. Y ahora, ¿cuánto le iba a pagar a usted Mason para que se marchase del país?
Kirby, con la cara blanca, lanzó una mirada llameante a Mason y protestó.
—No creo que me haga ninguna gracia esto.
—Nadie le ha preguntado si le hace gracia o no —dijo Burger—. La cuestión principal es que usted es Darwin Kirby y que está vivo. No negará eso, ¿verdad?
—No niego que estoy vivo.
—¿Y es usted Darwin Kirby?
Kirby asintió con la cabeza. El fiscal siguió preguntando:
—¿Quién es el dueño de esta casa?
—Un amigo mío. Me la cedió durante unos cuantos días para un propósito muy especial.
Hamilton Burger se volvió hacia Mason y dijo con una sonrisa burlona.
—No necesitamos retenerlo a usted más, abogado, aunque puede que le interese saber que, gracias a la memoria retentiva y a la aguda vista de la señora Harry Colebrook, nos enteramos de que usted y Steffanie Malden estuvieron juntos en los apartamentos Dixiewood inmediatamente después de la muerte del doctor Malden.
»He estado en contacto con mi oficina por el teléfono de larga distancia y hemos localizado el apartamento secreto en los apartamentos Dixiewood que la señora Malden ocupaba con el nombre de señora Amboy. Hemos localizado también la caja de caudales empotrada en la pared, y usted y su cliente podrán contestar a unas cuantas preguntas que les serán hechas por el departamento del impuesto sobre la renta, pero no es necesario que permanezca usted aquí. En realidad, no lo necesitamos.
—¿La señora Colebrook ha dicho que vio a la señora Malden conmigo en los apartamentos Dixiewood? —preguntó Mason.
—Algo así. Se cruzó con usted y estuvo a punto de hablarle. Sabía que lo había visto en otras ocasiones. Luego cayó en la cuenta de quién era usted y de que no habían sido presentados. Se fijó en que había una mujer con usted. Ahora ha identificado a esa mujer como Steffanie Malden. Por si le interesa saberlo, la señora Malden ha vuelto a quedar sometida a custodia y usted puede intentar de nuevo sus trucos ante el tribunal. Y esta vez habrá de enfrentarse conmigo personalmente, señor Mason.
»Ahora no voy a retenerlo más. Tiene usted un taxi esperando fuera. Métase en él y póngase en camino. En realidad, sería mejor que volviese cuanto antes a su bufete. Tiene usted una cliente que se encuentra en un apuro, en un apuro muy grave, una cliente, dicho sea de paso, que ha informado a la policía de que está usted reteniendo cien mil dólares de su dinero que sacó de aquella caja de caudales de los apartamentos Dixiewood. Los muchachos del impuesto sobre la renta están muy interesados en eso, muchísimo, señor Mason, y creo que una comisión del colegio de abogados tendrá también algunas preguntas que hacer.
»Bueno, ya lleva usted demasiado tiempo haciéndonos juegos de manos. Hasta ahora, siempre se las ha compuesto para salir de todas las trampas en que ha entrado. Estoy muy, pero que muy interesado, señor Mason, por verlo salir a usted de ésta.
»Ahora está usted en otro Estado. No tengo mandamiento oficial para detenerlo y además usted probablemente podría invalidar la extradición. Oficialmente no tengo la intención de ordenar a estos hombres que lo detengan, aunque para mí eso sería una gran satisfacción personal. Pero, si no está usted de regreso a su bufete antes de cuarenta y ocho horas, procuraré que en California expidan un mandamiento para su detención.
Mason quiso cortar aquel chorro de palabras. Dijo secamente:
—Ese testigo de usted, la señora Colebrook, está loca. En ningún momento me ha visto con la señora Malden y…
—Lo sé, lo sé —interrumpió Burger—. Puede estar loca, pero es una testigo endiabladamente buena y ya ha llevado a cabo una valiosa identificación. Y ahora, supongamos que se marcha usted de aquí, Mason, y que me deja hablar con Kirby.
Burger hizo una seña a los agentes de uniforme. Uno de ellos avanzó, agarró a Mason por el brazo y dijo:
—Lárguese ya, amigo. Debe irse. Ahí fuera hay un taxista que espera cobrar el importe de su viaje.
Empujó a Mason hacia la puerta.