Las oficinas del fiscal del distrito ocupaban todo un piso en el inmenso palacio de justicia. Usualmente a oscuras a esta hora de la noche, resplandecían ahora de luz. Numerosos periodistas, presintiendo una historia sensacional, impacientes por enterarse de los hechos, furiosos porque la cosa se alargaba tanto que sería imposible alcanzar las primeras ediciones de la mañana, permanecían en pequeños grupos en el corredor. Fotógrafos, manejando sus cámaras equipadas con flashes sincronizados, espiaban las puertas de la oficina del fiscal del distrito, Hamilton Burger, esperando cualquier incidencia que pudiera recogerse en una placa fotográfica.
Perry Mason salió apresuradamente del ascensor.
Casi en el mismo momento, sus ojos quedaron cegados por una sucesión de fogonazos a medida que los fotógrafos disparaban sus máquinas. Los cronistas se apelotonaban en torno a él.
—¿Por quién ha venido usted? —preguntaban—. ¿Representa a la señora Malden?
—Represento a la señora Malden —contestó Mason—. Estoy aquí para ver a mi cliente.
—No le permitirán pasar —le indicó uno de los periodistas.
—O me dejarán pasar o desearé que me dejen —comentó Mason.
Los periodistas lo asaltaron con preguntas mientras Mason se dirigía hacia la puerta del despacho del fiscal del distrito.
Uno de los fotógrafos se abrió camino entre la muchedumbre y dijo:
—Señor Mason, me gustaría hacerle una foto especial, por favor.
Mason sacudió la cabeza.
El hombre avanzó hacia el abogado enarbolando una cartulina, y Mason la recogió y vio que había trazado en ella un mensaje escrito con tinta.
El abogado disimuló la pequeña cartulina en el hueco de la mano de forma que nadie pudiera verla, la levantó hasta la altura de los ojos y leyó el mensaje.
«Soy un agente de Drake. La cámara está cegada. Permítame que lo coloque al extremo del corredor y lo pondré al corriente de lo que ocurre».
Mason se guardó la cartulina en el bolsillo, miró irritado al fotógrafo y dijo:
—¿No tomó ya usted una foto antes?
—Quiero una foto especial.
—Está bien —suspiró Mason—. Vamos.
—Al extremo del pasillo, justamente saliendo del ascensor.
—Ahora vuelvo —prometió Mason a los periodistas—. El tiempo justo para que este muchacho me saque una foto y luego les diré a ustedes todo lo que sé sobre el caso, que es muy poco.
Mason retrocedió hacia el ascensor.
El agente de Drake enfocó la cámara, se la aplicó a los ojos, dio al disparador, se acercó a Mason y dijo:
—La acusan del asesinato del doctor Summerfield Malden, y el chófer, un individuo llamado Castella, se ha presentado como testigo a favor del fiscal y está diciendo cosas terribles contra ella. Están en la oficina del fiscal del distrito. Castella está con el fiscal, y la señora Malden está en la habitación número siete.
—Gracias —susurró Mason, y empujó al detective para detenerse breves momentos ante los periodistas.
Un agente vestido de paisano estaba sentado a una mesa que tenía el letrero de Información.
Mason pasó junto a él sin mirarlo.
—¡Eh, espere un momento! —gritó el agente, poniéndose en pie—. ¿Adónde diablos va usted?
Mason continuó por el corredor. El agente de policía aulló:
—¡Vuelva aquí!
Mason se detuvo frente a una puerta que tenía escrito el número siete sobre el panel de cristal deslustrado.
—¡Señora Malden! —gritó—. ¡Aquí Perry Mason! ¿Puede usted oírme?
La voz de la señora Malden llegó desde el otro lado de la puerta.
—Sí.
—No responda a ninguna pregunta —vociferó Mason—. No diga una sola palabra. No…
Varios acontecimientos ocurrieron simultáneamente. El agente de paisano agarró a Mason y empezó a tirar de él para que retrocediera por el corredor. Los fotógrafos de los periódicos se congregaron animadamente para sacar fotografías de la escena. La puerta del despacho particular de Hamilton Burger se abrió violentamente y un furioso y arrebolado fiscal del distrito apareció en el umbral, temblando de indignación su figura en forma de barril.
—¿Qué diablos está usted haciendo aquí? —rugió.
—Aconsejando a mi cliente —contestó Mason—. Pido ver a la señora Malden. Es cliente mía.
El agente agarró a Mason con furia. El abogado se las compuso para colocar un tacón sobre los dedos de un pie del funcionario.
El agente retrocedió y alzó la mano derecha cerrada como para dar un puñetazo.
—¡No lo haga, no lo haga! —gritó Hamilton Burger cuando las cámaras de los fotógrafos ardían nuevamente de fogonazos y registraban la escena del puño alzado del funcionario amenazando al desafiante abogado.
—Ha hecho usted eso a propósito —acusó el agente.
—Me hizo usted perder el equilibrio —replicó Mason—. No tiene derecho a tocarme.
—Tengo todo el derecho del mundo puesto que ha entrado estando prohibido el paso.
—¿Prohibido? —preguntó Mason.
Hamilton Burger cerró la puerta de su despacho, se adelantó y dijo al agente de policía.
—Yo me cuidaré de esto. Sí —añadió, dirigiéndose a Mason—, ha entrado en un sitio prohibido.
Mason contestó con una sonrisita
—Pago mi alquiler por esta oficina.
—¿Qué quiere decir?
—Quiero decir que soy un ciudadano que paga sus impuestos. Ésta es una oficina pública. Tengo derecho a entrar aquí.
—Está usted perturbando la paz.
—Muy bien, siga adelante y deténgame por alterar el orden público —propuso Mason—. Estaba aconsejando a una cliente. Mire en sus libros a ver si eso es alterar el orden público. Después que me absuelvan, lo denunciaré por detención injustificada.
—No puede venir aquí sin pedir permiso.
—Necesito ver a la señora Malden.
—No puede usted verla. Está ocupada.
—Usted trata de impedirme que la vea —replicó Mason—, y eso es una violación de los derechos que ella tiene como ciudadana.
—Será mejor que repase sus conocimientos —le gritó Burger—. Exactamente lo mismo ocurrió en el caso Strobel, y el Tribunal Supremo dictaminó que eso no era una violación de los derechos constitucionales.
—El Tribunal Supremo eludió la cuestión —dijo Mason— y dejó que continuara el proceso por la naturaleza especial del caso Strobel. Trate de plantear la misma cuestión ante el Tribunal en un caso como éste y ya verá lo que ocurre. Lo desafío a que lo haga. Siga adelante. Inténtelo.
El rostro de Burger se ensombreció en un ceño pensativo.
—Lo llevaré a una celda —amenazó el agente de paisano.
Mason le sonrió burlonamente a Burger.
—Está preguntando si usted quiere que me arrojen a una celda por tratar de ver a mi cliente, Burger.
Burger se volvió hacia el funcionario y gritó:
—¡Usted, cállese! Vuelva a la mesa de información. No podemos tolerar este tumulto que hay aquí, señores. Me dirijo a todos ustedes. Estoy tratando de realizar una investigación en forma en mi despacho. Estoy interrogando a un testigo muy importante en un caso de asesinato.
Miró furioso a los fotógrafos, y éstos correspondieron alegremente sacando fotografías del iracundo fiscal del distrito en mitad de su perorata.
Mason, elevando la voz, dijo:
—Pido ver a mi cliente. Me contrató a primeras horas de esta tarde. Si no está detenida, voy a aconsejarle que se marche de aquí. Si está detenida, voy a aconsejarle a usted que expida un auto de procesamiento y que me permita hablar con ella. De una forma u otra, voy a aconsejarle que no diga nada.
Burger, intensamente furioso, avanzó hacia Mason y le gritó con toda la fuerza de su voz:
—¡A mí no me chille usted! ¡No soy sordo!
Mason, elevando la voz, gritó a su vez:
—¡No hago más que contestarle en el mismo tono que lo está usted haciendo! Voy a aconsejar a mi cliente que no hable.
Los dos abogados se miraron con ojos llameantes y de nuevo los fogonazos de los flashes relampaguearon mientras los reporteros garrapateaban notas en el reverso de doblados papeles para periódicos.
Burger, dándose cuenta de pronto de que la publicidad resultante podía tener un efecto desastroso, dijo:
—Estoy llevando a cabo una investigación en lo que parece ser un caso de asesinato. Si su cliente no es culpable, no tiene nada que perder haciendo una declaración franca y completa. Si explica su posición total y sinceramente, podrá marcharse. Si quiere adoptar la postura del criminal endurecido, negándose a hablar, ello será, desde luego, un indicio de su culpabilidad.
—No será un indicio de nada de eso —replicó Mason—. ¿Quién cree usted ser para sacar de la cama a una mujer respetable y arrastrarla hasta estas oficinas a medianoche?
—No estaba en la cama —protestó Burger.
—Bueno, pues debería estar en la cama ahora. Es una mujer que ha sufrido una gran pérdida, que está en peligro de padecer una conmoción emotiva y que…
—Sé muy bien lo que estoy haciendo —le interrumpió Burger—. No la habría traído aquí si no tuviese una acusación en forma contra ella.
—Entonces, ¿a qué toda esa palabrería de que tiene que explicar el asunto para poder marcharse? —preguntó Mason.
Burger no supo qué responder a esto.
De pronto giró el picaporte de la puerta de la oficina número 7, se abrió aquélla de par en par, y la señora Malden hizo un intento desesperado por llegar hasta donde estaba Mason.
—¡Señor Mason! —gritó mientras las manos de un agente en traje de paisano se cerraban sobre sus hombros y la obligaban a retroceder.
Ella pataleaba ciegamente hacia atrás con sus zapatos de altos tacones. El agente lanzó un gemido de dolor. Sus manos soltaron la presa unos momentos, luego volvieron a aferrarse cuando la señora Malden se lanzó fuera de la habitación.
—¡Háganla volver! —gritó Burger—. ¡Hagan volver a esa mujer!
Se adelantó el agente que había estado en la mesa de información. Su acometida hizo tambalear a los periodistas. Agarró a la señora Malden por la cintura con un movimiento que era casi una presa de rugby y la arrastró hasta la habitación de la que había salido.
Nuevamente se encendieron fogonazos de los flashes. La puerta de la habitación número 7 fue cerrada con violencia.
—Éste es un escándalo intolerable —reprochó Burger a los reporteros—. ¿Qué motivos tienen ustedes para entrometerse en ese asunto?
Mason alzó de nuevo la voz:
—¡No hable, señora Malden! ¡No les diga ni siquiera la hora! Pida que la procesen o que la suelten. ¿Lo hará?
Un ahogado «sí» desde el otro lado de la puerta indicó que tal vez uno de los agentes había tratado de taparle la boca con la mano para impedir responder. Mason le sonrió burlonamente al azorado fiscal del distrito y dijo:
—Bueno, señor Burger, pido que mi cliente sea puesta en libertad o procesada; como abogado de ella, solicito una oportunidad para poder hablarle.
—Ya le ha hablado usted —dijo Burger.
—A través de una puerta cerrada y mientras unos agentes la estaban tratando con brutalidad.
—No han hecho más que sujetarla cuando intentaba escaparse.
—¿Escaparse? —preguntó Mason—. Estaba tratando simplemente de llegar junto a su abogado. Quería pedirme consejo. Se le ha impedido por orden de usted y se le ha impedido empleando una excesiva violencia física.
Burger recapacitó y luego tomó una decisión:
—Está bien —dijo—, ha enredado usted las cosas todo lo que le ha sido posible. Le repito que no puede verla y que debe irse de aquí inmediatamente o haré que lo expulsen.
—¿Por qué motivo habría usted de expulsarme?
—Éste es un despacho particular y…
Mason esgrimió contra él el pulgar de su mano derecha.
—Su despacho particular está detrás de usted. Ésta es una oficina pública.
—Bueno, pues no está abierta al público a estas horas de la noche.
—Los periodistas están aquí —replicó Mason—, los fotógrafos están aquí, y yo también estoy aquí. Ahora, o me permite hablar con la señora Malden, o asume la responsabilidad de haberse negado a concederme tal permiso.
—Me niego a concederle tal permiso —repuso Burger— y voy a hacer que lo expulsen si no se marcha.
—Gracias —dijo Mason, sonriendo. Se volvió hacia los reporteros—. Confío, señores, en que habrán tomado ustedes nota de todo esto —añadió, y, después de dar media vuelta, salió de la oficina.
Burger lo siguió con la mirada, indeciso, al parecer pensando si debía modificar su actitud y cambiar sus órdenes. Luego se encogió de hombros, dio media vuelta y volvió a su despacho particular.