Mason miró su reloj.
—Bueno, Della, han pasado cuarenta y cinco minutos. Calculo que no ha ocurrido nada digno de mención. Podemos cerrar aquí. Nos detendremos en el despacho de Paul y veremos qué ocurre. Probablemente… —se interrumpió al oír que sonaba sobre la mesa de Della Street el teléfono que no figuraba en el listín.
—Debe ser Paul —indicó Della.
—Me pondré yo —dijo Mason. Agarró el teléfono y preguntó—: Hola, Paul, ¿qué hay de nuevo?
—Perry, ocurre algo extraño —contestó Drake—. Tenías razón en cuanto a tu sospecha de que la seguían.
—¡No me digas! —exclamó Mason—. ¿Es que, entonces, se equivocó tu hombre?
—No, no se equivocó —repuso Drake—. Por lo visto, ella se las compuso para burlar durante algún tiempo a sus seguidores. Seguramente no la seguían cuando salió de tu despacho y se dirigió a los apartamentos Dixiewood, pero ahora la están siguiendo.
—Dame más detalles —pidió Mason.
—Bueno, he aquí cómo están las cosas por el momento, Perry. Salió de los apartamentos Dixiewood y se encaminó directamente a su casa. Entró y estuvo allí de cinco a diez minutos. Luego salió y empezó de nuevo a conducir, y esta vez mis hombres están convencidos de que había alguien que la seguía.
—¿A dónde fue?
—A un sitio llamado los apartamentos Erin. Es un lugarejo insignificante, una especie de pensión barata disfrazada de algo mejor.
—Continúa —instó Mason.
—Allí tuvimos suerte, Perry. El hombre al que ella visitó vivía en el frente del segundo piso por el lado oeste, en una habitación de esquina.
—¿Cómo lo sabes?
—Una afortunada casualidad. Uno de mis agentes estaba mirando por si descubría alguna pista. El otro estaba vigilando la casa de apartamentos. Vio que la persiana se levantaba y que la luz estaba en aquel apartamento de esquina del sudeste.
—¿No podría haber sido eso una señal? —preguntó Mason.
—Probablemente lo era, Perry, pero no puede asegurarse. De cualquier forma, justamente en el tiempo que ella había tardado en subir, mi agente vio cómo un individuo daba un salto hacia la persiana y la bajaba rápidamente como si quisiera ocultar algo.
—Pero, ¿llegó a ver a la mujer? —inquirió Mason.
—No, en aquel mismo momento echaban la persiana.
—Entonces no se trata más que de una suposición —dijo Mason.
—Recuerda —objetó Drake— que yo tenía a dos hombres aplicados a la tarea, Perry. Uno de ellos entra, se pone en contacto con la casera y habla de cuartos vacantes y de una cosa y otra y lleva la conversación hacia las personas que ocupan las habitaciones. Insistió en que necesitaba un cierto tipo de habitación y que pagaría por ella lo que fuese, y finalmente preguntó por los apartamentos del sudeste en los pisos segundo, tercero y cuarto para ver si había alguna esperanza de que alguno quedara libre.
»La mujer encargada del lugar era del tipo de las parlanchínas y habló mucho sobre sus inquilinos. El apartamento del ángulo sudeste del tercer piso podría quedar libre antes de dos semanas. No tiene muy buena opinión de la muchacha que lo ocupa. El del cuarto piso es de una secretaria que lleva una vida muy regular y aparentemente intachable. Y el del segundo piso dijo que estaba ocupado por un hombre llamado Castella. Ella pensaba que había alguna posibilidad de que su apartamento se quedara libre porque, a su juicio, tendría que buscarse otro trabajo.
»Mi agente estuvo sonsacándola para averiguar por qué pensaba eso y resultó que Castella era chófer del doctor Malden, para quien realizaba otras clases de trabajo. Naturalmente la casera había leído en los periódicos la muerte del doctor Malden y estaba haciendo sus cálculos sobre si Castella se quedaría sin trabajo y qué era lo que iba a hacer entonces con su apartamento. No confiaba mucho en él por lo que se refiere a concederle crédito y, lo sepa él o no, tendrá que pagar al contado a partir de ayer.
—Bueno —dijo Mason—, eso parece prometedor. Probablemente la señora Malden fue a verlo allí, Paul. Quizá creyó que era su deber comunicarle que su empleo había terminado, pero, ¿por qué motivo no le dijo todo eso por teléfono?
—Tampoco yo lo sé —repuso Drake—. Como quiera que sea, así están las cosas.
—¿Qué ocurrió luego?
—Ella está todavía allí, Perry. Por lo menos, es la última noticia que he tenido.
—Y dos de tus agentes están vigilando, ¿no es así?
—Así es.
—Y dices que hay otras personas que la siguen, ¿no?
—Sí, un coche en el que van dos hombres.
—¿No sabes nada acerca de ellos?
—Todavía no. Mi agente ha anotado el número de matrícula de un coche. La estoy examinando. Espera un momento, Perry. Me están llamando por el otro teléfono. No cortes.
Mason permaneció a la escucha unos momentos. Luego volvió a sonar la voz de Drake.
—¡Demonios, Perry, ése es un asunto del Condado!
—¿A qué te refieres?
—Al coche que la está siguiendo.
—¿Estás seguro?
—Completamente. Es una de las matrículas que corresponden a agentes secretos del Condado.
—¿De los que trabajan a las órdenes del sheriff o a las del fiscal del distrito?
—Creo que a las del sheriff. Esos números son muy confidenciales. Nunca dan información sobre ellos.
—¿Algo más?
—Todo va encajando —respondió Drake—. En ese automóvil van dos hombres. Ya sabes que ése es el modo de operar del Condado. Dos hombres juntos siempre que sea posible.
—Muy bien —le dijo Mason—. Averigua todo lo que puedas sobre Castella y… Paul, ¿crees que podría yo ir allí y hacerme cargo de lo que ocurre sin que noten mi presencia?
—Lo dudo, Perry. Es una situación muy delicada. Tengo ya a dos hombres metidos en faena, y los individuos que manejan esos coches secretos del Condado no tienen nada de novatos. Lo más seguro es que sepan que la señora Malden ha sido seguida…
—No permitas que descubran eso —lo interrumpió Mason—. Ordénales a tus hombres que se desperdiguen, si no tienen más remedio que hacerlo, pero que el Condado ignore el trabajo que estaban llevando a cabo.
—Se lo diré, Perry, pero no siempre es posible arreglar las cosas con tanta facilidad.
—Bueno, que hagan todo lo que puedan.
—Muy bien. Le dije a uno de mis hombres que volviese a llamarme dentro de cinco minutos si la señora Malden seguía allí y cuando me llame le advertiré que, si es necesario, deben abandonarlo todo para evitar ser descubiertos. Lo malo es, Perry, que si vas allí y tratas de unirte a la caravana, será algo que se notará mucho. Tendremos una procesión de coches moviéndose detrás de ella como la cola de una cometa.
—Muy bien —dijo Mason—. Voy a llevar a Della a su apartamento, luego volveré aquí. Necesito que me tengas localizado. Permanece al pie del teléfono hasta medianoche. Llámame si ocurre algo importante.
—De acuerdo, Perry. Probablemente ella no se quedará mucho tiempo en el apartamento donde está ahora.
—Está bien. Averigua todo lo que puedas respecto a Castella. Lo que hace, cuánto tiempo lleva trabajando con el doctor Malden, qué clase de persona es. Haz que le sigan. Ahora bien, ¿no crees que ese coche del Condado estuviera siguiéndola cuando vino a mi oficina y se dirigió luego a los apartamentos Dixiewood?
—Mi agente insiste en que entonces no estaba allí —replicó Drake—. Claro que puede estar equivocado.
—Está bien —repuso Mason—. Más adelante sabremos algo más de eso, Paul.
El abogado colgó el teléfono. Permaneció algunos instantes reflexionando y luego dijo:
—Vamos, Della. Voy a llevarla a casa.
—Me resulta muy desagradable tener que marcharme cuando las cosas están empezando a ponerse excitantes —dijo—. ¿Qué ha ocurrido?
Mason se lo contó todo mientras ella guardaba papeles en los cajones de las mesas e iba apagando las luces del despacho.
—No puedo comprender lo del coche del Condado —dijo Della Street—. ¿Y si hubiesen sido hombres del F.B.I. o agentes de la Tesorería los que…?
—Exactamente —la interrumpió Mason—; eso es lo que yo estoy pensando también. Hay aquí muchas más cosas de lo que parece. Vamos, la llevaré a casa y luego volveré aquí y me quedaré al pie del teléfono.
—¿No podría yo esperar con usted?
Mason sonrió y sacudió la cabeza.
—Usted tiene que dormir como es debido. Mañana va a tener que hacerse cargo de la oficina.
—Tengo el presentimiento de que va a tener usted una noche llena de aventuras.
—Así lo espero —le replicó Mason—. La verdad es que estoy metido ya en esto hasta el cuello y tengo curiosidad por saber si me hundo más aún.
Mason la llevó hasta su apartamento, aparcó frente a la entrada y, una vez que la vio penetrar sana y salva, regresó rápidamente a su despacho.
El teléfono estaba sonando cuando Mason introdujo la llave en la cerradura.
El abogado abrió la puerta de par en par, entró, agarró el teléfono y oyó la voz de Paul Drake que decía:
—Tu prójima está en los apartamentos Dixiewood, Perry.
—¿Qué prójima?
—Por la descripción que me hacen, Gladys Foss.
—¿Cuánto tiempo lleva allí?
—Unos cinco minutos. Parece que tiene una llave y que sabe moverse con seguridad.
—¿Está seguro tu agente de que es Gladys Foss o lo sospecha únicamente por la descripción que te di de ella?
—Lo ha visto por los papeles del automóvil. Alguien ha tenido que hacer hoy muchísimos kilómetros en ese coche.
—¿Cómo puedes decirlo?
—Por la gran cantidad de insectos que hay en el parabrisas. Un montón de mosquitos que no podrías reunir aquí. Esos que se congregan al anochecer, probablemente junto al valle de un río. El parabrisas está lleno de ellos.
—Entonces, ¿dices que los papeles del coche demuestran que es el suyo?
—Sin lugar a dudas. El nombre corresponde al de Gladys Foss, con domicilio en el número 6931 de la carretera Cuneo.
—¿Has recibido alguna noticia de Salt Lake City?
—Nuestros hombres siguen trabajando todavía allí, pero me imagino que tendré que decirles que no continúen. El doctor Malden pidió que le reservasen una habitación en el Hotel Capital y también pidió reservas para un tal señor Charles Amboy y señora en un motel tranquilo, de primera categoría. Le concedieron las reservas, y la señora Amboy se presentó y recogió las reservas para ella y su marido pagando el alquiler del motel durante tres noches. La descripción corresponde a la de Gladys Foss.
—Muy bien —dijo Mason—, dile a tus hombres de Salt Lake City que den por terminado su trabajo, Paul. Ya hemos gastado muchísimo.
—Era lo que me imaginaba. Por lo visto, Gladys Foss es la señora Amboy. Se enteró de que el doctor Malden había muerto y emprendió el regreso.
—Muy bien. Voy a ir a los apartamentos Dixiewood, Paul —anunció Mason—. Quiero hablar con ella.
—Naturalmente, no podemos calcular cuánto tiempo estará allí.
—¿Te mantendrás en contacto con tu agente? —preguntó Mason.
—Sí, eso creo. Tiene que volver a llamar. Le dije que siguiera llamando a intervalos de cinco minutos por si necesitábamos cambiar las órdenes. Naturalmente, si no llama he de deducir que ella ha salido del apartamento y se ha ido a alguna parte.
—Dile a tu agente que me esté esperando —ordenó Mason—. Salgo ahora para allá.
—Si ella se marcha, ¿quieres que la sigan?
—¿Cuántos hombres tienes ahora empeñados en la tarea?
—Hasta ahora solamente uno. Los demás no han llegado aún. Los espero de un momento a otro.
—¿Dónde está apostado tu hombre?
—Dentro del vestíbulo. Si alguien entra y toma el ascensor, él observa adónde sube éste. Si es el piso noveno, sube a su vez y vigila. Esa muchacha que respondía a la descripción de Gladys Foss entró y tomó el ascensor hasta el piso noveno. Mi hombre subió después y examinó el lugar. Había una luz encendida en el apartamento 928-B, lo que es una señal de que ella está allí.
—Dile a tu agente que continúe con su tarea —pidió Mason—. Lo veré allí. Me gustaría, si puedo, sorprenderla en el apartamento si está aún allí, pero si se marcha, creo que es más importante mantener una vigilancia completa de ese apartamento. Por supuesto, si tus otros agentes aparecen antes de que ella se haya marchado, haz que la sigan. Creo que podré atraparla antes de que consiga marcharse.
Mason fue a toda prisa a su coche, lo condujo apresuradamente hasta los apartamentos Dixiewood, cuya puerta de la calle abrió con una de las llaves que le había dado la señora Malden.
Un hombre surgió de las sombras y se dirigió hacia el ascensor.
Mason trató de rebasarlo.
—¿El señor Mason? —preguntó el hombre.
—Sí.
—Subiré con usted —le dijo el otro—. Podemos hablar en el ascensor.
Mason apretó el pulsador del piso noveno.
—Empiece —dijo.
—Lo siento —le contestó el detective—, pero estamos haciendo un juego muy apretado. He recibido instrucciones de que me muestre muy cuidadoso.
—Me parece muy bien —dijo Mason, y, después de haber sacado su cartera, mostró al hombre su carnet de conducir.
El agente examinó con todo cuidado el carnet y las señas personales, luego dijo:
—Perfectamente. Tenía que asegurarme, eso es todo.
—Me parece muy bien.
—Ella se marchó.
—¿Hace mucho?
—Un par de minutos antes de que usted llegase aquí.
—¿Llevaba algo consigo?
—Dos maletas.
—¿Pesadas?
—Parecía como si estuviesen llenas de plomo.
—¿Qué hizo con ellas?
—Las puso en el portaequipajes de su coche y se marchó.
—Echaré un vistazo —dijo Mason.
—¿Quiere que vaya con usted?
—No. Vuelva al vestíbulo. El teléfono de este apartamento es Crestline 6-9342. Apague la luz del ascensor y ponga la señal de No funciona en la puerta. Permanezca frente al ascensor mirando ese letrero. Entable conversación con cualquiera que llegue. Diga a quienquiera que sea que había un hombre trabajando en el ascensor cuando usted llegó y que se marchaba para buscar un fusible o algo por el estilo. Haga que parezca una cosa verosímil. Averigüe a qué piso quiere ir esa persona. Si es a algún apartamento del piso noveno, corra al teléfono y llame al número que le he dicho: Crestline 6-9342.
El hombre tomó nota del número.
—¿Tiene usted llave para entrar en ese apartamento? —preguntó.
—Creo que puedo abrirlo —contestó Mason.
—Perdóneme.
—¿Qué he de perdonarle?
—Haber hecho preguntas —contestó el detective—. Estoy aquí para cumplir instrucciones, no para hablar.
—Me parece muy bien.
Mason salió del ascensor, y el detective volvió a tomarlo para descender a la planta baja. Mason hizo uso de su llave y abrió la puerta del apartamento 928-B y, envolviéndose el pulgar con un pañuelo, para no dejar huellas, encendió las luces.
El apartamento tenía un aspecto muy parecido a como él lo había dejado antes, excepto que cuando abrió los cajones del tocador vio que habían sido vaciados. En todo el apartamento no había él menor rastro de una presencia femenina. Ninguna crema facial, ningún vestido, ninguna prenda interior, ninguna pertenencia personal. Incluso uno de los cepillos de dientes había sido retirado de la repisa.
La puerta de la caja de caudales la habían cerrado, el panel de estuco lo habían colocado en su posición y habían vuelto a colgar el cuadro.
Mason examinó esta vez el apartamento más cuidadosamente de como lo había hecho en su visita anterior.
Una mesa junto a la lámpara de pie en la salita de estar contenía revistas populares, varias reimpresiones de veinticinco centavos de novelas de misterio y algunos periódicos médicos.
Mason examinó los periódicos médicos. Habían sido enviados por correo y el sitio donde la dirección había estado estampada en el reverso lo habían arrancado de cada uno de los periódicos.
Mason los recogió.
Examinó las revistas, pero ninguna de éstas contenía una dirección estampada. Por lo visto, las habían comprado en quioscos.
El abogado lanzó un último vistazo al apartamento. Excepto los periódicos médicos, no encontró nada que relacionase ni siquiera remotamente al apartamento con el doctor Malden.
Mason salió, teniendo otra vez buen cuidado de no dejar huellas dactilares ni a un lado ni a otro del picaporte. Pulsó el botón de llamada del ascensor y la oscura jaula subió hasta el piso noveno. Apagó la luz, bajó en el ascensor y salió al vestíbulo, donde el agente de Drake estaba aguardando.
—¿Alguna novedad? —preguntó Mason.
—Nada de importancia. Un matrimonio quería subir al sexto piso. Les dije que me creía capaz de poner en funcionamiento el ascensor y llevarlos hasta allí. Al bajar recogí a alguien que salía del quinto piso y que se quejó de que el ascensor estuviese a oscuras. Por consiguiente le expliqué que había una pequeña avería.
—¿No ha venido nadie más excepto esos del sexto piso?
—Nadie más.
—Manténgase alerta —le recomendó Mason—. Informe a Paul Drake de vez en cuando. Están en camino refuerzos.
Mason abandonó la casa de apartamentos y condujo rápidamente su coche hasta la dirección de la carretera Cuneo. A las diez y media aparcó frente al modesto y pequeño bungalow, subió los escalones y llamó al timbre.
No hubo ninguna respuesta, no se oyó ningún movimiento en el interior de la casa, pero las luces encendidas tras las persianas echadas proporcionaban un alumbrado parcial y mostraban que alguien estaba dentro.
Mason tocó el timbre una vez más y aguardó pacientemente.
Al cabo de unos diez segundos, llamó al timbre por tercera vez, apretando un dedo insistentemente sobre el pulsador.
Esta vez oyó unos pasos precavidos al otro lado de la puerta. A los pocos momentos, una voz de mujer decía:
—Por favor, ¿quién es?
—¿Es la señorita Foss? —preguntó Mason.
—Sí.
—Un telegrama —anunció Mason.
—Échelo por debajo de la puerta.
—Es urgente y tiene usted que firmarlo.
—Bueno, deslícelo bajo la puerta y lo firmaré.
—Lo siento, el hueco no es lo bastante grande.
—Pero es que se da el caso de que acabo de salir del baño. Me estaba bañando cuando usted llamó.
Mason guardó silencio.
Al cabo de unos momentos, oyó el ruido de la lengüeta de la cerradura y la puerta se abrió un poco. Una mano y un brazo desnudos se adelantaron.
—Deme el telegrama, por favor.
—Ahora que la puerta está abierta —dijo Mason— y que por tanto no tengo que gritar para que se entere toda la calle, puedo presentarme. Soy Perry Mason, abogado, y estoy interesado en la muerte del doctor Summerfield Malden y en la situación de sus bienes con respecto al impuesto sobre la renta.
La puerta fue cerrada bruscamente.
Desde fuera, Mason aconsejó:
—Si lo que usted quiere es que alce la voz y que toda la calle quede enterada, estoy dispuesto a hacerlo.
De nuevo un período de silencio, pero Mason no oyó ruido de pasos que se alejasen de la puerta, por lo que decidió aguardar. Lentamente, la puerta se abrió unos centímetros.
—¿A quién representa usted? —preguntó la mujer.
—Represento a la viuda —contestó Mason—. Se da el caso de que ella sabe muchas cosas que usted cree que no sabe. Si yo hubiese querido jugar fuerte, podría haberle dado un empujón a la puerta cuando usted la abrió por primera vez.
—Bueno, ¿y por qué no lo hizo?
Mason se echó a reír y repuso:
—Quizás a causa del brazo desnudo y de la confesión que usted me hizo de que acababa de salir del baño.
—¿Cree usted que he venido a la puerta con nada encima?
—No he tenido la oportunidad de conocerla lo suficiente para adivinar lo que haría usted —replicó Mason a través de la rendija de la puerta.
—Bueno, pues ya nos conocemos.
—Lo mismo que si estuviéramos hablando por teléfono —repuso Mason.
La puerta se abrió unos cuantos centímetros.
—La esposa del doctor Malden odia el suelo que piso. Si usted la representa, es seguro que adoptará la misma actitud.
—No es imprescindible —replicó Mason—. Mire usted, dejando a un lado los personalismos, es muy posible que usted y la señora Malden tengan muchas cosas en común. Los inspectores del impuesto sobre la renta van a hacer preguntas. Si consiguen probar que ha habido distracciones en metálico, van a imponer multa y castigos y hasta es posible que soliciten un procedimiento criminal. He pensado que deberíamos hablar de estas cosas. Soy de la opinión que a usted le gustaría discutir sobre los intereses comunes que tiene con la señora Malden.
Gladys Foss permanecía silenciosa. El abogado continuó:
—Y si esa discusión es necesaria, creo que será más agradable para ustedes que sea yo el intermediario. De otro modo, si las dos se reúnen y se ponen a hablar cara a cara, podría ocurrir que…
—Basta con eso —dijo Gladys Foss, abriendo la puerta—. Entre. Tuerza a la derecha, siéntese en la salita y póngase cómodo hasta que me eche encima alguna otra cosa.
Mason penetró en el vestíbulo y tuvo un vislumbre de una muchacha que, con un transparente peinador, se alejaba por un pasillo.
Cuando la mujer abrió la puerta que estaba al final del corredor y que evidentemente daba paso a lo que era un dormitorio, una luz brillante recortó la figura de la joven. Aun con sólo aquel breve vislumbre, Mason tuvo tiempo de comprobar la exactitud de la apreciación que había hecho la señora Malden respecto a la belleza de su rival.
Mason entró en la sala de estar y se sentó en una cómoda butaca junto a la mesa. Una lámpara de pie colocada detrás de la butaca proporcionaba la luz necesaria para leer. Sobre la mesa había media docena de las revistas más recientes.
Mason se echó hacia atrás, hojeó algunas de las revistas y luego volvió a dejarlas sobre la mesa.
El asiento de la butaca estaba tibio.
Mason se movió ligeramente, dejó deslizar su mano sobre el redondeado brazo de la butaca en dirección al suelo. Sus dedos tropezaron con un periódico plegado. Lo recogió. Era una última edición del periódico de la noche y estaba abierto por la página de las noticias deportivas.
Mason, con el ceño fruncido, estaba concediendo una atención concentrada al periódico cuando Gladys Foss, vestida con falda, blusa y zapatillas, entró en la habitación.
Su cabello, echado atrás a partir de una alta frente, era liso y brillante. Sus ojos, grandes y oscuros. Los labios eran llenos y necesitaban muy poco lápiz para dar a su rostro una vivida coloración.
Se detuvo en la puerta mirando a Mason y al periódico que éste tenía en las manos. En su cara había una expresión que, por el momento, el abogado notó, pero que no pudo comprender.
Mason arrojó el periódico y se dispuso a ponerse en pie.
—No se mueva —dijo ella, entrando rápidamente en la habitación y concediéndole el privilegio de una veloz sonrisa.
Mason notó que era una mujer joven de largas piernas, de formas simétricas y de una belleza y una gracia notables, y la facilidad con que se sentó en el sofá-cama revelaba una perfecta coordinación neuromuscular. Sus modales eran sueltos y ágiles.
—Veo que ha descubierto usted mi vicio secreto —dijo sonriendo.
Mason enarcó las cejas interrogativamente.
Ella le indicó el periódico.
—¿Béisbol?
—Caballos.
—¡Oh!
—Estoy cansada de llevar una vida rutinaria —dijo ella—. Creo que todo el mundo lo está. Me gustaría figurar entre los ganadores. Lamento decirlo con tanta crudeza.
—Parece un buen sistema de relajación.
—No creo que a usted le parezca muy disculpable —apuntó ella.
Mason la miró pensativamente.
—Es un lujo que no puedo permitirme.
Ella se dispuso a decir algo, pero luego lo pensó mejor y se quedó silenciosa. El abogado añadió:
—Además, no necesito de eso para poner variedad en mi vida.
—Bueno —dijo ella—, normalmente no lo habría reconocido con tanta franqueza, pero ahora estoy hablando con un abogado. Cuando usted entró, se sentó en una butaca que evidentemente había estado ocupada hasta hace muy poco tiempo y descubrió que me puse a mirar las noticias de las carreras tan pronto como entré en casa. Me imagino que es usted muy capaz de extraer las deducciones pertinentes.
—Sí, eso es hablar con franqueza —reconoció Mason sonriendo.
—La verdad —continuó ella— es que he tenido un viaje muy largo. Ha sido un día agotador y estoy mortalmente cansada, pero tenía que ver lo que había sucedido en las carreras. Bueno ¿qué es lo que le trae por aquí, señor Mason?
—Naturalmente —respondió Mason—, estará usted enterada de la muerte del doctor Malden, ¿no es así?
—Desde luego. Por eso he vuelto a casa. Iba a disfrutar de… de unos días de vacaciones.
—Él se disponía a asistir a un congreso médico en Salt Lake City, ¿no?
—Así es.
—¿De dónde viene usted? —preguntó Mason.
Ella sonrió y dijo:
—Después de todo, señor Mason, es tarde y estoy terriblemente, terriblemente cansada. Pero creo que usted quería hablar sobre los libros de contabilidad y el impuesto sobre la renta, ¿verdad?
Mason inclinó la cabeza en señal de asentimiento. Ella prosiguió entonces:
—Pues bien, ¿qué le parece si hablásemos de esos asuntos y aplazásemos la discusión de otros hasta un momento más apropiado?
—Muy bien —repuso Mason—, hablaremos de las cosas concretas en que los intereses de usted y los de la señora Malden tienen un punto de contacto.
—Querrá usted decir en que su codicia tropieza con mis responsabilidades —replicó Gladys Foss amargamente.
—Lejos de mí —dijo Mason con una sonrisa— tratar de reconciliar los puntos de vista de dos mujeres que no se tienen simpatía. Estoy simplemente tratando de poner en claro ciertos hechos básicos. Usted ha sido interrogada por los agentes del impuesto sobre la renta, ¿no es así?
—Así es.
—Ellos afirmaron que los libros del doctor Malden no estaban correctos, especialmente por lo que se refiere a reflejar con exactitud el estado de sus ingresos en metálico, ¿no es verdad?
—Lo que estaban haciendo es fisgonear, si es eso lo que quiere usted decir.
—¿Y formulando acusaciones?
—En cierto modo. Tenían la impresión de que el doctor Malden debería haber registrado más ingresos en metálico.
—¿Cuáles son los hechos con relación a esto?
Ella le miró a los ojos.
—¿Quiere usted saber lo que voy a decirle al departamento del impuesto sobre la renta, señor Mason, o quiere usted conocer los verdaderos hechos?
—¿Es que va usted a decir a los inspectores del impuesto sobre la renta algo distinto de los verdaderos hechos?
—Voy a decirles únicamente lo que sé. Pero, tratando con usted podría decirle algo que es meramente una conjetura.
—Empecemos con la conjetura —propuso Mason.
—Poca gente —empezó ella— se da cuenta hoy día del terrible esfuerzo a que se ve sometido un hombre que tenga la profesión de médico. Hay personas y personas que afluyen a él, una interminable y constante sucesión de seres, todos los cuales están enfermos. Algunos de ellos saben hablar y pueden explicar sus síntomas de forma que un doctor logre trazar un rápido diagnóstico. Otros no saben hablar y es necesario mirar y escarbar, tanto en sus mentes como en sus cuerpos, con objeto de descubrir lo que está mal. Otros son hipocondríacos que han dramatizado el desarrollo de las enfermedades hasta un punto en que sus síntomas se alejan completamente de una perspectiva verdadera. Hay una exageración, una distorsión mental, y también aquí el médico tiene que saber lo que está haciendo.
»Además de esto, hay personas que necesitan cuidados quirúrgicos. Se realizan operaciones que van desde las operaciones rutinarias al último intento desesperado por prolongar la vida. A veces, en tales operaciones o en el período postoperatorio, aparecen complicaciones, y un doctor tiene que estar constantemente en guardia para que ello no degenere en graves consecuencias. En otras palabras, él no puede programar las cosas. Es como un luchador que está en medio del cuadrilátero, asaltado por un centenar de adversarios. Tiene que mantenerse frío, tranquilo y dueño de sí. Tiene que pensar. Tiene que anticiparse a los acontecimientos y, sobre todo, nunca se ve libre de un terrorífico esfuerzo mental y físico.
»Además de esto, tiene que recordar siempre que cualquiera de sus pacientes puede acudir a un abogado listo y entablar una acción por tratamiento defectuoso, proceso éste en que la cosa más insignificante que el doctor haya hecho o dejado de hacer lo expondrá al juicio de un jurado de profanos.
Mason aprobó con una inclinación de cabeza.
—Es usted muy elocuente.
—Le estoy diciendo a usted estas cosas —insistió ella—, porque hay mucha gente que no cae en la cuenta de las mismas. Un doctor que lleve a cabo esta clase de trabajo tiene que concentrarse en los problemas vitales y no puede hacerlo en cosas como la teneduría de libros y la información estadística exigidas por gentes que tratan de controlar sus declaraciones de ingresos.
—Pero —objetó Mason— un hombre así no tiene por qué preocuparse de problemas financieros. Puede contratar a alguien que se los tenga completamente al día.
—¿A quién? —preguntó ella.
—A un contable.
La muchacha meneó la cabeza en señal de protesta.
—Eso no es factible. La persona que tenga que hacerlo ha de estar en la línea de fuego. Ha de ser alguien que pertenezca a la profesión y ese alguien, por lo general, suele ser una enfermera.
»Ahora bien, se puede empezar con las mejores intenciones del mundo, pero una vez metido en un consultorio muy visitado, es lo mismo que si se entrara en un manicomio. Hay tratamientos con rayos X, tratamientos con diatermia y tratamientos de urgencia.
—¿Cuántas enfermeras tenía el doctor Malden?
—Cuatro y yo.
—¿Hacía gran uso de la terapia en el mismo consultorio?
—Sí. Era un convencido de su eficacia, especialmente por lo que se refiere a la diatermia. Utilizaba la diatermia no sólo por sus auténticas propiedades curativas, sino por sus efectos psicológicos.
—¿Puede usted explicarme lo que quiere decir con eso?
—En cierto modo, sí. Una de las amargas realidades que tiene que afrontar un médico es la de que no puede hacer que el tiempo se pare ni dar marcha atrás a las agujas del reloj lo mismo que no puede erguirse a la orilla del océano y pedirle a la marea que no avance.
»La vida humana es un ciclo. Pasamos de la juventud a la edad madura, y de la edad madura a la vejez y a la muerte. Es inexorable. Es inevitable.
»Algunas personas se lamentan por los cambios degenerativos propios de la edad. Algunas personas esperan que un doctor pueda detenerlos. Algunas personas creen que un doctor pueda llevar a cabo lo imposible. Otras personas, en cambio, conceden un respeto demasiado grande a lo inevitable y se abstienen de pedirle a la ciencia médica que corrija unas condiciones que, si se hubiesen atendido a tiempo, habrían sido fácilmente curables.
»Tome usted, por ejemplo, a una persona que tenga la esperanza de que un doctor lleve a cabo lo imposible. Si el doctor dice: «Señora, lo siento mucho, pero usted tiene ya sesenta y ocho años. A partir de ahora hasta que muera, va a tener muestras crecientes de un desfallecimiento físico. Experimentará cambios degenerativos que no puede controlar y que tampoco yo puedo controlar. Todo lo que está en mi mano es hacérselo pasar lo más cómodamente posible y controlar los síntomas más pronunciados que puedan detenerse, combatiendo las muestras más agudas a medida que se vayan presentando». Si un doctor dijese eso, sería algo cruel. Sería algo sin corazón. Agravaría la situación física a la que está tratando de ponerle un dique.
—Me resulta difícil comprender qué relación guarda esto con la contabilidad —confesó Mason—. Es una disertación excelente. La considero con el mayor interés, pero se desvía de la cuestión. Está hablándole a un abogado. Vayamos al grano.
—Muy bien —dijo ella apartándose con disgusto de la línea de su perorata—. Supongo que se habrá dado usted cuenta de que tampoco está rebosante de comprensión. Los agentes del impuesto sobre la renta cerraron los ojos y actuaron como en medio de la niebla. Y se marcharon. Esta noche estoy demasiado cansada para luchar contra usted. Iré al grano. En la clínica hay una disminución en los ingresos en metálico.
—Así está mejor —dijo Mason—. ¿Cuál era la causa?
—La total falta del sentido de los negocios por parte del doctor Malden.
—¿Puede usted explicar eso?
—Puedo explicarlo de una manera muy simple —repuso ella—. Cuando el doctor Malden necesitaba dinero en metálico para alguna cosa, iba al cajón del dinero, sacaba lo que necesitase y se lo metía en el bolsillo.
—¿Y no dejaba un papelito diciendo lo que había sacado?
Ella meneó la cabeza.
—Eso es lo malo del caso.
—Pero eso —advirtió Mason— podría acarrear complicaciones.
—Ya pensé en ello. Se me ocurrió que mientras llevásemos un registro de lo que habían pagado los clientes, todo iría bien, pero, por lo visto, el doctor Malden no siempre me entregaba todos los pagos que le habían hecho en metálico, les daba unas palmaditas en la espalda, les daba las gracias y me pedía que hiciera entrar al enfermo siguiente.
»Algunas veces el doctor Malden se acordaba de decirme el pago que le habían hecho. Otras veces se olvidaba o lo requerían para un asunto urgente. Estaba toda la mañana haciendo alguna operación y volvía a entrar en el despacho a últimas horas de la tarde, y tenía otros asuntos de que preocuparse y también yo estaba preocupada, de forma que no llegábamos a asentar debidamente ese pago.
—Desde luego, eso sería un simple olvido que ocurriría sólo de vez en cuando, ¿no? —Ella vaciló—. ¿No es así? —insistió Mason.
—En el doctor Malden no había nada que fuese un descuido. Era un hombre como una máquina calculadora con un cerebro incapaz de un fallo. Él trataba de hacerlo pasar como un descuido, pero en realidad aquello formaba parte de un plan premeditado. Tenía que ser así. Sucedía con demasiada frecuencia.
—¿Hasta qué punto le ha dicho usted estas cosas a los inspectores del impuesto sobre la renta?
—No les he dicho lo más mínimo. Usted es la única persona a quien le he hecho una declaración semejante.
—Bueno, por supuesto, algunas cosas habrá que explicarlas.
Ella meneó la cabeza
—No, no hace falta. El doctor Malden ha muerto. Que el servicio del impuesto sobre la renta investigue lo que quiera.
—Van a interrogarla a usted.
—Les diré que, por lo que sé, los libros estaban llevados correctamente; que siempre que el doctor Malden me daba algún dato, yo lo anotaba en los libros; que si el doctor Malden no me daba algunos datos, tendrían que haberlo interrogado a él, no a mí.
—Me desagrada tener que hacer esto, señorita Foss —dijo Mason—, pero hemos de tratar de un asunto más personal; por ejemplo, ¿qué me dice del apartamento Dixiewood?
El rostro de la muchacha no cambió de expresión.
—¿Qué quiere decir? —preguntó.
—Creí que podría explicármelo.
—¿Dixiewood? —volvió a preguntar ella como si el nombre no le dijese nada.
Mason replicó con cierta irritación:
—Un apartamento arrendado a nombre de Charles Amboy, el 928-B de los apartamentos Dixiewood.
Ella sacudió la cabeza.
—No sé qué me está usted diciendo.
—Pues debería saberlo —insistió Mason—. Hace unos minutos estuvo usted allí.
—¿Que estuve allí?
—Aparcó su coche, entró, preparó dos maletas, recogiendo todas las pertenencias que había dejado en el apartamento. Bajó usted las dos pesadas maletas hasta el coche, las colocó en el portaequipajes y se marchó.
Ella se movió incómodamente cambiando de posición. Sus ojos miraban a Mason sin pestañear. Su rostro carecía de expresión. Al cabo de pocos momentos preguntó:
—¿Cómo sabe usted eso?
—Lo sé —respondió Mason—, porque soy abogado. Es mi obligación enterarme de ciertas cosas que pueden afectar a mis clientes. Ese apartamento Dixiewood puede tener gran importancia en el esclarecimiento del caso.
—No comprendo por qué.
Mason prefirió guardar silencio. Pocos instantes después, ella habló de nuevo:
—Supongo que es correcto deducir que me han seguido.
—Deduzca lo que quiera —replicó Mason—, pero dígame la verdad.
—¿Por qué?
—Porque eso va a tener un efecto vital sobre la herencia
—¿Y a quién va a parar la herencia?
—Supongo que a la señora Malden. Todavía no he visto el testamento.
Ella estalló de pronto:
—Está bien. La señora Malden puede reñir sus propias batallas. No veo ninguna razón para que yo tenga que estar levantada por la noche cuando estoy cansada y haciéndole a usted confidencias simplemente para que Steffanie Malden pueda obtener una mayor tajada de dinero de la herencia de un hombre al que no quiso nunca.
Mason pasó por alto aquella amarga denuncia y se limitó a permanecer en la butaca, aguardando.
Una vez más, Gladys Foss cambió de posición. Dijo por fin:
—Me imagino que mi reputación quedará hecha jirones cuando salgan a relucir estas cosas.
—Soy abogado, señorita Foss —repuso Mason—. He visto muchos aspectos de la naturaleza humana. Trato de ver las cosas tal como son.
—Me alegro de que sea así. Espero que sea un hombre comprensivo.
—Creo serlo.
—El doctor Malden —empezó a explicar ella— trabajaba sometido a una tensión creciente. Cuantos más éxitos conseguía, más exigentes eran las peticiones de que trabajase más. Estaba matándose.
»Cuando llegaba a casa, no encontraba comprensión ni amor ni cariño. Encontraba a una mujer fría y calculadora que se había casado con él deliberadamente, con los ojos bien abiertos, porque quería obtener ciertas cosas de la vida y había decidido, movida por su egoísmo, que ser esposa del doctor Summerfield Malden le proporcionaría lo que deseaba.
—La idea que usted tiene de la señora Malden —objetó Mason— es simplemente un reflejo de lo que pensaba el señor Malden.
—Bueno, él tenía motivos para saberlo, ¿no?
—Desgraciadamente —dijo Mason—, cuando las relaciones conyugales empiezan a deteriorarse, salen a la luz conflictos básicos. La mujer tiene el sentimiento de que el hombre se muestra desconsiderado, crudo, que su tacto y su finura han desaparecido por completo, que se cree merecedor de todo por parte de ella, que los días del cortejo han sido arrojados brutalmente por la borda. El hombre tiene el sentimiento de que la mujer es egoísta y fría y que sólo se interesa por el aspecto financiero de las relaciones. Es una situación desgraciada.
Ahora Gladys Foss estaba erguida sobre el sofá-cama, llameándole los ojos con una furia reconcentrada.
—Lo mismo podría haberse ido a la cama el doctor Malden con una máquina calculadora que con Steffanie Malden —prorrumpió.
Mason estudió los ojos llameantes de la mujer.
—No me interesa tanto la parte sentimental del cuadro como la parte financiera.
—¿Qué parte financiera?
—Había una caja de caudales oculta en aquel apartamento y…
—Usted está loco —lo interrumpió ella.
—Una caja de caudales empotrada en la pared y disimulada detrás de un cuadro —insistió Mason—. Indudablemente, el doctor Malden tenía una cantidad de dinero escondida en aquella caja y…
—Señor Mason, ¿cómo puede usted estar sentado ahí tan tranquilamente y decir cosas semejantes? No había ninguna caja de caudales en aquel apartamento. Éste lo utilizaba el doctor Malden pura y simplemente como un sitio donde podía escapar de la dominación de esa criatura de hielo que había clavado sus garras en él y estaba esperando el momento en que muriera.
—¿Quiere decir que no estaba enterada del hecho de que en aquel apartamento se ocultase dinero?
—No había dinero ninguno. No había ninguna caja de caudales. No había ningún sitio donde esconder dinero. Aquel apartamento era un santuario para un hombre sobrecargado de trabajo que anhelaba tener un sitio donde descansar un poco. Yo tenía una llave del apartamento y el doctor Malden tenía otra. ¿Por qué diablos necesitaría él guardar dinero allí? Tenía una caja de caudales en su despacho. En aquella caja tenemos un compartimiento destinado al dinero en metálico. En ese compartimiento yo colocaba dinero hasta que la cantidad rebasaba los mil dólares y entonces iba al banco y lo depositaba en la cuenta corriente. Ése es otro asunto sobre el cual estuvo fisgoneando la gente del impuesto sobre la renta. Opinaban que el dinero debía haberse ido depositando día tras día. ¡Cielo santo!, ¿qué es lo que creen? ¿Que un hombre que está tratando a más de cien pacientes…?
—Estábamos hablando de una caja de caudales en un apartamento —la interrumpió Mason.
—No había caja ninguna.
—¿Qué hacía el doctor Malden con el dinero que detraía del negocio?
—Él no… no lo sé.
—¿Sabe usted que el doctor Malden retiraba dinero del compartimiento donde se guardaba el metálico?
—No sé nada.
—Los inspectores del impuesto sobre la renta —le advirtió Mason— pueden hacer un cálculo de lo que creen que haya sido la cantidad retirada del cajón del dinero y fijar un avalúo.
—Que hagan lo que quieran —replicó ella—. Que traten de demostrarlo. Nadie sabe si el doctor Malden sacaba algo del cajón del dinero. Yo no lo sé.
—Eso no es lo mismo que lo que dijo antes.
—Le dije a usted cosas que no voy a decirle a la gente del impuesto sobre la renta. Además, aquello no era más que una conjetura por mi parte.
Se recostó en el sofá-cama, cruzó las piernas y esta vez Mason no tuvo más remedio que acordarse de la afirmación de la señora Malden de que Gladys Foss tenía unas piernas bonitas y que le gustaba enseñarlas. A pesar de la prisa con que se había vestido, se había tomado tiempo suficiente para ponerse unas brillantes medias de nylon que ahora desplegaba con gran ventaja suya.
—Suponga que yo también cogía algo del cajón del dinero —dijo ella.
—¿Usted hacía eso? —exclamó Mason.
—Sí, lo hacía. Me gusta apostar a las carreras de caballos. Descubrió usted mi punto flaco cuando se sentó en la butaca y encontró el periódico que había en el suelo.
—¿Quiere decir que sustrajo dinero de…?
—No lo califique así.
—Bueno, ¿cómo, si no?
—El doctor Malden —prorrumpió ella— estaba casado con Steffanie. Steffanie es una mujer rapaz y astuta que quería que el doctor Malden muriese. En realidad, si hay algún punto sospechoso en relación con el accidente de la avioneta, eso sería una prueba innegable de que ella ha tenido algo que ver con el asunto. Incluso me atrevería a decir que lo ha asesinado.
—Es usted demasiado emotiva —le reprochó Mason—. Está trastornada. No es dueña de sí. Mantenía relaciones con el doctor Malden y…
—Y eso no tiene nada que ver con mi capacidad para pensar claramente —lo interrumpió ella—. Voy a hacer un poco de investigación por mi cuenta. No estoy del todo segura de que Steffanie no tenga nada que ver con su muerte.
—¿De qué modo? —preguntó Mason.
—Está bien —repuso ella—, por lo pronto dígame una cosa. Si usted cree que Steffanie es una persona tan intachable, ¿cómo se explican sus relaciones entre ella y Ramón Castella, el chófer del doctor Malden y mecánico de su avioneta?
—¿Es que había tales relaciones? —inquirió Mason.
—No sea usted tonto.
—¿Relaciones amorosas?
—¿Cómo puedo yo saber de qué modo le pagaba ella a Castella por hacer lo que le pedía? Quizás únicamente con dinero. Quizá con algo más. Hace mucho tiempo que le dije al doctor Malden que se desprendiese de él, pero no quiso escucharme. Castella le resultaba útil y no puede negarse que el individuo es un buen mecánico. Por supuesto, Ramón no me tiene simpatía y él sabe que yo no lo puedo soportar.
—¿Qué le hace a usted suponer que la señora Malden tiene tratos con él?
—Estoy prácticamente segura de que ella fue una vez a la habitación de ese chófer. ¡Imagínese, la esposa de un médico distinguido yendo a la habitación de ese sinvergüenza timador, taimado y tramoyista!
—¿Cómo sabe usted que fue allí?
—Fue algo que se le escapó a ella hace algún tiempo; lo cierto es que estoy segura de que fue.
—¿Qué edad tiene Castella?
—¿Ramón? Unos veintiséis años.
—¿Es atractivo?
La muchacha estalló en una risa despreciativa:
—Él cree que lo es. Incluso podría parecer atractivo a alguna mujer baja y casquivana. Tiene cabellos negros, ojos oscuros y unos modales románticos que van bien con su tipo, pero es un miserable. Es un cursi. No tiene nada encima de las cejas, sino un montón de cabello negro de brillantina. No mira a nadie a los ojos.
—¿Y trabaja de chófer?
—Algunas veces. Casi siempre el doctor Malden conducía su coche, pero de vez en cuando pedía que lo llevase Ramón. La principal ocupación de éste consistía en cuidarse de la avioneta y de la lancha motora.
—¿Lancha motora?
—Así es. De vez en cuando, en los raros intervalos en que el doctor Malden pensaba que podía atreverse a ir a un sitio donde no hubiera teléfono, pasaba la tarde en una pequeña canoa de su propiedad.
—¿Fue usted alguna vez con él en esa canoa?
—Nunca. No creo que nadie haya ido con él excepto Ramón. El doctor Malden solía anclar en cualquier sitio y ponerse a pescar. Durante ese tiempo, yo tenía que permanecer en la clínica para infundir paciencia a los enfermos hasta que él volviese. Nunca estaba fuera más de medio día seguido. Era el único descanso que se permitía en su trabajo.
—Ésa es una situación muy interesante —comentó Mason—. Pero ahora voy a volver al asunto que más me interesa. ¿Qué hay de eso de que usted sacaba dinero del cajón de los cobros en metálico?
—Hágase a la idea de que no se trataba de un hurto —contestó ella—. Hágase a la idea de que yo era la auténtica compañera del doctor Malden. Estaba casado con una mujer a la que no quería. Su relación conmigo era… bueno, era realmente una especie de sociedad.
—¿Cuánto tiempo hacía que duraba eso?
—Tres años.
—¿Cómo no se le ocurrió pensar en la posibilidad de un divorcio?
—¿Qué podía él hacer? Steffanie le tenía bien echadas las garras. A ella lo único que le interesaba era el dinero. Si él quería divorciarse, su mujer lo habría despojado hasta del último céntimo.
—No creo que las cosas hubiesen llegado a tanto —objetó Mason—. Entonces podría haber rehecho su vida y…
—A su edad, ya eso no era posible y además le diré a usted otra cosa, algo de lo que Steffanie no estaba enterada. Si lo hubiese estado, probablemente hoy el doctor Malden seguiría con vida.
Mason enarcó las cejas ante tan pasmosa afirmación. La enfermera continuó:
—El doctor Malden no podría haber vivido mucho tiempo. Tenía una lesión de corazón. Creo que casi todos los doctores que trabajan al ritmo que él trabajaba están en estas condiciones cuando llegan a tener la edad que él tenía. Es casi una enfermedad profesional.
—No parece que el doctor Malden haya llevado una vida marcadamente feliz —contestó Mason.
—¿Cuántos doctores llevan vidas felices? —preguntó ella—. Sacrifican su felicidad con objeto de hacer el bien. Logran un grado de independencia económica, pero arruinan su salud y se ven atrapados en una auténtica trituradora de trabajo, trabajo y más trabajo. La verdadera felicidad es algo con lo que no puede contar en su vida el médico o el cirujano realmente brillante.
—Lo que —dijo Mason, sonriente— vuelve a llevamos al asunto del dinero que usted sacaba del cajón de los pagos en metálico.
—El doctor Malden me había dicho que quería que yo fuese feliz, que si bien sus libros habían de mostrar que se me pagaba un sueldo similar al que se le paga a otras enfermeras que desempeñan un cargo parecido, en cualquier ocasión que yo necesitase más dinero, todo lo que tenía que hacer era cogerlo.
—Pero usted no podía cogerlo sin dejar alguna especie de comprobante.
—Podía cogerlo de la misma manera que lo hacía él: del cajón del dinero.
—O sea, que usted sacaba dinero del cajón de los pagos en metálico, ¿no es así?
—Digamos que era así. Suponga que yo sacaba dinero del cajón de los pagos en metálico.
—¿Cuánto?
—No tengo la menor idea, señor Mason.
—Voy a serle franco —le advirtió Mason— y a decirle que esto coloca el asunto en una situación especial desde el punto de vista de las leyes.
—¿Cómo es eso?
—Si el doctor Malden le daba a usted cantidades de dinero que no estaban registradas en los libros, el doctor Malden estaba obligado a pagar impuestos sobre la renta respecto a ese dinero.
—Pero suponga que yo lo cogía sencillamente sin que él lo supiera.
—Entonces se hace usted culpable de un delito.
—¿Y qué?
—La detendrán y la procesarán.
—¿Quién va a procesarme?
—El fiscal del distrito, el Estado, la Policía.
—¿Por denuncia de quién?
—Bueno —respondió Mason—, en vista de lo que usted me ha dicho sobre Steffanie Malden, me imagino que a ella no le costaría ningún trabajo firmar esa denuncia.
—Muy bien —repuso la enfermera—. Es usted abogado. Tiene que lograr hacerme confesar. ¿Cómo va a probar lo más mínimo?
Mason se frotó la barbilla con las puntas de los dedos y estudió pensativamente a su interlocutora.
—Eso —dijo— es un problema que corresponde al fiscal del distrito.
—Exactamente —convino ella.
—Por supuesto —le advirtió Mason—, la confesión que usted me ha hecho es…
—No he hecho ninguna confesión —lo interrumpió ella.
—Usted me dijo que sacaba dinero del cajón de pagos en efectivo.
—Dije suponiendo que yo sacase dinero del cajón de pagos en efectivo.
—Sí —reconoció Mason—, ya noté que hacía usted esa distinción.
—Dije suponiendo que hubiese sustraído dinero de la caja de los pagos en metálico para jugar a las carreras de caballos.
Mason asintió. La muchacha prosiguió su argumentación preguntando:
—Eso dejaría a salvo la herencia y dejaría incólume la reputación del doctor Malden, ¿no es así?
—A costa de echar por tierra la reputación de usted —repuso Mason estudiándola atentamente—: A costa de hacer de usted una fugitiva de la justicia.
—¿Por qué habría de ser una fugitiva de la justicia? ¿Quién va a perseguirme? ¿Quién va a procesarme?
—Bueno, ya le he dicho —contestó Mason— que eso es competencia del fiscal del distrito.
—Usted es el abogado de Steffanie Malden, ¿no es así?
—Efectivamente.
—Y usted, por tanto, tiene la obligación de pensar que ella es un angelito con alas y todo.
—No forzosamente. Estoy protegiendo sus intereses, eso es todo.
—Muy bien —dijo ella—. Siga adelante y defienda la herencia. Cuando los inspectores del impuesto sobre la renta empiecen a ejercer presión, no tiene más de decirle a Steffanie que les cuente que yo era una inveterada aficionada a apostar a las carreras de caballos, que apostaba miles de dólares al año.
—Entonces ellos le pedirán a mi cliente que demuestre eso.
—Voy a decirle cómo puede usted demostrarlo —anunció ella—. Ray Spangler está al frente de un estanco de la Séptima Avenida-Clifton. Es un corredor de apuestas. Aceptaba apuestas mías, muchísimas apuestas, apuestas por valor de miles de dólares.
Mason sonrió irónicamente.
—Sí, ya me imagino a la gente del impuesto sobre la renta llegando al estanco y diciendo: «Spangler, ¿es usted corredor de apuestas?», y él contestando: «¡Oh, sí! De esta manera me gano la vida. Recibía miles de dólares en apuestas de Gladys Foss, que era una enfermera en la clínica del doctor Summerfield Malden. Estoy muy arrepentido de haber violado la ley, pero, como ustedes me lo preguntan, no puedo decir una mentira».
—No será eso lo que ocurrirá —replicó ella—. Ray Spangler fue detenido hace dos meses. Pagó una multa de cinco mil dólares como corredor ilegal. Pregúntele sobre las apuestas que recibió mías con anterioridad a la época de su condena.
—¿Y adónde quiere usted ir a parar con eso? —preguntó Mason.
Ella respondió con marcada amargura:
—No levantaría un dedo a favor de Steffanie Malden. Me gustaría sacarle los ojos con las manos, pero, si se trata de proteger la memoria del doctor Summerfield Malden, si de este modo puede impedirse que la inspección del impuesto sobre la renta descubra que el doctor Malden estaba tratando de hacer aparecer sus ingresos muy inferiores a lo que eran en realidad, entonces estoy dispuesta a hacer un sacrificio, cualquier sacrificio.
Mason la estudió atentamente.
—Si usted pudiese mantener esa actitud, la de que está confesando sustracciones que en realidad no cometió, con objeto de proteger la memoria del doctor Malden, probablemente podría librarse de cualquier cargo de malversación a los ojos de un jurado.
—Especialmente si no pudiesen probar que saqué ninguna cantidad determinada del cajón del dinero —dijo ella.
—La declaración del corredor —le recordó él— podría mostrar que usted apostaba mucho más dinero de lo que percibía como sueldo, ¿no es así?
—¡Oh, sí, varios miles de dólares más!
—¿Entonces…?
—Pero esa declaración pondría también de manifiesto que yo había ganado varios miles de dólares en los últimos meses —Mason se quedó pensativo en aquel nuevo aspecto del asunto—. Y entonces —insistió ella— eso sumiría en la confusión a los inspectores del impuesto sobre la renta, de forma que no podrían demostrar que el doctor Malden estaba ocultando dinero en metálico, ¿no le parece?
—Podría ser —dijo Mason cautamente al mismo tiempo que sus ojos la examinaban con curiosidad.
—Entonces, ya está todo arreglado —exclamó ella, levantándose del sofá-cama y encaminándose hacia el vestíbulo—. He tenido un día muy duro y necesito ahora dormir algo, señor Mason —abrió la puerta de la calle y dijo—: Ha sido muy amable al visitarme, señor Mason. Buenas noches.
—Hay algunas otras cosas —objetó Mason— que me gustaría aclarar…
—En otra ocasión —lo interrumpió ella—. Le he dicho todo lo que me proponía decir. Vuelva junto a Steffanie, señor Mason, y dígale que sus preocupaciones han terminado. Dígale que, porque yo quería al hombre al que ella estaba explotando, voy a hacer un sacrificio en pro de su buena fama. Dígale que soy una ladrona.
Mason se detuvo en la entrada.
—Me gustaría saber más de Ramón Castella —indicó.
—Vaya a visitarlo, hable con él. Es usted un investigador astuto. Quizás a él le suelte la lengua. Hágale preguntas sobre Steffanie. Y recuerde una cosa, señor Mason: que si Ramón Castella le habla con franqueza, verá que tiene usted que encargarse de una buena tarea, una tarea prometedora de magníficos honorarios.
—¿Qué tarea? —preguntó Mason.
Ella lo empujó suavemente hacia la puerta, como si tuviese la intención de pasar por alto la pregunta.
Mason salió al porche.
—La de defender a Steffanie Malden contra la acusación de asesinato —dijo, y cerró la puerta de golpe.