Capítulo 10

Mason, Della Street y Paul Drake estaban sentados en el despacho del abogado celebrando una conferencia de última hora en vísperas del juicio preliminar de Steffanie Malden.

Eran cerca de las once de la noche. Drake, con la cara estragada por el cansancio, estaba sentado en su posición favorita en la gran butaca tapizada de cuero. Della Street, con un libro de notas sobre el regazo y un lápiz preparado para tomar apuntes, vigilaba al abogado con ojos ansiosos.

—¿Por qué no solicita usted un aplazamiento? —preguntó Drake.

Mason denegó con la cabeza. El detective insistió:

—¿Por qué no?

—Los inspectores del impuesto sobre la renta están muertos de curiosidad —explicó Mason—. Hasta ahora ninguno de ellos ha descubierto lo relativo al apartamento en Dixiewood. Más tarde o más temprano lo descubrirán. Hasta ahora ninguno se ha tomado la molestia de tratar de identificar a Charles Amboy. Se ha dado por bueno que estaba asociado de un modo más o menos indirecto con el doctor Malden, que Amboy está en algún sitio de Europa y que no puede ser localizado. En realidad, nadie ha concedido la menor atención a Amboy.

Mason señaló uno de los periódicos de la noche que estaba medio abierto, en el suelo, adonde lo había tirado cuando acabó de leerlo. Continuó su explicación:

—Pero la gente del impuesto sobre la renta ha empezado a moverse. Están husmeando por todas partes. Sienten curiosidad. Más tarde o más temprano, empezarán a preocuparse de Amboy. Más tarde o más temprano, empezarán a establecer contacto con todas las personas que hayan mantenido relaciones de negocios con el doctor Malden. Más tarde o más temprano, probablemente más temprano, van a descubrir lo relativo a ese apartamento en los apartamentos Dixiewood.

—Bueno —objetó Drake—, pero eso no prueba que ella sea culpable de asesinato.

—Cuando Della y yo —continuó Mason— salimos de los apartamentos Dixiewood, nos encontramos con una mujer que me reconoció. Quiso hablarme, pero luego cambió de idea. Es la señora Colebrook. Su marido, Harry, trabaja en el departamento de identificación de la oficina del sheriff.

»Posteriormente, por casualidad, tropecé con la señora Colebrook. Se dirigía a la oficina del sheriff para ver a su esposo. Es una mujer terriblemente chismosa. Lo mira a uno con acariciadores ojos azules y hace las preguntas más indiscretas. Estaba muerta de curiosidad por saber lo que yo hacía en los apartamentos Dixiewood y desea ardientemente conocer la identidad de la muchacha que estaba conmigo.

»Está medio convencida de que mantengo allí un nido de amor y empezará a hacer preguntas. Una vez que el nombre de los apartamentos Dixiewood aparezca en los periódicos, ella relacionará una cosa con otra y se lo dirá a su marido. Éste agarrará el teléfono, llamará a la sección de homicidios y ya estará el gato en la talega.

—¿Por qué? —preguntó Drake.

—Los agentes federales localizarán el apartamento. Lo examinarán con toda minuciosidad. Encontrarán una caja de caudales empotrada en la pared. La abrirán. Verán que está vacía. Se enterarán de que yo estuve allí. Sabrán que soy el abogado de la señora Malden. Sabrán que, según sus cálculos, el doctor Malden ha estado reuniendo unos cien mil dólares que no declaró a Hacienda. Ahora, junta todo eso y dime cuál puede ser la respuesta

—¡Vaya, vaya! —exclamó Drake, consternado.

Mason se puso en pie y empezó a caminar por la habitación. Se detuvo, volvió a la mesa y examinó el mazo de informes escritos a máquina que había redactado Drake explicando la labor de sus investigaciones, luego otra vez se puso a caminar por la habitación.

—En este asunto tengo que proceder duramente —dijo—. He de ganarle por la mano al fiscal del distrito. He de procurar obligarlo a que ponga en el estrado de los testigos a Ramón Castella en el juicio preliminar.

—¿Es que no querrá hacerlo? —preguntó Drake.

—De ninguna manera —repuso Mason—. Luchará con uñas y dientes por impedirlo. Si pone a Castella en el estrado, lo interrogaré a fondo. Tendré preparada toda una serie de preguntas y respuestas. Le sacaré hasta el último detalle de su historia. Posteriormente, cuando llegue el momento de interrogarlo ante un jurado, tendré un cuadro exacto de lo que dijo. Le dispararé pregunta tras pregunta y es casi seguro que caerá en alguna contradicción.

—¿Necesita el fiscal del distrito poner en el estrado mañana a Castella? —preguntó Della Street.

—Él cree que no tiene necesidad de hacerlo —respondió Mason—. Creo que lo único que necesita es dar cuenta de que se ha cometido un asesinato y de que hay motivos razonables para creer que lo cometió Steffanie Malden. Eso es todo lo que tiene que exponer en un examen preliminar, simplemente que se ha cometido un crimen y que hay motivos razonables para creer que es culpable la acusada.

—Bueno, si puede hacer eso, le resultará facilísimo —comentó Paul Drake—. Apenas necesita presentar ninguna prueba.

—Puede que necesite muchas más de las que él cree —dijo Mason sin dejar de caminar por la habitación.

—Naturalmente —le indicó Drake—, hay en este asunto algo relacionado con los narcóticos. Los agentes federales han estado trabajando sobre ello, y también la División de Narcóticos de la Policía.

—Me gustaría que pudieras obtener más datos sobre esto —dijo Mason impacientemente.

—También me gustaría a mí —replicó Drake con voz enronquecida por el cansancio.

—¿Y no has podido enterarte de nada respecto a Gladys Foss?

—Ni lo más mínimo. Lo que es más, no puedes demostrar que ella se quedase con ningún dinero, por lo menos si se atiende uno a los libros de contabilidad. Esos libros son de una confusión espantosa.

—Espontáneamente —replicó Mason— ella me confesó que había estado sacando dinero para apostar en las carreras. El corredor afirma que ella estuvo jugando a las carreras, pero que sacó una bonita ganancia

—Puede que empleara a otros corredores —apuntó Della.

Mason se quedó mirando a Paul Drake.

—¿No has podido localizar a ninguno, Paul?

Drake sacudió la cabeza.

—Debes tener paciencia, Perry. No es posible recurrir a un listín de teléfonos y ver en la sección de profesiones una serie de corredores de apuestas. Hay que rondar cuidadosamente en torno a ellos para descubrir dónde puedes hacer una apuesta. Luego has de entrar en contacto con alguien que goce de la confianza del corredor y luego hacer una pregunta, como quien no quiere la cosa, sobre si tal o cual individuo ha estado apostando a las carreras de caballos.

»Esos corredores de apuestas no tienen un pelo de tontos. Saben que Gladys Foss está complicada en lo que el fiscal del distrito afirma que es un caso de asesinato. Saben que a alguien le gustaría hacerlos comparecer en el estrado como testigos. ¿Qué harías tú si fueras un corredor? Lo mismo que hacen ellos. Te mirarían directamente a los ojos y responderían: ¿Foss? ¿Gladys Foss? No creo haber oído hablar nunca de ella. Por lo menos, nunca tuvo conmigo ningún trato».

»Dirían eso aunque ella les debiese quinientos dólares en una cuenta que le hubiesen abierto. Dirían eso aunque ella les hubiese sacado diez mil dólares el año pasado. Lo dirían aunque ella hubiese estado haciendo apuestas un día tras otro.

»Puedes imaginarte la posición tan difícil en que se vería colocado un corredor si le entregasen una citación obligatoria y no tuviese más remedio que aparecer en el estrado, prestar un juramento de que iba a decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad y que luego cualquier fiscal de distrito empezase a investigar sus relaciones de negocios con Gladys Foss. Y, durante todo este tiempo, el fiscal del distrito está en realidad amenazando al individuo como corredor y se verá privado de su negocio.

—Desde luego —reconoció Mason—, eso es verdad en cierto modo, pero, por lo que se refiere a los inspectores del impuesto sobre la renta, una vez que pudiésemos demostrar que estaba jugando a las carreras de caballos, una vez que pudiésemos confirmar la confesión que ella me hizo, tendríamos un argumento perfecto.

—¿Y en qué situación se queda entonces Gladys Foss? —preguntó Della Steet.

Mason dejó de caminar por la estancia.

—Está haciendo equilibrios sobre el alambre, sobre el filo de una navaja. Si ella consigue mantener el equilibrio sobre el filo de esa navaja, no le pasará nada. Puede haber pruebas bastantes para demostrar que es probable que malversara la cantidad suficiente de dinero como para explicar la reducción que haya habido en los ingresos en metálico, pero no hay pruebas bastantes para que el fiscal del distrito se atreva a actuar contra ella como malversadora. Y esto resulta más cierto aún, si no hay quien firme contra ella una denuncia y si por ese tiempo está ya en otro Estado donde sería necesario recurrir a la extradición contra la cual podría ella luchar.

—¿Qué me dices de la señora Malden? ¿No firmaría una denuncia contra ella?

Mason sonrió.

—La señora Malden la acusaría gustosamente de malversación, pero no podría jurar que estaba segura de que Gladys la había cometido.

—¿Y qué me dices de los inspectores? —preguntó Drake.

—¿Qué inspectores? —Drake lo pensó mejor—. Y es seguro que no seré yo quien firme una denuncia —añadió Mason.

—Pero tú recuerdas muy a gusto que ella prácticamente te confesó que había estado malversando dinero —objetó Drake.

—¡Oh, eso desde luego! —le dijo Mason—. Esa parte de la conversación la recuerdo perfectamente, más el hecho de que, incluso después de un largo viaje en coche desde Salt Lake City, se había bañado rápidamente y se había sentado luego en la butaca más cómoda de su apartamento, había encendido la lámpara de pie y se había puesto a mirar las noticias sobre carreras con objeto de ver si había acertado y tal vez para preparar apuestas para el día siguiente.

—¿La sorprendió usted en ese momento? —preguntó Drake.

—Acababa de salir del baño —explicó Mason—. Todavía tenía el cuerpo tibio por efecto del agua caliente. No llevaba puesto más que un peinador. Se había sentado en la butaca y, cuando toqué el timbre, dejó caer el periódico, se levantó de la butaca y ella fue a ponerse alguna ropa, el cojín de la butaca estaba todavía tibio y la página de las carreras estaba en el suelo al alcance de mi mano. Ella se dio cuenta entonces, naturalmente, de que había cometido un error. Tenía que explicarlo y después que se hubo extendido sobre aquello y comprendió que yo abrigaba sospechas, hizo la confesión.

—¿Qué confesión? —preguntó Drake.

—Lo de que podría haberse quedado corta al anotar los ingresos en metálico. No es que lo dijera así tajantemente, pero dijo: «Suponiendo que yo haya estado malversando dinero, ¿qué pasaría entonces?».

—¿Qué le contestaste?

—Le dije que podría ofrecer una disculpa para Steffanie Malden ante los inspectores del impuesto sobre la renta si adoptaba esa posición. Yo no estaba convencido de que ella llegaría tan lejos.

—¿Crees que lo hará?

—No lo sé —contestó Mason—. Tenemos que encontrarla.

—Bueno, yo he hecho todo lo imaginable —dijo Drake—. Ha desaparecido sin dejar rastro.

—¿No has podido seguir la pista de alguna tarjeta de crédito de gasolina? —Drake meneó la cabeza denegando—. ¿Has vigilado las carreteras?

—He vigilado las principales. He hecho indagaciones en todos los sitios que podían ocurrírseme.

—Bueno —protestó Mason—, es inconcebible que pueda desaparecer de un modo tan completo e inexplicable.

—¿Está usted seguro de que desea encontrarla? —preguntó Della Street

—Lo que quiero saber es dónde está, eso es todo —repuso Mason.

—Pero tú no quieres que las autoridades lo sepan, ¿verdad? —inquirió Drake.

Mason sacudió la cabeza.

—Las autoridades la harían volver. Se pondrían a interrogarla. Ella podría responder a ciertas preguntas de un modo que no me gustase. Por lo mismo, quisiera saber dónde está para poder echarle la mano encima, si fuera necesario, e ir y hacerle algunas preguntas más si me conviniese.

—Tú tuviste el presentimiento de que se iba a escapar, ¿no es así, Perry?

—Claro que lo tuve. Lo que no calculé es que lo iba a hacer tan rápidamente.

—¿Qué te hizo pensar que iba a emprender la fuga?

—Pues que ése era el único modo de poder confesar una malversación sin hacerse criminalmente responsable. Me dio algunos atisbos sobre una posible malversación. Me dijo que había estado jugando a las carreras de caballos. Me proporcionó el nombre de uno de los corredores que había estado detenido, que se había declarado culpable, y al que habían impuesto una multa y una condena condicional. Él podría declarar ante la policía. En realidad, el individuo estaba en una posición en que no podía atreverse a no hablarle a la policía. El inmediato movimiento lógico para Gladys Foss era escapar. Eso la salvaría de tener que hacer una confesión que pudiese perjudicarla, pero, al mismo tiempo, reforzaría la sospecha de que había malversado dinero.

—¿Qué podría haberle impedido —preguntó Drake— que hubiese abierto la caja de caudales en los apartamentos Dixiewood, que hubiese sacado los cien mil billetes de a mil, que se los hubiese guardado en la media y hubiese escapado con ellos?

—Nada podría habérselo impedido —reconoció Mason—, excepto el hecho de que, en primer lugar, la caja había sido abierta antes de que ella llegase y, en segundo lugar, que muy bien podía no haber tales billetes en la caja.

Drake siguió objetando:

—Supón que antes de emprender ella viaje a Phoenix, Arizona, abrió la caja del apartamento Dixiewood, sacó los cien billetes y se los llevó consigo. ¿Qué hay de erróneo en esa hipótesis?

—Nada —le replicó Mason—. Esto es, nada que podamos probar por el momento.

—Pues yo me atendría a eso —dijo Drake.

—Por mi parte, no estoy tan seguro —le replicó Mason—. Lo cierto es que mañana voy a comparecer ante el tribunal y arrojaré en la maquinaria legal todas las objeciones técnicas que se me puedan ocurrir. Voy a insistir para que Ramón Castella comparezca en el estrado. Necesito ver qué es lo que tiene que decir.

»Y hablando de normas generales, Paul, necesito disponer de un coche aparcado al que pueda subir a toda prisa Della, será conveniente que usted esté conmigo. Ya le explicaré mi idea mientras la llevo a casa.

»Creo que la acusación del fiscal puede tener un punto flaco muy vulnerable. Si es así, trataré de explotarlo de la manera más dramática posible.

Della Street miró a Mason con ojos solícitos.

—¿No cree usted, jefe, que ha tenido un día muy ajetreado y que lo mejor sería que tratase de descansar un poco?

Mason dejó de caminar por la habitación.

—También lo creo yo. Me parece que aquí no podemos hacer nada más.

Della Street recogió las hojas de papel que estaban sobre la mesa del abogado, las plegó y las encerró en la caja fuerte. Le hizo una señal significativa a Paul Drake.