Perry Mason estaba sentado a uno de los lados de la mesa que corría a lo largo del locutorio en la cárcel.
Al otro lado, separada de él por una espesa rejilla, Steffanie Malden, con aspecto inquieto y agotado, miraba al abogado con ojos implorantes.
—Señor Mason, usted simplemente tiene que creer en mí, eso es todo. Debe tener fe en mí. Después de todo, soy cliente suya y se supone que usted me representa.
—La defenderé —repuso Mason— lo mismo si tengo fe en usted como si no la tengo. Tiene derecho a una representación legal. Tiene derecho a un juicio con jurado. Eso significa un juicio en que decidirán los jurados, no los abogados. Sin que importe lo que usted haya hecho, tiene capacidad para aparecer en su día ante el tribunal y disfrutar de una defensa competente que se cuide de que sus derechos estén protegidos. Cuando empiezo a luchar para proteger los derechos de un cliente, defiendo palmo a palmo todos los derechos constitucionales que un cliente tiene.
—Pero es que yo quiero que usted tenga confianza en mí. Si me considera uno de tantos clientes, una partícula del remolino humano a la que usted defiende como cumpliendo un deber impersonal de su profesión, tendrá una actitud que socavará mi fe en mí misma, la actitud de un cirujano cuando está realizando una operación con sólo una esperanza entre mil de salvar al paciente.
—Por supuesto, está usted en libertad de elegir a cualquier otro abogado en el momento que quiera —le advirtió Mason.
Los labios de la señora Malden se fruncieron en una expresión de despecho.
—Usted está reteniendo cien mil dólares de mi dinero, señor Mason.
Mason, haciendo un esfuerzo para seguir hablando en voz baja, pero con marcado acento de cólera, replicó:
—No estoy reteniendo ni un solo centavo de su dinero. Ya se lo he dicho antes y quiero que lo comprenda de una vez.
—Sé que lo tiene usted, señor Mason. No tiene más remedio que ser así. Al principio pensé que lo hacía por proteger mis intereses, que no iba usted a decir nada sobre eso a los inspectores del impuesto sobre la renta y que, una vez que las cosas hubieran pasado, me daría el dinero o una parte razonable del mismo. Ahora… ahora ya no sé qué pensar.
—Bueno, pues yo sí sé qué pensar —replicó Mason—. Pienso que usted fue a aquel apartamento, abrió la caja de caudales, sacó el dinero y luego montó una trampa para mí con objeto de que yo fuese allí y…
—Pero, ¿por qué había de hacer yo eso, señor Mason?
—Para poder hacer lo que está haciendo ahora: acusarme de retener cien mil dólares suyos con objeto de obligarme a hacer lo que se le antoje.
—Señor Mason, nunca fui a ese apartamento.
—¿Puede usted mirarme a los ojos y decirme que nunca entró en ese apartamento?
—En absoluto.
—¿Nunca?
—Nunca.
Miró al abogado con ojos tranquilos y firmes.
—Eso es lo que más me molesta de usted —dijo Mason, con enfado.
—¿Qué?
—Que insista en mentirle a su abogado. Es un mal procedimiento.
—No estoy mintiendo.
—Yo estaba tratando de proteger sus intereses —explicó Mason—. Vino usted a mi despacho. Me dijo que alguien la seguía. Quise descubrir quién era, para lo cual contraté a detectives que siguiesen a la persona que la estaba siguiendo a usted.
—¿Hizo usted eso? —exclamó ella, sorprendida.
—Lo hice —respondió Mason—. Cuando usted vino a mi despacho por segunda vez, estaba siendo seguida por hombres que yo había contratado para que descubriesen quién la seguía.
—¿Y qué descubrieron?
—Que no la seguía nadie.
—¡Oh! —dijo ella con una voz que revelaba un temor repentino.
Mason prosiguió calmosamente:
—Cuando salió usted de mi oficina aquella segunda vez, iba seguida por personas a las que yo había contratado. Nadie más la seguía. Me mintió usted la primera vez que vino cuando me dijo que tenía la impresión de ser seguida. Me dijo esa mentira para inducirme a ir a los apartamentos Dixiewood. Cuando salió de mi despacho esa segunda vez, usted no tenía la menor idea de que efectivamente la seguían, pero así era, y quienes la seguían eran hombres contratados por mí. Salió usted de mi despacho y fue directamente a los apartamentos Dixiewood.
—Eso es una mentira, señor Mason. El detective que usted haya contratado le ha mentido. No hice nada de eso. Le digo que nunca he estado en los apartamentos Dixiewood. El detective que iba siguiéndome debe de haber tratado de ganar su sueldo informando en el sentido que usted quería que informara. Después de todo, ¿no sucede con frecuencia que los detectives particulares den informes falsos?
—En este caso —replicó Mason— se da la circunstancia de que eran dos hombres los que estaban dedicados a la tarea. Yo esperaba poder descubrir a esas personas misteriosas que la estaban siguiendo a usted y quería asegurarme de que ningún incidente permitiera que se perdiesen de vista. Por eso hice que mi agencia de detectives pusiera en la tarea a dos detectives independientes. Ambos la estuvieron siguiendo, ambos saben que usted fue a los apartamentos Dixiewood, que tomó el ascensor hasta el piso noveno y que estuvo allí unos diez minutos.
Mason la miró pensativamente a través de la tupida rejilla. Los ojos de la señora Malden se bajaron un momento, pero volvieron a subir hasta clavarse en los del abogado.
—Bueno, ¿qué me dice? —preguntó Mason al cabo de un rato.
—Está bien —respondió ella cansadamente—. Lo hice. Fui allí. Pero simplemente para cerrar aquella caja. Tenía confianza en usted, pero pensé que era una locura dejar aquel apartamento del modo como usted decía que lo había encontrado. Usted me contó que lo había encontrado con el cuadro descolgado de la pared, el panel mural apartado y la caja empotrada con la puerta abierta. Eso habría sido una invitación para cualquier agente de los impuestos sobre la renta a que fuese al apartamento para afirmar que yo había retirado dinero de aquella caja. No podía permitirme el lujo de que ocurriese una cosa semejante.
—¿Cómo entró usted? —preguntó Mason.
—Con… con una llave.
—¿Qué llave?
—Un duplicado de llave que encargué hacer de las llaves del llavero de mi marido. Ya le conté a usted cómo puse una vela a derretir y…
—Pero, ¿no recuerda que me dio esas llaves? —preguntó Mason.
—¡Oh! —exclamó ella, y se mordió los labios.
—Continúe —la instó Mason—. ¿Cómo obtuvo usted esa llave?
—Una vez que tuve las primeras, mandé hacer duplicados.
—O sea, que tenía dos de cada una.
—Sí.
—¿Para qué?
—No lo sé. Pensé que sería una buena idea.
—Es decir, que usted me dio una llave y se quedó con otra, ¿no?
—Por aquel entonces, yo no pensaba en semejante cosa.
—¿Cómo sé yo que usted no pensaba en eso?
—Le he dado mi palabra.
—Hasta ahora, siempre que he creído en su palabra, la cosa me ha salido mal —comentó Mason.
—Sólo en ese asunto, señor Mason. Ha sido la única cosa sobre la cual no le he dicho toda la verdad.
—Muy bien, ¿qué hizo usted en el apartamento?
—Entré allí y lo encontré tal como usted había dicho. Cerré la caja de caudales. Tuve buen cuidado de no dejar huellas dactilares. Coloqué en su sitio el panel de la pared y luego colgué encima el cuadro, y eso es todo lo que hice. Cuando terminé de hacerlo, me marché.
—¿Y sólo me ha mentido usted en eso?
—Se lo juro.
—Ahora cuénteme todo lo demás —suspiró Mason.
—¿Lo demás de qué?
—Respecto al caso. Respecto al motivo por el que la siguen reteniendo. Respecto a la muerte de su esposo.
—Creen que fue asesinado.
—¿Cómo?
—No lo sé. Creen que fue algo que yo hice, que yo estaba trabajando de acuerdo con Ramón Castella.
—¿Y era verdad?
Ella hizo una mueca de disgusto.
—Lo odio.
—¿Por qué lo odia usted?
—Porque creo que tiene dos caras, porque creo que siempre estuvo trabajando contra los intereses de mi mando, porque…, bueno, porque no le tengo simpatía.
—¿Se permitió alguna vez hacerle una insinuación? —preguntó Mason.
Ella vaciló unos momentos y luego contestó:
—Sí.
—¿Se lo dijo usted a su marido?
—No.
—¿Por qué no?
—Porque…, bueno, porque entonces…, bueno, la cosa ocurrió en unas circunstancias que yo… yo no quería molestar a mi marido.
—Sin embargo, fue usted al apartamento de ese hombre, ¿no es así?
—Si.
—¿Para qué?
—Quería descubrir quién había llevado a mi marido hasta el aeropuerto.
—¿Por qué?
—Porque sabía que Ramón pensaba que lo había llevado yo, y yo creía que lo había llevado él.
—¿No lo llevó usted?
—No.
—¿No lo llevó el?
—Él dice que no.
—¿Quién lo llevó, entonces? —de nuevo hubo un intervalo de silencio—. Vamos —instó Mason—, piense. ¿Quién llevó al doctor Malden al aeropuerto?
—Sólo había una persona que podría haberlo hecho.
—¿Quién era?
—Darwin Kirby.
—¿Quién es Darwin Kirby?
—No sé mucho sobre él, señor Mason. Sólo oí que mi esposo hablaba de él con frecuencia. Darwin Kirby era un hombre al que conoció durante la guerra. No era médico, pero sí un oficial de no sé qué. De cualquier forma estaban tan unidos como hermanos. Pasaban juntos muy buenos ratos y… bueno, mi marido disfrutaba con su compañía.
—¿Se escribía con Kirby?
—No, no se escribía. Nadie sabía dónde estaba Kirby. Por lo visto, después de la guerra, éste había hecho un poco de dinero y se convirtió en una especie de trotamundos que iba de un lado a otro. No se molestaba en mantener relaciones con nadie.
—¿Cómo está usted enterada de todo esto?
—Porque cuando se dejaba ver y hablaban, Darwin nos confiaba algo sobre su filosofía de la vida. Había comprendido que iba a ser otra ruedecita de la máquina de la civilización y decidió marcharse. Cuando fue licenciado después de la guerra, no tenía parientes con los que deseara seguir teniendo tratos. No le tenía simpatía a su espora, esto es, no había sido muy feliz en su vida de casado. Ella lo importunaba y además había una suegra dominante; en una palabra, no quería volver a su casa. Se desentendió de todos.
—¿Y dice usted que no se mantenía en contacto con su marido?
—Estoy segura de que no. Mi esposo hablaba a menudo de él, diciendo que deseaba que Darwin le pusiese unas letras y le dijese dónde estaba, que se sentía dolido por su silencio, porque…, bueno, él siempre había apreciado a Darwin.
—Y entonces Darwin apareció de pronto, ¿no es así?
—Efectivamente.
—¿Cuándo?
—La noche antes de la muerte de mi marido.
—¿Se quedó en casa de ustedes aquella noche?
—Sí.
—¿Quiénes lo vieron a él allí?
—Pues la cocinera y la doncella. Estuvo cenando con nosotros.
—¿Y se quedó toda la noche?
—Sí.
—¿Y se marcharon luego por la mañana?
—Sí, se marcharon juntos. Dijo que iba a ir a Chicago y que luego, desde Chicago, se trasladaría al Canadá. Tenía el propósito de hacer algunas prospecciones. Creo que pensaba detenerse en Denver o en Omoha. No estuve muy atenta a esa parte de la conversación.
—¿Cuándo se marchaba?
—Creo que mi marido iba a llevarlo al aeropuerto al dirigirse a su clínica. No lo sé con seguridad, pero sé que Darwin iba a marcharse en un avión que tenía su salida por la mañana.
—Entonces no pudo ser él quien llevara al doctor Malden al aeropuerto.
—Sí, sí pudo ser. Pudo haber cambiado su hora de salida y decidir marcharse en un avión que despegara más tarde.
—¿Hay algo que confirme esa suposición de usted? ¿Tiene alguna prueba?
—Sí. Alguien tuvo que llevarlo en coche. No creo que fuese Ramón: tampoco fui yo, y estoy completamente segura de que no fue Gladys.
—Entonces, el coche del doctor Malden tuvo necesariamente que quedar depositado en el aeropuerto —indicó Mason—. El doctor Malden iba a llevar su propia avioneta. Darwin Kirby tendría que tomar un avión transcontinental. El coche había que dejarlo allí. Usted pensaba entonces que Ramón Castella había llevado al doctor Malden al aeropuerto, ¿no?
—Así es.
—¿Por qué?
—Porque era lo que solía hacer. Pero anoche me dijo que no lo había hecho. No es que yo tenga confianza en él. Creo que es un embustero. Todavía no estoy segura de que no fuese Ramón quien lo llevase al aeropuerto.
—Está bien —dijo Mason—; lo comprobaré. Ahora, dígame, ¿qué motivos tiene para creer que su marido fue asesinado? ¿Opinan que usted manipuló en la avioneta o qué?
—Eso —repuso ella— es algo sobre lo cual no puedo aclararle nada, señor Mason. No puedo proporcionarle ni la más mínima conjetura. Todo lo que sé es que se trata de algo que procede de una cosa que les ha dicho Ramón Castella.
—¿Quizás ha dicho él que manipuló usted en los mandos de la avioneta o algo por el estilo?
—No lo sé, señor Mason. No tengo la menor idea sobre esa cuestión.
—Voy a pedir que se celebre un rápido juicio preliminar —anunció Mason—. Ellos pensaban que me disponía a invocar algunas fórmulas técnicas legales o bien es que no se atrevían a esperar una acusación ante el gran jurado. Han presentado una denuncia acusándola a usted de asesinato. Voy a combatir esa maniobra solicitando un rápido juicio preliminar con objeto de descubrir qué es lo que alegan contra usted.
—¿Va a continuar usted representándome?
—¿Quiere que lo haga?
—Muchísimo.
—Por lo menos —dijo Mason— voy a representarla en el juicio preliminar. Desde un punto de vista de relaciones públicas, la perjudicaría mucho que yo abandonase su caso en este momento. Después de la escena que organicé anoche en la oficina del fiscal del distrito, después de la manera que hablé y después de toda la publicidad que han concedido a eso los periódicos, no puedo abandonar ahora su caso y pedirle que contrate a otro abogado sin causar muy mala impresión en la mente de los lectores. Y, a la larga, del público, de los lectores, es de donde surgirá el jurado que debe absolverla o condenarla. Pero le advierto que indudablemente tienen pruebas muy sólidas y muy fuertes que van contra usted; de lo contrario no se habrían atrevido a detenerla a la hora que lo hicieron ni a formular la acusación del modo como lo han hecho.
Ella sacudió la cabeza.
—No pueden tener prueba ninguna contra mí, puesto que no he hecho nada. Y si usted puede decirme cómo se puede llegar junto a alguien que va por el aire y asesinar a un hombre que está volando en una avioneta…, bueno, es algo que no puede hacerse.
—¿Podían ir dos personas en esa avioneta? —preguntó Mason.
—Sí, frecuentemente viajaban en la misma dos personas. Eso reduce la posibilidad de llevar equipaje, pero, cuando la avioneta despegó del aeropuerto, sólo iba a bordo una persona y sólo se encontró un cadáver carbonizado en el aparato que se estrelló en medio del desierto.
—Bueno —dijo Mason—, voy a hacer algunas gestiones. Haré todo lo que esté en mi mano. Todavía no estoy del todo tranquilo respecto a este asunto.
—Señor Mason, usted sacó algún dinero de aquel apartamento, ¿verdad? Por favor, sea franco conmigo respecto a eso.
—Ya le dije a usted antes —la interrumpió Mason—, y se lo digo de nuevo, que no saqué ni un centavo.
—¿No estará usted diciendo eso…, bueno, nada más que para no aparecer como cómplice a los ojos de la gente del impuesto sobre la renta y…?
—Estoy diciendo eso —volvió a interrumpirla Mason— porque es la verdad. Es muy natural que usted no pueda reconocerla cuando la ve, porque tiene usted muy pocos tratos con ella, pero es la verdad. Ahora voy a tratar de descubrir qué endiablado enredo es todo esto.
Mason echó atrás su silla, hizo una señal a la celadora, que estaba en pie en el extremo más alejado de la habitación, para indicarle que la entrevista había concluido, y se marchó.
Antes de salir a la calle tuvo que cumplir algunas formalidades.
Impacientemente, el abogado miraba su reloj de pulsera mientras caminaba aprisa por la planta baja del gran edificio hacia las puertas que daban a la calle.
Con los ojos bajos notaba como si se acercase a él una sombra. Su cuerpo experimentaba esa sensación peculiar de la presencia de alguien, esa cosa sutil que no es un olor ni una sensación de calor corporal, sino el sentimiento de una advertencia magnética que sobreviene cuando una persona se ha acercado rápida e inesperadamente a otra.
Mason echó los ojos hacia arriba y se vio obligado a efectuar una brusca detención.
La mujer con la cual casi había tropezado estaba mirando en su bolso, buscando algo. También ella tuvo el presentimiento de la presencia de otra persona y alzó unos profundos ojos azules hasta las enérgicas facciones del abogado.
—Me temo que estaba distraída —dijo ella.
—Ha sido culpa mía —explicó Mason—. Tenía prisa y…
Los profundos ojos azules se afilaron de curiosidad.
—No tiene importancia. Usted es el señor Mason, ¿verdad?
—Sí.
—Usted no me recuerda, pero le vi anoche en la casa de apartamentos.
—¿La casa de apartamentos?
—Sí. Los apartamentos Dixiewood. Yo estaba cruzando el vestíbulo y usted salía. Soy Edna Colebrook. Mi marido es Harry Colebrook, trabaja en el departamento de identificación de la oficina del sheriff. Ahora voy a verlo.
—¡Ah, sí! —dijo Mason, y se apartó ligeramente a un lado para dejarla pasar y llegar él hasta la puerta.
—Vivimos en los apartamentos Dixiewood, ¿sabe usted?
—No lo sabía
—Le he visto a usted varias veces en la audiencia y… usted debe de haber pensado que era un atrevimiento por mi parte, pero la verdad es que anoche estuve a punto de hablarle. Creo que usted se dio cuenta. Alcé la vista, le miré y en ese mismo instante comprendí quién era, pero un segundo después recordé que no habíamos sido presentados.
Los profundos ojos azules estaban ahora sonriéndole. Mason se agitaba incómodo.
—Dígame, señor Mason, ¿tiene usted un cliente en los apartamentos Dixiewood? Estoy ardiendo de curiosidad. No es que me guste el chismorreo ni que sea una entrometida, pero en cierto modo los apartamentos Dixiewood parecen como un club privado. Hay allí un pequeño grupo de vecinos que nos hemos hecho muy amigos. Iba con usted una joven muy atractiva. ¿Vive ella allí? Espero que no crea usted que soy terriblemente impulsiva. Mi esposo dice que siempre me precipito a sitios que ni siquiera los ángeles se atreverían a pisar, pero es que creo que en estos tiempos no se llega a ninguna parte si no se tiene iniciativa.
Mason se echó a reír.
—Me temo que me ha hecho usted demasiadas preguntas para poder contestarlas todas, señora Colebrook. En realidad se trata sólo de una visita personal. Pero ahora tendrá usted que disculparme. El motivo de casi haber tropezado con usted es que llevo mucha prisa para acudir a una cita a la que ya voy a llegar con retraso.
Mason saludó levantando el sombrero, dio un rodeo a la señora y llegó a la puerta exterior en pocas zancadas.
Una vez en la puerta, se arriesgó a aflojar ligeramente el paso para lanzar una mirada por encima del hombro.
Ella seguía en el mismo sitio donde la había dejado, la frente algo fruncida en una profunda cavilación, los azules ojos clavados en él.
Mason comprendió entonces que su ligera pausa y su momentánea mirada atrás habían constituido un grave error.