A las nueve de la mañana, Perry Mason abordaba al hombre que abría el estanco del cruce Séptima Avenida-Clifton.
—¿El señor Spangler? —preguntó Mason.
El hombre se volvió rápidamente, con la viva reacción que caracteriza a las personas que viven de modo peligroso, que comprenden que en cualquier momento un toquecito en el hombro, la presión de una pistola en las costillas, puede cambiar el curso entero de sus existencias.
—¿Quién es usted?
—Perry Mason, abogado. Quiero hablar con usted.
—¿Sobre qué?
—Sobre Gladys Foss.
—¡Ah, ésa!
—Exactamente.
—Entre.
Spangler abrió la puerta, entró, descorrió las persianas y le dijo a Mason:
—Espere un momento. He de arreglar la tienda.
Sacó algunas repisas donde había libros en rústica, abrió la caja registradora, puso a funcionar un ventilador, se colocó detrás del mostrador, apoyó los codos en el cristal, estudió a Mason pensativamente y preguntó:
—Muy bien, ¿qué hay sobre Gladys Foss?
Spangler era un individuo fornido, de poderosa osamenta, fuertes músculos y rasgos acusados. Sus fríos ojos azules estaban hundidos, amparados por la ósea estructura de una baja frente arriba y de unos altos pómulos abajo. Tenía labios gruesos y había tratado de disimular una línea de su boca dejándose crecer un delgado bigote. Por lo visto, el hombre dedicaba parte de su tiempo a cuidar de su vestimenta y a estudiar su apariencia personal.
En gran parte, era un esfuerzo inútil. Mason contestó:
—Quiero saber varias cosas referentes a Gladys Foss.
Spangler se humedeció los carnosos labios con la punta de una nerviosa lengua y dijo significativamente:
—Si supiera quién dio a los policías un soplo la pasada noche, lo llevaría a un rincón y le partiría la cabeza.
Dejó de hablar y se quedó mirando a Mason con ojos llameantes. El abogado encendió un cigarrillo como quien no quiere la cosa.
—¿Lo han molestado a usted? —preguntó como para entablar conversación.
—No, nada de eso —repuso Spangler sarcásticamente—. No me han molestado. No me han molestado en absoluto. Únicamente que me sacaron de la cama a las tres de la madrugada, me llevaron al puesto de policía y me hicieron decir todo lo que sé.
—Eso está mal —comentó Mason—. A veces las autoridades pueden mostrarse muy desconsideradas.
—¿Y a mí me lo va usted a decir?
—Bueno —tanteó Mason—, la verdad es que estoy interesado en este asunto.
—¿Y a qué se debe su interés?
—A que soy el abogado de la viuda del doctor Malden.
—¡Pues vaya trabajito que le ha caído a usted!
—Todo lo que necesito de usted —le dijo Mason— es poner al descubierto los hechos.
—Me temo que no puedo ayudarle en lo más mínimo.
—¿Por qué?
—Porque no conozco hecho ninguno.
—Conoce usted lo suficiente como para decir que menudo trabajito me ha caído encima al tener que representar a la señora Malden.
—Bueno, ésa es una cosa que oí decir en el puesto de policía mientras me estaban haciendo sudar la gota gorda anoche.
—¿Les habló usted de Gladys Foss?
—Les dije todo lo que sé sobre ella.
—¿Y qué es lo que sabe usted?
—Que jugaba a los caballos.
—¿Muy a menudo?
—Con frecuencia
—¿Qué cantidad?
—Ella jugaba una especie de combinación.
—¿Llevaba usted una oficina de apuestas?
—La llevaba. Pero que quede esto bien en claro, señor Mason: ya no la llevo. No hago más que vender tabaco.
—Me parece muy bien. ¿Hasta cuándo llevó usted esa oficina?
—Hasta hace unos dos meses.
—¿Qué le ha hecho cesar?
—La policía, una multa de mil dólares y una condena a cárcel con libertad condicional. En esta ciudad no se puede hacer nada, especialmente ahora. Resulta muy difícil.
—Debe de haber ganado usted mucho.
—¿Y a usted qué le importa?
—No, simplemente era un comentario.
—Bueno, pues ocúpese de sus asuntos y yo me ocuparé de los míos. Yo no le pregunto cuánto saca usted por su profesión de abogado.
—No hace falta enfadarse —le dijo Mason con tono conciliador—. Si me fuera necesario, obtendría los datos de los archivos de la policía.
—Pues sí, estoy enfadado. No me gusta que me saquen de la cama con malos modos cuando no estoy haciendo nada. Eso podía explicarse cuando yo llevaba una oficina de apuestas. Pero ahora camino más derecho que una vela y no tienen motivo para sacarme de la cama y darme empujones.
—¿Qué tal se le daba la cosa a Foss? ¿Tenía buena suerte o mala suerte?
—Una suerte demasiado buena para que me conviniese a mí.
—He oído decir que perdió mucho dinero.
—Pues ha oído usted mal.
—También he oído decir que había estado malversando dinero y tratando desesperadamente de recuperarse.
—Eso es lo que alguna rata repugnante dijo a los policías.
—¿Es que no es verdad?
—En absoluto.
—¿Cómo jugaba ella?
—Seguía un sistema mezquino. Jugaba combinaciones de largas tiradas.
—¿No le gustaba a usted eso?
—No sea tonto.
—¿Por qué no le gustaba? Yo creía que esas apuestas de largas tiradas resultaban provechosas.
—Bueno, ponga atención. Y fíjese en lo que le digo. Ella jugaba combinaciones de largas tiradas. Arriesgaba sólo pequeñas apuestas. Todas las probabilidades estaban contra ella. Pero, si yo ganaba sólo podía sacarle veinte dólares a pesar de todo mi trabajo. Si yo perdía, ella podía sacarme miles de dólares, por el modo como estaba jugando. Eso hacía que todo estuviese en contra de mí.
—¿Ganó alguna vez?
—¡Demonios, sí, ganó dos veces! La primera vez me dejó con el agua al cuello. La segunda vez fue un golpe peor. La prójima tenía un magnífico olfato para ese tipo de combinaciones.
—¿Le gestionaba usted todas sus apuestas?
—No lo creo. Me figuro que jugaba con otros corredores.
—Puede que perdiese con ellos.
—Es posible.
—¿No perdía con usted?
—¡No, qué demonios! Iba muy por delante de mí. O es muy lista o tenía confidencias que le llegaban directamente desde la boca de los caballos.
—¿Cómo pagaba?
—En metálico.
—¿Nada de cheques?
—No me gustaban los cheques en este negocio. Mi cuenta en el banco está sometida a escrutinio. Además, hay los problemas del impuesto sobre la renta. Los cheques son un veneno. Yo pagaba mis pérdidas en metálico. Quería que mis parroquianos me pagaran en dinero contante y sonante. Prefería ese sistema.
—Me imagino que ella hacía las apuestas por teléfono o, ¿cómo las concertaba?
—Llegaba todos los jueves por la tarde a eso de las cuatro, con la puntualidad de un reloj.
—¿Cuánto tiempo tenía usted abierto su negocio?
—Cuando me ocupaba de eso de las apuestas, permanecía abierto hasta las nueve. Ahora cierro a las seis.
—Es un buen sitio éste —comentó Mason examinando el lugar.
—Es un sitio asqueroso —se quejó Spangler amargamente—. Compré este local porque creía que era adecuado para dedicarme a las carreras.
—¿Sin resultado? —preguntó Mason.
—Usted mantenga su nariz en la pista que está siguiendo —dijo Spangler acremente—, y así no se la ensuciará.
—¿Le preguntó a usted la policía las mismas cosas que le he preguntado yo?
—Me preguntaron todo lo preguntable. No le estaría diciendo a usted todo esto si ello no me lo hubiesen sacado gota a gota.
—¿Usted sabía quién era ella?
—Desde luego. Era Gladys Foss.
—¿Sabía usted dónde trabajaba?
—No. Creía que era alguna niña que había atrapado a un ricachón y que se dedicaba a apostar en las carreras de caballos por la excitación de la cosa. Puede estar usted seguro de que me la pegó.
—¿Se vestía más bien modestamente?
—Sí, creo que era así, pero con una niña como ésa uno se deja guiar por el efecto general. Es un bomboncito y puede llevar una bata casera y parecer despampanante. De vez en cuando yo pensaba en ella, pero siempre me la imaginaba viviendo en un espléndido apartamento con unos cuantos caballeros amigos muy generosos y un ex marido al fondo que se habría visto obligado a pasarle una pensión que lo dejaría a él muerto de hambre. Ella lo habría sorprendido tonteando con alguna niñita, habría irrumpido en el lugar con detectives, tomando fotografías y todo ese jaleo, en fin, usted es abogado. Ya sabe a lo que me refiero.
—¿Era una jugadora constante?
—Así es.
—Y dice usted que hace dos meses que lo atraparon, ¿no?
—Algo por el estilo.
—Y lo multaron, ¿verdad?
—Y me multaron.
—¿Con una condena condicional, además?
—Con una condena condicional.
—¿Y qué pasó entonces con Gladys Foss?
—No lo sé. Recurrió a algún otro. Me llamó por teléfono cuando volví y quiso colocar una apuesta y le dije que no había nada que hacer. Desde entonces me he atenido a la ley.
Mason comentó con tono comprensivo:
—Llevando el negocio que usted llevaba, la multa no debió de hacerle mucho daño, pero tener que abandonar el negocio sí lo habría puesto en un aprieto, ¿no?
—Mire, vamos a ser claros —replicó Spangler—. Estoy tratando de ayudarle y darle algunos informes, pero usted ni siquiera es cliente mío. Todavía no me ha comprado ni un cigarro. Lo único que ha hecho es importunarme.
Mason abrió su cartera.
—Bueno, deme un par de cartones de cigarrillos —dijo—. De aquella marca —indicó.
—No quería mostrarme desagradable —rectificó Spangler—. Estaba… ¡demonios, estoy amargado! Pagué mi buen dinero por este cuchitril. Pagué mi buen dinero en la creencia de que podría llevar aquí un despacho de apuestas. Resultó que no podía ser. No sé cómo ocurrió. Alguien dio el soplo. Yo no tenía influencia bastante para seguir. Ahora estoy aquí y no sé para qué estoy. Seguramente porque he invertido aquí todos mis ahorros y ya no sé qué hacer.
—Bueno —dijo Mason tratando de consolarlo—, ya cambiarán las cosas. Muchísimas gracias por la información.
Mason recogió los cartones de cigarrillos y la vuelta, salió a la calle y entró en su coche.
A mitad de camino hacia su despacho, aparcó junto al bordillo de la acera, compró un periódico de la mañana, miró en las páginas de anuncios las Oportunidades Comerciales, examinó la columna y finalmente encontró lo que iba buscando.
«Primera clase, un estanco de categoría, magnífica oportunidad para persona adecuada. El propietario tiene que vender por motivos de salud. Los libros muestran una ganancia neta de más de 7000 dólares en los últimos doce meses. Ray Spangler, calle Clifton cerca de la Séptima Avenida».