Capítulo 2

Mason agarró una de las llaves, la arrojó por el aire a la distancia de algunos decímetros, la atrapó, la arrojó un poco más alta, examinó la llave y dijo luego:

—Bueno, creo que tendré que correr el albur.

—Lléveme, jefe —suplicó Della Street—. Siento una curiosidad morbosa para ver qué aspecto tiene un nido de amor, y, además, usted necesitará a alguien que actúe como testigo y tome notas.

—Muy bien —dijo Mason bruscamente—. Póngase el sombrero. Vamos.

Miraron en las oficinas exteriores, vieron que Gertie, la recepcionista, se había ido a casa. Las dos mecanógrafas se habían marchado poco después de las cinco.

Della y Perry Mason apagaron las luces y salieron por la puerta del despacho particular.

Mason condujo su coche y pudieron encontrar un sitio de aparcamiento a media manzana de los Apartamentos Dixiewood.

—Desde luego —comentó Della Street con tono un poco preocupado—, ella no está segura, no está absolutamente convencida de que una de estas llaves corresponda al apartamento 928-B.

—Ésa —replicó Mason— sería la solución más simple. Pero he de pensar en factores de mayor complicación. Supongamos que las llaves corresponden al apartamento 928-B. Supongamos que una señora Amboy viva allí realmente. Supongamos que haya salido y que abrimos la puerta y entramos.

—¡Dios mío —exclamó Della Street—, eso sería una cosa mala!

Llegaron a la puerta de la calle de los apartamentos. Mason introdujo una de las llaves en la cerradura. No ocurrió nada. Probó con la segunda llave y la lengüeta se encogió suavemente. Un ascensor los llevó al piso noveno. Mason se detuvo frente al apartamento 928-B el tiempo suficiente para poder llamar dos veces. Como no recibió respuesta alguna, introdujo la llave con la que no había podido abrir la puerta de la calle y la giró en la cerradura.

Una vez más, la lengüeta de la cerradura se retiró con suave eficiencia.

Mason entró y encendió las luces del apartamento.

—¡Oh! —exclamó Della.

—¿Qué pasa? —preguntó Mason.

—El lujo de todo esto —explicó Della Street—. Está amueblado con muy buen gusto. Es cómodo, pero elegante. ¡Cielos, jefe, esto cuesta mucho dinero!

—Esto —convino Mason— cuesta dinero de verdad.

Era un apartamento de cuatro habitaciones. Éstas se hallaban amuebladas suntuosamente.

En un amplio dormitorio había una cama cuidadosamente hecha y que todavía conservaba las huellas de una maleta y una sombrerera que al parecer habían colocado sobre la colcha.

—La señora preparó su equipaje a toda prisa —comentó Della Street, indicando el ropero abierto y alguna de las perchas vacías.

Bruscamente, Mason agarró a Della Street por el brazo y con suavidad la hizo volverse hacia un ángulo del dormitorio.

—¿Ve usted lo que yo veo? —preguntó.

Della Street siguió la dirección de los ojos de Mason.

—¡Cielo santo! —exclamó—. ¿Qué… qué ha sucedido, jefe?

—Me temo —respondió Mason— que nos hemos metido en una situación que va a tener complicaciones.

De la pared habían retirado un cuadro y lo habían arrojado al borde de la alfombra, de forma que estaba de cara a la pared. Detrás del sitio donde había estado colgado el cuadro, habían retirado un panel de estuco. Detrás de aquel panel había una caja fuerte empotrada en la pared. La puerta de aquella caja estaba semiabierta.

Mason trasladó una silla hasta el borde de la alfombra, se subió y trató de mirar en el interior, pero no pudo ver la parte de atrás de la caja.

—Abra la puerta de par en par —sugirió Della Street—. Veamos si…

Mason sacudió la cabeza. Miró por encima del hombro y dijo:

—Della, vea si puede encontrarme por alguna parte un espejo de mano.

—Hay uno en la mesa de tocador.

—Démelo.

Della Street le alargó el espejo. Mason, teniendo gran cuidado de no modificar el ángulo de la puerta de la caja, aplicó el espejo en la parte interior de la puerta, luego hizo distintas pruebas hasta poder ver todo el interior de la caja reflejado en el espejo.

—Bueno —inquirió Della Street—, ¿qué hay dentro?

—Por lo que se ve —repuso Mason—, la caja está completamente vacía. No es que ello tenga mucha diferencia.

—¿Por qué no?

—Supongamos que la caja contuviese ahora diez mil dólares en efectivo.

—¿Y qué? —preguntó Della.

—Podría hacerse la acusación de que había contenido cien mil dólares y que habían sido sustraídos noventa mil.

Los ojos de Della Street se oscurecieron de temor.

—Puede usted imaginarse lo que ha ocurrido, jefe. La persona que residía aquí se marchó a toda prisa. Esa persona necesitaba el contenido de la caja, lo sacó, lo metió en una maleta y se marchó.

—Tal vez —asintió Mason.

—Por lo menos —insistió Della Street—, esa explicación es tan lógica como cualquier otra.

—Es una de las posibles explicaciones —reconoció Mason—. Pero hay otras.

—¿Por ejemplo?

—Suponga que teníamos la combinación necesaria para abrir la caja de caudales. Suponga que en la misma había cien mil dólares. Suponga que ese dinero era propiedad del doctor Malden. Suponga que ése era un dinero que había sido detraído subrepticiamente de los honorarios cobrados en su clínica. Suponga que la viuda me pidió, como el abogado suyo que soy, que lo retirase de la caja, que no hablase para nada de eso y que conservara el dinero hasta que se hiciese la distribución de la herencia y entonces le daría a ella la mitad y retendría la otra mitad como pago de mi minuta.

Della Street dijo pensativamente:

—Tiene usted razón. Ahora que recuerdo lo que estuvo hablando, llego a la conclusión de que prácticamente le pidió a usted que hiciera eso.

—Así es —asintió Mason secamente—. Desde luego ése era su propósito.

El rostro de Della Street mostró consternación.

—¿Qué… qué vamos a hacer? ¿Cómo puede usted defenderse? ¿Qué puede usted decirle a la señora Malden?

—La señora Malden —repuso Mason— tenía una llave de este apartamento. Pregunta: ¿Tenía ella la combinación de la caja? Pregunta: ¿Vino ella aquí inmediatamente después de enterarse de la muerte de su marido y se apoderó del contenido de la caja? Pregunta: ¿Qué actitud va a adoptar la gente del impuesto sobre la renta una vez que averigüen que la señora Malden estaba enterada de la existencia de este apartamento y que tenía una llave para entrar en él?

»Es evidente que en esa caja se guardaba algo de mucho valor. No es una caja ordinaria de caudales de las que se empotran en la pared. Es una caja muy cara equipada con un sistema de superseguridad. Se utilizó para algo que tenía un valor considerable. Ahora bien, supongamos que el departamento del impuesto sobre la renta opina que el doctor Summerfield Malden había escondido, digamos, cien mil dólares. Suponga que opinan que inmediatamente después de recibir la noticia de su muerte, la señora Malden vino aquí para examinar este nido de amor. Suponga que opinan que ella abrió la caja y retiró los cien mil dólares. Suponga que opinan que desde el momento en que hubo una falsedad en la declaración de impuestos y desde el momento en que la señora Malden firmó esa declaración, es culpable de una evidente evasión de impuestos sobre la renta.

»Entonces tiene usted todas las pruebas circunstanciales necesarias. Se producirá una situación que colocará a nuestra cliente en una posición muy poco favorable.

—Pero —objetó Della Street— ellos la han estado siguiendo. La han tenido sujeta a vigilancia. Por eso ella no podía venir aquí.

—Es ella quien dice que está sujeta a vigilancia —replicó Mason.

—Bueno, ella debe saberlo a ciencia cierta. No pensaría que ha estado siendo seguida a menos que alguien la hubiese seguido en realidad.

—Usted no lo pensaría —dijo Mason—, pero suponga que en realidad nadie la estaba siguiendo y que ella nos mintió. ¿Qué pasaría entonces?

—Entonces —repuso Della Street—, yo diría que nos hemos metido en un buen lío.

—Ahora —comentó Mason— el razonamiento de usted es exactamente paralelo al mío. Salgamos de aquí, Della, y tengamos cuidado, muchísimo cuidado de no dejar ninguna huella dactilar. ¿Puede usted recordar qué es lo que ha tocado?

Mason se sacó un pañuelo del bolsillo y empezó a frotar con fuerza los sitios de la silla que había tocado. Luego quitó el polvo del asiento de la silla y, sosteniendo ésta de forma que sólo el pañuelo estuviese en contacto con la madera, la volvió a su posición original.

Della Street abrió su bolso, sacó un pañuelo y frotó el espejo de mano, borrando todas las huellas dactilares.

Mason se acercó a la puerta de entrada, frotó el picaporte del interior, la mantuvo abierta unos cuantos centímetros y frotó el picaporte de la parte de fuera. Luego pasó el pañuelo sobre el interruptor de la luz.

—¿Queda algo más? —preguntó Mason.

—Por mi parte, creo que he terminado con todo, jefe.

—Vámonos —le dijo Mason.

Abandonaron el apartamento. Mason tomó la precaución de pasar el pañuelo sobre las manijas de la puerta del ascensor y sobre los pulsadores del mismo.

Descendieron a la planta baja y estaban ya a mitad de camino por el vestíbulo cuando una mujer bien vestida, que entraba apresuradamente, se detuvo con brusquedad para mirar con ojos inquisitivos a Perry Mason. La mujer se disponía a saludar con una inclinación de cabeza, pero luego se arrepintió y se precipitó en el ascensor.

—¿La conoce usted? —preguntó Della Street en voz baja.

—No —respondió Mason—. Pero, por lo visto, ella me conoce o cree que me conoce. Sería una mala suerte.

Mantuvo la puerta abierta para que pasara Della Street. Bajaron aprisa la escalinata y caminaron rápidamente manzana abajo hasta llegar al sitio donde habían aparcado el coche. Mason lo condujo hasta llegar a un bar, aparcó el coche y telefoneó a la Agencia Drake de Detectives.

—Póngame con Paul Drake —dijo el abogado—. Paul, tengo un trabajo para ti. Es algo que ha de hacerse inmediatamente.

—Tú siempre quieres que todo se haga inmediatamente —le reprochó Drake.

Mason pasó por alto el comentario.

—Habrás leído en los periódicos noticias sobre el doctor Summerfield Malden que ha muerto en un accidente aéreo, ¿no es así?

—Las he leído.

—Según informes que tengo, alguien está siguiendo a su viuda y esto desde hace pocos días.

—¿Por qué? —preguntó Drake.

—Eso tienes que averiguarlo tú —le replicó Mason—. Ella vendrá pronto a mi despacho desde su casa. Voy a llamarla.

—¿Eso es todo?

—No. Hay algo más. El doctor Malden iba de camino hacia Salt Lake City para asistir a un congreso médico cuando se mató.

—De eso estoy enterado por los periódicos —indicó Drake.

—Bueno, Paul —le advirtió Mason—, esto es confidencial. El doctor Malden tenía en su clínica a una enfermera jefe, una mujer llamada Gladys Foss. Tiene unos veintisiete años, es morenita, de grandes ojos oscuros, de un metro setenta de estatura y unos cincuenta kilos de peso. Según los informes, se muestra muy orgullosa de sus piernas. —Drake lanzó un silbido por teléfono—. Vive en el número 6931 de la carretera Cuneo —continuó Mason—. Probablemente no está allí ahora.

—Muy bien, ¿qué hay respecto a ella?

—Abandonó la clínica para ir a un hospital de Phoenix con objeto de recoger algunos datos. Luego iba a ir a Salt Lake City para reunirse con el doctor Malden.

—Ya veo —comentó Drake—, la cosa se complica.

—Más que complicarse —le confesó Mason—, se enreda endemoniadamente.

—Sigue. ¿Adónde quieres ir a parar?

—Quiero que pongas hombres a la tarea en Salt Lake City para que se encarguen de localizar a Gladys Foss.

—¿Sabes si está viajando con su verdadero nombre?

—No —respondió Mason—, pero hay algo que puede darte una idea. Ese congreso médico es de suponer que esté bien organizado. Estarán tomadas las habitaciones de todos los hoteles. Indudablemente el doctor Malden había pedido reservas para una habitación o habitaciones en Salt Lake City. Ahora, si revisáis esas reservas, podréis descubrir algo. Si no podéis conseguirlo, poneos en contacto con el colegio médico de la localidad con objeto de averiguar quién se encarga de extender reservas para doctores visitantes. El doctor Malden era un pensador muy astuto, un hombre que miraba las cosas con mucha anticipación y desde luego no le habría dicho a Gladys Foss que se reuniese con él en Salt Lake City sin haber preparado una u otra reserva para ella.

—Muy bien —repuso Drake—; por lo visto, vamos a estar ocupados.

—Y dile a tu empleado de Salt Lake City que obre con prudencia —advirtió Mason—. No quiero que cualquiera pueda adivinar qué es lo que intentamos descubrir. Dile que haga las investigaciones necesarias, pero que sea discreto. Y es posible que tropiece con algunos hombres del gobierno empeñados en la misma tarea. No lo creo, pero dile a tus hombres que actúen con el mayor disimulo posible.

—Perfectamente —confirmó Drake—. Me doy por enterado.

—Pero lo más importante y principal —le advirtió Mason— es que tenemos que descubrir quién está siguiendo a la señora Malden. Necesito que varios hombres se dediquen a esta tarea ahora. Esto es prioritario sobre todo lo demás.

—Es algo que puede hacerse —afirmó Drake.

—¿Estás seguro de que tu personal podrá localizar a esos hombres y descubrir quiénes son?

—¡Hombre, creo que sí! No tienen más remedio que utilizar automóviles. Los automóviles tienen números de matrícula. Además, esos individuos no tienen más remedio que ir a algún sitio a dar sus informes. Si están todavía cumpliendo su encargo, podremos seguirles el rastro, Perry.

—¿Cuándo vas a empezar?

—En este mismo momento tengo en el despacho a un hombre que puede servirme. Podré disponer pronto de una pareja más, con objeto de asegurar las cosas.

—Ponte en contacto con ellos —ordenó Mason—. Instrúyelos sobre lo que tienen que hacer y llámame tan pronto descubras algo.

Mason colgó, miró luego el número de teléfono de la señora Malden e hizo girar el disco.

Cuando el aparato dio la señal de escucha, una voz precavida dijo:

—¿Sí?

—¿Es la señora Malden? —preguntó Mason.

—Sí.

—Su teléfono puede estar vigilado —advirtió Mason—. ¿Sabe usted quién le está hablando? ¿Reconoce la voz?

—Creo…, creo que sí.

—Esta tarde hizo usted una visita a un hombre de profesión liberal —dijo Mason.

—Sí.

—Aguarde cuarenta y cinco minutos —ordenó Mason— y luego vuelva a ir a ese mismo despacho.

—Pero… pero será tarde. ¿Podré entrar?

—Podrá usted entrar —le aseguró Mason—. Vaya directamente al despacho particular. Llame a la puerta.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Della Street cuando Mason se apartó del teléfono.

—Ahora —respondió él— vamos a hacer algo que probablemente le gustará a usted: comer.

—¿Dónde? ¿Qué?

Mason miró su reloj.

—En algún sitio donde sea posible comer en media hora. Preferentemente en algún sitio cerca del despacho para que podamos ser puntuales a la cita que hemos convenido con la señora Malden.

—¿No podría usted haberse citado con ella un poco antes, y después podríamos haber salido y comer con toda tranquilidad? Está usted tan ocupado, que me horroriza el pensamiento de verlo hacer comidas precipitadas.

Mason sonrió.

—Me habría gustado verla lo antes posible, pero necesitaba estar seguro de que primeramente Paul Drake tenía una oportunidad de poner a la obra a uno de sus hombres. Habiendo fijado este plazo, el subordinado de Drake podrá seguirla hasta aquí y averiguar si la tienen mantenida bajo vigilancia. Ande, vamos.

Mason condujo el coche a unas dos manzanas de su despacho hasta un restaurante donde lo conocían muy bien. Él y Della entraron en un reservado y Mason, después de mirar el reloj, dijo al camarero:

—No podemos estar aquí más de veintinueve minutos. Queremos dos cócteles de Bacardí, consomé de verduras, costillas de ternera y patatas cocidas.

El camarero se marchó a toda prisa.

Mason y Della Street permanecieron la mayor parte del tiempo silenciosos. Apenas bebieron sus cócteles. El abogado no apartaba la vista de su reloj de pulsera mientras comían. Acabaron con tiempo suficiente para llegar hasta el aparcamiento situado ante la oficina y entrar en el despacho tres minutos antes de la hora fijada con la señora Malden.

—Hemos llegado por los pelos —dijo Della Street, encendiendo las luces.

—Lo sé —repuso Mason—. Probablemente no vendrá adelantada. Puede que se retrase un poco.

Apenas acababa Mason de sentarse tras su mesa, cuando oyó el sonido de unos golpecitos que daban en la puerta del despacho.

Della Street abrió, y la señora Malden dijo:

—Bueno, buenas noches. Ésta es una sorpresa, señor Mason. Apenas esperaba que pudiese usted haber conseguido resultados tan pronto.

—Siéntese —le invitó Mason, y, mirando su reloj, añadió—: Ha llegado usted en el momento exacto.

—Ésa es una de las cosas que me enseñó mi marido. Era muy escrupuloso con el tiempo. Si había concertado una cita para una hora determinada, estaba allí con toda seguridad a menos que ocurriese un caso de fuerza mayor. Naturalmente, casos así ocurren en la vida a cualquier médico, pero él siempre me decía: «Steffanie, una cita se hace con el propósito de ahorrar el tiempo de las dos partes que se ponen de acuerdo. Si conciertas una cita, acude a ella puntualmente. No hagas nunca que la otra persona te esté esperando y no le permitas que te haga esperar a ti». ¿Qué ha descubierto usted, señor Mason?

—Obrando contra todas las leyes de la prudencia, tomé esas llaves y fui a los Apartamentos Dixiewood —contestó Mason.

—¿Usted mismo en persona? —preguntó ella.

—Yo mismo en persona.

—Bueno, ¿y qué descubrió usted?

—Descubrimos —dijo Mason— un apartamento de cuatro habitaciones y lujosamente amueblado.

—¿Cuatro habitaciones? —Mason asintió—. Eso significa una sala de estar, una cocina y… —Hizo una pausa y enarcó las cejas.

—Dos dormitorios y un cuarto de baño —completó Mason.

—¡Dos dormitorios!

Mason asintió. La señora Malden miró a Della Street, luego a Mason.

—¡Dos dormitorios! —repitió. Mason no dijo nada—. Más bien un despilfarro en un nido de amor —comentó secamente.

—Usted me dijo que había hecho seguir a su marido y de ese modo había descubierto la existencia de ese apartamento, ¿no es así?

—Así es —confirmó ella.

—Por medio de una agencia particular de detectives, ¿no?

—Sí.

—¿Cuál?

—La Agencia Unida Investigadora.

—¿Está usted completamente segura de que su marido iba allí?

—Sí. Dígame, señor Mason, ¿funcionaron las llaves sin la menor dificultad?

—Naturalmente —respondió Mason—. Entré. Permítame que le haga una pregunta. ¿Ha estado usted alguna vez allí, señora Malden?

—¿Yo? ¡No, no lo permita Dios! Ya se lo dije a usted antes. No soy una mujer fisgona… bueno —se interrumpió, se echó a reír nerviosamente y trató de explicar—: Comprendo que mis acciones parecen contradecir esta afirmación. Yo… yo investigo, señor Mason, pero no me detengo a fisgonear.

—¿Es que establece usted una diferencia entre una cosa y otra?

—Sí. Creo que hay una diferencia muy clara. Pero me interesa saber, señor Mason, qué otra cosa encontró usted.

—Encontré que alguien había actuado por lo visto con mucha prisa —repuso Mason—. Habían descolgado de la pared un cuadro y no habían vuelto a ponerlo en su sitio. Un panel de la pared había sido apartado y no habían vuelto a colocarlo. Detrás de aquel panel había un hueco, y en aquel hueco, una caja de caudales de primera categoría, a prueba de incendios y a prueba de ladrones.

—¡Señor Mason! —exclamó ella.

—La caja —continuó Mason— había sido abierta y la puerta estaba entornada. Por lo que pude comprobar sin mover nada, la caja estaba vacía.

—¡Vacía! —prorrumpió la señora Malden—. Sólo mi marido tenía la combinación de aquella caja, y había miles de…

—Sí, continúe —dijo Mason.

—Según la gente de la inspección del impuesto sobre la renta —prosiguió ella—, debía de haber allí, bueno…, digamos que unos cien mil dólares…

Bruscamente, sus ojos buscaron los de Mason. De pronto, se echó a reír con nerviosismo.

—¡Oh, señor Mason, es usted maravilloso! —exclamó. Mason enarcó las cejas—. Llega usted allí —dijo con repentina alegría—, examina el lugar, descubre la combinación de la caja. La abre y saca los cien mil dólares. Ahora la gente del impuesto sobre la renta no puede demostrar lo más mínimo. Después que todo haya pasado y las aguas hayan vuelto a su cauce, usted puede entregarme el dinero, menos sus honorarios, naturalmente, y, dadas las circunstancias, le prometo pagarle unos honorarios muy generosos, muy generosos realmente, señor Mason.

—¿Cómo, qué está usted diciendo? —exclamó Mason—. Está completamente equivocada. No encontré allí dinero alguno.

Ella se echó a reír.

—Desde luego, ésa es la actitud que usted tiene que adoptar, señor Mason. Ya me dijeron que era usted un portento de abogado. Ahora comprendo lo muy listo que es.

—Oiga usted —le dijo Mason—. Incluso en el caso de que yo hubiese encontrado allí algún dinero, no podría hacer lo que usted sugiere. Sería algo inmoral, algo ilícito, sería un intento de ocultar una violación de la ley, y…

—Sí, sí, ya lo sé —interrumpió ella—. No necesita decirme nada de eso. Es usted un abogado de muchos recursos, señor Mason. No puedo expresarle hasta qué punto le estoy agradecida —se levantó de la silla, se acercó a Mason y le aferró las manos—. ¡Es usted maravilloso! ¡Absolutamente maravilloso! Ésta es la solución que corta el nudo gordiano. Ahora puedo reírme de ellos.

—Puede reírse de ellos en lo que quiera —replicó Mason—, pero por mi parte no puedo entregarle los miles de dólares que usted se imagina. Ya le dije que encontré abierta la caja de caudales, que la puerta estaba entornada y que, por lo que puedo decirle, en el interior de la caja no había absolutamente nada.

En un impulso de agradecimiento, ella se lanzó hacia delante y lo besó.

—¿Cómo podré agradecerle lo que ha hecho por mí?

Mason replicó con irritación:

—Pongamos las cosas en claro. No encontré ningún dinero en aquella caja y, dadas las circunstancias, es del máximo interés que absolutamente nadie sepa que fui a aquel apartamento.

—¡Desde luego, señor Mason, desde luego! Puedo comprender muy bien la necesidad de que eso se mantenga en un secreto absoluto… por ahora. Pero, ¿no cree usted que habría sido más conveniente que cerrase la caja y volviese a poner en su sitio el trozo de estuco y el cuadro?

—Podría haber sido mejor —repuso Mason—, pero no quería borrar ninguna prueba.

—¿Prueba de qué? —preguntó ella.

—No lo sé —contestó Mason—, y porque no lo sé, no quería arriesgarme. A mi juicio, en todo este asunto podría estar envuelto un asesinato.

Ella se echó a reír.

—¡Oh, cómo son ustedes, los abogados! Pero, ¿no le estoy diciendo que usted ha conseguido una solución, la única solución adecuada? Señor Mason, ¡le estoy tan agradecida…!

—Estoy tratando de hacerle entender —dijo Mason, con voz ya exasperada— que no saqué nada en absoluto de aquel apartamento.

—Sí, sí, yo lo sé —repuso ella, y dirigiendo una sonrisa a la secretaria, se encaminó hacia la puerta.

—¡Vuelva usted aquí! —la conminó Mason—. Es necesario que pongamos las cosas en claro.

—En otra ocasión, la verdad es que he venido aquí a toda prisa y me es imprescindible volver cuanto antes. ¡Muchísimas gracias, señor Mason! ¡Puede usted empezar a imaginarse lo agradecida que le estoy! Buenas noches.

Salió precipitadamente del despacho.

—Póngame con Paul Drake —le pidió Mason a Della Street.

Los ágiles dedos de Della hicieron girar el disco del teléfono particular de Mason, llamando al número de urgencia de Drake.

—Aquí está —dijo.

Mason se puso al teléfono.

—Paul, ¿está tu hombre siguiendo a la señora Malden?

—Sí.

—¿Disponemos de más agentes que puedan cooperar en la tarea?

—Ya he hecho intervenir a tres hombres. Uno está esperando junto a su casa, otro la está siguiendo y el tercero está…

—Acaba de salir de mi oficina —le advirtió Mason—. Que no la pierdan de vista.

—No te preocupes, Perry. La están siguiendo sin dificultad; de lo contrario, mis hombres me habrían avisado.

—Está bien, Paul, no dejes de cuidarte de esto —insistió Mason—. Ten en cuenta que acaba de salir de mi despacho. Si por casualidad consiguiera burlar al hombre que la sigue, dile a éste que vaya a los Apartamentos Dixiewood por si puede localizarla allí.

—Apartamentos Dixiewood.

—Exactamente.

—Muy bien, si me telefonea diciéndome que la ha perdido, le daré esas instrucciones, pero no creo que tengas que preocuparte, Perry. Esos hombres no pierden de vista a nadie. Son veteranos.

—Perfectamente —dijo Mason, y colgó.

—¿Cree usted que va a ir a los Apartamentos Dixiewood? —preguntó Della.

—Tal vez.

—¿Para qué?

—Para cerrar la caja, borrar cualquier huella dactilar que hayamos pasado por alto, colocar en su sitio el panel de estuco y colgar delante del mismo el cuadro correspondiente.

—Y usted cree que por fin los inspectores del impuesto sobre la renta descubrirán la existencia de ese apartamento, ¿no es así?

—Sí, eso es lo que creo.

—¿Y también que encontrarán la caja?

—Sí, creo que probablemente encontrarán la caja.

—¿Que pasaría entonces?

Mason se encogió de hombros. Pero Della insistió:

—¿Cree usted que ella opina realmente que usted ha sacado el dinero y que lo tiene escondido?

—Desde luego, ésa habría sido —reconoció Mason— una maniobra inteligente por parte de un abogado que fuera listo, con iniciativa y más leal para con su cliente que para con la ética de su profesión.

—¿Quiere usted decir que habiendo recogido el dinero…?

—Miremos el asunto desde este punto de vista —propuso Mason—. Supongamos que se pone en tela de juicio la cuestión de la herencia. Hay una caja de caudales que contiene quizá cien mil dólares en efectivo. Los libros del doctor están en perfecto orden aunque la gente del impuesto sobre la renta crea que él ha estado ocultando ingresos. Y entonces aparecen esos cien mil dólares en metálico. Naturalmente la pregunta que hay que formularse es: ¿de dónde procede tal dinero?

Della Street hizo una inclinación de cabeza dando a entender que comprendía su razonamiento. Él continuó:

—Los inspectores del impuesto sobre la renta han estado sosteniendo que el doctor Malden detraía sumas en metálico que ellos calculaban que venían a representar unos cien mil dólares. En tales circunstancias, el hallazgo de una suma casi idéntica en una caja fuerte colocada en un apartamento secreto ocupado por el doctor Malden significaría una confirmación palmaria de tales sospechas. Se pondrían entonces en movimiento, pedirían testigos, penas, multas; insistirían en que la señora Malden, por haber hecho una declaración falsa, tuvo parte en el fraude y organizarían todo un infierno. Tal como están ahora las cosas, encuentran una caja vacía, suponiendo que la lleguen a encontrar.

Della Street asintió. El abogado prosiguió con su hipótesis:

—Esto no les deja más arma que el alquiler de ese apartamento cuyo pago ha realizado el doctor Malden ocultando parte de sus ingresos en metálico y no haciéndolo constar en su lista de gastos.

—Sí —dijo Della Street—, comprendo que la diferencia entre un supuesto y otro es enorme.

—Por eso —remachó Mason—, cualquier abogado que hubiese entrado en el apartamento, que hubiese metido los cien mil dólares en una cartera, se hubiese marchado y esperado hasta que las cosas se calmaran para decirle luego a la señora Malden «tengo un regalito para usted» entregándole cincuenta mil dólares exentos de impuestos, se ganaría la gratitud ilimitada de un cliente al mismo tiempo que se quedaría con cincuenta mil dólares libres de impuestos que podría guardar en su propia caja de caudales.

—¡Cielos —exclamó Della Street—, la cosa parece tentadora!

—¿Verdad que sí? La única nota falsa es que eso significaría violar unas cuantas leyes.

—Con la seguridad casi absoluta de no ser atrapado —replicó Della.

—Con la seguridad casi absoluta de no ser atrapado —convino él.

—¿Y usted cree que la señora Malden piensa que es eso lo que está usted haciendo?

—Por lo menos, es lo que ella dice.

—Entonces, cuando las cosas se calmen, si usted no tiene cincuenta mil dólares para dárselos como regalito, podrá sentirse burlada.

—Exactamente. Ésa es la razón de que tengamos que descubrir qué es en resumen lo que ha ocurrido en realidad, Della.

—¿Qué opina usted que ha ocurrido?

—Creo que nos hemos dejado llevar a una trampa muy bien montada.

—¿Quiere decir que la señora Malden proyectó que usted fuera tras el cebo?

—No sé quién puso el cebo en la trampa. Supongamos que fue Gladys Foss. Supongamos que fue ella la que limpió la caja.

—Pero supongamos que usted no hubiera encontrado esa caja —sugirió Della Street.

—Montaron las cosas tan enormemente bien, que yo no tenía más remedio que encontrarla; fue inteligente —explicó Mason.

—Pero, ¿cómo podían esperar que usted estuviese enterado de la combinación?

—Vamos a echar otro vistazo al librito de notas que nos dejó la señora Malden —propuso Mason—. Quizás está en él la respuesta a eso.

Della se dirigió a la caja fuerte del despacho y volvió con las fotocopias del libro de notas. Se colocó al lado de Mason y los dos juntos fueron pasando las páginas.

Mason examinó lentamente las fotocopias y luego volvió otra vez al principio.

—Parece no ser más que un conjunto de notas relativo a horas de visitas y… ¡vaya, vaya! ¿Qué es esto?

Señaló una cifra que aparecía en la segunda página del libro de notas. Era 54-4-D. El abogado vaciló unos momentos, luego siguió volviendo páginas. Tres páginas más adelante encontró, entre una serie de anotaciones que registraban artículos de revistas médicas que, por lo visto, el doctor Malden había deseado leer, la cifra 31-3-I. Volvió dos páginas más y tropezó con la cifra 26-2-D. Dos páginas más y encontró la cifra 19-I anotada en el ángulo superior de la derecha.

—Bueno —dijo Mason—, ya está aquí: la combinación de la caja. Cincuenta y cuatro, cuatro veces a la derecha; treinta y uno, tres veces a la izquierda; veintiséis, dos veces a la derecha; diecinueve a la izquierda.

—¿Cree usted que es eso? —preguntó Della.

—Me apostaría cien contra uno a que lo es —contestó Mason.

—¿Y qué hacemos nosotros ahora?

—Ahora —repuso Mason—, puesto que hemos caído en una trampa, hemos de abstenemos de ser presa del pánico. Debemos tomarnos tiempo para pensar en qué clase de trampa hemos caído y luego tratar de descubrir quién fue el que la puso.

—¿Y si usted le dijera a la señora Malden que no quiere ser su abogado?

—Entonces ella, inmediatamente, diría que me he quedado con cien mil dólares.

—Pero no podría probarlo.

—Además —explicó Mason—, tenemos que proteger a nuestra cliente aunque goce de una perfecta libertad para revolverse contra mí. Si lo hiciera, los inspectores del impuesto sobre la renta le proporcionarían pruebas más que suficientes de que cien mil dólares habían sido escondidos en algún sitio por su esposo. Ella afirmaría que me dio una llave de aquel apartamento y que me pidió que hiciera investigaciones. También me dio fotocopias de un librito de notas que llevaba su marido, y en ese libro de notas (desde luego, sin ella saberlo) estaba la combinación de la caja existente en el nido de amor.

—¡Sin ella saberlo! —estalló Della Street sarcásticamente.

—Por supuesto —continuó Mason—. Se mostraría inflexible en ese Punto. Nunca podría permitirse el lujo de confesar que conocía la combinación.

—Así, pues, ella lo arrojará a usted a los lobos con tal de salvarse ella misma ¿no?

—Con la mayor tranquilidad —repuso Mason—. A juicio de mucha gente, ser o no ser ladrón depende de las oportunidades. Y he aquí que yo tenía la combinación de una caja de caudales en la que había cien mil dólares que ni el doctor Malden ni la señora Malden podían reclamar públicamente sin verse colocados en una posición muy embarazosa.

—¡Jefe —exclamó Della Street, indignada—, si ella ha tratado de hacer eso, deberíamos…!

—Quizá lo hagamos —la tranquilizó Mason con una mueca risueña.

Della Street sonrió.

—En ese caso, sugiero que se limpie de la cara la huella de lápiz de labios que le ha dejado el beso de la señora Malden. Porque Paul Drake llegará de un momento a otro a presentar sus informes.