Mason condujo a una velocidad loca aprovechando la poca densidad del tráfico a aquella hora de la noche, acelerando siempre que le era posible, arriesgándose cuando le parecía necesario, hasta llegar una vez más frente al bungalow 6391 de la carretera Cuneo.
Un coche estaba aparcado al otro lado de la calle. Mason detuvo su auto, examinó el otro coche algunos momentos y cuando vio el débil resplandor de un cigarrillo, cruzó la calle para acercarse.
—Soy Perry Mason —dijo cuando el hombre que estaba en el coche bajó la ventanilla y se asomó—. ¿Es usted el agente de Drake?
—Así es —contestó una voz desde la oscuridad—. Ya estuve hablando con usted a primeras horas de la noche.
—¡Ah, es verdad! —repuso Mason, reconociendo al agente a la débil luz del cigarrillo—. ¿Ha ocurrido algo en la casa?
—Nada Por lo visto, debe haberse acostado. Todo está oscuro y silencioso.
Mason miró su reloj.
—Estaba terriblemente cansada. Lo más probable es que me tire una silla, pero no tengo más remedio que ir hacia ella y levantarla.
—¿Quiere que le ayude?
—No. Limítese a vigilar —contestó Mason—. Tengo que hablar con ella antes de que lo haga la policía, y no dispongo de mucho tiempo. En cualquier momento esto estará lleno de agentes. Le preguntarán a usted lo que está haciendo aquí. Mándelos a Paul Drake. Eso es todo lo que usted sabe sobre el asunto. Está trabajando a sueldo. No mencione mi nombre. ¿Me comprende?
—Lo comprendo.
—Muy bien —dijo Mason—. Voy a cruzar la calle y a intentar que se levante.
Cruzó la calle, se dirigió al bungalow, subió al porche, pulsó el timbre y esperó. No ocurrió nada.
Al no obtener respuesta ni oír ruido alguno en el interior de la casa, apretó de nuevo el timbre y volvió a hacer lo mismo cuatro veces.
El abogado miró por encima del hombro al detective sentado en el coche; luego, después de reflexionar sobre el asunto, regresó para hablar con él.
—¿Está usted seguro de que no se ha marchado?
—Mientras yo he estado aquí, no.
—¿A qué hora llegó usted?
El detective encendió la luz del tablero de su coche, sacó su libro de notas y lo abrió para que lo inspeccionase Mason.
El abogado estudió el horario.
—Ella ha dispuesto de veinte minutos —dijo—, quizá de veinticinco minutos desde el momento en que yo la dejé hasta que usted llegó aquí. No miré la hora exacta cuando me marché. Tenía una prisa endiablada por encontrar un teléfono para poder ponerme en contacto con Paul Drake. Ella difícilmente podía vestirse y marcharse en veinte minutos y, sin embargo…, ¡cáspita!, ha sido más lista que yo.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó el detective.
—Usted permanezca aquí —respondió Mason—. Tenga la mano sobre la bocina. Si algún coche baja por la calle, de la policía o de quien quiera que sea, dé dos bocinazos.
—¿Va usted a tratar de entrar?
Mason sonrió:
—No confieso nada. Voy a explorar un poco.
—Perfectamente. No me iré de la lengua. Si no he entendido mal, usted quiere que le avise si llega cualquier coche, sea el que sea, ¿no?
—Sí, cualquier coche.
—De acuerdo. Así lo haré.
Mason volvió al bungalow. Se sacó de un bolsillo las dos llaves que le había dado Steffanie Malden, llaves que ella se había mandado hacer de impresiones en cera de dos llaves inexplicables que figuraban en el llavero de su marido. Una de esas llaves había encajado en el apartamento 928-B de los apartamentos Dixiewood; la otra, en la puerta de la calle de los mismos. Mason eligió esa otra y la probó en la cerradura de la puerta de la calle.
No sólo encajaba la llave perfectamente, sino que, tras una ligera presión, la bien aceitada lengüeta se encogió y Mason, después de girar el picaporte, abrió la puerta y penetró en la cálida oscuridad de la casa.
El abogado vaciló sobre si encender o no la luz, pero finalmente se decidió a hacer lo primero.
—¡Hola! —llamó—, ¿no hay nadie en casa?
No hubo ninguna respuesta.
Mason se movió por las habitaciones, encendiendo las luces hasta que la casa quedó completamente iluminada.
En la vivienda había dos dormitorios. En ninguna de las camas había dormido nadie. Un ropero, en una de las alcobas, contenía prendas de mujer. El que estaba en el otro dormitorio contenía numerosas perchas vacías.
Los cajones del tocador de esa habitación estaban completamente vacíos. En ninguno de los cajones existía el menor objeto.
Los cajones del tocador de la alcoba cuyo ropero contenía prendas femeninas estaban bastante repletos de prendas, ropa interior, medias y lujosos camisones de dormir.
El cuarto de baño conservaba aún huellas de humedad. Había gotas alrededor de la bañera, un paño mojado estaba en un rincón donde lo habían arrojado; una toalla de baño, todavía húmeda, pendía sobre el respaldo de una silla.
No había nadie en la casa.
Mason deshizo su camino, apagando las luces a medida que se retiraba. Cruzó la puerta de la calle, la cerró y atravesó la calzada hasta llegar junto al coche del detective.
—No tiene objeto seguir esperando. Ella no volverá.
—¿Quiere usted decir que se ha ido? —Mason asintió con una inclinación de cabeza—. Debe de haberlo hecho mientras yo me dirigía aquí.
—Seguramente —dijo Mason—. Debió de decidirlo en el mismo momento en que entré en la casa. Ganó un poco de tiempo haciéndome esperar mientras se ponía un vestido de calle. Acababa de salir del baño cuando toqué el timbre. Por fortuna para ella, todo lo tenía embalado. Debía de llevar en su coche tres maletas y una sombrerera. No las había abierto. Estaba todo dispuesto para la marcha.
—¿Con qué motivo? —preguntó el detective.
—Eso —le respondió Mason— es una de las cosas que vamos a tener que averiguar. Primeramente hay que descubrir dónde se encuentra.
—No va a ser una cosa fácil.
—Tenemos la matrícula de su coche —dijo Mason—. Paul Drake está esperando en la oficina. Mejor es que se venga usted conmigo. El necesitará algunos hombres más. La policía llegará de un momento a otro. No tiene objeto que lo encuentren a usted aquí y empiecen a hacerle un montón de preguntas.
Mason regresó a su automóvil. El detective fue en el suyo detrás del abogado. Mason se detuvo en una estación de servicio que permanecía abierta toda la noche. Desde la cabina telefónica llamó al número de Paul Drake que no figuraba en el listín.
Tan pronto como Drake se puso al aparato, Mason dijo:
—Gladys Foss ha levantado el vuelo. Hemos de descubrir dónde está.
—¿De cuánto tiempo disponemos?
—Eso depende. Hemos de actuar con el mayor disimulo —le advirtió Mason—. No podemos permitir que la policía se entere de que la estamos buscando. Va a ser una ruda tarea. He aquí unas cuantas cosas sobre las cuales puedes trabajar.
»»Primero: el agente tuyo que informó haberla visto en los apartamentos Dixiewood dijo que el parabrisas de su coche lo tenía manchado de mosquitos y otros insectos. ¿Recuerdas eso?
—Hum.
—Eso significa que estuvo conduciendo por un valle, probablemente a lo largo de algunos terrenos de regadío, un poco después de anochecer. En esos sitios es donde los mosquitos y demás insectos abundan con preferencia. Se le pegaron unos cuantos y eso significa que su depósito de gasolina estaba casi vacío cuando llegó a casa.
—¿Cómo deduces eso? —preguntó Drake.
—Porque —explicó Mason— en una estación de servicio le habrían limpiado el parabrisas si se hubiese detenido a poner gasolina. Si se le quedaron pegados los insectos en el parabrisas poco después del anochecer y no se los habían limpiado cuando llegó a los apartamentos Dixiewood, podemos hacer cálculos de que traía el depósito de gasolina casi vacío.
—Ya comprendo lo que quieres decir —indicó Drake—. Pero, ¿qué posibilidad nos proporciona eso? ¿Crees que podríamos localizarla cuando esté…?
—Ni la menor esperanza —interrumpió Mason—. Aquí, alrededor de la ciudad, hay docenas de surtidores de gasolina que están funcionando toda la noche. Repostará en uno de ellos y no tenemos forma de enteramos en cuál lo ha hecho, pero calculamos que eso le proporciona la posibilidad de conducir de trescientos a trescientos cincuenta kilómetros antes de que necesite pararse a poner más gasolina. Al cabo de trescientos cincuenta kilómetros se habrá hecho de día y entonces podemos ver con toda claridad los números de las matrículas. Ahora, Paul, tienes que hacer uso del teléfono. Pon hombres en la carretera desde diversas ciudades y empieza a vigilar las carreteras y, sobre todo, las estaciones de servicio que funcionen durante la noche y que estén a unos trescientos kilómetros de aquí. ¿Puedes hacer eso?
—No.
—¿No hay esperanzas? —preguntó Mason.
—Ni la más mínima —le informó Drake—. Hay un número enorme de carreteras y no puedo poner en faena a hombres que tengan que salir de aquí, ir investigando y cubrir un círculo de más de trescientos kilómetros. Si telefoneo a corresponsales de diversas ciudades, tampoco lo consigo. Algunas de ellas están demasiado lejos.
—¿Por ejemplo…?
—Por ejemplo San Francisco, Reno, Las Vegas, Phoenix, Yuma, Blythe, Albuquerque. No, no puedes hacer eso, Perry. Hay demasiadas carreteras en esas ciudades y además hay mucho tráfico. Costaría una fortuna y no serviría para nada. Sólo hay una cosa que puedes hacer.
—¿Cuál?
—Llamar a la policía. Formular una acusación contra ella, si tienes pruebas suficientes: y si no las tienes, dar un informe anónimo. Si están trabajando en un caso de asesinato y les das un soplo, seguramente lo recogerán y…
—Y eso es precisamente lo que no quiero —le interrumpió Mason—. Necesito hablar con ella antes de que lo haga la policía.
—Bueno, pues así estamos —le dijo Drake.
—Muy bien —propuso entonces Mason—, he aquí un programa para ti de llamadas telefónicas de larga distancia, Paul. Tan pronto como las oficinas abran por la mañana, llama a las compañías gasolineras más importantes. Averigua si Gladys Foss tiene una cuenta pendiente. Déjales entrever que tienes una factura contra ella para la colección. Utiliza el nombre de cualquier investigador de ventas a plazos de algunas de las compañías, si lo tienes a mano. Todos estos investigadores de ventas a plazos operan juntos. Si descubrimos que ella tiene una tarjeta de crédito de gasolina, compóntelas para hacer averiguaciones en los surtidores de la compañía de que se trate. De ese modo podremos descubrir por qué carretera va, a qué velocidad y dónde se detiene, cuando se detenga por fin.
—Suponiendo que utilice su tarjeta de crédito —objetó Drake.
—Ése es un riesgo que tenemos que correr. Y ahora, he aquí otra tarea para ti, Paul.
—¿De qué se trata?
—Aguarda exactamente una hora —dijo Mason—, luego llama por teléfono a la policía. Emplea un teléfono público cualquiera. No les des la oportunidad de localizar la llamada y no te quedes rondando tanto tiempo que puedan localizarte con un coche patrulla. Diles que te llamas Ray Spangler, que quieres hacerle un favor a la policía; que vas a darles un soplo muy interesante para el caso del doctor Malden; que Gladys Foss estuvo jugando contigo a las carreras de caballos grandes sumas de dinero y que tú sospechabas desde hacía mucho tiempo que ella podía estar malversando dinero del doctor Malden. Diles que ella trataba desesperadamente de conseguir una combinación ganadora que le permitiese devolver el dinero sustraído y que no podía lograrla. Diles que les ofreces el soplo por bondad de corazón y para que lo tengan en cuenta y alguna vez te den una oportunidad, y luego cuelga.
—¿Exactamente dentro de una hora? —preguntó Drake.
—Exactamente dentro de una hora —respondió Mason, sin vacilar.
—Muy bien. ¿Algo más?
—Por el momento, está bien así. Viene conmigo uno de tus hombres. Es el que estaba vigilando la casa de Gladys Foss. Voy a decirle que vaya a tu oficina y tú le encargas que se quede allí aguardando instrucciones.
—Está bien. Eso nos proporcionará un hombre más para el trabajo que tenemos entre manos.
Mason colgó, envió al detective a la oficina de Drake, luego condujo rápidamente una vez más hacia el bungalow de Gladys Foss. Entró con una de las llaves que le había proporcionado la señora Malden, encendió las luces y procedió a poner patas arriba la vivienda.
Arrancó las sábanas de las camas, esparció por el suelo el contenido de los cajones de las mesas, tiró de mala manera trajes y vestidos que descolgó de las perchas, teniendo siempre buen cuidado de no dejar ninguna huella dactilar.
No tardó más de diez minutos en conseguir que la casa tuviera el aspecto de haber sido arrasada por un torbellino humano.
Después de llevar esto a cabo, Mason apagó las luces, cerró suavemente la puerta, entró en su coche y se dirigió a su apartamento.