Capítulo 11

El juez Telford ocupó su sitio a la mesa, declaró que estaba formado el tribunal y frunció el ceño al ver la gran cantidad de público que había abarrotado la sala.

Miró con cierta acritud a los abogados: Perry Mason hallábase sentado con la acusada, ante una mesa; dos lugartenientes especiales de la oficina del fiscal del distrito sentados a la otra mesa.

—En mi opinión, señores —anunció el juez Telford—, no hay necesidad de envolver estos trámites en ningún velo de tecnicismos. La cuestión que se plantea ante este tribunal, como magistrado en funciones, es simplemente la de ver si se ha cometido el delito de asesinato y si hay motivos razonables para creer en la culpabilidad de la acusada. Creo que no habrá discusión alguna sobre este asunto.

El juez Telford frunció el ceño al ver que Mason se disponía a hablar.

—Si lo permite el tribunal —dijo Mason—, debo hacer presente que ésa es una exposición del caso que se presenta ante el tribunal, pero me gustaría poner de manifiesto que el objeto de este juicio preliminar es proteger a la acusada. Si se demuestra que la acusada es en realidad inocente, ha llegado la hora en que debe ser puesta en libertad.

—Bueno, por supuesto —dijo el juez Telford tolerantemente—, hay un amplio margen entre mostrar que un acusado es inocente y mostrar que se ha cometido un crimen y que hay motivos razonables para creer que el acusado es culpable. Opino que debo llamar la atención de los consultores de ambos bandos en el sentido de que ése no es un caso en que haya que demostrar la culpabilidad de la acusada más allá de toda prueba razonable.

—Así comprendemos la ley —comentó Mason alegremente.

—Muy bien —dijo el juez Telford a la acusación—, empiecen a exponer sus cargos.

Carl Hurley, uno de los lugartenientes para el juicio, quien se había hecho un nombre como fiscal suplente, sonrió al llamar al primero de sus testigos.

Este testigo resultó ser un empleado del aeropuerto. El testigo declaró cuál era el número de la avioneta del doctor Summerfield Malden, la forma y el tipo de la avioneta, el hecho de que el día antes de su muerte el doctor Malden había presentado en debida forma un plan de vuelo que preveía un contacto con tierra en Salt Lake City, con una parada en Las Vegas, Nevada, para repostar; que el doctor Malden había recibido permiso de la torre de control para despegar a las 11.17 horas y que en realidad lo había hecho a las 10.19 horas.

El testigo continuó declarando que aquel mismo día, con posterioridad, había ido un avión hasta un determinado lugar del desierto que indicó trazando con lápiz una cruz cerrada por un círculo en un plano, que testificó que era un plano exacto que mostraba las líneas seguidas por los aviones, la situación de los radio-faros, de las pistas de aterrizaje, etcétera.

La avioneta siniestrada del doctor Summerfield Malden había sido encontrada en aquel lugar con todos los indicios de que se produjo un aterrizaje violento seguido de incendio. La avioneta contenía un cadáver tan achicharrado, que resultaba irreconocible. Se habían podido discernir los números en el ala de la avioneta. Estos números correspondían al aparato del doctor Summerfield Malden y sólo había una persona en la avioneta.

El fuego había fundido de tal modo las manecillas de un reloj que se encontraba en el tablero de la avioneta, que era imposible fijar el momento del accidente. Midiendo distancias por medio de un compás de división y la escala del plano aéreo, el testigo pudo jurar que, según el tiempo empleado y la distancia recorrida, tomando en consideración las condiciones meteorológicas generales, la avioneta debía de haber emprendido un vuelo sin parada, en su curso hasta Las Vegas, Nevada, hasta que, por un motivo inexplicable hasta este momento, se estrelló y se incendió.

—Pregunte usted ahora —dijo Hurley a Mason con un tono de desafío en su voz.

Mason pareció quedar sorprendido por aquella invitación.

—¿Que pregunte yo? —inquirió.

—Sí, que pregunte —respondió Hurley.

—¿Para qué? —dijo Mason—. No tengo que hacerle ninguna pregunta a este testigo, ninguna en absoluto.

Hurley, pareciendo sentirse muy complacido de sí mismo, anunció:

—Con la venia del tribunal, el próximo testigo va a presentarse como experto. Algunos extremos de su declaración van a resultar bastante técnicos. Por eso me resulta necesario que explique antes ciertas cuestiones generales para que la naturaleza de su declaración pueda ser comprendida.

—Muy bien —decidió el juez Telford, mostrando en su semblante cierta débil curiosidad—. Prosiga.

Hurley prosiguió con una rápida serie de preguntas para mostrar que el testigo, un tal Dudley Lomax, por sus estudios, instrucción y práctica, se había convertido en un experto en la ciencia de la «criminalística».

Después de terminar con aquellas preguntas relativas a los méritos y cualificaciones del testigo, Hurley se volvió hacia Mason.

—¿Desea usted interrogarlo en cuanto a sus cualificaciones, señor Mason?

—Por el momento, no —respondió Mason—. Pero sí hago constar que sus cualificaciones quedan sujetas al derecho de la pregunta.

—Muy bien —dijo Hurley, y añadió—: Puedo manifestarle al tribunal que la criminalística es un término que abarca una ciencia relativamente nueva que implica la aplicación de conocimientos científicos de diversos campos en la detección del crimen. Este testigo es un experto en el campo de la criminalística.

—Tengo entendido que la estipulación del señor Mason cubre ese aspecto —dijo el juez Telford—. Siga adelante. Empiece a hacerle sus preguntas.

—Señor Lomax —empezó Hurley—, voy primeramente a pedirle que explique al tribunal el significado del término «emisión de líneas en el espectro».

Lomax, evidentemente encantado por la oportunidad que se le presentaba de demostrar sus conocimientos, se sentó confortablemente en el estrado de los testigos.

—Haga el favor de evitar todos los tecnicismos siempre que sea posible —rogó Hurley—. Y explique al tribunal lo más claramente posible de qué se trata.

—El tribunal conoce muy bien lo que son las líneas de emisión y su significado, señor Hurley —dijo el juez Telford.

—Lo supongo, señoría —repuso Hurley rápidamente—, pero hago esto para que conste con mayor claridad en los autos.

Lomax pareció quedarse algo desconcertado por los conocimientos del juez sobre el tema.

—Continúe —instó Hurley al testigo—. Limítese a explicar de modo general qué son esas líneas.

—Bueno —empezó Lomax—, la luz emitida por un cuerpo sólido, luminoso por sí mismo e incandescente, contiene todos los colores visibles. Cuando tal luz se concentra sobre una estrecha rendija vertical y, por un sistema de lentes, se la pasa a través de un prisma de cristal, las ondas más largas visibles de la luz, que son rojas, quedan menos dobladas o refractadas por el prisma que las ondas más cortas, que son violetas.

»El espectroscopio es un instrumento que cambia un rayo de luz blanca que pase por la rendija en una muestra alargada de todos los colores que componen la luz. Eso se llama un espectro continuo. Tiene los colores exactos del arco iris, empezando con el rojo en un extremo y pasando por los colores intermedios de anaranjado, amarillo, verde, azul, índigo y violeta.

—Procure ser lo menos técnico posible —sugirió Hurley.

El testigo carraspeó.

—Cuando la fuente luminosa no es un sólido incandescente, sino un vapor luminoso, la luz no suele ser blanca y no contiene todas las longitudes de onda del rojo al violeta. Puede ser casi de cualquier color, como el amarillo de las luces de sodio utilizadas para el alumbrado de carreteras, el rojo del neón utilizado en los anuncios luminosos, y el verde azulado de las luces de mercurio utilizadas también en el alumbrado de carreteras. Cuando tal luz pasa por el espectroscopio, se rompe en unas cuantas líneas distribuidas en el espectro según sus colores. Cada línea es una imagen por separado de la rendija. Cualquier gas luminoso puede identificarse por la agrupación de sus líneas.

»Cuando un metal se vaporiza en un arco eléctrico, el arco queda coloreado por la presencia del vapor metálico. Cuando se usa éste como fuente de luz para el espectroscopio, aparecen líneas características que permiten identificar el metal.

—¿Me equivoco al suponer que es posible entonces determinar los distintos constituyentes químicos de una sustancia por medio de una aplicación de este principio básico? —preguntó Hurley.

—Exactamente, así es. No se trata de un análisis cuantitativo, pero es posible averiguar la presencia de ciertas sustancias.

—¿Y se ha hecho alguna aplicación de este principio en el campo de la investigación criminal?

—¡Oh, sí! Se han construido dispositivos para vaporizar una sustancia en un arco eléctrico o, si la sustancia está en solución, con una intensa chispa eléctrica. El espectro de semejante luz, aunque un material esté presente sólo en cantidad microscópica, puede ser fotografiado durante el breve momento de su vaporización, mientras emite la luz que lo identifica. Por un estudio de las líneas registradas en la fotografía, el material puede ser identificado de modo seguro y es posible afirmar tajantemente que la sustancia captada en el arco o en la chispa contiene o no contiene el material en cuestión.

—¿Puede usted explicar cómo se usa este principio en la investigación criminal? —preguntó Hurley.

El juez Telford lanzó una mirada a Perry Mason como esperando tal vez una objeción, pero Perry Mason estaba escuchando atentamente, como si no fuera más que uno de los espectadores del juicio que atendían con los ojos muy abiertos por el interés.

—Bueno —siguió diciendo Lomax, disfrutando todavía de la posición de importancia en que se encontraba colocado—, con mucha frecuencia, cuando deseamos identificar una cierta sustancia, nos las componemos para colocar diminutas cantidades de ciertos materiales identificables que en circunstancias ordinarias nunca se encontrarían en una sustancia así. Son compuestos metálicos que resultan inofensivos si alguien los ingiere.

»En el departamento donde trabajo identificamos estas sustancias según diversos nombres en clave. Por ejemplo, la sustancia a la que estoy refiriéndome ahora tiene la designación en clave de número 68.249.

—¿Tiene eso algo que ver con una línea de emisión? —preguntó Hurley.

—No directamente. Es un número de clave. Pero tiene una cierta relación con una línea de emisión dentro de determinadas longitudes de onda. El número es una designación en clave.

—¿Y con análisis espectroscópico puede detectar esta sustancia a la que usted se ha referido con el número en clave 68.249?

—Sí, señor.

—¿En qué cantidades?

—En cantidades microscópicas.

—¿Tuvo usted oportunidad, en relación con el cadáver del doctor Summerfield Malden, de hacer un análisis espectroscópico de los órganos?

—Sí, señor. Es lo que hice.

—¿Qué encontró usted?

—Encontré pruebas innegables de la existencia del número en clave 68.249.

—¿En el cadáver?

—Sí, señor.

—Voy a mostrarle a usted una botella de whisky, un frasco que pediré al tribunal sea marcado como prueba número uno para identificación.

—De acuerdo —convino el juez Telford.

—Voy a hacerle a usted algunas preguntas respecto a este frasco.

—Sí, señor. Es un frasco metálico de whisky que contiene aproximadamente algo más de medio litro.

—¿Dónde se encontró este frasco de whisky? Si es que usted lo sabe… ¿Lo sabe?

—Sí, señor, lo sé.

—¿Quién encontró este frasco?

—Yo estaba presente cuando fue descubierto.

—¿Dónde fue descubierto?

—Al examinar los restos de la avioneta del doctor Malden, procuramos averiguar exactamente lo que había ocurrido. Por eso hicimos una búsqueda por el terreno, tratando de encontrar los objetos que pudieran servir de puntos de referencia. Llegamos a la conclusión de que…

—Oiga, un momento —lo atajó el juez Telford—. Me doy cuenta de que no hay objeción alguna por parte de la defensa, pero creo que el tribunal, por su propia iniciativa, debe sugerirle a usted que restrinja su declaración a hallazgos reales y no a las conclusiones que usted dedujera.

—Sí, señor. Vimos que la avioneta había chocado contra el suelo con una fuerza terrible. Algunos objetos habían sido arrojados desde la avioneta hasta distancias de cincuenta metros.

—¿Puede usted describir esos objetos?

—Uno de ellos era un maletín negro que contenía algunos instrumentos quirúrgicos para operaciones de urgencia y medicinas como las que suelen llevar los médicos.

—¿Dónde encontró usted ese maletín?

—A una distancia de cincuenta metros de los restos carbonizados.

—¿En qué condiciones se hallaba el maletín?

—Había quedado completamente abierto. Las botellas se habían roto y los líquidos que contenían se habían desparramado por el suelo, las píldoras estaban esparcidas por el desierto, juntamente con añicos de cristal.

—¿Encontró usted algo más?

—Había una almohada construida de una forma especial con una cremallera a un lado. Esa almohada estaba hecha de forma que pudiera utilizarse como apoyo para la cabeza y como recipiente. Tenía un compartimiento interior revestido de un material de caucho y, como digo, podían meterse cosas en esa almohada y correr la cremallera para cerrar lo que fuese en el interior.

—¿Encontró usted esa almohada?

—Sí, señor. Estaba presente cuando se encontró.

—¿A qué distancia de la avioneta?

—Aproximadamente a unos treinta metros.

—¿En qué estado se encontraba esa almohada?

—Uno de sus costados había sufrido grandes daños por efecto del calor, esto es, prácticamente se había achicharrado por uno de los costados, pero esto se debía más bien al hecho de haber estado expuesta a un calor intenso y no a una llama directa.

—¿Y qué había en el interior de esa almohada?

—Ese frasco.

—¿El que ha sido señalado como prueba número uno?

—Sí, señor.

—¿Sabe usted a quién pertenecía?

—Por mi propio conocimiento, no. Únicamente por afirmaciones hechas por otras personas.

—¿Recogió usted ese frasco para investigar las huellas dactilares?

—Sí, señor, es lo que hice.

—¿Encontró usted huellas dactilares en el frasco?

—Sí, señor. Había huellas dactilares recientes.

—¿Fueron recogidas esas huellas dactilares en presencia de usted?

—Sí, señor.

—¿Y qué hizo con ellas?

—Las fotografié.

—¿Las fotografió usted personalmente?

—Sí, señor.

—¿Con qué?

—Con una cámara especial para fotografiar huellas dactilares.

—¿Y qué encontró respecto a esas huellas dactilares?

Lomax se agachó para recoger una cartera de mano y sacó una serie de fotografías.

—Encontré cuatro huellas dactilares muy claras, que tengo aquí.

—Un momento —interrumpió Hurley—. Pedimos que esas fotografías sean marcadas prueba número dos, prueba número tres, prueba número cuatro y prueba número cinco para la identificación.

—Muy bien —accedió el juez Telford.

—¿Cuál es la prueba número dos, señor Lomax?

—Es la huella dactilar del índice derecho del doctor Summerfield Malden.

—Un momento —interrumpió Mason—; pido que esa respuesta no sea tomada en cuenta, ya que no responde directamente a la pregunta e implica una conclusión del testigo.

—Pero este testigo es un experto en cuestiones de huellas dactilares —replicó Hurley.

—Puede ser —dijo Mason—. No tengo ninguna objeción que presentar en cuanto a que ésta es la huella dactilar de un índice de la mano derecha de alguien. Mi objeción se refiere al hecho de que la identifique como la huella dactilar del doctor Malden.

—¡Ah, ya comprendo! —dijo Hurley con una sonrisa—. Bueno, eso podemos arreglarlo inmediatamente. Podemos convenir, señoría, que la objeción sea aceptada y que la respuesta se aplace hasta que hayamos aportado la prueba concluyente. —Luego se volvió hacia el testigo—. Pues bien, señor Lomax, ¿ha examinado usted las huellas dactilares del doctor Summerfield Malden?

—Sí, señor, las he examinado.

—¿Comparándolas con qué?

—Con copias fotográficas de huellas dactilares enviadas por el F.B.I.

—¿A requerimiento de quién?

—A requerimiento mío.

—Ahora, en vista de esa afirmación, ¿sabe usted a quién corresponde la huella dactilar que se muestra en la prueba número dos?

—Sí, señor. La…

—Un momento —interrumpió Mason—. Tengo que presentar una objeción, señoría. Objeto que la pregunta es inadecuada, que es incompetente, irrelevante e inmaterial y que significa la introducción de pruebas por rumores.

—¿A qué se refiere usted? —preguntó el juez Telford.

—Me refiero a que no hay evidencia ninguna ante el tribunal sobre la autenticidad de ese registro de huellas dactilares recibido del F.B.I.

—¡Oh, ésa es una demostración que podré hacerla si es necesaria! —dijo Hurley cansadamente—. Pido al tribunal que se rechace la protesta, contando con la seguridad de que proporcionaré la prueba suficiente o, de lo contrario, podrá anularse la declaración.

—Muy bien, se rechaza la protesta

—Responda a la pregunta —instó Hurley al testigo.

—Era la huella del índice derecho del doctor Summerfield Malden.

—¿Qué dice sobre la prueba de identificación número tres?

—La misma protesta —interpuso Mason.

—La misma petición —replicó Hurley— en el sentido de que se permita la respuesta, sujeta a mi seguridad de que será demostrada.

—La misma decisión del tribunal —dijo el juez Telford.

—Era la huella del dedo corazón derecho del doctor Summerfield Malden.

—¿Qué hay sobre la prueba para identificación número cuatro?

—La misma objeción —interpuso Mason.

—La misma decisión —indicó el juez Telford.

—Era la huella del índice izquierdo del doctor Summerfield Malden.

—¿Qué hay sobre la prueba para identificación número cinco?

—La misma objeción —dijo Mason.

—La misma decisión —anunció el juez Telford.

—Era la huella del pulgar derecho del doctor Summerfield Malden.

—Y ahora, ¿qué había en este frasco marcado con el número uno de prueba para identificación?

—Estaba medio lleno de líquido.

—¿Sabe usted qué líquido era?

—Ahora lo sé.

—¿Cómo lo sabe?

—Estuve presente y asistí a un análisis.

—¿Qué líquido era?

—Whisky.

—¿Había algo raro en aquel whisky?

—Sí, señor.

—¿Qué?

—Un análisis espectroscópico mostró la presencia de la sustancia que en clave tiene el número 68.249.

—¿Y sabe usted cómo pudo darse el caso de que la sustancia a la que se ha referido con el número clave 68.249 estuviese en ese whisky?

—Sí, señor, lo sé.

—¿Cómo?

—Indirectamente fue colocada allí por mí.

—¿Quiere usted explicar eso al tribunal?

—Se me había pedido que tomase ciertas medidas para poder identificar a todos los narcóticos que estaban en posesión de…

—Un momento, un momento —interrumpió el juez Telford, lanzando una mirada a Perry Mason—. Naturalmente, eso se refiere a una conversación que no se desarrolló en presencia del testigo, ¿no es así?

—Sí, señoría

—Por tanto sería una prueba basada en rumores —decidió el juez Telford.

—No presento ninguna objeción —anunció Mason—. No deseo mostrarme técnico en asuntos de poca importancia.

—Pues bien técnico que se mostró usted sobre la prueba de las huellas dactilares —disparó Hurley.

—Ése podría no ser un detalle de pequeña importancia —replicó Mason—. No me opongo en absoluto a que el testigo declare cómo ocurrió que la sustancia registrada con el número 68.249 llegase a estar en el whisky.

—Muy bien —dijo el juez Telford mirando a Mason como si quisiera decirle que esperaría mucho tiempo antes de tratar de intervenir de nuevo con objeto de ayudar al abogado—. Está usted representando a la acusada. Si la acusada no hace ninguna objeción, permitiré que el testigo conteste a la pregunta, aunque, desde luego, no tengo la intención de sentirme ligado por ninguna declaración basada en rumores.

—No, no, señoría —intervino Hurley—, yo sólo le estaba preguntando al testigo de un modo general que dijese cómo pudo ser eso de que esta sustancia estuviera en el whisky.

—Se me pidió —explicó Lomax rápidamente como si tratase de dar término a este aspecto del relato antes de que el juez pudiese decidir que no era procedente— que pusiera alguna sustancia en los narcóticos del doctor Summerfield Malden que me permitiera identificar esos mismos narcóticos posteriormente. Decidí utilizar la sustancia que en clave tiene el número 68.249, porque esa sustancia, por la naturaleza química de la misma, no se encontraría nunca naturalmente en ninguna de las preparaciones narcóticas y porque, en cantidades microscópicas, no tiene ningún efecto sobre el sistema humano.

—¿Y qué hizo usted? —preguntó Hurley.

—Con ayuda del mayorista, se prepararon narcóticos especiales para atender los pedidos del doctor Summerfield Malden. Cada una de esas preparaciones contenía, además de morfina, heroína u otras sustancias narcóticas, una pequeñísima cantidad de la sustancia conocida en clave con el número 68.249.

—Así, pues, está usted capacitado para decir…, pero no, retiro esto y le haré una pregunta más. Cuando estuvo presente en el análisis del whisky que se encontró en este frasco, prueba número uno, ¿halló usted en el whisky algo más que la presencia del número clave 68.249?

—Sí, señor.

—¿Qué era?

—En el whisky había una cantidad muy considerable de sulfato de morfina.

—Y este sulfato de morfina contenía a su vez una sustancia idéntica a la que usted había colocado en los narcóticos del doctor Malden y a la que se ha referido con el número en clave 68.249, ¿no es así?

—En conciencia —replicó Lomax—, no puedo decir tanto, señor Hurley. Puedo únicamente declarar que la sustancia designada con el número clave 68.249 no podría hallarse de un modo natural en el whisky. No podría hallarse de un modo natural en ningún narcótico. Resulta que yo hice que esta sustancia fuese colocada en cierta cantidad de sulfato de morfina que fue vendida al doctor Summerfield Malden por el mayorista. Encontré esta misma sustancia en el whisky contenido en el frasco, prueba número uno, y también encontré que había signos químicos evidentes de la existencia de una cantidad de sulfato de morfina en aquel whisky.

—Puede usted interrogar —dijo Hurley.

—¿Por qué puso usted la sustancia conocida con el número en clave 68.249 en los narcóticos del doctor Summerfield Malden? —preguntó Mason.

—Porque se me había pedido que preparase algunos medios de identificación de forma que pudiésemos seguir la pista a aquellos narcóticos.

—¿Cuántas sustancias tienen ustedes de las que suelen utilizar para estas identificaciones espectroscópicas?

—Tenemos media docena.

—¿Que se usan en narcóticos?

—No, no en narcóticos. Quizá pudiéramos utilizar todas ellas en narcóticos, pero en nuestro trabajo sobre narcóticos solemos confiar en la sustancia conocida con el número clave 68.249.

—¿Está usted afiliado a alguna agencia para el cumplimiento de la ley?

—Lo estoy.

—¿Puede usted decimos cuál es?

—Prefiero no revelar mis relaciones oficiales. Estoy dispuesto a contestar gustosamente a cualquier pregunta que se refiera a mis títulos o cualificaciones, o al procedimiento que utilicé con objeto de poder llevar a cabo una identificación de los narcóticos del doctor Malden.

—Todo eso está muy bien —dijo Mason—, pero el caso es que Usted forma parte de una organización.

El testigo se quedó un poco pensativo, luego reconoció:

—Sí, señor.

—¿Y hay otros hombres en esa organización?

—Sobre la base de un ámbito nacional, sí.

—¿Y conoce usted a todos esos hombres?

El testigo sonrió.

—No, a todos ellos, no.

—¿Conoce usted a algunos?

—Sí.

—¿Hay otros que tengan la misma, o aproximadamente la misma formación técnica que tiene usted?

—Sí, señor.

—Y esa organización tiene en su poder varios instrumentos destinados al análisis espectroscópico de ciertas sustancias, ¿no es así?

—Sí, señor

—¿Y no es usted jefe de esa organización?

—Rotundamente, no.

—Por lo cual, los demás miembros de la organización no tienen que darle cuenta de nada.

—No, señor.

—Usted sabe que estaba tratando de poner una marca de identificación en los narcóticos utilizados por el doctor Summerfield Malden, ¿no es así?

—Sí, señor.

—Y que recurrió a la sustancia designada con el número clave 68.249, ¿verdad?

—Sí, señor.

—¿Sabe usted si esa clave rige efectivamente en el empleo para identificar narcóticos?

—Sí, señor.

—¿Ha utilizado usted esa sustancia otras veces?

—Sí, señor.

—¿En otros casos?

—Sí, señor.

—Y si algún otro miembro de la organización a la que está usted afiliado estuviera por casualidad trabajando en este territorio sobre otro caso de narcóticos y se le hubiese pedido que tomase las medidas necesarias para que pudiera identificar esos narcóticos, ¿es posible que la sustancia identificadora, aunque sólo fuera por una pura casualidad, hubiese sido la misma que la que usted designa con el número clave 68.249?

—No creo que ninguna otra persona de mi organización esté trabajando en este territorio.

—¿No lo sabe usted?

—No puedo jurarlo, no.

—Está usted ahora bajo juramento —le advirtió Mason—. ¿Lo sabe o no?

—No.

—Y si a alguna otra persona afiliada a su organización, teniendo sustancialmente las mismas cualificaciones técnicas que tiene usted, se le pidiese que identificara los narcóticos pertenecientes a otro sospechoso, ¿sería lo más probable que utilizara también esa sustancia conocida con el número clave 68.249?

—¡Oh, señoría! —protestó Hurley—, ¡creo que esto es indebidamente técnico! Creo que es…

—Se rechaza la protesta —disparó el juez Telford—. El testigo debe contestar la pregunta.

—Bueno, desde luego —respondió Lomax—, siendo absolutamente sincero, tendría que declarar que, dadas esas condiciones, que insisto, son extremadamente improbables, mi respuesta tendría que ser sí.

—¿No ha habido alguna repugnancia por su parte en cuanto a lo que ha calificado de absolutamente sincero?

—Ninguna en absoluto.

—¿Tampoco ninguna vacilación?

—Bueno…, por supuesto…, estoy en una posición más bien delicada.

—¿Le impide a usted esa posición ser absolutamente sincero?

—En modo alguno.

—¿Por qué vacila entonces?

—Tenía que pensar en el efecto de mi respuesta.

—No en su verdad, sino en el efecto. ¿Es eso lo que usted dice?

—En cierto modo, sí.

—¿Pensó usted en el efecto?

—Si.

—O, de lo contrario, no habría dado esa respuesta, ¿verdad?

—No he dicho eso.

—No, usted no lo ha dicho, lo ha dicho su actitud. Gracias. Eso es todo.

—No tengo más preguntas que hacer —manifestó Hurley.

El testigo se puso en pie para abandonar el estrado.

Hurley y Madison Irwin, su ayudante, iniciaron una apresurada consulta en voz baja.

De pronto Hurley anunció:

—Quisiéramos volver a llamar al estrado al señor Lomax para hacerle una pregunta que se nos olvidó formular.

Mason dirigió una sonrisa al desconcertado fiscal interino del distrito y comentó:

—Por lo visto, porque la defensa tuvo buen cuidado de no caer en la trampa que había sido montada por la acusación e hizo las preguntas más convenientes en el interrogatorio.

Hurley se volvió airadamente hacia Perry Mason, luego, al darse cuenta de pronto de lo cómico de la situación y, tal vez, al notar la sonrisa que se dibujaba en el rostro del juez Telford, dijo:

—Bueno, no hay nada de malo intentándolo.

Lomax volvió al estrado. Hurley le preguntó:

—¿Encontró usted algunas otras huellas dactilares en ese frasco metálico, que constituye la prueba número uno?

—Efectivamente, señor, encontré otras huellas.

—¿Identificó algunas de esas huellas?

—Sí, señor; identifiqué tres.

—¿Tiene fotografías de ellas?

—Sí, señor.

—Solicito que sean marcadas pruebas número seis, siete y ocho para identificación —propuso Hurley.

—No hay inconveniente —decidió el juez Telford.

—¿Sabe usted a quién corresponden esas huellas dactilares?

—Sí, señor.

—¿De quién son?

—De la acusada, Steffanie Malden.

—¿Cómo ha podido usted cotejar debidamente esas huellas?

—Con huellas sacadas directamente de los dedos de la acusada.

—Ahora —dijo Hurley, sonriendo a Mason—, creo que puede usted repreguntar. Opino que esto pone fin a nuestro examen directo.

Mason le sonrió al testigo y preguntó:

—¿Habló usted con el señor Hurley sobre las cosas que iba a decir en su declaración?

—¡Oh, debo reconocer que hablé con el testigo sobre cuáles iban a ser los términos generales de su declaración! —interrumpió Hurley—. Después de todo, aquí no hay ningún jurado. ¿Qué utilidad tiene este tipo de preguntas?

—Hice la pregunta porque necesito que sea contestada —replicó Mason.

—Responda a la pregunta —ordenó el juez Telford.

—Sí, señor, hablé con el señor Hurley.

—¿Y se pusieron ustedes de acuerdo sobre la manera como iba a formular usted esta declaración?

—¿Qué quiere decir con eso?

—¿Trató usted con el señor Hurley el hecho de que, en un examen directo, presentaría las huellas dactilares del doctor Malden que se encontraron en el frasco y que no haría referencia alguna a otras huellas dactilares, pero que cuando yo volviese a interrogarle a usted y le preguntara si había otras huellas dactilares en ese frasco, usted me desconcertaría con la respuesta de que también estaban en el frasco las huellas de mi cliente?

El testigo se agitó incómodamente en su asiento. Mason le instó:

—Responda a la pregunta

—¡Oh, señoría! —protestó Hurley—. Creo que estamos malgastando el tiempo del tribunal. Creo que es un asunto de conocimiento común que el fiscal a menudo conferencia con un testigo clave sobre la estrategia a seguir ante el tribunal y bosqueja la base del juicio y cómo va a conducirse.

—Mi pregunta va un poco más lejos que eso —replicó Mason—. Creo que es pertinente y me interesa que sea contestada.

—La objeción, si la hay, queda rechazada —decidió el juez Telford—. Responda a la pregunta.

—Bueno, en general eso fue lo más importante de nuestra conversación.

—¿Y dio usted su consentimiento a eso? —preguntó Mason.

—Pues sí, aunque no sé que tuviera obligación de decirlo.

—Usted convino en que se abstendría cuidadosamente de mencionar lo más mínimo sobre las huellas dactilares de la señora Malden existentes en ese frasco hasta que yo le interrogara, y entonces aprovecharía la primera oportunidad que se presentase para conseguir que esa información figurara en los autos, ¿no es así?

—Bueno, poco más o menos, creo que es así.

—Entonces —acusó Mason—, está usted predispuesto contra la acusada.

—¡De ninguna manera!

—Entonces está usted predispuesto contra mí.

—No, yo… yo simplemente soy testigo del fiscal.

—Entonces está usted predispuesto a favor del fiscal.

—No me gusta esa palabra de predispuesto —protestó el testigo.

—Me importa poco que le guste o no —replicó Mason—. Estoy tratando de poner en claro, porque tengo un derecho legal a hacerlo, si existe o no una parcialidad que realmente existe. Le estoy preguntando si tiene usted una parcialidad a favor de la acusación.

—No hasta el extremo de falsear mi declaración.

—Pero sí hasta el extremo de que conspira usted con la acusación con objeto de hacerme caer en una trampa con la que el caso de la acusada se mostraría para ella con la mayor desventaja posible en los informes de la prensa.

—Bueno…, yo creo que los hechos hablan por sí mismos, señor Mason.

—No estoy hablando ahora de los hechos. Estoy hablando del estado de ánimo de usted, que llega a ser un hecho importante en el caso, porque es usted un testigo. Si siente parcialidad, eso va a afectar a su declaración, lo mismo si se da cuenta que si no se da cuenta. Y ahora la pregunta es: ¿Siente usted esa parcialidad?

—Bueno, me considero testigo de la acusación.

—En otras palabras, su forma de vida depende de ser convocado como testigo, ¿no?

—No del todo.

—¿Por la acusación?

—Bueno, generalmente.

—Por tanto, una gran parte de los éxitos que obtiene en su profesión depende de si goza de fama como voluntario para cooperar con el fiscal haciendo de buen testigo a favor de la acusación, ¿no es así?

—Sí, supongo que es así.

—Y ahora —dijo Mason—, ¿qué otras huellas dactilares había en aquel frasco?

—Unas cuantas más. Algunas estaban tan desvaídas que era imposible identificarlas.

—¿Qué otras huellas había en aquel frasco que usted pudiera identificar?

—Bueno, había varias huellas dactilares. Algunas eran huellas claras, pero resultaba imposible descubrir quién las había dejado y…

—¿Qué otras huellas dactilares que pudiera usted identificar había en aquel frasco? Me refiero ahora a huellas que usted pudiese cotejar. En otras palabras, huellas que haya comparado con otras y descubierto que son idénticas.

El testigo vaciló, miró a Hurley, se agitó en la silla y respondió:

—Las huellas de Ramón Castella, el chófer del doctor Malden y mecánico de su avioneta.

—¿Cuántas huellas?

—Dos.

—Ahora voy a preguntarle —anunció Mason— si las huellas de Ramón Castella, en algún momento, en algún lugar, existentes sobre ese frasco, estaban superpuestas sobre las huellas de la acusada en este caso.

—Yo… no puedo estar seguro. Creo que ocurría así en un caso. Es difícil afirmarlo.

—Sobre la base de sus conocimientos, como experto en la ciencia de la criminalística, habiendo examinado aquel frasco, usted encontró las huellas que dijo a la policía que eran del doctor Malden, las de Steffanie Malden y las de Ramón Castella, ¿no es así?

—Sí, señor.

—¿Otras huellas que pudieran registrarse?

—Sí, señor.

—¿De quién eran esas huellas?

—No lo sé.

—¿Tomó usted fotografías de esas huellas?

—Sí, señor.

—¿Debo entender que reunió un número bastante grande de huellas, quiero decir, un número raramente grande de huellas dactilares en ese frasco?

—Sí, señor.

—¿Cuál pudo ser la causa de eso?

—No lo sé. Supongo que puede atribuirse a las condiciones atmosféricas y probablemente se debió al hecho de que habían limpiado el frasco hacía muy poco tiempo. Era como la superficie de un espejo, muy capaz de recoger y retener huellas recientes.

—Por lo que usted sabe, y según su mejor opinión como experto, ¿los indicios son de que Ramón Castella tocó ese frasco después que lo hubiese tocado Steffanie Malden?

—Bueno… en cuanto a eso, naturalmente… no puedo estar seguro.

—¿Cuál es su opinión más aproximada?

—Vacilaría en manifestarla.

—¿Por qué?

—Porque eso sería colocar a la acusación en unas condiciones que…

—No se preocupe de pensar en el efecto de su declaración —le interrumpió Mason secamente—. Quiero que me diga lo que opina. ¿Cree que Ramón Castella agarró ese frasco después de haberlo hecho la señora Malden?

—No lo sé.

—Si sus huellas estuviesen superpuestas a las de la señora Malden, tendría que haberlo hecho, ¿no le parece?

—Bueno, si presenta usted las cosas de ese modo, supongo que tendré que declarar que a mi juicio Ramón Castella probablemente agarró ese frasco después de haberlo hecho la señora Malden.

—¿Reconoce usted eso de mala gana?

—Bueno…, creo que lo estoy reconociendo, ¿no?

—Ahora otra pregunta —anunció Mason—. ¿Había otras huellas dactilares superpuestas a las impresas por la señora Malden?

Nuevamente vaciló el testigo y por fin contestó:

—Algunas de las huellas dactilares hechas por una persona desconocida están superpuestas a las demás huellas dactilares. No es que yo quiera decir que están superpuestas a todas las demás huellas dactilares, sino que me refiero a algunas de las huellas dejadas por las demás personas.

—¿Y no sabe usted de quién son esas huellas?

—No, señor.

—¿Diría que eso significa que tal persona fue la última que agarró el frasco?

—No, señor, no lo diría. Diría que esa persona agarró el frasco después que éste hubiese sido empuñado por el doctor Summerfield Malden, la señora Malden y Ramón Castella, pero es perfectamente posible que después de que fueron hechas esas huellas, el doctor Malden, la señora Malden y Ramón Castella manejaran de nuevo el frasco. En otras palabras, las huellas dactilares del desconocido no estaban superpuestas a todas y cada una de las huellas dactilares dejadas por los demás, pero estaban superpuestas a algunas de las huellas dactilares dejadas por cada uno de los demás.

—Eso es todo —dijo Mason.

Una vez más, Hurley y Madison Irwin mantuvieron una consulta en voz baja. Esta vez parecía producirse una discusión entre ellos.

El juez Telford miró el reloj.

—Llame a su testigo siguiente —ordenó con sequedad.

—Nos interesaría disponer de unos momentos para conferenciar, señoría —rogó Hurley—. Estamos tratando de decidir quién debe ser el testigo siguiente, por lo que solicito que se nos concedan unos momentos, por favor.

Se inclinó de nuevo para bisbisearle a Irwin, por lo visto discutiendo, con considerable calor, algún punto especial.

Bruscamente, se enderezó:

—Señoría —dijo—, probablemente no es necesario y puede ser que estemos abusando del tiempo del tribunal con un exceso de pruebas, pero creo que a la acusación le incumbe requerir ahora a Ramón Castella, y mi compañero, después de alguna discusión, se ha mostrado de acuerdo conmigo. Ramón Castella, ¿quiere usted hacer el favor de subir al estrado?

Aquella decisión resultó evidentemente una sorpresa para los subordinados del sheriff encargados de la custodia del testigo, pues transcurrieron dos o tres minutos antes que uno de esos subordinados, que por su aspecto daba a entender que había tenido que apresurarse para cumplir el encargo, hiciera penetrar a Ramón Castella en la sala.

Mason estudió a Castella mientras el testigo se dirigía al estrado.

El chófer-mecánico era un hombre que frisaba en los treinta años, de construcción sólida, fornido, con un estómago que apenas se le notaba, nariz larga, altos pómulos, una boca carnosa y muchísimo cabello largo y ondulado al que parecía conceder cuidados considerables. Castella tenía todas las características exteriores de un caballero bien parecido.

Había, sin embargo, en él otras cosas que contradecían esas apariencias. En su andar había una presunción que muy bien pudiera calificarse de fanfarronería. En el modo como mantenía alzada la cabeza con la barbilla elevada hasta un cierto ángulo fijo, podía adivinarse muy bien que empleaba gran parte de su tiempo frente a un espejo, estudiando su perfil. Su cabello mostraba justamente ese rasgo de atención exagerada que indica la diferencia entre un hombre que se contenta con ser una persona aseada y un exhibicionista vanidoso.

En resumen, todas las características del individuo indicaban que, de acuerdo con su código ético, la apariencia externa era lo más importante.

Declaró su nombre, edad y domicilio al secretario del tribunal, luego se volvió expectantemente a afrontar las preguntas de Hurley.

—¿Usted conoció al doctor Summerfield Malden en vida de éste? —preguntó Hurley.

—Sí, señor.

—¿Era usted empleado suyo?

—Sí, señor.

—¿Qué hacía usted?

—En cierta manera, era un hombre para todo. Me cuidaba de su avioneta y de sus automóviles. Era chófer y en muchos aspectos una especie de hombre comodín.

—¿Tenía el doctor Malden una avioneta particular?

—Sí, señor.

—¿Y se cuidaba usted de ella?

—Sí, señor.

—Cuando el doctor Malden viajaba en avioneta, ¿cuáles eran las obligaciones de usted? Esto es, estoy tratando ahora de poner en claro la forma ordinaria en que procedía usted en tales casos.

—Cuando el doctor Malden viajaba en avioneta, mi obligación era, por regla general, conducir el coche que lo llevaba hasta el aeropuerto, esperar hasta que viese que había emprendido el vuelo con seguridad y luego llevar el coche hasta el garaje donde lo guardaba y mantenerme pendiente del teléfono para poder recibir las instrucciones del doctor Malden. Luego, cuando el doctor Malden estaba a punto de regresar, me telefoneaba y yo iba a recogerlo con el coche.

»En ese caso, después de regresar, el doctor Malden solía hacerse cargo del coche y yo me quedaba trabajando en la avioneta, revisando el motor, viendo si estaba lleno el depósito de gasolina y si todo se hallaba a punto. Después solía volver a casa en un autobús o utilizar una de esas camionetas que llevan a los pasajeros desde el aeropuerto hasta la ciudad.

—Bueno, refiriéndonos ahora al día nueve de este mes, esto es, al día en que el doctor Malden halló la muerte, ¿puede usted decimos lo que ocurrió?

—Por lo que a mí se refiere, nada.

—¿Qué quiere usted decir con eso?

—Por la razón que fuera, no se me pidió que llevase al doctor Malden al aeropuerto.

—Voy a preguntarle a usted ahora si conoce en general algo sobre las costumbres del doctor Malden como piloto aéreo por lo que se refiere al método que utilizaba para mantenerse despierto.

—Sí, señor.

—¿En qué consistía este método?

—El doctor Malden tenía un frasco de plata para whisky con una cabida de poco más de medio litro. Siempre lo llevaba consigo en la avioneta.

—Un momento. Voy a mostrarle a usted un frasco marcado para la identificación como prueba número uno y voy a preguntarle si ha visto ese frasco alguna vez.

El testigo agarró el frasco, lo estudió cuidadosamente y luego inclinó la cabeza en señal de asentimiento.

—Sí, éste es el frasco que llevaba siempre el doctor Malden.

—Señoría, voy a pedir ahora que este frasco, que anteriormente ha sido marcado para la identificación, se introduzca en las pruebas como la prueba número uno —dijo Hurley—. Puesto que el frasco ha quedado ahora identificado, las diversas fotografías que se han hecho para identificación como pruebas deberían también introducirse ahora en los elementos de la prueba, y hago esa propuesta.

—Un momento —intervino Mason—. Me gustaría hacer unas preguntas sobre esta fase particular de la cuestión antes de que el tribunal determine sobre la propuesta.

—Muy bien —dijo el juez Telford—, haga usted las preguntas que quiera.

Mason se levantó de su asiento a la mesa de la defensa, caminó hasta el extremo de aquélla y se detuvo en un sitio desde donde poder examinar cómodamente al testigo.

Tanto Hurley como el juez Telford, comprendiendo que el deseo de Mason por interrogar al chófer no tenía nada que ver con la identificación del frasco de whisky como tal, sino que era un intento por ver cómo Castella reaccionaba al interrogatorio, seguían el drama con profunda atención.

El testigo hizo un gesto de desdeñoso desafío, moviéndose en su asiento hasta poder alzar los ojos hacia Perry Mason, pero, al cabo de pocos momentos, los apartó ante la firme mirada del abogado.

—He notado —dijo Mason en tono de quien inicia una charla— que cuando examinó usted ese frasco tuvo que estudiarlo varios instantes antes de contestar a la pregunta de si era el frasco del señor Malden. Le dio vueltas en las manos, mirándolo cuidadosamente.

—Desde luego —repuso Castella con sarcasmo—. No me habría atrevido a declarar sobre un asunto de tanta importancia sin estar seguro del terreno que pisaba.

—Exactamente —aprobó Mason—. Supongo que estaba usted buscando alguna señal que le sirviera para la identificación.

—Quería estar seguro.

—¿Estaba usted buscando una señal para la identificación?

—Estaba tratando de asegurarme.

—¿Estaba usted buscando alguna señal particular que pudiese servir para la identificación?

—Bueno, no eso exactamente.

—¿Qué estaba usted buscando entonces?

—Algo que me permitiese identificar el frasco.

—¿Y lo ha identificado usted?

—Desde luego.

—Por tanto, encontró lo que estaba buscando.

—Quedé convencido.

—¿Encontró lo que estaba buscando?

—Encontré lo suficiente para convencerme sobre la identidad del frasco.

—Usted sabe que hay centenares, que hay miles de frascos idénticos; que éste es un frasco que se produce en grandes cantidades por un determinado fabricante.

—Sí, lo sé.

—Y por tanto, como usted mismo ha dicho, en un asunto de semejante importancia, necesitaba asegurarse antes de proceder a la identificación.

—Sí, señor.

—Por tanto, usted examinaba el frasco buscando alguna marca de identificación, ¿no es así?

—Lo examinaba con objeto de convencerme de que era el frasco del doctor Malden.

—Por consiguiente, estaba usted buscando una marca de identificación, ¿no?

—Estaba buscando algo que me permitiera sentirme seguro.

—¿Y se sintió seguro?

—Sí, señor.

—¿Está seguro ahora?

—Sí, señor.

—Por tanto, debe de haber encontrado ese algo que estaba usted buscando. Ahora dígale al tribunal en qué consistía ese algo.

—Pues… no sé, el aspecto general…

—¿Qué hay sobre el aspecto general?

—Bueno…, yo estoy seguro, eso es todo. Es lo mismo que si estuviera mirando a un individuo con objeto de asegurarme de que no lo había tomado por alguna otra persona. No podría decir si se trataba de la longitud de su nariz, del color de los ojos, del peinado o de qué otro detalle.

Castella lanzó rápidamente una mirada triunfante al fiscal interino y luego volvió los ojos hacia Perry Mason.

—Ésa es una explicación muy apropiada —comentó Mason—, muy apropiada verdaderamente.

—Podría darme cuenta de que estaba mirando la cara de un amigo —continuó Castella— sin poder decirle a usted si su nariz medía tantos o cuantos centímetros.

—Desde luego, desde luego —aprobó Mason—. Ahora bien, ¿cuándo se le ocurrió por primera vez pensar en eso, señor Castella?

—¿Pensar en qué?

—En la analogía de comparar su identificación del frasco de whisky con la cara de un conocido.

—La verdad es que creo que no entiendo lo que dice.

—Sí, sí, lo entiende muy bien —insistió Mason—, y no tiene objeto alguno esta pérdida de tiempo. Hablemos con franqueza sobre esto, señor Castella. Pronunció usted ese discursito con toda fluidez y luego se volvió hacia el fiscal interino del distrito como si fuera un alumno que hubiese recitado perfectamente la lección y buscase el aplauso del maestro. ¿Se le ocurrió al señor Hurley pensar en esa analogía y decirle a usted que la utilizara cuando yo le pidiera que describiese la marca identificable que descubrió en el frasco?

—Yo… yo hablé con el señor Hurley sobre el asunto de la identificación del frasco.

—Y hablaron ustedes sobre el hecho de que probablemente yo le interrogaría a usted respecto a esa identificación y Hurley le preguntó qué iba a decir para responder a mis preguntas, ¿no?

—Bueno, hubo una conversación de tipo general…

—¿Y no es más cierto —preguntó Mason— que fue Carl Hurley, sentado allí en la mesa del fiscal, quien le dijo a usted que, cuando yo le preguntara qué marca identificadora había encontrado en el frasco que le permitiese asegurar que era el frasco del doctor Malden, usted iba a manifestar que no podía encontrar ninguna marca identificadora particular, sino que era el aspecto general, lo mismo que confiaba usted en el aspecto general para identificar el rostro de un amigo?

Castella vaciló, miró rápidamente a Hurley, luego, como de improviso, apartó los ojos.

—Vamos —instó Mason—, responda a la pregunta.

—¡Oh, no me importa reconocer que le hice una sugerencia en ese sentido! —intervino Hurley, tratando de no dar la menor importancia a la cosa—. Creí que era un comentario casi inevitable, dadas las circunstancias.

—¿Ha oído usted lo que acaba de decir el fiscal interino del distrito? —le preguntó Mason a Castella

—Sí, señor.

—¿Y es ésa la verdad?

—Sí, señor.

—Ahora lo reconoce usted con bastante facilidad —comentó Mason—. ¿Por qué vaciló y tardó en contestar cuando se lo pregunté por primera vez?

—Estaba pensando.

—¿En qué estaba usted pensando?

—Estaba tratando de recordar.

—¿No podía recordar eso?

—No, señor, no de buenas a primeras.

—Pero usted recordaba bastante bien los párrafos que le habían encargado que dijera.

—¡Oh, señoría —exclamó Hurley—, tengo que protestar contra eso! Eso da por sentado un hecho que no se puede probar. No hubo ningún «párrafo» que él tuviese que «recitar». Me limité a indicarle una analogía, y eso es todo.

—Se rechaza la protesta —dijo el juez Telford—. Sin embargo, señor Mason, creo que la situación está ya más que aclarada.

—Gracias, señoría —repuso Mason—. Después de haber puesto en claro lo que me interesaba, ahora no tengo objeción alguna que oponer al reconocimiento del frasco.

Mason dio media vuelta y regresó a su asiento en la mesa de la defensa.

Hurley tuvo que confrontarse entonces con un testigo algo azorado.

—Bueno, señor Castella —dijo secamente—, quiero que declare con sus propias palabras lo que ocurrió el día antes del fatal viaje aéreo del doctor Malden; esto es, hacia el anochecer del día ocho.

—Tuve una conversación con la señora Malden.

—Al hablar de la señora Malden, se refiere usted a la señora Steffanie Malden, la viuda del doctor Malden, la acusada en este juicio y que, actualmente, está sentada aquí en la sala al lado del señor Perry Mason, ¿no es así?

—Así es, sí, señor.

—¿Dónde se celebró esa conversación?

—En la habitación que ocupo en los apartamentos Erin.

—¿Quiere usted decir que la señora Malden, la acusada en esta causa, fue a su habitación?

—Sí, señor.

—¿A qué hora?

—Aproximadamente a las seis.

—Querrá decir a las seis de la tarde, ¿no?

—Sí, señor.

—¿Y sostuvo usted con ella una conversación que tuviese algo que ver con este frasco o con el contenido de este frasco?

—Sí, señor.

—¿Quiere usted explicar exactamente al tribunal lo que la acusada le dijo a usted entonces?

—Un momento —intervino Mason—. Señoría, tengo que interponer una objeción a todo este aspecto del testimonio, pero si le parece bien al tribunal y a la acusación, retendré la objeción hasta que se hayan hecho todas las respuestas a este respecto de la declaración, y luego, si parece que he objetado pertinentemente, la haré; de lo contrario, no. De este modo podemos ahorrar el tiempo del tribunal.

—¿Le parece eso satisfactorio a la acusación? —preguntó el juez Telford.

—Completamente satisfactorio —repuso Hurley con una sonrisa—. Cuando la defensa haya escuchado este testimonio, no querrá presentar objeción de ninguna clase.

—El señor fiscal debe abstenerse de personalismos —advirtió el juez Telford—. Muy bien, señor Mason, su objeción puede aplazarse hasta que el tribunal y la acusación hayan oído lo que tenga que exponer el testigo en cuanto a la naturaleza de la conversación y en cuanto al modo como se sostuvo ésta.

—Prosiga —le indicó Hurley a Castella—, díganos lo que se habló allí.

—Pues bien, la señora Malden me dijo que el doctor Malden iba a traer a casa a un viejo amigo al que hacía algún tiempo no veía. Me dijo que este amigo tenía una parienta parcialmente paralítica y la cual estaba viviendo en un sanatorio. Le había pedido al doctor Malden que viese a esa parienta como médico consultante y que, inmediatamente después de salir de la clínica, el doctor Malden iba a traer a casa a su amigo a cenar.

—¿Le dijo ella a usted el nombre de ese amigo?

—Sí, señor.

—¿Quién era?

—Un tal señor Darwin Kirby. Hacía muchos años que era amigo del doctor Malden. Había conocido a éste mientras ambos se encontraban en un regimiento, cumpliendo el servicio militar.

—Continúe, ¿qué más dijo la señora Malden?

—Dijo que iba a estar ocupada atendiendo al amigo del doctor Malden. Que no podría venir a verme aquel anochecer.

—¿Es que previamente había habido un acuerdo en el sentido de que la señora Malden iba a ir a verlo a usted aquel anochecer?

—Sí, señor.

—¿Y ella fue al apartamento de usted a eso de las seis de la tarde para decirle que, debido a tales circunstancias, no podría acudir?

—Sí, señor.

—Bueno, ¿qué otra cosa le dijo a usted?

—Me dio este frasco de whisky.

—¿Y qué le dijo, si dijo algo?

—Dijo que éste era el frasco de whisky del doctor Malden y que lo pusiese en la avioneta para que lo tuviera a mano; que él iba a despegar para Salt Lake City al día siguiente y que ella había llenado el frasco con whisky.

—¿Dijo que era ella quien lo había llenado?

—Sí, señor.

—Creo que ha afirmado usted que el doctor Malden acostumbraba llevar un frasco de whisky en la avioneta, ¿no es así?

—Sí, señor.

—¿Viajó usted alguna vez en la avioneta con el doctor Malden?

—Sí, señor.

—¿Como pasajero?

—Algunas veces como pasajero, otras veces llevaba el aparato cuando el doctor Malden se sentía cansado.

—¿Tiene usted licencia de piloto?

—Sí, señor.

—¿Y sabe usted por qué el doctor Malden lleva whisky en la avioneta?

—Él me dijo que…

—No se preocupe de lo que le dijera. Le estoy preguntando a usted ahora lo que haya observado por sí mismo en cuanto a esa costumbre del doctor Malden.

—Bueno, tomaba whisky de vez en cuando para estimularse, para mantenerse despierto.

—¿Para mantenerse despierto?

—Tomaba tabletas de cafeína y con ellas tomaba whisky. La combinación era una gran ayuda para mantenerse despierto.

—Ahora, con objeto de que no haya ningún equívoco —dijo Hurley—, como colijo de la declaración de usted, la señora Steffanie Malden, la acusada en este caso, en la tarde del día ocho de este mes, le dio a usted este frasco de whisky a eso de las seis de la tarde y le dijo que lo había llenado de whisky, ¿no es así?

—Eso es lo que dijo.

—¿Le entregó a usted el mismo frasco que ahora está registrado como prueba número uno?

—Sí, señor.

—¿Y qué hizo usted con ese frasco de whisky?

—Lo llevé al garaje donde el doctor Malden guarda su coche y metí el frasco de whisky en una especie de almohada que es donde el doctor Malden guardaba siempre el whisky, y dejé la almohada en el coche.

—¿Y esa especie de almohada, como usted la ha llamado, consistía en la almohada con cremallera dentro de la cual se encontró el frasco de whisky?

—Sí, señor.

—¿Y qué ocurrió luego?

—Bueno, naturalmente yo estaba esperando que el doctor Malden me llamase por teléfono, porque era yo quien tenía que llevarlo al aeropuerto, pero la llamada no llegó aquella noche y tampoco llegó a la mañana siguiente. Esperé y seguí esperando hasta mediodía aproximadamente, aguardando siempre que llegara la llamada. Pensé que quizás el doctor Malden se había visto retenido por algún caso urgente y…

—No nos importa lo que usted pensara; limítese a explicar lo que ocurrió.

—Bueno, pues estuve aguardando en mi cuarto para ver si recibía la llamada telefónica.

—¿Y no recibió usted esa llamada?

—No, señor.

—¿No llevó usted al doctor Malden al aeropuerto el día de su muerte?

—No, señor.

—¿Volvió usted a ver aquel frasco de whisky después que le fue entregado por la señora Malden y después que lo colocó en el interior de la almohada con el estuche de caucho y después que puso la almohada en el coche del doctor Malden y con anterioridad al momento en que se encontraron ambas cosas entre los restos del aparato?

—No, señor, no lo vi.

—Ahora bien, ¿habló de alguna otra cosa con la señora Malden aquella noche?

—Sí, señor.

—¿Mientras ella estaba en la habitación de usted?

—Sí, señor.

—¿Qué dijo ella?

—Dijo que no tenía la impresión de que el doctor Malden fuese a vivir mucho tiempo y me preguntó si querría yo casarme con ella si le sucedía algo a su esposo.

Detrás de él, Mason oyó cómo la señora Malden lanzaba un grito sofocado, una estrangulada exclamación que llegó a manifestarse en unas palabras susurradas:

—¡El muy embustero!

Se dispuso a levantarse de su silla. Mason le puso una mano en el hombro.

—Siéntese —ordenó.

Los periodistas tomaron nota del incidente.

Hurley dijo al testigo:

—Ahora no voy a hacerle a usted ninguna pregunta relativa a cualesquiera conversaciones anteriores ni a pedirle ninguna explicación sobre las relaciones existentes entre usted y la señora Malden; voy a preguntarle únicamente lo relativo a esa conversación. ¿Me comprende?

—Sí, señor.

—Quedamos, pues, en que a aquella hora y en aquel sitio ella le dijo que tenía la impresión de que el doctor Malden no viviría mucho tiempo y le preguntó si usted se casaría con ella en caso de que se quedase viuda, o palabras por el estilo, ¿no es así?

—Sí, señor.

—Repregunte —propuso Hurley a Mason.

Mason se puso en pie.

—Con la venia del tribunal, deseo ahora presentar la objeción a que me referí antes de que se iniciase esta parte de la declaración.

—Muy bien.

—El propósito de esta declaración —empezó Mason— es indudablemente mostrar que la acusada en este caso tenía acceso a ciertos narcóticos que poseía el doctor Malden por exigencias de su profesión, que ella tenía motivos para saber que su esposo llevaba consigo un frasco en sus viajes en su propia avioneta y que de vez en cuando tomaba un sorbo de ese frasco; que ella había llenado el frasco y había aprovechado la oportunidad de añadir alguno de los narcóticos a los que tenía acceso; que como resultado de este plan, el doctor Malden quedó vencido por un desfallecimiento causado por la acción del narcótico en cuestión y su avioneta se estrelló en el desierto.

El juez Telford miró al fiscal interino del distrito.

—Supongo que eso es sustancialmente correcto, ¿no le parece, señor fiscal del distrito?

—Sí, señoría —respondió Hurley—. Además de eso, debo mencionar que hasta ahora sólo hemos comentado la presencia de sulfato de morfina en el whisky. Pero todavía no hemos presentado un análisis cuantitativo que indique la cantidad de droga que hay en ese whisky, pero me propongo mostrar que el whisky estaba cargado con una cantidad tal de morfina que, con sólo una pequeña cantidad del whisky de esa botella, el efecto sería el de pasmar los sentidos. El mareo y la inconsciencia se producirían con una velocidad tal, que la persona afectada, especialmente si iba pilotando una avioneta, sería incapaz de luchar contra esas sensaciones, aunque tuviese alguna sospecha de la causa de las mismas. Creo que el tribunal debería considerar todos estos asuntos en relación con cualesquiera objeciones que desee hacer la defensa, porque dispongo del testigo que puede declarar en cuanto al examen cuantitativo. Está aquí en la sala y, en el curso normal del juicio, será mi próximo testigo.

—Estoy de completo acuerdo con el señor fiscal —dijo Perry Mason, saludando al tribunal con una inclinación de cabeza—. Puesto que no hay ningún jurado presente, opino que el tribunal debería tomar en consideración la postura de la acusación en este caso y la naturaleza de la prueba que desea presentar.

»Ahora bien, con la venia del tribunal, deseo objetar contra la introducción de cualquier prueba que tienda a relacionar a la acusada con cualquier crimen mientras no se haya demostrado que se ha cometido un crimen. Me doy cuenta de que sólo estoy exponiendo una bien conocida regla de derecho cuando insisto en que es necesario para la acusación demostrar la existencia de un corpus delicti antes de que pueda haber ninguna prueba que tienda a relacionar a un acusado con semejante crimen.

Mason sonrió afablemente y se sentó.

El juez Telford se volvió hacia los acusadores.

—¿Desean ustedes ser oídos? —preguntó con rostro que era una máscara de impasibilidad judicial y con voz que no dejaba traslucir el menor indicio de sus sentimientos.

—Nada más lejos de mi ánimo que no respetar la regla general del derecho —barbotó Hurley airadamente—, pero, desde luego, no comprendo adónde quiere ir a parar el señor Mason. Hay aquí un hombre muerto. Un hombre que fue evidentemente asesinado por medio de un whisky envenenado que ingirió y que, por lo menos, según la presunción prima facie de prueba circunstancial como ahora existe, fue preparado deliberadamente, para que él lo bebiera, por la acusada en el caso, una mujer que estaba en situación de aprovecharse muchísimo de la muerte del hombre.

»Afirmo que, por ahora, no estoy presentando todas las pruebas que podré presentar en el momento del juicio. Me refiero a la prueba en cuanto a los motivos y a una historia pasada que será reveladora de los motivos.

»Hubo alguna vacilación por nuestra parte al poner a Castella en el estrado porque comprendíamos que la defensa indudablemente explotaría esta situación y queríamos, por eso, no dejarnos ganar la mano. Sin embargo, afirmaré que este testigo puede declarar e indudablemente declarará en el interrogatorio, que hubo relaciones de intimidad entre él y la inculpada en el caso; que él tenía motivos para conocer que la acusada también se había provisto de un duplicado de la llave del compartimiento de narcóticos del doctor Malden y que hubo una retirada subrepticia de los narcóticos del doctor Malden en forma que llegó a parecerle muy extraña a éste; que estos narcóticos habían sido retirados por la acusada a causa de su encaprichamiento por el testigo, Ramón Castella, y muy bien podemos conocer ahora que Ramón Castella, a su vez, estaba proveyéndose de fondos mediante la entrega de estos narcóticos a una cadena de tratantes en drogas que se encargaba de distribuirlos. No es un cuadro agradable. Es un cuadro que habría preferido omitir en este juicio preliminar, pero indudablemente algo de eso quedaría al descubierto en las preguntas.

El juez Telford miró por encima de sus gafas a Mason.

—Desde luego, señoría —dijo Mason, todavía sonriendo afablemente—, después de haber interrogado al testigo respecto a su declaración, difícilmente podría objetar contra la misma. Consecuentemente, por ahora renuncio a hacer ninguna objeción de este tipo. Pero creo que el señor fiscal ha comprendido mal el propósito de mi objeción. A lo que me estoy refiriendo es a que no hay ningún corpus delicti, porque no hay ninguna prueba de que el cuerpo encontrado en la avioneta fuese el del doctor Malden.

»»Personalmente, creo que es una suposición acertada la de que el doctor Malden, en el último momento, sugirió a su amigo Darwin Kirby que éste llevase la avioneta hasta Salt Lake City, pues el doctor Malden proyectaba pasar el fin de semana con una amiga con la que mantiene relaciones extramatrimoniales.

—¡Cielo santo —exclamó Hurley—, no tiene usted el más débil vestigio de prueba de eso! No hay el menor indicio de una cosa así que se haya revelado ni en las pruebas ni en la investigación llevada a cabo por la policía.

—Entonces es que la policía no ha hecho la investigación adecuada —replicó Mason—. Tengo motivos para creer que el doctor Summerfield Malden está perfectamente vivo en estos momentos; que el cadáver que se encontró en la avioneta era el de su amigo Darwin Kirby; que por razones que él las sabrá mejor que nadie, el doctor Malden decidió desaparecer; que tan pronto como se enteró de que su amigo se había estrellada y de que las autoridades pensaban que el cuerpo carbonizado era el suyo, deliberadamente desapareció.

—Pero no hay la menor prueba de eso. No puede usted aducir ni un solo vestigio de que las cosas ocurrieran así —protestó Hurley.

—No tenemos por qué hacerlo —le replicó Mason—. La ley hace eso por nosotros. La ley dice que son ustedes quienes tienen que probar la existencia del corpus delicti antes de que puedan aducir alguna prueba que relacione al acusado con el crimen, especialmente alguna prueba de requerimiento por parte del acusado.

—Eso es un mero tecnicismo —dijo Hurley airadamente.

—No, no lo es —le contestó Mason—. Es una prudente regla del derecho sustantivo. Es un medio con el cual la ley salvaguarda los derechos de personas inocentes.

»La acusación actúa siempre sobre el supuesto de que el acusado es culpable y que cualesquiera salvaguardias con que la ley pueda envolver al acusado son tecnicismos legales.

Mason se sentó.

El juez Telford miró a los bisbiseantes fiscales interinos del distrito y luego, por encima de sus gafas, examinó una vez más a Perry Mason.

—¿Tiene usted alguna prueba de eso? Alguna prueba, por pequeña que sea, señor Mason. ¿O está recurriendo simplemente a la conjetura?

—Tengo una prueba circunstancial muy sólida —respondió Mason—. No puedo ahora decir cuál es esa prueba, pero tengo toda clase de razones para creer que el doctor Malden, en estos momentos, está en compañía de una mujer joven de la que se ha enamorado. No me interesa revelar el nombre de esa persona ni me interesa decir cuál es la prueba. Respetuosamente, propongo al tribunal que se admita que me refiera a esa prueba únicamente sobre la base de mi buena fe.

El juez Telford desvió nuevamente la mirada hacia los fiscales interinos del distrito.

—¿Tienen ustedes alguna prueba que demuestre que el cadáver encontrado en la avioneta era el del doctor Malden?

Hurley se puso en pie.

—Señoría —dijo—, esto nos ha llegado como una sorpresa muy considerable.

—Lo comprendo —comentó el juez Telford—, pero lo que estoy preguntándole es si tiene alguna prueba con la que demostrar la identidad de ese cadáver.

—Puedo afirmarle esto, señoría: que el doctor Malden fue al hangar; que rellenó el plan de vuelo de su avioneta; que probablemente despegó en su aparato; que se encontró un cadáver en la avioneta estrellada y que la suposición razonable es que el cuerpo fuera el del doctor Malden.

—Ése es un razonamiento muy lógico —intervino Perry Mason—, salvo en un punto. No hay ninguna prueba de que fuese el doctor Malden quien despegó de la pista en aquella avioneta.

—Pero él rellenó un plan de vuelo —protestó Hurley.

—No digo que no lo hiciera —replicó Mason—. Pero siga adelante y demuestre que fue el doctor Malden quien despegó en su avioneta. ¿Quién vio el despegue? ¿Quién condujo al doctor Malden al aeropuerto?

—Supongo que lo llevó su amigo Darwin Kirby.

—Entonces haga comparecer como testigo de la acusación a Darwin Kirby.

—No sé dónde está. He tratado de encontrarlo.

—Está muerto —dijo Mason, y se sentó.

—Me permito indicarle, señoría —dijo Hurley—, que es a la defensa a quien corresponde aportar la prueba de eso.

—Estoy de completo acuerdo con la acusación —replicó Mason—. Si fuésemos nosotros los que necesitáramos la prueba, deberíamos presentarla, pero no la necesitamos. Es a la acusación a quien corresponde probar que el doctor Malden está muerto.

—¿Han hecho ustedes algo para procurar poner en claro la identidad del cadáver que estaba en la avioneta? —preguntó el juez Telford a los fiscales.

—El cuerpo estaba quemado de forma que era imposible el reconocimiento. Creo que digo la verdad si afirmo que estaba quemado hasta un punto tal, que se hacía imposible el reconocimiento.

—¿Han hecho ustedes algo —insistió el juez Telford— para tratar de establecer la identidad del cadáver que se encontró en aquella avioneta?

—Sólo mediante la identificación del aparato y basándonos en el plan de vuelo y, naturalmente, rigiéndonos por la prueba circunstancial de una normalidad rutinaria.

—¿Han hecho algunas gestiones —preguntó el juez Telford— para averiguar quién sacó aquella mañana del garaje el coche del doctor Malden?

—Las hemos hecho —respondió Hurley.

—¿Tienen algún dato que puedan presentar?

—Podríamos presentarlo si fuera necesario, pero no prueba nada.

—¿Quién llevó el coche del doctor Malden al aeropuerto? —preguntó el juez Telford.

Hurley pareció mostrarse remiso en contestar a la pregunta.

—Bueno, ¿qué pasa? —instó el juez Telford, con una súbita sospecha que daba a su voz un filo agudo de acritud.

—El doctor Malden, cuando salió de su casa aquella mañana, iba acompañado por su huésped Darwin Kirby —repuso Hurley—. Por lo que hemos podido averiguar, el doctor Malden condujo directamente hasta el aeropuerto.

—Entonces, el coche del doctor Malden debió ser dejado en el aeropuerto —replicó el juez Telford—. Si la suposición de ustedes es correcta y el doctor Malden llevó a su amigo al aeropuerto y luego despegó con su avioneta, el coche aparcado sería un eslabón en la cadena de la prueba circunstancial.

Hurley pareció sentirse incómodo. El juez Telford insistió:

—¿O es que no lo sería?

—Podría serlo, señoría.

—Supongo que encontrarían ustedes ese coche aparcado en el aeropuerto en el sitio donde lo dejó el doctor Malden. Sugiero que les convendría más presentar una prueba respecto a eso antes de que el tribunal decida sobre la petición del señor Mason.

—Lo siento, pero no tenemos esa prueba —confesó Hurley.

El juez Telford mostró sorpresa y un creciente interés.

—¿Quién sacó el coche del doctor Malden del aeropuerto? —preguntó.

—No lo sabemos, señoría.

—¿Dónde está ahora el coche del doctor Malden?

—Con la venia del tribunal —dijo Hurley—, opino que, por el momento, estamos hablando de una objeción que ha sido retirada y…

—¿Sabe usted dónde está ahora el coche del doctor Malden? —le interrumpió el juez Telford.

—Hasta ahora, no hemos podido localizar ese coche —confesó Hurley—. Consideramos que ése es un hecho que no tiene una importancia especial.

—¿Han realizado algún esfuerzo para encontrar a Darwin Kirby?

—Nos gustaría mucho interrogar al señor Kirby.

—¿Han hecho algún esfuerzo para encontrarlo?

—Sí, señoría, pero el tribunal debe mostrarse comprensivo con nosotros. Por lo visto, Darwin Kirby es un individuo bastante excéntrico. Ni siquiera su amigo íntimo, el doctor Malden, tenía la dirección de Kirby. Sólo cuando Kirby telefoneó al doctor Malden diciéndole que estaba en la ciudad, tuvo éste alguna idea de dónde se hallaba Kirby, y esto, a pesar del hecho de que eran amigos íntimos.

Mason intervino:

—Parece ser, señoría, que Darwin Kirby iba a tomar un avión con destino al este. Desde luego, parece que sería posible averiguar por las listas de pasajeros si tomó efectivamente o no este avión.

Hurley permaneció sombríamente silencioso.

—¿Se ha hecho algún intento para saber adónde ha ido Darwin Kirby? —preguntó el juez Telford.

—Tenía una reserva en un avión con destino al este, señoría, pero en las listas de la compañía aparece anotado bajo el epígrafe «no comparecido», lo cual significa que no se presentó en el aeropuerto.

—Con la venia, señoría —dijo Mason—, creo que ahora tenemos el cuadro completo. Dos hombres fueron en el coche del doctor Malden al aeropuerto. Darwin Kirby iba a tomar un avión con destino al este. El doctor Malden tenía el proyecto de pilotar su propia avioneta hasta Salt Lake City. Si lo hubiese hecho así, si no hubiese habido cambio alguno en sus planes, su coche tendría que haber sido localizado por la policía.

—Todo lo que demuestra la argumentación del señor Mason —se apresuró a decir Hurley— es que Darwin Kirby puede haber robado el automóvil del doctor Malden.

El juez Telford sacudió la cabeza.

—Opino que, dadas las circunstancias, debería existir alguna identificación del cadáver encontrado en la avioneta ¿Qué pasa respecto a la dentadura? ¿Se ha hecho algún esfuerzo para cotejar las piezas dentales?

—Se ha hecho un esfuerzo, señoría, pero no ha resultado concluyente.

La voz del juez Telford se afiló de suspicacia:

—¿Por qué no ha resultado concluyente?

—Pues…, bueno…, parece que el dentista no está seguro del todo en cuanto a la historia personal de algunos de sus pacientes.

—¿Por qué no lo está?

—Bueno, puede deberse al hecho de que el doctor Malden era un hombre muy ocupado y no visitaba con mucha frecuencia a su dentista. Es posible que consultase a otro que le hiciese algún arreglo… estamos investigando esa fase del caso.

—¿Quiere usted decir —exclamó el juez Telford— que el diagrama dental del cadáver que se encontró en la avioneta no coincide con el diagrama del dentista del doctor Malden?

—Bueno, así es, por supuesto, expresándolo más bien tajantemente.

—No sé cómo va usted a hacer una afirmación de esa índole sin hacerla tajantemente —dijo el juez Telford—. ¿Así está la cosa?

—Bueno…, tengo toda la impresión, señoría, de que el cadáver es el del doctor Malden. Tengo la impresión de que ésa es la única inferencia razonable y…

—¿Hace usted el favor de contestar a mi pregunta? —disparó el juez Telford.

—No, señoría, los diagramas no concuerdan en todos los detalles.

—En tales circunstancias —anunció el juez Telford—, voy a admitir la objeción.

—En tales circunstancias —replicó Hurley—, me parece que es leal decirle a la defensa que, en este momento, retiramos la denuncia por la que se acusaba a la señora Malden de asesinato. Sin embargo, presentaremos su caso al Gran Jurado y procuraremos conseguir una inmediata acusación o presentaremos otra denuncia contra ella. El hecho de que quede rechazado un cargo en el momento del juicio preliminar no es en modo alguno impedimento para una acusación ulterior.

—Bueno, si van ustedes a proseguir con una acusación ulterior —disparó el juez Telford—, sugiero que pongan las cartas sobre la mesa. El señor Mason, por lo visto con suficientes fundamentos, tiene pruebas que indican que el doctor Malden no estaba en la avioneta en el momento en que ésta se estrelló.

—Me gustaría saber qué pruebas son ésas —dijo Hurley.

—Da la casualidad de que no hay ninguna obligación por parte de la defensa de presentar esas pruebas ante usted —dictaminó el juez Telford—. Además, el tribunal opina que, en vista del curso seguido en este juicio, todo el procedimiento ha sido un tanto prematuro, por no decir algo más.

—Nos vimos obligados a entablar la acción porque el señor Mason nos estaba amenazando con el habeas corpus.

—Y lo amenazo de nuevo —advirtió Mason—. Si van ustedes a retirar este caso, releven a la acusada de la custodia a que está sometida.

—No tenemos por qué hacerlo.

—Ustedes tienen que darle permiso para irse, o acusarla.

—La acusaremos.

—Bueno —intervino el juez Telford—, ¿cuál es el estado presente de este juicio preliminar?

—Optamos por decir que el caso permanece sub judice —contestó Hurley.

—Muy bien —decidió el juez Telford—. A instancias de la acusación, el caso contra Steffanie Malden queda sub judice y la acusada se ve libre de la custodia.

En la sala se alzó un gran rumor de comentarios.

Perry Mason ayudó a la señora Malden a ponerse en pie y se abrió camino con ella en medio de la multitud en dirección hacia las habitaciones del juez Telford.

—¿Puedo hablarle un instante? —preguntó Mason al juez.

El juez Telford asintió con una inclinación de cabeza.

Mason y la señora Malden lo siguieron a sus habitaciones:

—Era para anunciarle, señoría —dijo Mason—, mi propósito de explicarle, si usted desea saber algunos hechos de este caso, la prueba sobre la cual fundo mi suposición de que el doctor Malden no está muerto.

El juez Telford meneó la cabeza.

—No quiero hacerme parcial, señor Mason. He aceptado la afirmación que ha hecho usted en la sala respecto a que disponía de una prueba. Pero mi decisión no la basé en esa afirmación. Meramente consentí que fuera admitida la objeción presentada por usted. No creo que haya motivo alguno para que tenga usted que insistir sobre el asunto.

—Muy bien —repuso Mason—. Gracias, señoría, por su atención.

Agarró a la señora Malden por el codo y la condujo a otra puerta de las habitaciones del juez Telford, una puerta que se abría directamente al pasillo encima de la escalera

—Señor Mason —dijo ella—, todo eso era una mentira. Nunca he tenido nada que ver con ese miserable de Castella. Es un grandísimo embustero, un perjuro…

—Cállese y escuche —le ordenó Mason, empujándola hacia la escalera—. Va a ir usted al lavabo de señoras que está en el tercer piso. Allí la espera Della Street. Le dará a usted una maleta que contiene las cosas que necesita para sus necesidades más inmediatas. Coja la maleta, baje por la escalera hasta la planta baja. Tome un taxi hasta la terminal de ferrocarril y, cuando llegue allí, tome otro taxi distinto. En ese segundo taxi trasládese al hotel Biltmore. Allí vuelva a cambiar de taxi y diríjase a los apartamentos Dixiewood. He aquí la llave del apartamento 928-B. Suba y quédese allí. No salga. Procure que no la vean en el ascensor. Los comestibles que necesite encárguelos haciéndose pasar por señora Amboy. Aquí tiene ciento cincuenta dólares para sus gastos más urgentes.

—Pero, señor Mason, no comprendo. Yo no…

—No hay tiempo para explicarle nada —la interrumpió Mason.

—Pero seguramente, señor Mason, es del todo imposible que usted crea que mi marido está vivo.

—No tengo tiempo de hablarle de eso —repuso Mason—. Tome este sobre, lea cuidadosamente las instrucciones que van dentro, luego rompa el papel en pedacitos y tírelos por el water. Ahora coja la maleta, baje y haga todo lo que le he dicho. No dispone de mucho tiempo. Bueno, ya está. Entre en el lavabo. ¡Dese prisa!

Mason se quedó junto a la escalera aguardando.

Pocos minutos más tarde, Della Street, portando una maleta y llevando un vestido que era casi idéntico en el corte, dibujo y color al vestido de la señora Malden, salió a toda prisa del lavabo.

—¿Va bien todo? —preguntó.

—Hasta ahora, sí —repuso Mason—. ¿Cómo se ha portado ella con usted?

—Está aturdida, pero se ha mostrado obediente.

—Muy bien —dijo Mason—. Vámonos.

Della Street y Mason descendieron apresuradamente por la escalera hasta la planta baja, luego cruzaron la entrada del edificio. Mason acompañó a Della hasta pasar junto a la mesa de información y juntos salieron directamente a la calle.

Paul Drake, sentado en un coche alquilado situado frente a una boca de riego, con el motor en marcha, se retiró del volante y salió.

Mason saltó al volante, Della subió junto a él y Drake cerró la portezuela.

Mason apartó el coche del bordillo de la acera y se metió en la corriente del tráfico.

Della Street, con un sombrero de alas tan anchas que le tapaba el rostro, hundió ligeramente la cabeza.

Un periodista, al ver que Mason se alejaba del bordillo, gritó:

—¡Oiga, señor Mason, queremos una…!

—Luego —gritó Mason, metiéndose ya en la corriente del tráfico.

Al cabo de cinco minutos, Della Street se recostó en el asiento, se quitó el sombrero de anchas alas, lo tiró al asiento trasero y le preguntó a Mason:

—¿Puede usted decirme ahora mismo por qué todo este embrollo?

—¿Lleva usted una maleta en el portaequipajes? —preguntó a su vez Mason. Ella asintió con una inclinación de cabeza—. ¿Preparada con todo lo que pueda necesitar para una estancia un poco larga?

Ella volvió a asentir con la cabeza. Mason aceleró el coche entre el remolino del tráfico.

—Por lo que a usted se refiere, Della, va a hacer un trabajo de investigación. Vamos a buscar a Gladys Foss. La última dirección que teníamos era la de Salt Lake City, pero no creo que esté allí.

—¿Por qué no?

—Tengo motivos para creer —repuso Mason— que está en Sacramento o en Stockton.

—¿Por qué?

—Por las deducciones que he hecho —empezó a explicar Mason—. Gladys Foss estuvo en los apartamentos Dixiewood. Recogió allí sus cosas. Había estado conduciendo durante mucho tiempo. Estaba cansada. Al anochecer debió de cruzar una zona donde había muchos mosquitos. No habría tropezado con tantos mosquitos si hubiese venido por Las Vegas y por el desierto. Ésa es la ruta que habría tomado normalmente si hubiese partido desde Salt Lake City.

—Eso parece razonable —comentó Della Street.

—Por tanto —continuó Mason—, tiene que haber venido por el valle de San Joaquín. Ahora bien, ¿por qué mintió al decirme la ruta que había tomado?

Della Street reflexionó.

—Probablemente porque tiene un escondrijo en algún punto del valle de San Joaquín.

—No en el valle de San Joaquín —opinó Mason—. Es más probable que sea en Sacramento o en Stockton. Me parece mejor en Sacramento.

—Continúe —instó Della Street.

—Siempre que hemos tratado de enteramos de cosas sobre el doctor Malden —prosiguió Mason—, hemos hallado que es un hombre astuto, frío, tranquilo, una verdadera máquina calculadora, un hombre de cerebro privilegiado y, sobre todo, un hombre que planea cada una de sus cosas hasta el último detalle.

—¿No cree usted que esté muerto? —preguntó Della Street

—¿Cómo voy a saberlo? —dijo Mason—. Todo lo que sé es que hay un defecto en la prueba. Tenía el presentimiento de que ese defecto existía. Tenía el presentimiento de que el fiscal del distrito había tropezado también con ese defecto y había decidido disimular esa laguna.

—¿Cree usted que las posibilidades son de que él esté realmente vivo o fue un farol que jugó contra la acusación?

—Hay una posibilidad de que esté vivo —contestó Mason—. Veamos cómo ocurrieron las cosas. Gladys Foss es la amiguita del doctor Malden. A raíz de la presunta muerte de éste, ella se empeñó en hacerme creer que había estado malversando dinero, luego se escapó. ¿Por qué haría eso?

—Me doy por vencida —confesó Della Street—. ¿Por qué, según usted?

—Porque —respondió Mason— eso era arrojar una piedra en el mecanismo de la investigación del impuesto sobre la renta. Si ella había estado malversando dinero incluso antes de que el doctor Malden lo recogiese, el hecho de que Malden no hubiese declarado ese dinero como parte de sus ingresos no tendría los mismos aspectos siniestros que, de otro modo, tendría un fraude de cien mil dólares.

Una vez más, Della Street asintió con una inclinación de cabeza. El abogado continuó:

—Ahora bien, Gladys Foss tuvo buen cuidado de no decirme que en realidad había estado malversando dinero. Decía siempre: «Supongamos que he estado malversando dinero».

»No creo que Gladys Foss le tuviese tanta simpatía a la señora Malden como para hacer una declaración así únicamente con objeto de aliviar la situación de esta última. Más bien creo que hacía esto obedeciendo a un plan de campaña deliberadamente preparado.

»He aquí otra pista. Gladys Foss jugaba a las carreras de caballos. Hacía apuestas por medio de Ray Spangler. Eran unas apuestas un tanto raras. Eran apuestas que formaban parte de un sistema muy meticuloso. Se trataba no sólo de un sistema al que Spangler no se podía oponer y que, por lo visto, era un sistema de razonable éxito, sino que, además, era algo tan pensado que resultaba mortalmente eficaz. El corredor nunca tenía la posibilidad de ganar una gran cantidad del dinero de la muchacha, pero en cambio ésta sí la tenía de sacar una cantidad muy importante del corredor.

—Pero, naturalmente —objetó Della Street—, tiene usted que tomar en consideración los puntos de ventaja, como pasa en todas las apuestas desiguales. Si los puntos de ventaja eran correctos, el corredor podía permitirse ese lujo.

—Ésa es exactamente la cuestión —dijo Mason—. En los últimos doce meses, ella se alzó con el pleno. La última vez fue una ganancia importante —Della Street inclinó la cabeza, dando a entender que comprendía el razonamiento—. Consideremos ahora la intervención del elemento humano —prosiguió Mason—. He aquí una enfermera que es la mano derecha del doctor Malden. Es también su amante. Es joven y guapa. Es una mujer que se deja llevar por sus sentimientos. Debe de ser impulsiva. ¿Cómo jugaría ella a las carreras de caballos? ¿Cómo haría sus apuestas si hubiese estado malversando dinero para pagarlas?

—¿Quiere usted decir que no se habría mostrado tan matemáticamente meticulosa?

—Eso es —aprobó Mason—. Cuando un empleado malversa dinero para apostar en las carreras, especialmente cuando lo malversa de un principal que le ha concedido su fe y confianza y una posición de responsabilidad, es porque el empleado se ha dejado arrastrar a un torbellino de desastre. Si Gladys Foss se hubiera visto obligada a malversar dinero para jugar a las carreras, habría sido porque se encontraba frente a pérdidas que no podía pagar y obligada a ganar bastante dinero para reponer la cantidad de que hubiese dispuesto. Ése es siempre el mecanismo de la malversación para juegos.

»Pero, en lugar de eso, pierde. Entonces se ve metida en una terrible vorágine. Ha malversado ya. Tiene el sentimiento de que, por fin, podría descubrir el modo de ganar. Sólo le queda una alternativa, y es la de lanzarse de lleno.

»No, Della, el malversador es, por regla general, el que se lanza a fondo. Especialmente cuando se trata de una mujer joven, guapa, sentimental e impulsiva.

Una vez más Della Street asintió en silencio. El abogado prosiguió:

—Pero en este cuadro hay una mente magistral. Es el doctor Summerfield Malden, quien quería obtener grandes cantidades de dinero en metálico. No le interesaba nada que pudiese entregársele en forma de cheque y tampoco estaba interesado en pequeñas ganancias.

»El doctor Malden estaba retirando todo el dinero que podía de su consulta, siempre que fuese en metálico. El doctor Malden habría acogido gustosamente cualquier oportunidad de detraer pequeñas cantidades de metálico de su negocio y arriesgar ese dinero en apuestas siempre que existiese la posibilidad de que, si ganaba, podía cobrar grandes cantidades en dinero contante y sonante.

—Pero, más tarde o más temprano, a esas ganancias se les podría seguir la pista y…

—No era forzoso que fuese así —la interrumpió Mason—, especialmente si tenía buen cuidado de hacer las apuestas en nombre de su enfermera.

—Viéndolo desde ese punto de vista, es cierto que resulta lógico lo que usted dice —reconoció Della Street.

—Además —prosiguió Mason—, cuando fui a visitar a Gladys Foss, ella me hizo pasar a un saloncito. Tardó un poco en abrirme, pero me explicó la tardanza diciendo que se había estado bañando. Probablemente era verdad, pero cuando entré en el saloncito la butaca estaba caliente, el periódico de la noche con las noticias sobre las carreras se encontraba en el suelo justamente en el sitio donde una persona que hubiese estado sentada en la butaca lo habría dejado caer para levantarse y esconderse en alguna parte al oír mi llegada.

—¿Quiere usted dar a entender que en aquellos momentos estaba el doctor Malden en la casa?

—¿Por qué no? —preguntó Mason—. ¿Qué mejor sitio para él?

—Entonces, eso explicaría por qué Gladys Foss se marchó con tanta prisa.

—Exactamente —aprobó Mason—. Gladys Foss es inteligente. Al volver a la salita, vio que me había sentado en la butaca que hasta pocos momentos antes había ocupado el doctor Malden. Calculó que la butaca debía de estar tibia. Vio que, con toda probabilidad, me habría fijado en el periódico abierto por la página de las carreras.

—Pero, ¡cielo santo! —exclamó Della Street—, ¿es que el doctor Malden iba a traicionar tan deliberadamente a su amigo Darwin Kirby? ¿Tan a sangre fría, tan inhumanamente? Es algo que me pone la carne de gallina. Figúrese al doctor Malden sugiriendo a su más íntimo amigo, Darwin Kirby, que éste lleve su avioneta hasta Salt Lake City, sabiendo que la avioneta iba a estrellarse.

—No pase usted por alto el hecho —replicó Mason— de que el doctor Malden muy bien podría no tener el propósito de desaparecer. Podría haberle pedido a Darwin Kirby simplemente que llevase su avioneta a Salt Lake City, y el accidente podría haber sido una mera cosa fortuita.

»Por otra parte, podría ser verdad que la señora Malden estuviese enamorada de Castella, que se hubiese comprometido con él en un tráfico de drogas para poder prepararse su nido amoroso y que deliberadamente echase morfina en el whisky, esperando desembarazarse así de su marido, pero que, en el último momento, no fuese éste quien pilotase la avioneta, sino Darwin Kirby.

—¿Es que él la sabía llevar?

—Naturalmente. Es un piloto de experiencia. Así es como se conocieron. Se hirió en un accidente, y el doctor Malden lo recogió y lo curó.

—Pero siempre será un asesinato, aunque la señora Malden no haya suprimido a la persona a la que deseaba suprimir o aunque el destino haya elegido a otra víctima.

—Desde luego —asintió Mason—, pero a ella la estaban juzgando por el asesinato del doctor Summerfield Malden, no por otra cosa.

—¿No está usted protegiendo y ocultando a un criminal?

—El caso contra la señora Malden quedó anulado —contestó Mason.

—¿No maniobró usted para que ocurriese así?

—Estaba seguro de que Hurley caería en la trampa y suspendería el caso si pensaba que había algún defecto grave en la prueba.

—Pero él no tenía la intención de dejar que la señora Malden se marchase, ¿verdad?

—Claro que no. Su propósito era volverla a detener tan pronto saliese de las habitaciones del juez Telford.

—¿Y qué iba a hacer entonces?

—Entonces probablemente llevaría el caso ante el Gran Jurado y obtendría una acusación para no tener que molestarse con un juicio preliminar. Sería eso lo que habría hecho desde un principio si no hubiese sido porque temía que íbamos a presentar una auto de habeas corpus, ganándole así la mano.

—¿Y aguardó en la sala hasta que saliese usted de las habitaciones del juez Telford?

—Probablemente no aguardó tanto tiempo —repuso Mason—. El juez Telford nunca habría discutido conmigo ningún aspecto del caso estando presente una acusada en potencia. El juez Telford no habría dicho una palabra sobre el caso a menos que estuviera presente un representante del fiscal del distrito.

—O sea, que cuando usted entró en las habitaciones del juez Telford con la señora Malden sabía que el juez se negaría a sostener una conversación, ¿no es así? —Mason asintió inclinando la cabeza—. ¿Y cree usted que esa idea se le ocurrió también a Hurley al cabo de un rato?

—Eso es, al cabo de un rato —aprobó Mason con una sonrisa burlona.

—¿Cuánto tiempo? —preguntó Della Street.

—No lo sé —le respondió Mason—. Lo cierto es que pudimos bajar la escalera antes de que Hurley hubiese entrado en sospechas; de lo contrario, nos habría sido imposible salir.

—Pero así ha ayudado usted a escapar a una presa —le recordó Della Street.

Mason sonrió.

—No era una presa. El caso contra ella había quedado sub judice. El juez Telford manifestó claramente que a la acusada se la relevaba de toda custodia.

—¿Y qué va a hacer ahora Hurley?

Mason soltó una risita.

—O me equivoco mucho en mi conjetura, o Hurley se pondrá tan furioso que cometerá otro error.

—¿Cuál?

—Tratará de acusarme de que estoy ocultando a una fugitiva de la justicia.

—¿Cómo va a hacer eso?

—O bien presentará otra denuncia contra la señora Malden o comparecerá ante el Gran Jurado y conseguirá una acusación. Entonces publicará a los cuatro vientos que la señora Malden es una fugitiva de la justicia y que yo por todos los medios a mi alcance la estoy ayudando a esconderse.

—¿No sería eso un delito por parte de usted?

—Si lo estuviera haciendo, si

—¿Es que no lo está haciendo?

—De ninguna manera —Mason aflojó la marcha del coche y dijo—: Será mejor que vuelva a ponerse el sombrero, Della.

Della se recostó sobre el respaldo del asiento y recogió el sombrero de alas anchas. El abogado siguió dándole instrucciones:

—Voy a llevar el coche a una zona de aparcamiento, Della. La dejaré a usted en el centro de la manzana. Recoja su maleta y espéreme.

—¿Cuánto tiempo?

—Sólo unos pocos minutos. Aparcaré este coche, recogeré el resguardo y saldré a pie. Luego caminaré otra manzana calle abajo hasta llegar a una zona de aparcamiento donde tengo depositado mi propio coche. Lo sacaré, vendré aquí y la recogeré.

Ella lo miró con un ceño de perplejidad.

—Pero encontrarán este coche en la zona de aparcamiento, ¿no?

—Desde luego.

—¿Cuándo?

—A medianoche, cuando cierren. Tal vez antes.

—Y por la manera en que nos marchamos del palacio de justicia, todo el mundo tiene la idea de que yo soy la señora Malden y de que usted me hizo bajar por la escalera y entrar en un coche alquilado para poder mantenerme oculta, ¿no es así?

—Espero que así sea.

—Bueno, parece que una vez más recurre usted a su procedimiento favorito de meterse en jaleos —suspiró ella.

—No me quedaba otro remedio.

—¿Y qué he de hacer yo?

—Ir a Sacramento.

—¿Va a venir usted conmigo? —preguntó ella con una nota ligeramente gozosa en la voz.

Él sacudió la cabeza y ella se quedó silenciosa y decepcionada. Mason detuvo el coche.

—Se hará usted cargo de mi coche, Della. Irá a Sacramento. Se dirigirá allí al registro de la propiedad. Dará los pasos necesarios para congraciarse con las personas encargadas de llevar las transferencias de propiedad de vehículos. Se sienta usted allí y revisa esos apuntes como un halcón. O estoy muy equivocado, o usted va a descubrir que Gladys Foss ha vendido su automóvil a algún tratante de coches de segunda mano, probablemente en Ventura, Santa Bárbara, Bakerfield o algún sitio por el estilo.

Della Street reflexionó sobre aquello y dijo:

—¡Claro, ése es el movimiento más lógico! Ella puede vender el automóvil, comprar otro y…

—No creo que sea tan simple como eso —la interrumpió Mason—. Ni siquiera creo que compre ahora otro coche.

—¿Qué va a hacer, si no?

—Ya buscará otros medios de transporte. Ella está trabajando con arreglo a un plan. Ese plan ha sido cuidadosamente elaborado.

Della Street indicó silenciosamente que comprendía el razonamiento. El abogado continuó:

—Podemos enteramos de muchos detalles por la situación del tratante de coches usados al que ella venda su automóvil. Lo venderá cobrando en metálico. Tiene que ser una forastera. Regateará hasta el máximo. Llevará consigo su certificado de propiedad para demostrar que es dueña del coche. Tratará de conseguir todo lo que pueda. Recogerá en metálico el dinero que le den y se marchará. Tan pronto como descubra usted algunos datos, me los comunica. Me mantendré en contacto con Paul Drake. Usted comuníquele a Paul dónde está residiendo.

—¿Y mientras tanto…?

—Mientras tanto —repuso Mason—, va a ser difícil localizarme. A últimas horas de la tarde la policía estará buscándome desesperadamente.

—¿Por qué motivo?

—Por facilitar y ayudar la huida de una presa, por conspiración criminal, por encubrir de la justicia a una fugitiva y por todas las demás cosas que se les pueda ocurrir.

Perry Mason dejó que bajase Della Street, luego llevó el coche hasta una zona de aparcamiento, recibió el resguardo numerado y caminó a lo largo de otra manzana hasta la zona de aparcamiento donde había dejado el coche de su propiedad.

Entregó el resguardo de aparcamiento, pagó los gastos y llevó su coche hasta donde lo estaba esperando Della.

—Bueno, Della, ahora ya es de usted —dijo.

—Me gustaría que viniese conmigo —repuso ella.

Mason le lanzó una sonrisita.

—Me temo que si fuese con usted, no podríamos llegar muy lejos.

Della Street se deslizó detrás del volante. El abogado la despidió con una sonrisa.

—Hasta pronto.

Ella hizo una mueca.

—Adiós —dijo, y puso el coche en marcha.

Él caminó lentamente a lo largo de la calle hasta que encontró una desocupada cabina telefónica en una estación de servicio. Llamó a Paul Drake.

—¡Hola, Paul! —dijo—, ¿qué pasa?

—¿Qué pasa? —exclamó Drake—. ¡Todo se ha echado a perder! Tengo que darte algunas malas noticias.

—Empieza.

—El cadáver que se encontró en la avioneta no era el de Darwin, ¿puede ser eso?

—Mis hombres han localizado a la señora Kirby. Vive en Denver, Colorado. Obtuvimos la dirección del dentista de Kirby. Uno de mis agentes fue a visitarlo. Conseguimos un diagrama de la dentadura de Kirby. Tiene fecha de seis años antes, pero, aun admitiendo que esté incompleto en la actualidad, hay pruebas suficientes para demostrar que el cadáver que se encontró en la avioneta no puede ser el de Kirby.

—¡Cáspita! —exclamó Mason.

—Así pues —continuó Drake—, esto vuelve a dejamos en el punto de partida y, con toda probabilidad, a pesar de ciertas discrepancias en el diagrama dental, el cadáver es el del doctor Malden. El dentista que estuvo tratando al doctor Malden dice que la dentadura del cadáver podría ser la de Malden si éste hubiese encargado algún trabajo en la misma del que él no tuviese ninguna noticia. Pero el caso es que el cadáver no puede ser el de Kirby.

Mason reflexionó y preguntó luego:

—¿Cuál es la dirección de la señora Kirby, Paul?

—Hotel Brownstone, Denver.

—¿Reside allí con su verdadero nombre?

—Así es.

—¿Se ha puesto en contacto la policía con ella?

—No lo sé. Mis hombres han estado trabajando muy aprisa. Probablemente la policía habrá hecho lo mismo, Perry.

—¿Qué me dices sobre los agentes del fiscal del distrito? —preguntó Mason.

—¡Muchacho, están que echan chispas! El fiscal del distrito se arranca los cabellos, acusándote de conducta antiprofesional, de encubrir a una fugitiva de la justicia y…

—No es una fugitiva de la justicia —interrumpió Mason—. Quedó retirada la acusación. El tribunal dispuso que levantasen la custodia a que estaba sometida.

—Lo sé, pero Burger afirma que, de cualquier forma, fue un truco endemoniado.

—Puede que haya sido un truco endemoniado —comentó Mason—, pero sin constituir ningún delito. Hay una enorme diferencia entre una cosa y otra, Paul.

—Bueno, pues va a ser un delito ahora. Burger se ha hecho cargo personalmente del caso. Va por tu cuero cabelludo, Perry. Ha rellenado otra demanda y un mandamiento de busca y captura acusando a las señora Malden de asesinato.

Mason sonrió.

—Por lo visto, no ha podido esperar a ir ante un Gran Jurado.

—Así es. Quiere convertirla en fugitiva de la justicia, por lo cual, si tenemos algo que ver con el hecho de mantenerla oculta, te harás culpable de un delito.

—Todo eso es magnífico —repuso Mason—. Della Street va a Sacramento, Paul. Se mantendrá en contacto contigo por teléfono.

—¿Dónde está la señora Malden, Perry? ¿Está contigo?

Mason se echó a reír.

—Siguiendo el consejo de la defensa, Paul, me niego a contestar, ya que de otra forma podría comprometerme.

—Y tanto que podrías —le contestó Drake.