Capítulo 12

Eran las diez y media de la noche, hora de Denver, cuando Perry Mason entró en el Hotel Brownstone. Atravesó el vestíbulo hasta llegar a una cabina telefónica desde donde preguntó por la señora Kirby.

Ella se puso al teléfono casi inmediatamente, casi como si hubiera estado esperando su llamada.

—Señora Kirby —dijo Mason—, me temo que usted no me conoce y, desde luego, me desagrada molestarla a estas horas de la noche, pero soy abogado y me gustaría hablar con usted sobre un asunto de cierta importancia.

—¿Cómo se llama usted, por favor?

—Perry Mason.

—¿Dónde está usted ahora, señor Mason?

—En el vestíbulo.

—¿Le importaría subir?

—¿No sería una molestia para usted?

—En absoluto.

—Gracias —dijo Mason—. Ahora mismo subo.

La señora Kirby, aguardando a Mason ante la puerta entornada de su habitación, le hizo señas cuando venía avanzando por el pasillo.

—Buenas noches, señor Mason —saludó ella—. Me imagino que su asunto tendrá algo que ver con las cosas de mi marido, ¿no es así? —Mason asintió con una inclinación de cabeza—. ¿Quiere hacer el favor de entrar?

Ella ocupaba una suite que tenía un saloncito suntuosamente amueblado. Un sistema de luz indirecta hacía que la habitación tuviera un aspecto íntimo y tranquilo. Los cómodos asientos eran una invitación a sentarse y descansar.

—Tome usted asiento, señor Mason, por favor.

Ella cerró la puerta y se volvió de nuevo para estudiar a su visitante.

Era una mujer de poco más de treinta años, de nariz estrecha y afilada y ojos de un verde azulenco con puntitos oscuros. Sus labios eran delgados y si bien los había tocado un poco con el lápiz de labios, no había hecho esfuerzo alguno por agrandarlos. La barbilla era firme y ligeramente puntiaguda Su voz era bien modulada, sus palabras resultaban muy claras por un esfuerzo consciente que, al parecer, había adquirido tras largos cuidados.

—¿Es usted un abogado de Denver, señor Mason? —preguntó—. Porque, si lo es, supongo que mi esposo no está ya representado por el señor Redfield, lo que me resulta una sorpresa.

Mason meneó la cabeza.

—Soy de California

—¡Ah! —dijo ella, y luego se quedó silenciosa, esperando que él continuase.

—Estoy muy interesado en saber algo sobre el paradero de su marido —explicó Mason.

Ella sonrió.

—¿Quién no lo está?

—Creo que quizá pueda usted proporcionarme alguna pista.

Ella lo estudió pensativamente.

—¿Por qué está usted interesado? —preguntó.

—¿Ha oído usted hablar algo de un amigo de su esposo, un tal doctor Summerfield Malden? —ella sacudió lentamente la cabeza, denegando—. El doctor Malden era un amigo muy íntimo de su marido, aunque no estoy seguro de que se mantuviesen en contacto uno con otro.

—Prácticamente, no sé nada de mi marido desde hace cuatro años —dijo ella con odio concentrado en su voz.

Tras examinarla, Mason enarcó las cejas y comentó con tono de simpatía:

—¿Sin embargo, ha seguido usted casada con él?

—Desgraciadamente, me he visto obligada a hacerlo.

—Me temo no comprender —murmuró Mason con un tono que invitaba a las confidencias.

—Durante los últimos cuatro años —empezó a explicar ella—, todos los contactos que he tenido con mi esposo han sido a través de su abogado, el señor Horace L. Redfield, y el señor Redfield sabe todos los trucos legales que haya que saber. Estoy siendo crucificada en una cruz de chantaje legal, señor Mason.

—Me temo que sigo sin comprender.

—Mi marido —continuó ella— era un aviador de complemento. Fue movilizado, licenciado y luego vuelto a movilizar.

—¿Como aviador?

—Como piloto y con capacidad ejecutiva. No sé mucho sobre eso. Desde el momento en que mi marido salió de Denver, desde el momento en que le di un beso de despedida en el aeropuerto, no volví a recibir de él directamente ni la menor noticia.

—Es raro —comentó extrañado Mason con tono compasivo.

—Mi marido y yo —siguió explicando ella— nos habíamos hecho cargo de una cadena de restaurantes. Después de su marcha, me quedé de única encargada y llevé adelante el negocio.

—¿De forma provechosa? —preguntó Mason, mirando el suntuoso mobiliario de la habitación.

—Muy provechosa —repuso ella—. Sin embargo, el trato tenía ramificaciones que no comprendí en su debido momento.

—¿A qué se refiere? —inquirió Mason.

—Realmente —respondió ella—, no sé si debo importunarlo a usted con mis asuntos personales…

—Claro, claro, tiene usted razón —le aseguró Mason precipitadamente—. Era sólo como abogado, esto es, desde un punto de vista profesional, por lo que me interesaba en saber de qué modo ha podido crearse una situación como la que usted me ha descrito.

—No veo la utilidad de entrar en detalles, pero la situación existe.

—Yo habría dicho —le replicó Mason— que era legalmente imposible para usted haberse colocado en la posición en que parece encontrarse, pero, por supuesto, si no está enterado uno de los detalles…

—Bueno —lo interrumpió ella airadamente—, lo que me ha hecho mi marido es algo que no se le hace ni a un perro. Está crucificándome y la ley lo está ayudando. Yo siempre había creído que la ley debía amparar lo que es justo.

—Algunas veces —comentó Mason con tono compasivo— hay argucias técnicas, valiéndose de las cuales una persona puede burlar los fines de la justicia.

—¡Que me lo digan a mí! —exclamó ella.

—Por lo visto —continuó Mason—, esto es lo que ha ocurrido en el caso de usted, pero, con todo… —frunció el ceño, fijó la mirada en el espacio, movió la cabeza dubitativamente y luego dejó que su voz mostrase el adecuado tono de escepticismo—. Me temo que debe usted de haber hecho un análisis erróneo de la situación de una u otra manera.

—No es ningún error —replicó la mujer, con ojos llameantes—, y tengo uno de los mejores abogados de Denver. Trató de encontrar algún procedimiento para poner fin al enredo, pero me dice que…

Se interrumpió y pareció estar pensando si debía continuar o no.

—Desde luego —insistió Mason—, no soy abogado de Denver y no estoy familiarizado con la leyes de Colorado. Unicamente…, bueno, supongo que es una de esas cosas que pueden ocurrir.

—No podía haber ocurrido —dijo ella— si no fuese por el hecho de que Paul Winnet estaba deseando hacer cualquier cosa para proteger a mi marido. Él y Darwin se pusieron de acuerdo para urdir esta trampa. Nadie me quita eso de la cabeza.

—Supongo que ese señor Winnet es un amigo de su marido, ¿no? —Ella asintió en silencio—. ¿Vive aquí?

—¿Winnet? No, vive en Illinois. Paul Nolin Winnet —dijo amargamente, articulando cada una de las palabras del nombre como para asegurarse de que iban adecuadamente envueltas en veneno antes de escupirlas.

—¡Vaya todo por Dios! —comentó Mason compadeciéndola.

—Mi marido iba a incorporarse a las fuerzas armadas —siguió ella explicando—. Fui lo bastante tonta como para pensar que se trataba de un rasgo de patriotismo. Desde luego, teníamos nuestras disputas. Me imagino que en todos los matrimonios las hay. En nuestro caso, el choque estaba más o menos agravado por el hecho de que Darwin no podía tragar a mi familia.

—Bueno —convino Mason—, eso ocurre a veces. Por supuesto, no se puede echar toda la culpa a un hombre, pero…

Dejó que su voz se hundiese en el silencio.

—Pues en este caso —protestó ella— puede usted echarle toda la culpa a Darwin, porque él había conocido a mi familia antes de que nos casáramos, y me había dicho que todos eran deliciosos. Luego, bueno, urdió esta añagaza con Winnet.

—Aunque no sea más que desde un punto de vista legal —insinuó Mason—, siento curiosidad por el asunto.

—Puedo explicárselo a usted en pocas palabras —dijo ella—. Sé que no hago nada malo al contárselo. No me está permitido entrar en detalles, pero, después de todo, las cosas tendrán que ponerse en claro más tarde o más temprano, y no veo que me perjudique referirme a lo principal. Me doy cuenta de que usted sigue pensando que no he sabido hacer valer mis derechos legales. Pues bien, yo creo que probablemente usted no consigue imaginarse la diabólica ingeniosidad de mi marido y de su abogado.

Mason guardó un silencio atento y expectante. A los pocos segundos, ella continuó.

—Hace cinco años mi esposo me dijo que su amigo Winnet quería montarle un negocio de restaurantes, que Winnet tenía muchas propiedades aquí en Denver que podían utilizarse para organizar una cadena de restaurantes.

Mason dejó que sus ojos mostrasen interés, pero permaneció silencioso. Su interlocutora continuó la explicación:

—Darwin me dijo que ésa sería una buena oportunidad para nosotros. Sugirió que su abogado podría redactar un convenio, precisamente su abogado. Por aquel tiempo, nunca se me ocurrió pensar que también yo debería tener un abogado. Supuse, naturalmente, que mis intereses eran los mismos que los de mi marido.

Una vez más Mason inclinó la cabeza, dando a entender que seguía muy interesado la explicación de la señora Kirby. Ésta continuó:

—Así, pues, redactamos ese convenio. Ahora comprendo que fue un convenio muy insólito, un convenio de una índole tal que no creo que se hubiera redactado nunca si mi marido no hubiese planeado a sangre fría hacer esta jugada.

—¿En qué consistía el convenio? —preguntó Mason—. Bueno, quiero decir en sus líneas generales.

—Paul Winnet nos arrendaba cinco locales para restaurantes. Esto es, se mostraba de acuerdo para mantener restaurantes aquí y nosotros debíamos administrarlos en las condiciones de un arriendo. Se convenía que el señor Winnet mantendría un fondo rotativo en el Banco de Denver y que nosotros sacaríamos de ese fondo hasta el último penique de los gastos que hiciéramos relacionados con los restaurantes. Luego, a nuestra vez, teníamos que devolverle al señor Winnet en Illinois hasta el último penique del total de los recibos, sí, hasta el último penique.

Mason enarcó las cejas ligeramente. Iba haciéndose cargo de la situación.

—El señor Winnet haría luego que sus contables examinasen las cuentas, deduciendo los gastos propiamente dichos. El beneficio neto que quedara se dividiría en cuatro partes iguales. Con dos de estas cuatro partes se quedaría el señor Winnet. Mi marido podría girar contra el señor Winnet por una cuarta parte y yo podría hacer lo mismo.

»Las condiciones del arriendo eran tales que el interés de los arrendatarios no podía ser cedido ni voluntaria ni involuntariamente. ¿Sabía usted, señor Mason, que puede hacerse un arriendo de esa índole, que no puede hacer una cesión involuntaria?

—Sí —respondió Mason—, ésa es la ley en muchos Estados.

—El contrato preveía que, si nos declarábamos en bancarrota o se producía un embargo o ejecución, el arrendamiento quedaría nulo: que si cualquiera de las propiedades se veía comprometida en cualquier acción ante los tribunales y cualquiera de nuestros intereses en las propiedades se veía sujeto a litigio o determinación por el tribunal, el arrendador, que era, por supuesto, Winnet, tenía la oportunidad y el derecho de declarar el arriendo caducado y que en este caso podría, desde luego, entrar en posesión de todo el negocio del restaurante que nosotros habíamos construido.

—¿Y qué pasó? —inquirió Mason.

—Pasó —repuso ella— que después que mi marido me dejó sólidamente comprometida con una firma en la línea de puntos y un montón de condiciones en el contrato, tuve que seguir administrando los restaurantes durante su ausencia y enviar las ganancias a Winnet conforme a los términos del contrato…

—¿No se convino nada sobre sueldo? —preguntó Mason—. ¿Es que los arrendatarios no iban a recibir ningún sueldo?

—No. Toda la compensación que iban a recibir era lo que entregase el señor Winnet conforme a las condiciones del contrato. Por supuesto, le estoy explicando a usted sólo las líneas generales. Es un convenio muy prolijo y, como comprendo ahora, con gran pena por mi parte, estaba redactado muy cuidadosamente.

—Sí, empiezo a comprender su posición —dijo Mason—. Y entonces su esposo desapareció, ¿no es así?

—Mi esposo se marchó. Estuvo sirviendo en las fuerzas armadas. Expiró su período de enganche y aguardé que volviese a casa. No volvió. No tuve ninguna noticia suya. Entonces el abogado de mi marido vino a visitarme y me dijo que éste quería conseguir el divorcio y una distribución de propiedades. La distribución que proponía mi marido era un completo robo, lisa y llanamente.

—¿El abogado de su esposo estaba en comunicación con él?

—¡Oh, sí! —contestó ella—. Es muy listo el señor Horace L. Redfield.

—¿Y no puede usted solicitar un divorcio sin…?

—¡Oh, puedo solicitar y obtener el divorcio! —interrumpió ella—. Pero, ¿qué ventajas me reportaría eso? Necesito tener la compensación del trabajo que he realizado. ¿Se da usted cuenta, señor Mason, de que he pasado más de cuatro años de mi vida hecha una esclava como administradora de todos estos restaurantes, trabajando día y noche, teniendo todas las responsabilidades de la gerencia, convirtiéndolos en un negocio que rindiese, y que cada vez que he ganado un dólar, mi marido ha ganado un dólar también? He sido yo únicamente quien ha estado al pie del cañón, quien ha pasado las preocupaciones y los disgustos, preparando minutas, poniendo anuncios, trabajando hasta medianoche y…

—Pero, ¿por qué hace usted eso? —preguntó Mason—. ¿Por qué no se sienta a descansar y toma la vida con calma?

—Porque no puedo permitirme ese lujo. Estoy haciendo dinero. Estoy sacando buen dinero de esto. Estoy sacando tan buen dinero, que no me atrevo a renunciar. Pero el caso es que mi marido está cómodamente en alguna parte del trópico, a la sombra de una palmera, con alguna pequeña indígena que satisface todos sus caprichos y riéndose por la posición en que me ha dejado colocada. Cada vez que gano un dólar, gana otro dólar él también.

»Mi abogado me dice que, con arreglo a las leyes de este Estado, no puedo obtener ningún juicio contra mi marido en solicitud de alimentos a menos que pueda citarlo para que comparezca personalmente.

»Mi abogado necesita que la citación sea entregada dentro de los límites territoriales de este Estado y quiere conseguir un traspaso de bienes.

—¿Y qué pasaría luego? —preguntó Mason.

—Luego yo podría ir adelante y obtener el divorcio. Puedo utilizar el traspaso de bienes para hacer un nuevo contrato con el señor Winnet.

—¿Es que Winnet desearía hacer un contrato con usted?

—¡Oh, supongo que sí! Es lo lógico. Le estoy dando a ganar un montón de dinero. Parece que es mi destino hacer dinero para todos.

—Incluyendo a usted misma, ¿no?

—Pues sí, incluyéndome a mí misma. Reconozco que, tal como están las cosas, me doy por satisfecha con ese arreglo por lo que se refiere a mis ganancias personales. Lo que me revuelve la bilis es el hecho de que, en realidad, Darwin me tenga haciendo el trabajo en el que debería ayudarme. Ha sido una combinación magnífica, por lo que a él se refiere.

—¿Y nunca se ha puesto en contacto con usted?

—Directamente, nunca. Ni una sola línea. Ni una postal de penique. Estoy echando los bofes por él, y él se está dando la buena vida. Creo que es una de las cosas más despreciables con que puede tropezar un ser humano.

—No debería permitir que eso la amargase —dijo Mason.

—Pues sí, me ha amargado, señor Mason. Me temo que me ha amargado más de lo que quisiera reconocer. Porque, al final, he llegado a la conclusión de que estaba metida en un tornillo legal que me iba apretando más y más, por lo que he terminado capitulando.

—¿Ha hecho usted eso?

—Sí.

—¿Ha dado su consentimiento para un reparto de bienes?

—Sí, sometiéndome a las condiciones impuestas por él.

—¿Y va usted a solicitar el divorcio?

—Yo diría que sí.

—Y, tal como le ha sugerido su abogado, ¿va a montar un servicio de citaciones dentro de los límites territoriales del Estado de Colorado?

—Así es. He aceptado que se haga la distribución de bienes conforme a los términos propuestos por mi marido, pero, en contrapartida, él había consentido en venir a Colorado de forma que pudiese recibir la citación en este Estado. Por eso pensé que la visita de usted tenía algo que ver con la proyectada distribución de bienes. Pensé que quizá también usted representaba a mi marido.

Mason sacudió la cabeza.

—Quería hacerle a su esposo algunas preguntas respecto a la muerte del doctor Summerfield Malden.

—Nunca he oído hablar del doctor Malden.

—Se supone que ha muerto en un accidente aéreo.

Ella frunció el ceño pensativamente.

—¿Quién se supone que ha muerto?

—El doctor Malden.

Con una súbita esperanza en su voz, preguntó ella:

—¿Hay alguna posibilidad de que haya sido Darwin el que haya muerto?

—No lo sé —repuso Mason.

—Unos detectives telefonearon esta tarde y, luego, la policía. Les di la dirección del dentista de Darwin. No sé para qué la querían. Debe de ser para comparar los dientes. ¡Si por fin hubiese muerto…! Pero no, no debo hablar así. Todo este asunto me ha amargado. Me doy cuenta de que me ha amargado más de lo que yo quería reconocer a veces, y ésa es una de las razones por las que decidí darme por vencida y librarme del asunto para poder al fin dejar de pensar en eso.

—¿Cuándo ha de entregársele la citación? —preguntó Mason.

—Esta noche. Ya está todo previsto. He firmado el convenio y he hecho entrega de él a mi abogado. Éste era de la opinión de que, dadas las circunstancias del caso, un convenio corriente no me protegería del todo a menos que estuviese incorporado al juicio de divorcio, y con objeto de que ese juicio sirviese para lo que se refiere a la provisión de alimentos, la citación debía llevarse a cabo dentro de los límites del Estado de Colorado.

—¿Y qué hay respecto a Winnet?

—Winnet estará deseando entrar en tratos conmigo con tal de que primeramente yo haya hecho un arreglo satisfactorio con mi marido de forma que Winnet sepa que Darwin está contento.

—¿No podría usted someter los bienes de su esposo a un juicio aquí? —preguntó Mason.

—¿Qué bienes? No tiene bienes de ninguna clase. Tiene una participación en los beneficios del arriendo. Si intento exponer eso ante el tribunal, el arriendo queda terminado. Mis derechos terminan juntamente con los suyos. Él no tiene ningún dinero del que se le haya hecho entrega en el Estado de Colorado. Hasta el último céntimo que se saca de los restaurantes pertenece a Winnet mientras Winnet no hace la distribución del dinero en Illinois. Mi abogado me ha dicho que no puedo perseguir ese dinero en Illinois en un juicio que inicie en este Estado a menos que haya habido una entrega personal de citación. Aun así, no serviría de nada, ya que Winnet afirma que mi esposo no deja de pedirle anticipadas grandes sumas de dinero, por lo que en realidad nunca se le debe nada a Darwin.

—Eso me suena muy sospechosamente a colusión —comentó Mason.

—Claro que es colusión. Pero, ¿cómo va usted a probarlo? ¿Y qué conseguiría si lo hiciera? Para probarlo, tendría que conseguir que diese resultado un servicio de citaciones. Mi abogado me dice que en asuntos que son in rem, cómo él lo llama, usted puede hacer una citación por requisitoria, pero que, cuando se trata de asuntos personales, la citación ha de hacerse personalmente.

—Está claro —comentó Mason— que no alberga usted sentimientos muy cariñosos hacia su marido.

—¡Sentimientos cariñosos! —exclamó ella con cólera creciente—. Odio el suelo que pisa. No sólo me ha robado los mejores años de mi vida… no, no voy a decir eso, señor Mason. Ésa es una frase hecha. Y además, creo que una mujer entra en el matrimonio con los ojos bien abiertos. Pero lo que me irrita más que nada es el hecho de que me haya mantenido aquí en una posición de esclavitud legal durante un período de cuatro años. He estado trabajando para él sin percibir el menor sueldo. Mi situación ha sito tal, que no he podido divorciarme de él y volver a casarme y, en el supuesto de que me hubiese sorprendido en el menor desliz, él habría explotado esa ventaja para rechazar cualquier demanda de divorcio que yo pudiese haber presentado o quizá para tratar de despojarme de la parte justa que me corresponde de los bienes.

»Con el dinero que yo ganaba para él, pagó a una agencia de detectives particulares que me tuvieron sometida a vigilancia. Técnicamente, yo era su esposa. Con sólo que yo hubiese permitido que un hombre me besara, él habría explotado ese incidente como prueba.

»Tengo entendido que se ha enamorado de la vida en alguna isla tropical: pescando, plátanos, muchachas complacientes, en fin, una existencia lujosa y fácil. Ha «renunciado a la civilización» con todos sus cuidados y preocupaciones.

»Claro que él puede permitirse ese lujo. Y yo aquí trabajando como una negra y viviendo como una monja mientras él obtiene todos los beneficios de mi trabajo.

—Me gustaría poderle hacer algunas preguntas a su marido —manifestó Mason.

—¿Es que está complicado en algo?

—No lo sé.

—Bueno —dijo ella—, ya todo me da igual. Tuve que firmar un convenio que prevé que desde el mismo momento en que mi marido ponga los pies en el Estado de Colorado, tal paso se juzgará como una aceptación de «mi oferta de arreglo». ¿Puede usted imaginarse una cosa así? Tengo que acceder a sus condiciones y luego ellos redactan el convenio de forma que parece que yo soy la única que está ansiosa por llegar a ese arreglo. ¡Oh, han puesto alrededor de él todos los burladeros legales imaginables! ¡Cómo me gustaría que se matase antes de que entrara en el Estado de Colorado!

—Quizá ya está ahora aquí.

—Eso supongo. No lo sé.

—Es natural que la situación la haya amargado —comentó Mason—, y conste que no lo digo en tono de censura.

—Claro que la situación me ha amargado, y supongo que esa amargura ha dejado una marca indeleble en mi carácter.

—¿Cómo va a hacerse la entrega de los papeles? —preguntó Mason.

—Mi abogado irá a reunirse con el señor Redfield a medianoche. Un representante del sheriff estará con él. El señor Redfield ha consentido en llevar a la pareja hasta un lugar donde Darwin estará esperando.

—Si no tiene usted ninguna obligación legal o moral de facilitarle las cosas a su esposo, señora Kirby —propuso Mason—, ¿por qué no dar instrucciones a su abogado para que me permita seguirlo y que cuando los papeles le sean entregados a su marido pueda yo interrogarlo?

Ella sacudió la cabeza.

—Podría usted complicar las cosas. Puede que a él no le gustase eso. No me atrevo a hacer nada que pusiese en peligro todo el asunto.

—Yo podría esperar hasta que el convenio hubiese sido firmado y se hubiesen entregado los papeles.

—¿Sobre qué quiere usted interrogarlo?

—Sobre un asesinato.

Los ojos de la mujer resplandecieron de esperanza.

—¿Dónde ocurrió? —preguntó.

—En California.

—¿Cree usted que mi marido tuvo algo que ver con eso?

—Sólo puedo decir esto —respondió Mason—, que deseo interrogarlo sobre la muerte de su amigo íntimo, doctor Summerfield Malden, y que las autoridades de California han llegado a la conclusión de que el doctor Malden fue asesinado.

»No quiero hacer ninguna afirmación que no pueda sostener, señora Kirby. Desde luego, usted se hará cargo de cuál es mi posición en este asunto, pero puedo decir, con arreglo a todas las pruebas de que hasta ahora se dispone legalmente, que su esposo fue la última persona que vio vivo al doctor Malden…, si, por supuesto, el doctor Malden está muerto, y las autoridades de California insisten en que lo está.

Con los movimientos rápidos, casi felinos, de una mujer que adopta una decisión y que inmediatamente empieza a ejecutarla, la señora Kirby agarró el teléfono y dijo al operador de la centralita:

—Haga el favor de ponerme con Ed Duarte. Está en su despacho. Dígale que soy yo quien lo llama.

Unos momentos después, cuando su abogado se hubo puesto al teléfono, ella empezó a hablar. Mason escuchaba, interesado.

—Ed, aquí Millicent Kirby. Ha venido un abogado de California, el señor Mason. Quiere acompañarte esta noche. Le interesa hacer algunas preguntas a Darwin sobre un asesinato… ¿Que no quieres?… Dice que no intervendría en nada… Ya comprendo… Bueno, eres tú el que manda.

Colgó el teléfono y se volvió hacia Mason. Luego, dijo con sequedad:

—Lo siento. Mi abogado dice que no hay nada que hacer. Incluso me prohíbe que siga hablando con usted. Afirma que está enterado de todo el asunto y que es pura dinamita. Así es que, lamentándolo mucho, he de dar por terminada nuestra conversación, señor Mason. Le pido que haga el favor de marcharse.

Dio unos pasos y abrió la puerta para que pasase el abogado.

—Vamos, no hay para tanto —protestó Mason, sonriendo.

Los labios de la mujer eran una firme y delgada línea de silencio. Sólo se movió para dejarlo pasar.